Capítulo 20

-Maldito juego —dijo Jeff, apagando el ordenador—. Es el juego más horrible que he visto en mi vida.

Jeff bajó de la silla, cruzó la sección de libros antiguos y, cuando llegó al pequeño despacho de Singleton, asomó la cabeza por la puerta.

—¿No tienes otra cosa con la que pueda jugar? —preguntó.

—Me temo que no. —Singleton levantó la vista del catálogo que estaba estudiando con la esperanza de dar con una pista sobre el manuscrito perdido de Kirwan—. Si estás tan aburrido, ¿por qué no haces los deberes?

—No quiero. Odio los deberes. Quiero irme a casa.

—Ya son casi las cuatro. Tu madre pasará a recogerte de un momento a otro.

—Ojalá hubiera ido con Theo y con el tío Ethan a ver cómo el mecánico le cambiaba el aceite al coche.

—Fuiste tú el que quiso quedarse aquí.

—Es que eso me parecía aburrido —dijo Jeff, haciendo una mueca—. Pero este lugar también lo es.

Aquélla era la tercera o la cuarta vez en la semana que Jeff había optado por pasar la tarde en la librería mientras Bonnie hacía recados o llevaba a Theo al médico. Normalmente, cuando Jeff se quedaba allí, pasaba el rato importunando a Ethan en su oficina o jugando a videojuegos allí abajo. Sin embargo, hacía varios días que prefería estar siempre con Singleton. Era como si estuviera evitando a su tío.

Singleton se puso de pie.

—Vamos a dar una vuelta —dijo.

—Yo no quiero dar una vuelta —respondió Jeff.

—Pero yo sí, y te vienes conmigo porque voy a cerrar la tienda.

Jeff frunció el entrecejo, pero sabía cuándo le estaban dando una orden, así que se encogió de hombros, como aceptando lo inevitable.

—Como quieras —murmuró.

—Ponte la gorra —ordenó Singleton.

—No quiero llevar gorra.

—Tu madre dice que debes ponértela para protegerte del sol.

—Pero mi madre no está aquí.

—No importa; una regla es una regla.

Singleton cogió su arrugado sombrero de tela del perchero y se lo encasquetó. No es que tratase de dar ejemplo, se dijo, pero alguien que se afeitaba el poco pelo que conservaba tenía que tomar precauciones respecto al sol del desierto, incluso en noviembre.

Jeff se puso su gorra y salió disparado de la librería. Una vez fuera, puso los ojos en blanco y esperó a que Singleton cerrara la tienda y se guardara las llaves en el bolsillo.

Cuando salieron a la calle, doblaron a mano izquierda y fueron hacia el parquecillo que había en un extremo de la calle Cobalt. Jeff no dijo nada durante los primeros cincuenta metros.

—Te echo una carrera hasta el parque —propuso Singleton.

—¿Eh?

—Ya me has oído. Una carrera hasta la vieja fuente del parque. El que pierde paga los refrescos.

—Vale.

De repente, fue como si una fuerza largamente reprimida dentro de Jeff hubiera sido liberada. El chico se lanzó a toda velocidad hacia el pequeño jardín que había al final de la calle, utilizando sus brazos y piernas con un ímpetu enloquecido.

Singleton siguió caminando a su ritmo normal, tratando de pensar qué hacer a continuación. El chaval necesitaba mantener una charla de padre a hijo, pero el problema era que no tenía padre. Tenía un tío que había hecho un trabajo más que aceptable tratando de llenar el hueco, pero, por alguna razón, Jeff no hablaba de sus problemas a Ethan. «Ahí entro yo», se dijo. Por desgracia, no sabía demasiado sobre charlas entre padres e hijos.

Cuando llegó a la fuente, Jeff lo estaba esperando, sin aliento y con el rostro enrojecido por el esfuerzo. Todavía parecía enfadado.

—Ni siquiera lo has intentado —le reprochó.

Singleton se sentó en el borde de la fuente de piedra. Hacía años que no brotaba agua de ella, y la pileta estaba quebrada y llena de hojarasca y arena.

—Tú eres el que necesitaba correr —dijo—, no yo.

Jeff puso cara de indignación.

—¿Por qué tenía que correr? —preguntó.

—Porque es el ejercicio que hace un chico listo cuando está furioso —explicó Singleton, tratando de utilizar las palabras adecuadas—. Sale a la calle y corre o va al gimnasio o algo por el estilo.

Jeff sacudió la cabeza ligeramente y lo miró por debajo de la visera de la gorra.

—¿Por qué?

—Porque cuando un tío se pone furioso es como si tuviera un cortocircuito en el cerebro. De repente, pasa de ser alguien listo a ser alguien estúpido, y si no hace algo para reparar ese cortocircuito, es casi seguro que hará algo de lo que luego se arrepentirá.

—¿Como qué?

—Como decir cosas que no quiere decir a alguien que le importa, o como golpear su ordenador. Incluso puede llegar a pelearse con alguien.

—¿Y qué hay de malo en eso?

—Pues que cuando hace cosas así la gente lo mira como si fuera un bicho raro. Y le pierden el respeto porque no ha sabido controlarse. Cuando un tío se pone estúpido es seguro que tarde o temprano acabará por arrepentirse.

—Así que tiene que reparar el cortocircuito poniéndose a correr o algo así, ¿no?

—Eso es lo que hace un tío listo. El tonto sigue comportándose como un estúpido y acaba haciendo cosas estúpidas.

—¿Y qué pasa si un tío quiere seguir estando furioso? —preguntó Jeff hoscamente—. ¿Qué pasa si tiene ganas de estar furioso?

—Todos nos ponemos furiosos de vez en cuando; no hay nada malo en ello. La diferencia entre los tíos listos y los tontos es que los listos reparan el cortocircuito de inmediato, así pueden seguir pensando de forma lógica. Pueden seguir furiosos por dentro, pero lo pueden controlar, ¿entiendes? Así hay menos posibilidades de que hagan estupideces y queden como unos idiotas.

—¿Y si un tío repara el cortocircuito pero sigue furioso? ¿Qué hace entonces?

—Se pregunta por qué sigue furioso y trata de resolver el problema.

Jeff cogió una piedrecilla y la lanzó a la fuente.

—Y si no puede resolverlo ¿qué hace?

—Depende. Puede tratar de hablar con su madre.

—No —dijo Jeff al instante, cogiendo otra piedrecilla y lanzándola a la pileta seca.

—¿Qué pasa si eso no funciona?

—Supongo que puede probar a hablar con otra persona, por ejemplo su tío.

Jeff volvió a sacudir la cabeza y tragó saliva tan fuerte que Singleton pudo ver el movimiento de su garganta.

—Bueno —dijo con calma—, también puede hablar con un amigo.

—¿Y eso de qué serviría? —preguntó el chico.

—No lo sé. A veces, los amigos pueden ayudarte a resolver tus problemas.

—Pero no serviría de nada hablar de algo si no hubiera nada que los demás pudieran hacer al respecto, ¿verdad?

«Basta ya de sutilezas —se dijo Singleton—. No sé qué demonios estoy haciendo; será mejor que vaya al grano».

—Mira, Jeff, sé que tu familia y tú lo habéis pasado mal estas dos últimas semanas. Sé que perdiste a tu padre por estas fechas y que cuando llega noviembre sueles sentirte mal. Puede que estés furioso porque él ya no está aquí, y no pasa nada; tienes todo el derecho del mundo a estarlo. Lo que ocurre es que, tal vez, parte de esa furia la diriges contra tu madre y tu tío.

—Yo no estoy enfadado con ellos —dijo Jeff alzando la voz, como indignado.

Eso ya era un progreso.

—Vale; ¿con quién estás furioso?

—Conmigo.

Singleton se quedó estupefacto.

—Estoy furioso conmigo —prosiguió Jeff, e hizo un puchero—. No logro acordarme de él. Era mi padre y no logro recordarlo. ¿Cómo puede ser que un chico no recuerde a su padre?

Jeff rompió en sollozos, agitándose. Las lágrimas le resbalaban por la cara. Trató de secárselas con la mano, pero no pudo contenerlas.

Singleton se preguntó qué se suponía que debía hacer a continuación, pero no se le ocurrió nada útil, así que se limitó a quedarse sentado y esperar.

Al cabo de un momento, Jeff dejó de llorar.

Se hizo el silencio.

—Nunca lo olvidarás —dijo Singleton finalmente—. Siempre lo llevarás en el corazón.

—Ya me he olvidado de cómo era —reconoció Jeff, secándose los ojos con la manga de la camisa—. No me acuerdo de su cara. Mamá me ha enseñado algunas fotos suyas, pero por más que las miro es como si viese a un desconocido.

—Hay muchas formas de recordar a una persona. El aspecto de tu padre no es lo más importante.

—Sí que lo es.

—No —dijo Singleton, mirando al otro lado del parque—. Es interesante, pero no es verdaderamente importante. Lo que realmente importa es que él forma parte de ti, y eso es algo que no podrías cambiar aunque quisieras.

—Entonces ¿por qué no me acuerdo de él?

—Hay una parte de ti que sí lo recuerda. Por ejemplo, tienes un poco de él en tus genes. ¿Te han enseñado en la escuela lo que son los genes? Ya sabes, lo que hace que te parezcas a otra persona.

—Sé que soy parecido a mi padre. Mi madre siempre me lo dice, y tío Ethan también. Pero cuando me miro en el espejo no veo a mi padre.

—No se trata solamente de cosas superficiales como el color de ojos y el pelo. Los genes también transmiten otras cosas, como la inteligencia. Ethan dice que eres tan listo como tu padre, y que seguramente tendrás el mismo éxito que él. La próxima vez que apruebes un examen, piensa que una de las razones por la que lo has logrado es porque tu padre te dio unos buenos genes.

Jeff pensó en ello.

—¿Y si suspendo?

Singleton sonrió.

—Es una buena pregunta. Una pregunta muy muy inteligente. El tipo de pregunta que seguramente hubiera hecho tu padre cuando tenía tu edad. Sin embargo, la respuesta es un poco complicada.

—¿Por qué?

—Te voy a explicar cómo funciona lo de los genes. Nadie tiene unos genes totalmente perfectos; hay algunos buenos y otros malos. Lo que importa es cómo los utilizas. Aunque tengas los mejores genes del mundo no te servirán de nada si no estudias para el examen y los pones a trabajar.

Jeff hizo una mueca.

—Así que si suspendo es culpa mía.

—Pues sí, pero ocurre lo mismo al revés. Si sacas un sobresaliente es porque has trabajado duro para aprobar el examen.

—Ya.

—También hay otras cosas que recuerdas de tu padre, y no tienen nada que ver con los genes; cosas que son incluso más importantes.

—¿Como qué?

—Como el hecho de que era un buen hombre y que te quería mucho.

—¡Pero si acabo de decir que no me acuerdo de él!

—No te preocupes, es algo intrínseco a ti. Es parte de lo que te convierte en el fenomenal chaval que eres.

—¿Qué pasa si un chico tiene un padre que no lo quiere?

—Pues que otra persona tiene que enseñarle cómo convertirse en un gran chico. Por ejemplo, una madre. —Singleton se puso a repasar las imágenes borrosas que conservaba en algún rincón de su mente y dio con algunos rostros familiares—. O los abuelos.

Jeff se sentó en el borde de la fuente.

—No lo entiendo —reconoció.

—Eso es lo maravilloso, ¿no te das cuenta? No tienes por qué entenderlo. Solamente tienes que saber que, pase lo que pase, nunca olvidarás a tu padre. Pensarás en él muchas veces mientras crezcas. Es más, pensarás en él dentro de muchos años, cuando tú tengas un hijo.

—¿Sí? —dijo Jeff, frunciendo el entrecejo—. ¿Qué pensaré sobre él?

—Habrá preguntas que desearás poderle haber hecho, y a veces te sentirás triste por no haber tenido la oportunidad. Por lo general, te preguntarás si él habría estado orgulloso de ti. Pero esto es igual para todo el mundo; no hay nadie que consiga todas las respuestas de su padre.

Se hizo un largo silencio.

—¿Crees que mi padre habría estado orgulloso de mí? —preguntó el niño al cabo.

—Oh, sí; no me cabe duda.

—¿Tú también tienes preguntas que te hubiera gustado hacerle a tu padre?

—Claro.

—¿Por qué no se las preguntas?

—Por la misma razón que tú; porque está muerto.

—Vaya —dijo Jeff, empujando unas piedrecillas con sus zapatillas—. ¿De qué trabajaba?

Singleton se aferró al borde de la fuente.

—Era oficial de la Marina. Todos decían que era muy listo y muy valiente.

—¿Qué le pasó?

—Murió en combate un mes antes de nacer yo.

Jeff se quedó perplejo.

—¿Nunca pudo verte? ¿Ni una sola vez? —preguntó.

—No.

—Y tú tampoco lo viste —añadió Jeff con un susurro.

—Sólo en fotos.

—Pero ¿todavía te acuerdas de él?

—Nunca podré olvidarlo —le aseguró Singleton—. Era mi padre.

El niño reflexionó un instante.

—Te pareces mucho a él, ¿no? —preguntó.

Singleton se sintió fatal. Toda su vida había sido dolorosamente, consciente de que no había hecho nada como su padre. No era un héroe de guerra, sino todo lo contrario. Había escogido ser un pensador solitario y convivir con su ordenador y sus libros raros.

—Creo que no —reconoció.

—Sí que te pareces —lo contradijo Jeff—. Eres muy listo y valiente, igual que tu padre. Salvaste a Zoe esa vez que la atacaron aquellos dos hombres, y eres tan inteligente que mamá dice que una vez trabajaste en un sitio donde inventan códigos secretos para los ordenadores.

—Un gabinete estratégico —dijo Singleton, ausente, tratando de asimilar la hiriente comparación con su padre.

—Eso, un gabinete estratégico —repitió Jeff que, de repente, parecía extrañamente satisfecho—. Tu padre hubiera estado orgulloso de ti.

Y pensar que Singleton había salido a la calle para intentar averiguar qué estaba molestando al chaval y darle ánimos. Aquélla era una de las cosas verdaderamente interesantes de la vida: nunca podías saber qué ibas a aprender a continuación.

—Gracias —dijo Singleton, poniéndose de pie—. ¿Quieres que vayamos por unos refrescos?

—Claro.