Capítulo 14

Esa noche soñó con Xanadú.

Se levantó de la cama y se puso la ropa de hospital. Le quedaba muy holgada. Al ingresar en Candle Lake le sentaba bien, pero esos últimos meses había perdido bastante peso. Los medicamentos que le administraba la doctora McAlister contra su voluntad, con el fin de que ella cooperase con la terapia, le habían quitado el apetito.

Había aprendido a guardarse ciertas pastillas en la boca sin que nadie advirtiese que no se las tragaba, pero no podía engañar a todos los enfermeros. Incluso en los escasos días en que tenía la mente relativamente despejada tampoco tenía hambre. La enorme fuerza de voluntad requerida para contener las alternativas oleadas de rabia, miedo y desesperación que solían asaltarla, la dejaba tan exhausta que el simple hecho de comer le resultaba una tarea casi imposible.

Eso tenía que cambiar, pensó. Tenía que empezar a consumir las calorías necesarias para recuperar fuerzas. Nunca lograría escapar si no comía adecuadamente.

Fue hasta la ventana, pequeña y con barrotes. Su habitación estaba situada en el tercer piso, lo cual le permitía ver el lago que se alargaba hasta más allá de la valla que rodeaba la clínica.

La fría luz de la luna se reflejaba sobre aquellas aguas maléficas. A veces, la única escapatoria que veía posible consistía en nadar hasta la mitad del lago y dejarse hundir en las profundidades.

Sin embargo, aquel día había conseguido no tomar las pastillas de McAlister, y esa noche tenía la mente más despejada que de costumbre. No quería pensar en hundirse para siempre en las profundas aguas del lago.

Necesitaba un objetivo; tenía que planear su fuga y reunir algo de esperanza, y lo cierto era que allí no había nadie que pudiera ayudarla.

Se dio la vuelta y fue hasta la puerta, como siempre, con la esperanza de que alguien hubiese olvidado cerrarla con llave.

La puerta se abrió. Algún enfermero se había despistado, y no era la primera vez. El personal de Candle Lake estaba compuesto por gente de lo más incompetente.

El doctor Harper, director de aquel privado y carísimo manicomio, no se dedicaba precisamente a curar a sus pacientes. Sus clientes le pagaban fortunas para que mantuviese encerrados a sus familiares locos.

Salió de la habitación y avanzó lentamente por el pasillo. Se sentía como un fantasma, separada de la realidad por un fino velo. Todo le resultaba irreal, aunque seguramente aún conservaba restos de las drogas que le administraba McAlister.

Como siempre por la noche, las luces de los pasillos estaban más tenues, pero nunca se apagaban del todo. Los pasillos de Xanadú estaban iluminados por un brillo fluorescente de lo más siniestro.

Tenía que familiarizarse con el lugar. Quería trazar un mapa mental para que, llegado el momento, pudiera moverse con rapidez y seguridad.

Pasó por delante de varias puertas cerradas y, al llegar al extremo del pasillo, se detuvo. Creía recordar que los enfermeros giraban a la izquierda cuando la llevaban al despacho de McAlister, así que giró a la derecha.

Se adentraba en territorio desconocido.

Recorrió una serie de pasillos, dobló otra esquina y se encontró frente a una puerta de vaivén que daba acceso a otro pasillo de habitaciones cerradas. Echó un vistazo alrededor y vio un letrero en la pared: «Pabellón H.».

Pasó por la puerta y se dio cuenta de que, aunque aquel pabellón era muy similar al suyo, la sensación psíquica que le despertaba era distinta.

Podía sentir tenues y molestas corrientes de energía, pero era incapaz de reconocerlas; se trataba de unas sensaciones diferentes a las fuertes emociones que saturaban la clínica.

El instinto le decía que si se quedaba enganchada en aquellas pegajosas telarañas, sería para siempre.

Toda esa energía parecía emanar de una única habitación. Con cautela, siguió avanzando, notando cómo las telarañas invisibles se hacían más oscuras y densas.

De repente se detuvo, incapaz de seguir acercándose a la habitación.

Estaba aterrorizada; había ido demasiado lejos.

La telaraña la había envuelto, pegándose a todos sus sentidos: la vista, el tacto, el oído, el gusto e incluso el olor. Sin embargo, se aferraba con más intensidad a su sexto sentido, aquel que la convertía en una persona distinta a las demás.

La oscuridad se cernió sobre ella, y se dio cuenta de que estaba apunto de desmayarse.

Tenía que salir de allí.

Consiguió dar un paso atrás, pero estaba tan aturdida que le resultaba difícil mantener el equilibrio, así que se apoyó contra la pared.

Estaba atrapada entre los hilos invisibles de la telaraña, y no conseguía soltarse.

Sin embargo, el pánico le proporcionó la fuerza que necesitaba. Consiguió dar otro paso atrás, librándose de algunos hilos, luego otro, y finalmente consiguió zafarse.

Se dio la vuelta y volvió presurosa a la relativa seguridad de su habitación.

Había pasado por muchas cosas en Candle Lake, pero fuera lo que fuese lo que se escondía detrás de aquella puerta en el pabellón H, la asustaba más que cualquier otra cosa que hubiera vivido antes.

Un último resquicio de oscuridad le rozó en la nuca. Pudo sentir los leves temblores de los hilos de la telaraña, que indicaban que la, araña se acercaba…

Se despertó con un alarido.

—Zoe —dijo Ethan, cogiéndole las muñecas y poniéndole encima una pierna para inmovilizarla—. Despierta; estás bien.

La reconfortante realidad del dormitorio, junto al calor y la fuerza del cuerpo de Ethan, fue reemplazando gradualmente la pesadilla. Zoe se sintió aliviada.

—Lo siento —dijo con una voz extrañamente ronca—. No quería despertarte.

—Ya estaba despierto.

Zoe lo miró, sintiendo cómo la ansiedad reemplazaba definitivamente al miedo.

—¿Otra vez insomnio?

—Sólo estaba pensando —respondió él.

Sí, claro. Estaba mintiendo, y Zoe lo sabía. No podía dormir.

—¿Estás bien? —preguntó Ethan.

—Sí —contestó ella, respirando profundamente—. Hacía tiempo que no tenía una de estas pesadillas. Empezaba a creer que me había librado de ellas, pero ya ves que no.

Ethan se incorporó y la abrazó con fuerza. Le acarició el brazo y el hombro con la misma ternura con que hubiera acariciado a un niño asustado.

—Míralo por el lado bueno —dijo—. Probablemente es una buena señal que el tiempo transcurrido entre las pesadillas sea cada vez mayor.

—Tal vez —respondió Zoe, e hizo un esfuerzo para relajarse entre los brazos de su marido. Sin embargo, el corazón todavía le latía deprisa, y la pegajosa telaraña de su sueño aún no la había soltado del todo—. No te preocupes, se me pasará en un momento.

—Ya lo sé; siempre ocurre lo mismo —dijo Ethan, y siguió acariciándole el brazo sin dejar de estrecharla contra sí—. ¿Ha sido una de las malas?

—Sí.

—¿Quieres contármela?

Zoe sintió pánico. ¿Contarle la pesadilla? ¿Tratar de explicarle qué la había asustado tanto? No, no era una buena idea. En absoluto.

Ya le había contado muchas de las cosas horribles con que se había encontrado en Candle Lake, por ejemplo, que el director de la institución, el corrupto doctor Ian Harper, había conspirado con su familia política para drogarla e ingresarla contra su voluntad. También sobre Venetia McAlister, la doctora que tenía un lucrativo negocio como asesora de la policía. McAlister se había obsesionado tanto con la posibilidad de que Zoe realmente tuviera poderes psíquicos, que había intentado obligarla a contarle lo que ella percibía en truculentos escenarios de asesinatos y cosas aún peores. Y le había descrito la terrible experiencia de su fuga de Xanadú.

En suma, a Ethan le había contado más secretos que a nadie, incluyendo Arcadia, pero todavía no se atrevía a confiarle su miedo más profundo, ese que había descubierto aquella noche, cuando, deambulando por los pasillos de Candle Lake, se había visto atrapada en una telaraña psíquica.

—Estaba soñando con algo que ocurrió la noche que conseguí salir de mi habitación y recorrer los pasillos —dijo finalmente, escogiendo las palabras—. No tenía la mente despejada del todo, pero aun así conseguí pensar de forma coherente. Uno de los enfermeros se había dejado la puerta abierta.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Ethan en voz baja.

—Estuve… estuve recorriendo los pasillos, tratando de hacerme un mapa mental del edificio.

—¿Para poder escapar?

—Sí.

Ethan seguía acariciándole el brazo para reconfortarla.

—Entiendo que esos recuerdos te provoquen pesadillas.

—Aquella noche, el lugar me pareció un laberinto, tal vez porque no podía pensar con claridad. Tenía miedo de que, llegado el momento de escapar, no encontrase la salida.

—Pero Arcadia y tú lo conseguisteis.

—Sí.

—Y ahora eres libre —le recordó Ethan, dándole un beso en la frente—. No lo olvides.

—De acuerdo.

—Ya sé —añadió Ethan, esbozando una comprensiva sonrisa— que ciertas cosas son más fáciles de decir que de hacer.

—Ajá —dijo Zoe.

Ethan movió la pierna bajo las sábanas, rozándole el muslo. Zoe parpadeó.

—Sin duda fue un sueño terrible —dijo él, sin dejar de acariciarle el brazo—. Estás tan tensa que pareces a punto de romperte entre mis brazos.

Zoe cerró los ojos un instante, incapaz de decirle que, en esas circunstancias, «romperse» no era el verbo más apropiado.

—¿Quieres un vaso de leche caliente? —le ofreció él—. Siempre te ayuda a relajarte.

Zoe esbozó una mueca.

—Sí, pero la verdad es que no me gusta.

—En ese caso, tal vez debas probar una de mis exóticas técnicas de masaje —repuso Ethan, colocando la mano sobre la cadera de Zoe y apretando con malicia.

Ella sabía que él trataba de animarla con esos jugueteos sexuales, y lo cierto era que funcionaban. Ansiaba que él le hiciera el amor en ese momento. De hecho, no recordaba haber necesitado tanto algo en toda su vida.

—¿Así que conoces técnicas de masaje exóticas? —preguntó, tratando de sonar sugerente.

—He hecho un estudio detallado de la materia, por así decirlo —respondió Ethan, metiéndole la mano por debajo del corto camisón, que le llegaba justo hasta los muslos—. ¿Te apetece una demostración?

—Depende de dónde quieras masajearme —contestó Zoe, frotando su pie contra el de Ethan.

—Creo que comenzaré por aquí —dijo él, deslizando la mano entre las piernas de Zoe.

La inmediatez de su propia reacción la sorprendió; tal vez el motivo fuese la adrenalina liberada por la pesadilla. En cualquier caso, estaba empapada.

—¿Crees que esta técnica pueda funcionar contigo? —musitó Ethan.

Zoe suspiró, temblando de deseo.

—Sí, no me cabe duda. ¿Conoces más técnicas que quieras enseñarme?

—Sí; ésta.

Ethan se deslizó hacia abajo, pasándole las manos por la cintura y las caderas. Zoe se dio cuenta de que su esposo tenía una erección. Él le levantó las rodillas e hizo algo increíble con la lengua.

—Oh, Ethan… —suspiró ella.

Sin despegar los labios de la hinchada vulva, él la penetró con los dedos hasta dar con aquel punto tan exquisitamente sensible.

Zoe sintió como si Ethan hubiese apretado un disparador en su interior.

Sujetó a su marido por el cabello mientras le sobrevenía el clímax, retorciéndose entre jadeos. La abrumadora oleada de placer lo engulló todo, incluso los resquicios de la pesadilla.

Ethan la penetró antes de que las contracciones cesasen, dándole placer hasta la extenuación.

Cuando su marido llegó al clímax, Zoe lo aferró con fuerza, necesitada de sentir su cuerpo para mantenerse unida a la realidad.

Cuando todo hubo acabado, ambos se unieron en un húmedo abrazo.

—Por si sirve de algo —murmuró Ethan, con la boca contra la almohada—, creo que acabamos de comprobar que mis masajes ofrecen mejores resultados que la leche caliente.

Zoe sonrió.

—¿Quieres decir en lo referente a las pesadillas? —preguntó.

—Bueno, me parece que en lo referente a cualquier cosa.

—¿Podrás dormir ahora? —preguntó Zoe, volviéndose hacia él.

—No sé si dormir —murmuró él con voz cansina—, pero, si no te molesta, creo que me desmayaré un buen rato.

Zoe lo abrazó mientras se dormía, escuchando su sosegada respiración, contenta de que sintieran tanta pasión el uno por el otro. Aquello suponía un alivio temporal para ambos.

Sin embargo, Zoe también era consciente de que la ansiedad que había provocado aquella pesadilla no tardaría en volver a hacer presa en ella. Ya se había enfrentado a casi todos los miedos provocados por Candle Lake; sólo faltaba uno. Había tratado de enterrarlo en lo más profundo de su mente, pero esa noche había renacido de sus cenizas. Tenía que encontrar la forma de destruir aquella telaraña psíquica o, de lo contrario, seguiría acosándola el resto de su vida.

Podía hablar con Ethan de casi cualquier cosa, pero no de aquello. Él no creía que ella poseyera un sexto sentido, así que, ¿cómo iba a contarle que su temor más grande era que el aspecto psíquico de su naturaleza pudiese quebrantar su cordura? No se veía con valor de contarle que, tal vez, llegaría el día en que su familia política y aquellos de Candle Lake que le habían dicho que estaba loca tuvieran razón.