Capítulo 25
Singleton estaba en su cubículo, absorto en la pantalla del ordenador, cuando alguien entró en la tienda. Era Bonnie, y traía consigo unos cuantos megavatios del sol de mediodía.
—¿Singleton?
—Aquí estoy —respondió él, tratando de ignorar la excitación que sintió de repente.
«Tranquilízate, tío —se ordenó—. Te ve como a un amigo, no como a un amante. No la fastidies». Se apartó del ordenador, se quitó las gafas y se puso de pie.
—Debes de estar hecho polvo —dijo Bonnie desde la puerta, tendiéndole un vaso de plástico con el logotipo de uno de los cafés de Fountain Square—. Tengo entendido que Ethan te llamó a las tres de la madrugada para que comenzaras a trabajar en el problema de Arcadia. Creí que no te iría mal un poco de cafeína.
—Creíste bien —dijo él, y cogió el vaso, le quitó la tapa y bebió un buen trago de café. Suspiró de placer—. Gracias. Lo necesitaba. Por suerte para Ethan, es mi amigo y un cliente ocasional.
No tenía sentido contarle a Bonnie que, cuando había contestado el teléfono aquella madrugada y oído la voz apremiante de Ethan, el pánico se había apoderado de él. Por un instante, había temido que fuesen malas noticias sobre ella o sobre alguno de los chicos. Su mundo había estado a punto de desmoronarse.
Pero cuando supo que la llamada no tenía relación con Bonnie, Jeff o Theo, se sintió tan aliviado que inmediatamente le sobrevino un sentimiento de culpa. Después de todo, Arcadia le caía bastante bien. Era una amiga, y el saber que corría peligro no dejaba de preocuparle. Sin embargo, la preocupación que pudiera sentir por ella no se asemejaba al terror que habría experimentado si Bonnie o uno de sus hijos hubiera estado en peligro. «Reconócelo, Cobb; estás coladito por ella», pensó.
Bonnie extrajo un envase de plástico de otra bolsa de papel.
—¿Qué tenemos ahí? —preguntó Singleton.
—Atún.
Él cogió el envase y lo abrió, ansioso.
—Emparedado de atún, mi favorito —dijo.
Bonnie soltó una risita.
—Ya lo sé; te traiga lo que te traiga, siempre me dices que el de atún es tu favorito.
—Es que es así —dijo él, llevándose a la boca una de las mitades del sándwich.
Bonnie sonrió, contenta, y miró cómo Singleton devoraba el emparedado.
—Por lo visto, Jeff y tú tuvisteis una charla el otro día —comentó.
—¿Te lo ha dicho él?
—Me ha dicho que le explicaste que no tiene que sentirse mal por no recordar exactamente qué aspecto tenía Drew; que, pase lo que pase, nunca olvidará a su padre.
Singleton sintió una punzada en el estómago, y supo que no tenía nada que ver con el sándwich. La expresión seria de Bonnie y su tono le hicieron perder el apetito. Temió que ella pensara que él se había excedido al tener esa charla con Jeff.
—Tal vez me extralimité —dijo, dejando el sándwich en la mesa—. Mira, Bonnie, perdona si me he metido en lo que no me concierne.
—Por favor, no tienes por qué disculparte; no quería decir eso. —Bonnie se acercó y le tocó el brazo—. Lo que trato de decirte es que te agradezco mucho que hayas hablado con Jeff. No había comprendido qué iba mal este año. Pensaba que tal vez estaba repitiendo lo que había sentido el primer noviembre después de que Drew falleciera. El psicólogo ya me había advertido que podía pasar.
Singleton observó la mano de Bonnie, sus dedos apoyados suavemente en su antebrazo, justo debajo de la manga de la camisa tejana que llevaba. Le causaba tanta impresión tenerla tan cerca que tuvo que hacer un esfuerzo por respirar.
—Es difícil para un chico de su edad explicar lo que siente —dijo—. Maldita sea, es difícil hasta para un hombre.
—Lo sé. Crees que conoces a tus propios hijos, pero ellos también guardan cosas dentro, como todo el mundo. Tienen inquietudes de las que no se ven capaces de hablar. Nunca había pensado que a Jeff le preocupara olvidarse de su padre.
Singleton, conmovido, cerró su manaza sobre la mano de Bonnie sin pararse a pensar en la intimidad de aquel gesto.
—Por el amor de Dios, Bonnie —dijo—, no te culpes por no haberte dado cuenta de ello. Sé que crees que debes resolver todos sus problemas por él, pero la verdad es que está creciendo y necesita hacer algunas cosas a su manera.
—Pero si sólo tiene ocho años.
—Sí, pero se está convirtiendo en un hombre y, de alguna manera, él lo sabe, como también sabe que le han puesto el listón muy alto.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a su padre y a Ethan.
Bonnie cerró los ojos un instante. Cuando los abrió de nuevo, lo vio todo más claro.
—Sí, entiendo lo que quieres decir.
—Jeff tiene mucho con lo que lidiar, y ha comenzado por afrontar lo que más le duele.
—¿Te refieres a la muerte de su padre? Sí, lo sé, pero…
—No —dijo Singleton en voz baja, tratando una vez más de dar con las palabras adecuadas—. No sólo es eso. Mira, la actitud de Jeff este mes no se ha debido sólo a la pérdida de su padre. El verdadero problema ha sido que olvidarse de él significaba traicionaros a ti y a Ethan, los dos adultos a los que más quiere en el mundo.
—La traición es un concepto demasiado complicado para un niño de ocho años —dijo Bonnie, inmóvil.
—Lo sé, pero lo cierto es que Jeff está comenzando a consolidar su código propio, bajo el que vivirá el resto de su vida. Traicionar a la gente que ama es algo malo, y lo sabe. Así que se asustó cuando pensó que tal vez eso era lo que sucedía y que no podía hacer nada por impedirlo.
—Pero no nos estaba traicionando.
—Ya, pero él no lo entendía. Necesitaba hablar con alguien que se lo explicara, pero ese alguien tenía que ser una persona que no pudiera sentirse ofendida.
—Tú —dijo Bonnie, conteniendo las lágrimas—. No sé cómo agradecértelo, Singleton.
Él sintió un molesto calor en el rostro y se maldijo por ruborizarse.
—No es para tanto —dijo, quitándole hierro al asunto—. Somos amigos, ¿no?
Para su sorpresa, la expresión de Bonnie se nubló.
—Exacto —contestó ella—. Amigos —repitió y, soltando la mano de Singleton, se dirigió hacia la salida—. Será mejor que me vaya. Buena suerte con la investigación.
Cuando se hubo cerrado la puerta, las sombras invadieron nuevamente la librería.
* * *
Ethan oyó que alguien subía por las escaleras. El sonido de los pasos retumbaba en el pasillo que conducía a su oficina. Debía de tratarse de un hombre, y no parecía de muy buen humor.
Apartó las notas que había tomado hacía media hora, después de su charla con Singleton, se cruzó de brazos y esperó.
Los pasos se detuvieron brevemente ante la puerta de Investigaciones Truax. Ethan tuvo la sensación de que, fuera quien fuese, probablemente tenía dudas sobre si contratar un detective privado o no.
En esa situación, un empresario inteligente hubiera abierto la puerta y hubiese tratado de parecer simpático. Sin embargo, en ese momento Ethan estaba desbordado de trabajo, así que permaneció sentado. Con un poco de suerte, aquel cliente indeciso daría media vuelta y se iría.
Pero la puerta se abrió.
Estaba claro: las desgracias nunca vienen solas.
El hombre entró en la oficina. Ethan lo vio por el espejo estratégico. Era un tipo atlético, de mandíbula cuadrada, pulcro y rubio. Su atuendo era el típico de la gente adinerada de Arizona: pantalones a medida caros, camiseta tipo polo y mocasines. Tenía pinta de haber sido capitán del equipo de fútbol de su instituto, haber invitado al baile de graduación a la chica más popular del colegio y luego haberle bajado las bragas. Después, en la universidad, seguro que se había hecho miembro de la fraternidad adecuada, de la que había sido elegido presidente, y había salido con un montón de chicas rubias y pechugonas.
Se trataba de Nelson Radnor, el pez gordo de la competencia, Sistemas de Seguridad Radnor.
Ethan se recostó en la silla y apoyó los pies en la esquina del escritorio.
—¿Qué puedo hacer por ti, Radnor?
Nelson entró en el despacho y miró en derredor con expresión de desagrado.
—Pensaba que tu nueva esposa era decoradora —dijo.
—Pues sí, pero mi oficina es cosa mía.
—Ya lo veo.
—Un hombre tiene que poner ciertos límites en su lugar de trabajo. Siéntate.
Nelson observó las sillas que había delante del escritorio de Ethan, pero no hizo ademán de sentarse. Se acercó a la ventana.
—He oído que me has robado uno de mis mejores clientes —dijo, mirando la calle como si esperase ver algo interesante.
«Ése no era el motivo de su visita», pensó Ethan; Nelson no sonaba lo bastante cabreado.
—Te equivocas —respondió—. Yo no te he robado a Valdez. No tengo la capacidad ni el tiempo para ocuparme de un sistema de seguridad como el suyo. Vino a verme para que averigüe qué falla.
—Claro; así que vas a hacer una inspección y luego redactarás un informe que dirá que mis hombres han cometido algún fallo, ¿verdad?
—¿Es eso lo que ha ocurrido?
—Tal vez. O puede que alguien que contratamos no pudiera resistir la tentación cuando entró en el almacén de Valdez —dijo Nelson, mirándolo por encima del hombro—. Sea lo que sea, hará quedar mal a mi empresa.
—No será por mucho tiempo. El mercado de la seguridad en Whispering Springs es todo tuyo; todo el mundo lo sabe. Yo sólo he ocupado el huequecito que quedaba libre.
—No era así cuando estabas en Los Ángeles —repuso Nelson, impertérrito—. Allí jugabas en primera división. Tal vez aspires a algo más aquí en Whispering Springs.
—No negaré que tengo algunas aspiraciones —dijo Ethan, arrellanándose un poco más en la silla y contemplando sus zapatillas de deporte—, pero no precisamente hacerle la competencia a Radnor. Yo me dedico a cosas más pequeñas, a trabajos de un solo hombre que requieren un toque más personal. Sabes tan bien como yo que no te interesa ese segmento del mercado.
Radnor se dio la vuelta y lo observó. Luego hizo un movimiento con los hombros, como si quisiese estirar los músculos.
—Es gracioso que menciones lo del toque personal —dijo finalmente, con tono taciturno pero firme—. Da la casualidad de que tengo un trabajo para ti.
Fuera lo que se fuese, Ethan sabía que no sería nada bueno. Ya tenía suficientes casos entre manos como para aceptar otro que lo complicase aún más.
—Te agradezco que hayas pensado en mí —dijo—, pero en este momento estoy bastante ocupado.
—No tengo dónde escoger —murmuró Nelson—. Necesito a alguien como tú; eres el único que puede ayudarme.
—Alguno de tus empleados podrá ocuparse, ¿no?
—No quiero que nadie sepa de esto —reconoció Nelson bruscamente—. Por eso recurro a ti.
—Te lo agradezco, pero…
—Creo que mi mujer tiene un amante —soltó Nelson sin más dilaciones.
Lo que faltaba; de todos los detectives de la ciudad, ¿por qué Nelson había tenido que acudir a él? Sin embargo, ése era precisamente el problema, claro. En Whispering Springs sólo había dos empresas dedicadas a la investigación privada.
Ethan quitó los pies del escritorio, dándose tiempo, e irguió la espalda. Dudó un instante mientras buscaba una respuesta apropiada. Por desgracia, no había frases tópicas para aquella situación en particular; lo sabía por experiencia.
—Si te sirve de algo, sé lo que se siente —comentó.
Nelson se dio la vuelta, al parecer sorprendido.
—¿En serio? Pero si sólo llevas casado… ¿cuánto? ¿Un mes y medio? Vaya…
A Ethan le sentó como un tiro que Nelson diese por sentado que Zoe tenía un amante. Una cruda imagen de Zoe en brazos de otro hombre ocupó su mente un segundo, hundiéndolo anímicamente. Tuvo que hacer un esfuerzo para volver a la realidad.
—No estoy hablando de Zoe —dijo—. Me refería a una… relación anterior.
—Ya. Ahora recuerdo haber leído en algún sitio que has estado casado varias veces.
—¿Lo leíste en algún sitio? —preguntó Ethan, extrañado.
—Te he investigado un poco —reconoció Nelson, y se puso a pasearse por el despacho. Se detuvo frente al dibujo de una casa hecho por Theo—. Encontré lo de tus tres anteriores esposas, pero nada de hijos.
—Tal vez porque no tengo —dijo Ethan, impertérrito—. Ese dibujo es de mi sobrino.
Nelson se acercó a la biblioteca y cogió un libro al azar. Ethan reconoció la portada, negra y roja; se trataba de un volumen sobre casos de asesinato en San Francisco en el siglo XIX.
Nelson pasó las páginas sin prestar atención.
—¿Cuál de tus mujeres anteriores te engañó? —preguntó.
Ethan sabía seguro que habían sido las dos últimas, y todavía sospechaba de la primera. El líder de la secta por el que lo había abandonado no tenía pinta de demasiado casto. Sin embargo, no veía motivo alguno para dar más explicaciones. No estaba de humor para contarle sus intimidades a Nelson Radnor.
—He dicho que entendía por lo que estabas pasando —dijo, cogiendo su taza y dándose cuenta de que el café ya estaba frío—, no que te iba a contar la historia de mi vida. —Volvió a dejar la taza sobre el escritorio—. ¿Por qué no vas al grano y nos ahorras tiempo a ambos?
—Muy bien —contestó Nelson, cerrando el libro para devolverlo a su sitio—. Quiero contratarte para que descubras con quién se está viendo.
—No.
—Maldita sea, no te estoy pidiendo un favor. Te pagaré lo que me pidas.
—No.
—Vale, pues te pagaré el doble de lo que me pidas.
—Olvídalo.
—Me he dado cuenta de algo —dijo Nelson entre dientes—. Sale los martes y los jueves. También he mirado los movimientos de nuestra cuenta corriente; saca dinero todas las semanas, desde hace un mes.
—He dicho que no.
Nelson dio tres zancadas y se plantó frente al escritorio de Ethan.
—No puedo recurrir a mis hombres —dijo, visiblemente enfadado—. En menos de un minuto se enteraría todo el mundo. No puedo permitírmelo.
—No voy a aceptar este trabajo —insistió Ethan—. Odio los casos de divorcio, y más cuando el cliente es un amigo o un colega.
—Esto no es algo personal; no es más que un trabajo.
—Los casos de divorcio nunca son sólo un «trabajo». Sabes tan bien como yo que, por mucho que el cliente desee saber la verdad, nunca le resulta agradable que se la digan.
—Yo no soy un cliente normal; soy un profesional. Si averiguas el nombre del capullo que se acuesta con mi mujer, no te echaré la culpa.
—Por supuesto que lo harás. Es más, nunca podrás olvidar el hecho de que haya fotografiado a tu esposa entrando en un motel con otro hombre.
Nelson pareció desconcertado. Abría y cerraba la boca compulsivamente.
—No tienes que ponerte dramático conmigo —dijo cuando consiguió recobrar la compostura.
Ethan veía que el pobre hombre estaba deshecho; Radnor amaba a su mujer.
—¿Le has preguntado dónde va los martes y los jueves?
—No —respondió Nelson, sacudiendo la cabeza enérgicamente—. Se inventaría algo, como que va al gimnasio o la peluquería, y no quiero oírlo. Necesito saber la verdad.
Ethan comprendió que le daba miedo hablar con su esposa.
—Mira —dijo con su tono más amable—, tengo la intención de trabajar en esta ciudad durante mucho tiempo, lo cual quiere decir que tú y yo nos encontraremos a menudo. Habrá otros roces como éste con Valdez, nos veremos en los restaurantes y en las gasolineras…
—¿Y?
—Pues que eso no supondrá un problema si seguimos como hasta ahora. Como bien has dicho, somos profesionales; podemos permitirnos el competir de vez en cuando. Sin embargo, todo se enturbiaría si fuera yo quien te confirmase que tu mujer se ve con otro.
Nelson se lo quedó mirando unos instantes.
—Hablas en serio, ¿verdad? —dijo al fin—. No vas a aceptar el trabajo.
—Exacto.
Nelson miró alrededor con desdén.
—A juzgar por tu despacho, no te vendría mal aceptarlo.
—Es posible —dijo Ethan, encogiéndose de hombros—, pero no me moriré de hambre sin él.
—No, claro. Supongo que sabes apañártelas muy bien tú sólito —repuso Nelson, tenso—. ¿Qué opina Zoe de que juegues en segunda división?
Aquella pregunta era un golpe bajo.
—Bueno, yo diría más bien que abarco un segmento del mercado que tú has dejado libre.
—Ya; así que no te importa que ya no seas el triunfador que eras en Los Ángeles, ¿eh?
—Zoe cree que ser detective es mi vocación.
—Lo ve de forma romántica, ¿verdad?
—Supongo.
—Yo también solía tener una visión romántica de la profesión —dijo Nelson, y echó otro vistazo alrededor—. Cuando comencé, pensaba que sería fantástico tener un despacho como éste y una secretaria bonita e inteligente en la recepción. Ya sabes, tener clientas misteriosas y acostarme con alguna de ellas.
—Acostarse con una clienta suele ser un error.
—Dímelo a mí; ¿cómo crees que conocí a mi mujer? Supongo que ya sabes lo que pasa cuando te lías con una clienta. Dicen que fue así como conociste a Zoe.
Ethan no respondió. De todas formas, Nelson no parecía esperar una respuesta, pues se volvió y se marchó.
Ethan se quedó sentado, escuchando el pesado andar de Radnor y pensando que ambos habían infringido una regla sagrada de su profesión.
Si pudiese retroceder en el tiempo, ¿se acostaría con Zoe, que técnicamente era una clienta? ¿Se inventaría una excusa para llevarla al altar tan rápidamente? Y ¿se esforzaría en darle una oportunidad a un matrimonio que parecía condenado al fracaso, sabiendo el riesgo que conllevaba?
Sin duda.