Capítulo 23

Esa noche, todos fueron al Last Exit a celebrar el regreso de Harry. Arcadia estaba sentada a su lado, hombro con hombro, robándole un poco de calor. La lenta y suave melodía del tema Lush Life, de Billy Strayhorn, recorría sutilmente el local, no demasiado lleno.

Ya pasaba de la medianoche. Ponían buen jazz. Arcadia bebía un martini y Harry estaba de nuevo en casa, sano y salvo. Aquello era lo más perfecto que había sido su vida en mucho mucho tiempo, así que, ¿por qué no podía relajarse un poco?

—Has vuelto antes por mí, ¿no es cierto? —preguntó.

—Qué va —contestó Harry, cogiendo cacahuetes del bol que había en la mesa—. Ya te lo he dicho, el cliente decidió interrumpir el viaje de placer de la niña.

—Mentira —dijo Arcadia, pinchando una aceituna y llevándosela a la boca—. Has acabado el trabajo antes por mí; reconócelo.

Harry bebió un trago de cerveza.

—Oye, no sabes cuánto me alegré de que terminara; esa chica me estaba volviendo loco.

—Lo sabía; has vuelto antes por mí.

—Bueno —dijo Harry, reclinándose contra el respaldo acolchado de la silla—, ¿vas a decirme qué te pasa?

Arcadia vaciló.

—Hasta donde sé, no pasa nada. He estado algo alterada durante tu ausencia, eso es todo —dijo, y bebió un sorbo de martini—. Ahora ya estoy bien, pero…

—Pero ¿qué?

—Pero te he echado de menos, Harry.

Él no dijo nada. Se limitó a esperar.

Arcadia suspiró.

—Vale —dijo finalmente—. Te contaré lo que le he contado a Zoe. A los pocos días de irte, hubo un par de noches en que tuve una sensación horrible, como si alguien me estuviera vigilando, o algo así.

Harry no movió ni una pestaña.

—¿Sí? —dijo.

—Pero la sensación se fue al cabo de dos o tres días —añadió Arcadia.

—¿Algo más?

—He perdido el bolígrafo de Elvis que me regalaste —dijo, y rodeó el vaso de martini con las manos—; lo he buscado por todas partes, pero nada.

—No importa; no es más que un boli.

—Ya, pero me gustaba mucho; era mi favorito.

Harry pensó un momento.

—¿Has notado algo más en tu despacho que te haya inquietado? —preguntó.

A Arcadia le resultaba difícil tener que verbalizar sus miedos secretos.

—No, nada más. Créeme, lo he comprobado. Teniendo en cuenta mi pasado, considero la paranoia como algo saludable. He mirado en todos los cajones y no he encontrado nada fuera de su sitio.

—Un profesional no hubiera dejado pistas —opinó Harry—. En la galería no tienes el mismo sistema de seguridad que en casa. A alguien que sabía lo que hacía no le hubiera resultado difícil colarse.

Arcadia frunció el entrecejo.

—¿De verdad crees que alguien puede haberse colado en mi despacho sólo para robarme un boli con la cara de Elvis? No tiene sentido.

—Lo del boli podría ser un accidente o un error —dijo Harry—. Puede que no tenga nada que ver. Los de la limpieza podrían haberlo roto y tirado a la basura.

—Tienes razón —coincidió Arcadia, tratando de sonreír—. Por lo que no hay motivo para pensar que alguien se haya colado en mi despacho por la noche. No es más que fruto de nuestra imaginación, Harry, estoy segura.

Él no sonrió.

—A principios de semana, cuando sentías que alguien te vigilaba, ¿miraste las caras de la gente que te rodeaba? —preguntó.

—Por supuesto; pero no vi a nadie que se pareciese ni remotamente a… él. —No hacía falta que Arcadia pronunciase su nombre. Harry sabía que se refería a Grant.

—¿Viste más de una vez a alguien a quien no conocieras? —preguntó.

Arcadia pensó un instante. Le vino a la mente la imagen de una anciana con una bolsa y una cámara de fotos.

—Ha sido una semana muy ajetreada en Fountain Square —dijo—; muchos turistas de aquí para allá. Vi a muchos de ellos más de una vez, pero ninguno me pareció sospechoso.

—¿Algún coche?

—¿Quién se fija en los coches?

—Pues yo —dijo Harry—. Piensa en ello, cariño. Aunque no lo recuerdes, tuviste esa sensación de miedo por algo que percibiste. Así es como funciona.

—¿Como funciona qué?

—El miedo. Lo tuviste porque viste algo o a alguien que te dio mala espina. Tal vez no lo hayas pensado, pero hay algo dentro de nosotros que siempre se mantiene alerta.

Harry sabía lo que se hacía, se dijo Arcadia, y se reclinó en la silla. Trató de recordar los coches que había visto en los últimos días.

—No tengo mucha memoria en lo que se refiere a coches —dijo al cabo con tono de disculpa.

—Pues piensa en gente —sugirió Harry. La imagen de la anciana mirando el escaparate de la galería le vino de nuevo.

—Había una mujer —dijo lentamente—. Puede que la viera dos o tres veces.

—Descríbela.

—De eso se trata; no sé por qué se me ha quedado grabada. No tenía pinta de peligrosa que digamos. Debía de tener unos ochenta años. Llevaba un gran sombrero y unas de esas gafas de sol enormes que la gente lleva sobre las gafas normales. No era más que una turista, Harry.

—¿Qué más?

Harry hubiera sido un buen interrogador, pensó Arcadia; era muy insistente.

Bebió un sorbo de martini y trató de pensar con calma. En los viejos tiempos había trabajado en el frenético mundo de las finanzas. Cada vez que ella tomaba una decisión se ponían en juego millones de dólares. En ese mundo, Arcadia había llegado a ser muy buena detectando patrones y tendencias en la bolsa. Se había preparado para percibir aquellas pequeñas señales que aparecían antes de que una empresa se fuera a pique, y había aprendido a observar anomalías en las relaciones de los miembros de las juntas directivas de otras empresas.

Sin ir más lejos, si se había dado cuenta de las intenciones de Grant a tiempo, había sido gracias a su habilidad para detectar pequeñas anomalías en el constante ir y venir de información con que trabajaba cada día. Tal vez aquél era el momento de volver a aplicar sus viejos conocimientos.

—La vi dos veces —dijo—, ambas delante del escaparate de la galería. Recuerdo haber pensado que aquella cámara de fotos no era precisamente de usar y tirar, y las dos veces que la vi iba con la misma bolsa, de color azul y blanco, de una tienda de ropa de Fountain Square.

Harry tardó unos segundos en contestar.

—Vale —dijo.

Arcadia enarcó las cejas.

—Vale qué.

—Vale, ahora vamos a hablar con Truax.

—Es la una y media de la madrugada; Ethan y Zoe deben de estar dormidos.

—No es culpa nuestra que esos dos se acuesten temprano.

* * *

Ethan consiguió dormirse profundamente, pero volvió a soñar con Nightwinds.

Caminaba por la casa abriendo cada puerta con la que se encontraba, inspeccionando cada habitación. Sin embargo, Zoe no estaba en ninguna de ellas. Tenía que estar allí; la posibilidad de no encontrarla lo desesperaba.

Gritó su nombre, ansioso por explicarle, por suplicarle, por hacerla entender; pero las palabras se perdieron en los interminables pasillos de la noche rosa.

Finalmente llegó a la sala donde había tenido lugar aquel horrendo crimen, el único lugar de la casa que parecía molestar a Zoe. Abrió las puertas poco apoco, preparándose para lo que pudiera encontrar, y se asomó.

Zoe estaba de pie en las sombras, junto a la pequeña barra de mármol. Simon Wendover, sentado en una de las butacas de terciopelo, miró a Ethan por encima del hombro y sonrió.

—Estás muerto —dijo Ethan.

Wendover se echó a reír.

—Ese es tu problema, no el mío. Ambos sabemos que siempre me verás en tus sueños de vez en cuando —dijo.

Ethan se dio la vuelta y miró a Zoe.

—Acompáñame —dijo.

—No —contestó ella, sacudiendo la cabeza.

—Te va a dejar, igual que todas las otras —dijo Wendover con una sonrisa socarrona—. Siempre ha sido así y lo seguirá siendo; tú las rescatas y luego ellas te abandonan.

Ethan siguió mirando a Zoe.

—Tú eres diferente —le dijo.

—¿Tú crees? —repuso ella.

Wendover soltó una risilla.

—¿Cómo es posible que ame a un hombre con tu pasado? Eres un perdedor, Truax. No lograste salvar a tu hermano; no pudiste conservar ninguno de tus matrimonios anteriores; no conseguiste sacar tu empresa adelante; pasaste meses investigándome y aun así fui declarado inocente.

Ethan tenía que sacar a Zoe de aquella sala. Trató de entrar pero algo lo detuvo, como si hubiera topado con una pared invisible.

Zoe lo miraba con aquellos ojos suyos tan misteriosos.

—Lo siento, Ethan, pero no puedes entrar aquí. Hay una barrera mística. No puedes pasar porque no crees en el rollo de lo sobrenatural.

La risa de Wendover resonó en las sombras.

—Ethan. Ethan, despierta.

Aquella voz; tan cerca…

Abrió los ojos. Zoe estaba mirándolo, nerviosa.

—No pasa nada —dijo ella, masajeándole el hombro—. Sólo ha sido una pesadilla.

—Ya, sólo una pesadilla —contestó él, frotándose la cara con una mano y haciendo un esfuerzo por respirar con normalidad. Cuando se sintió mejor, se incorporó y apoyó los pies en el suelo.

Zoe se arrodilló detrás de él y le masajeó los hombros.

—Espero que no te haya pegado la costumbre de tener pesadillas. No será algo contagioso, ¿verdad?

—Lo dudo —respondió Ethan, disfrutando del masaje de Zoe. No deseaba otra cosa que poder relajarse bajo la suave presión de aquellos dedos, pero la tensión provocada por el sueño se lo impedía.

—¿Quieres contarme el sueño? —le preguntó Zoe en voz baja.

Ethan creyó oír la risa de Wendover a lo lejos.

—Era algo extraño —dijo.

Zoe dejó de mover las manos.

—A mí me van las cosas extrañas, ya lo sabes —dijo ella, volviendo a masajearle.

Ethan sintió un gran alivio.

—¿Ethan?

—Estábamos en Nightwinds, pero la casa parecía más grande —dijo él, como ausente—. Había pasillos y habitaciones infinitas.

—Probablemente redecorar todas las habitaciones de la casa te ha causado la pesadilla.

—Tal vez. —Era consciente de que Zoe trataba de tranquilizarlo, pero no funcionaba. Estaba demasiado alterado. No tenía por qué contarle más, se dijo. Sin embargo, era como si una especie de imán le sonsacara las palabras—. Tú estabas en algún lugar de la casa, pero no podía encontrarte.

—Ya. La decoradora escurridiza que no contesta las llamadas de su cliente —murmuró Zoe.

—Finalmente, descubrí que estabas en la sala de cine. —Ethan dudó un instante y se encogió de hombros—. Fue entonces cuando me despertaste.

—Te movías mucho, como si tratases de abrirte paso a través de algo.

Ethan parpadeó.

—¿Te he hecho daño? —preguntó.

—No; sólo me has despertado —dijo Zoe, y siguió trabajándole los hombros—. ¿Estás seguro de que no había algo más en el sueño que te inquietase?

Ethan volvió a escuchar la risa de Wendover desde algún lugar entre las sombras.

En ese preciso instante sonó el teléfono. Zoe se detuvo de nuevo. Ethan miró el reloj: eran las cuatro menos diez de la madrugada. Las llamadas telefónicas a esas horas no solían ser precisamente para dar buenas noticias.

—Yo contesto —dijo Ethan. Y al auricular—: Aquí Truax.

—Soy Harry. Tenemos un problema. Estamos en la entrada de Casa de Oro. ¿Podemos pasar?