Capítulo 32

Zoe esperó dentro del todoterreno a que Ethan saliera de la tienda de nutrición. Por la ventanilla vio cómo su marido hablaba con un dependiente joven que, vista su musculatura, probablemente tomaba esteroides para desayunar, almorzar y cenar.

Habían salido de Whispering Springs poco después de que Ethan confirmase sus sospechas con el electricista. El viaje a Phoenix había durado una hora larga, y habían necesitado otra media hora para atravesar la ciudad y llegar al centro comercial donde se encontraba la tienda.

Zoe tenía la incómoda sensación de que el tiempo se estaba acabando, y estaba bastante segura de que Ethan sentía lo mismo.

Vio cómo Ethan sacaba unos billetes de su cartera. Era buena señal, pensó. El chico debería haberle proporcionado información valiosa.

Al cabo de un momento, Ethan salió de la tienda y volvió al coche.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó Zoe—. ¿Te ha dado alguna dirección?

—No —contestó Ethan, y puso el vehículo en marcha para salir del aparcamiento—. Lo único que sabe es que Branch pagaba siempre en efectivo y que nunca dijo cómo se llamaba, pero lo ha reconocido en cuanto se lo he descrito.

—Eso no nos sirve de mucho.

Ethan esbozó una sonrisa de satisfacción.

—Hay algo que sí puede sernos útil.

—¿Qué?

—El dependiente me ha dado las señas de los gimnasios de la zona, y lo cierto es que no hay demasiados en esta parte de la ciudad.

—¿Cómo puedes saber si Branch iba a un gimnasio de por aquí?

—No es seguro, pero parece razonable que fuera a uno que tuviera a mano. Él no era de la ciudad; ¿para qué conducir kilómetros todos los días si podía ahorrárselo?

—Venga, Ethan. ¿Crees que Branch iba a preocuparse por ir al gimnasio mientras pensaba cómo acabar contigo?

—Los tipos como él se ponen un poco locos si no van al gimnasio regularmente.

Locos; eso encajaba con la nueva teoría de Zoe. Tenía sentido que John Branch pudiera ser el origen de aquella inquietante energía psíquica con la que ella se había topado recientemente.

* * *

El odioso pitido de la alarma del reloj digital acabó por desconcentrar a Shelley Russell, que se apartó del ordenador a regañadientes.

Era la hora de comer y de las pastillas del mediodía.

—Sí, sí, ya te oigo —dijo, y cerró la pantalla del ordenador portátil y se quitó las gafas.

Se puso en pie y gimió un poco cuando sus hombros y rodillas protestaron. La artritis la estaba matando. No debería pasarse tanto tiempo delante del ordenador, pensó. Cualquier día iba a tener que comprar una silla anatómica.

Fue al cuarto de baño y se miró en el espejo. No le gustó lo que vio. Tenía el cabello prácticamente liso; ni rastro de la última permanente. Tendría que pasarse por la peluquería esa misma tarde, justo después de revisar las notas sobre el caso de Whispering Springs.

Abrió el cajón y sacó la cajita de plástico que contenía las pastillas de toda la semana. Sacó las del compartimento «mediodía» y llenó un vaso de agua. Tragó las pastillas, fue por el bocadillo de queso y tomate que tenía guardado en la neverita y volvió al escritorio.

Había algo extraño en aquel caso. Se había convertido en uno de esos trabajos que la mantenían despierta casi toda la noche.

Maldición, parecía como si no hubiera dormido bien en años. Sin embargo, las dos últimas noches no había padecido su insomnio habitual. Sólo se despertaba de madrugada cuando su subconsciente trataba de indicarle que estaba pasando por alto algo importante.

Puso a hacer más café. Iba a ser un día muy largo y probablemente una noche aún más larga. No sería la primera vez que le tocaba pasar la noche en su despacho.

Volvió a sentarse frente al ordenador y se puso a comer el bocadillo. Leyó lo escrito en la pantalla mientras esperaba que el café acabara de hacerse. «¿Qué habría hecho si Branch no hubiera trabajado para los federales?», pensó. «Pues mucho más», se dijo. Para empezar, habría investigado a fondo a todos los individuos implicados en el caso.

Era terrible lo rápido que uno dejaba de hacer preguntas cuando tenía delante a un tipo que decía trabajar para el gobierno y te restregaba sus credenciales por las narices. El patriotismo era algo que estaba muy bien, pero funcionaba mejor cuando iba mezclado con el sentido común.

El artículo de la edición virtual del Whispering Springs Herald se mostró en la pantalla al cabo de unos segundos, justo después de que Shelley hubiera leído las viejas noticias sobre Ethan Truax en los periódicos de Los Ángeles.

Un hombre que ha sido identificado como John Branch estuvo a punto de morir electrocutado ayer por la tarde en la piscina de la casa de Ethan Truax. Branch fue ingresado en estado crítico en el hospital de Whispering Springs, donde permanece en coma. La policía está investigando las causas del accidente.

Las autoridades aseguran que Branch escapó de una muerte segura gracias a la rápida intervención del propietario de la casa, que lo sacó del agua y le practicó los primeros auxilios. Todavía se desconocen las causas del accidente.

¿Branch en coma? ¿A punto de morir electrocutado en la casa de Truax? ¿Qué diablos estaba pasando? Shelley miró fijamente la pantalla, tratando de enfocar la vista, lo cual no le resultó fácil porque de repente se sentía exhausta. Desde luego, tenía que dormir más.

Se acordó del café. Todavía no se había servido una taza. Necesitaba una dosis de cafeína ya mismo. Sin embargo, cuando miró la cafetera, en el otro extremo de la habitación, le pareció que se encontrara a un kilómetro del escritorio. Se apoyó en los brazos de la silla con ambas manos y se puso de pie.

De repente, cuando se encontraba a medio camino de la cafetera, sintió náuseas. No devolvió el bocadillo, pero poco le faltó. «Mala cosa», se dijo. ¿Serían las náuseas uno de los síntomas de un ataque de corazón? Poco a poco, la sensación fue desapareciendo. Respiró aliviada. Tal vez la mayonesa del bocadillo estaba en mal estado. No recordaba cuándo la había comprado, pero hacía meses, eso seguro.

Consiguió servirse una taza, pero tuvo que hacer un grandísimo esfuerzo para llevársela al escritorio. La mano le temblaba tanto que apenas pudo apoyar la taza sin derramar el café. «Me pasa algo —pensó—, igual que le pasa algo al caso de Whispering Springs. ¿Tendrá algo que ver? No, imposible». De repente pensó en las notas que había tomado sobre el caso. Necesitaba darles un nuevo repaso.

No, al infierno con eso. Necesitaba ayuda. Volvió a ponerse en pie, tratando de pensar entre la niebla que se estaba formando en su mente. «Debo pedir una ambulancia», pensó. Sin embargo, aquello parecía demasiado complicado. Tal vez lo que necesitaba era un sueño reparador.

Cogió su libreta de notas y trató de concentrarse. Había otro detective involucrado. A juzgar por lo que había leído sobre Truax, era la clase de hombre capaz de arruinar un matrimonio y un negocio multimillonario por conseguir que se hiciera justicia en el asesinato de su hermano. Leyendo las noticias sobre la muerte de Simon Wendover se le había ocurrido que, seguramente, Truax había llevado demasiado lejos su sed de venganza. Sin embargo, lo comprendía.

De pronto dejó de sentir los pies. ¿Qué diablos…? ¿Se estaría muriendo? Pensó en las pastillas que se había tragado hacía unos minutos. ¿Se habrían equivocado los ineptos de la farmacia? ¿Le habrían dado otros medicamentos? Había oído que esas cosas pasan más a menudo de lo que uno cree.

«Llama a una ambulancia», pensó.

Sin embargo, antes tenía que esconder su libreta. Si no era consecuencia de un error de los de la farmacia, bien podía ser dos cosas, y ninguna de las dos era especialmente agradable. La primera era que le hubiera llegado su hora y que ninguna pastilla pudiera hacer nada por salvarla.

La segunda era que alguien quisiera verla muerta.

Si Truax quisiese respuestas, ¿dónde buscaría?

«Piensa como la anticuada detective que eres —se dijo—. Puede que él también piense como tú».

Encontró un lugar idóneo, metió el cuaderno dentro y trató de ir hasta el teléfono; pero supo que nunca lo conseguiría.

«Tendría que haber escuchado a mi hija cuando me dijo que me comprara una de esas alarmas de emergencia que se enganchan a la ropa; pero no, no quise reconocer que la necesitaba», pensó.

Tal vez su hija estaba en lo cierto. Tal vez debería haberse jubilado hacía un año.

Cayó de rodillas. Ya no tenía ni idea de dónde estaba el teléfono.

De repente se abrió la puerta del despacho. Una silueta se dirigió hacia ella, pero Shelley estaba tan atontada que no reconoció si se trataba de un hombre o una mujer.

—Necesito ayuda —susurró.

—Lo sé, pero no estoy aquí para ayudarla. He venido por el ordenador y el fichero. Ha hecho un trabajo excelente, señora Russell. Lástima que ahora vaya a morir. Me hubiera encantado recomendarla a otras personas.

Lo último que ella vio antes de perder el conocimiento fue cómo una mano cerraba su ordenador portátil.

La luz se volvió oscuridad y se sumió en el sueño más profundo que jamás hubiera conocido.

* * *

Poco después de la una, Zoe y Ethan salieron del quinto gimnasio de la lista. Ella ya estaba perdiendo la esperanza. Tampoco allí conocían a nadie que encajara con la descripción de Branch.

—Maldita sea —dijo Zoe mientras se dirigían al coche—. Así no vamos a ninguna parte.

—No me extraña que Branch no viniera a este gimnasio —dijo Ethan, en tono filosófico—. No es exactamente la clase de lugar en que esperaría encontrarme a un armatoste como él.

—¿En serio? —Zoe siguió la mirada de su esposo y vio a una atractiva joven vestida con un conjunto que daba un nuevo significado a los pantalones cortos—. ¿Por qué lo dices?

—Primero, por la programación continuada de clases de aeróbic —dijo Ethan, abriendo el todoterreno—. No me imagino a Branch ejercitándose con un montón de gente que va al gimnasio básicamente para perder peso.

—Tienes razón —opinó Zoe, pensando en el físico de Branch mientras subía al vehículo y se abrochaba el cinturón de seguridad—. Es obvio que estaba obsesionado con moldear su cuerpo.

—Está —la corrigió Ethan, poniendo el motor en marcha.

Zoe lo miró.

—¿Está qué?

—Que Branch está obsesionado, en presente. Todavía no ha muerto.

—Gracias a ti —murmuró ella.

Ethan no contestó y se concentró en incorporarse al denso tráfico de la ciudad.

—No tenías por qué sacarlo del agua —dijo Zoe al cabo de un momento—. Y menos hacerle el boca a boca. Después de todo, trató de matarte.

—Muerto no me sirve de nada. Si vive, puede que le saque algunas repuestas.

—No tienes que hacerte el detective duro conmigo. Soy tu esposa, ¿no? Lo sacaste de la piscina porque es algo propio de ti salvar gente.

Ethan aferró el volante, mirando al frente.

—No siempre —dijo.

—No, no siempre, pero sí la mayor parte del tiempo, y eso es lo que cuenta.

La próxima parada era el gimnasio Bernard. En cuanto entró por la puerta, Zoe se dio cuenta de que aquel lugar era muy distinto de los anteriores.

El gimnasio Bernard estaba repleto de hombres y mujeres en extremo corpulentos. Las filas de aparatos gimnásticos, grandes y brillantes, se asemejaban más a un ejército de naves extraterrestres.

Zoe trató de pasar inadvertida mientras Ethan hablaba con un hombre gigantesco vestido con una camiseta gris sin mangas y pantalones cortos, aparentemente el recepcionista.

Al cabo de unos minutos, Ethan volvió a sacar unos billetes de la cartera. Cuando se dio la vuelta, tenía la típica mirada del cazador que ha acorralado a su presa. Abrió la puerta para que Zoe saliera primero y fueron al aparcamiento.

—No puedo decir que me guste esto de ser mi propio cliente —reconoció Ethan, guardándose la cartera en el bolsillo.

—Resulta caro no poder cargar los sobornos a la cuenta de otro, ¿eh? Bueno, no esperes mí apoyo. Todavía no he olvidado lo que me cobraste por aquellos imprevistos del mes pasado.

—No puedes olvidarlo, ¿verdad? Ya te lo dije, la buena información cuesta dinero.

—Sí, claro —refunfuñó, subiendo al todoterreno y cerrando la puerta—. ¿Y bien? ¿Has conseguido algo útil?

—Puede —contestó Ethan, poniendo el vehículo en marcha.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que el tipo de la recepción ha reconocido a Branch. Me ha dicho que ha estado viniendo unas dos semanas, pero que no lo ha visto ni ayer ni hoy. Dice que pagaba siempre en metálico; le dijo al encargado que no quería hacerse socio porque no pensaba quedarse mucho tiempo en la ciudad.

—Así pues, ha alquilado una habitación por esta zona.

—Eso espero —dijo Ethan, desplegando el mapa de Phoenix y estudiando el área que había marcado con un círculo rojo.

—No me lo digas, déjame adivinar. Vamos a hablar con los encargados de todos los moteles, hoteles y edificios de apartamentos dentro de ese círculo, ¿verdad?

—No del todo. Tenemos una pista. El recepcionista dice que un día de la semana pasada Branch se olvidó parte de la ropa de deporte en casa. Él le ofreció prendas del gimnasio, pero nuestro hombre rehusó, argumentando que prefería usar sus cosas, así que fue a casa, recogió lo que se había dejado y volvió al gimnasio en menos de un cuarto de hora. Era temprano por la mañana, antes de la hora punta.

—Así que, por lógica, el apartamento o el motel no puede estar muy lejos.

—Exacto —dijo Ethan.

—Y ahora, ¿qué?

—Cogemos la guía telefónica y comenzamos a llamar a cada motel y complejo de apartamentos de por aquí cerca.

—Para esto me has hecho venir, ¿no? —resopló Zoe, sacando su teléfono móvil del bolso.

—Brillante deducción, cariño —contestó Ethan, abriendo la guía que había llevado consigo—. Puede que tengas aptitudes como telefonista.

Cuarenta y cinco minutos más tarde, Zoe tuvo éxito. Al cabo de una hora, ella y Ethan se encontraban en el cubículo del encargado de los Apartamentos Paraíso Tropical.

Se trataba de un complejo de una sola planta, en forma de U, construido en torno a una piscina del tamaño de un plato de ducha. Encima de las ventanas de las habitaciones había unos desvencijados aparatos de aire acondicionado. El suelo estaba cuarteado, y la ornamentación paisajística consistía en unos pocos y escuálidos árboles y en un par de cactus plantados en viejas macetas de ladrillo.

El Paraíso Tropical tenía aspecto de haber comenzado como un motel económico rápidamente venido a menos.

—Sí, Branch vive aquí —dijo el encargado, que se había presentado como Joe, rascándose la cabeza a través del peluquín que llevaba puesto—. Dijo que pensaba quedarse un mes. No he vuelto a verlo desde ayer por la mañana. ¿Dicen ustedes que ha tenido un accidente?

—Está ingresado en un hospital de Whispering Springs —dijo Ethan, fingiendo preocupación—. Tengo el número de teléfono si desea interesarse por él, pero no podrá hablar con usted. Se encuentra en coma.

—¿En coma?

—El accidente tuvo lugar en mi casa y, puesto que soy la única persona que le conoce por aquí, me he sentido obligado a recoger sus cosas y llevárselas.

—Pero ¿no le ha dado la llave?

—La llave se perdió mientras lo llevaban al hospital —dijo Ethan y se sacó la cartera del bolsillo—. Por supuesto, me gustaría pagar lo que reste de alquiler. No me gustaría que perdiese la habitación sólo porque está en coma.

El gerente sonrió por primera vez.

Cinco minutos más tarde, se detuvieron delante de la habitación 27. Ethan sacó dos pares de guantes de látex del bolsillo y le entregó uno a Zoe. Se puso los suyos, metió la llave que le había dado el gerente y abrió la puerta.

El apartamento olía a cerrado. Ethan entró.

Zoe sintió un escalofrío, nerviosa por lo que pudiera encontrarse dentro. Miró la habitación sin llegar a entrar. Todo lo que podía ver era parte de la cama y parte de una alfombra verde y gastada. Desde su posición no percibió ninguna energía psíquica. Sin embargo, en los últimos días ya había tenido más de un susto. Si su última teoría era correcta y John Branch era el origen de aquellas telarañas psíquicas, lo más probable era que se topase con una en esa habitación.

—Vaya, vaya —dijo Ethan en voz baja.

—¿Qué pasa? Por favor, dime que no hay ningún cadáver.

—No hay cadáveres, pero creo que ahora queda bastante claro que todo esto tiene que ver exclusivamente conmigo.

Zoe puso un pie dentro de la habitación. No había paredes chillonas, ni telarañas. Percibió los residuos psíquicos acumulados durante años, como un vapor viejo y deprimente, pero nada más.

En otras circunstancias se hubiera sentido aliviada; sin embargo, ahora las cosas eran distintas. De repente, deseó haberse encontrado con rastros psíquicos de Branch. Eso hubiera respondido a muchas preguntas inquietantes.

Estaba a punto de desconectar sus sentidos de aquellas leves vibraciones, cuando sintió el indicio de algo oscuro y poderoso flotando. No se trataba de una telaraña. Era otra cosa, como un deseo desesperado y malsano que titilaba como una luz de neón.

—Quería algo con todas sus fuerzas —susurró—. Lo necesitaba como una droga.

—A mí, y me quería muerto.

Ethan estaba junto a la mesa de la habitación, ojeando unos papeles.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Echa un vistazo.

Zoe cruzó la habitación y se detuvo frente a la mesa. Eran fotocopias de artículos de periódico, algunos de los cuales databan de tres años atrás. Otros eran más recientes. Todos provenían de periódicos de la zona de Los Ángeles.

Zoe observó uno y se quedó helada.

SIMON WENDOVER, FALLECIDO EN ACCIDENTE DE BARCO

El cuerpo sin vida de Simon Wendover, antiguo presidente de una sociedad privada de inversiones, fue encontrado esta mañana flotando frente a la costa de Santa Bárbara. La policía cree que se cayó de su yate hace unos tres días.

Las autoridades del club marítimo donde Wendover tenía anclado su velero han asegurado que solía salir a navegar solo, sobre todo en las noches con luna.

Wendover fue noticia el mes pasado al ser absuelto de los cargos que se le imputaban por planear el asesinato de Drew Truax, director de Industrias Trace & Stone.

* * *

El juicio fue seguido de cerca por toda la comunidad financiera del sur de California, porque en él fueron revelados datos relativos a las últimas operaciones de Wendover. El escándalo resultante impactó de forma negativa en varios conocidos inversores y causó un gran revuelo entre los accionistas. Zoe cogió otra fotocopia, leyó el artículo por encima y se detuvo en el último párrafo:

Las autoridades han afirmado que en la autopsia fueron encontrados restos de droga.

* * *

Zoe alzó la cabeza y vio que Ethan la miraba fijamente.

—Wendover estaba metido en el tráfico de drogas —dijo, impertérrito—. Vendía, pero esa vez también consumió.

—Ya veo. Bueno, ya se sabe que es un negocio de alto riesgo. Zoe echó un vistazo a otro artículo:

Las autoridades creen que la muerte puede haberse debido al consumo de drogas, ya que el cuerpo no presentaba señales de violencia.

—Me interrogaron, pero tenía una coartada sólida como el acero —dijo Ethan.

—Ya lo imagino. —Ethan no era ningún estúpido.

—La policía no tenía ganas de investigar a fondo. Sabía tan bien como yo que Wendover se había librado de la cárcel de milagro.

Zoe dejó el artículo sobre la mesa y cogió otra pila de papeles. Eran copias de fotografías de Ethan aparecidas en la prensa. Muchas lo mostraban entrando en el juzgado, acompañado ocasionalmente por Bonnie. En otras se lo veía bajando de un BMW plateado. En dos estaba saliendo de un espectacular y moderno edificio de oficinas, en cuya pared se leía SEGURIDAD TRUAX en sofisticadas letras metálicas.

—Durante el tiempo que duró el juicio, había periodistas sacándonos fotos todo el tiempo —explicó Ethan—. Incluso llegaron a fotografiar mi oficina y la casa de Bonnie.

Zoe sacudió la cabeza.

—Debió de ser una auténtica pesadilla para vosotros.

—Pues sí —dijo Ethan, dándose la vuelta para observar atentamente la habitación—. Cuando Wendover murió, creí que por fin había acabado todo. Supongo que me equivoqué.

—Si alguien está tratando de vengarse de ti, y si Harry y tú tenéis razón respecto a que no se trata de uno de los inversores que salió mal parado, es que el móvil de esto tiene que ser personal.

—Lo sé.

—¿Y si se trata de algún familiar de Wendover? ¿De alguien que te culpa por su muerte? ¿O de un amigo?

—No se le conocían parientes cercanos ni amigos íntimos —dijo Ethan, y se agachó para echar un vistazo debajo de la cama—. Si buscas la definición de la palabra «solitario» en el diccionario, encontrarás la foto de Simon Wendover. Créeme, he investigado su pasado desde el día en que nació. Su madre era una drogadicta que murió cuando él tenía tres años. Fue criado en varias casas de acogida. No tenía amigos, ni animales de compañía, ni hijos.

—¿No estaba casado? ¿No tenía amantes?

—Wendover siempre tuvo una chica bonita a su lado, pero ninguna le duró demasiado tiempo. Nunca se casó.

Ethan se incorporó y fue hasta el pequeño escritorio que había en el otro extremo de la habitación. Revisó los cajones rápidamente, pero no encontró nada. Luego abrió el armario. Zoe vio camisas y pantalones colgados con precisión militar, y un macuto caqui en el fondo.

—Parece que es un tipo muy ordenado —dijo ella.

—Supongo que le viene del ejército.

—¿Cómo lo sabes?

—Por sus movimientos cuando me atacó.

Ethan registró los bolsillos de las prendas. Como no encontró nada, se agachó y abrió el macuto.

Zoe se acercó y vio que allí tampoco había nada.

—Mmm… —murmuró Ethan, pensativo—. Es curioso que dejase ropa en el armario pero nada en el macuto.

Fue al cuarto de baño.

—Mmm… —volvió a murmurar.

Zoe conocía esa expresión. Estaba claro que había algo que no acababa de convencerle. Zoe se detuvo en la puerta. Sobre el estante había una serie de artículos corrientes para la higiene masculina. La maquinilla de afeitar, la espuma y la pasta de dientes podrían haberse comprado en cualquier supermercado.

—Supongo que no quería dejar pistas —comentó.

—Sí, el lugar está limpio —dijo Ethan, observando la papelera vacía—; pero puede que demasiado.

—Explícate.

—No hay ni un solo papel en la basura, ni siquiera una botella vacía de esos batidos de proteínas a los que, por lo visto, es adicto. Es como si todo hubiese sido ordenado por un robot. No hay nada fuera de sitio, y el escritorio está vacío.

—¿Pero?

Ethan volvió a la habitación.

—Pero estas fotocopias del caso Wendover estaban desordenadas sobre la mesa. Es de suponer que alguien tan obsesivo y preciso como Branch las hubiera apilado con más cuidado.

Zoe pensó en los susurros desesperados que flotaban en la habitación.

—Tal vez quería empaparse de la historia de Wendover una vez más antes de ir por ti. Tal vez revisar todos esos artículos fuera una forma de ponerse en situación.

—Tal vez. —Ethan no parecía convencido del todo—. No se me ocurre qué pinta la anciana de la cámara de fotos en todo esto. Si Branch la mandó a Whispering Springs a investigarme, ¿dónde están las fotos que sacó?

—Buena pregunta. Si de verdad está involucrada en esto, esas fotos deberían estar aquí.

—A menos que se las llevara quienquiera que haya limpiado esta habitación tras la marcha de Branch —dijo Ethan.

—¿Crees que alguien ha estado aquí antes que nosotros?

—No estoy seguro, pero sí, es como si alguien hubiera dejado este lugar listo para ser inspeccionado.

—¿Quién?

—Seguramente la persona que contrató a Branch para que me quitara de en medio.

Zoe se estremeció.

—Me preocupas cuando hablas con esa naturalidad de algo tan macabro.

Ethan recorrió la habitación otra vez, moviendo los muebles, mirando bajo el colchón y tras la cabecera de la cama.

Zoe volvió al escritorio y revisó los cajones una vez más, por si a Ethan le había pasado por alto alguna pista vital. No encontró más que un lápiz y un bloc de notas en blanco, lo cual no fue una sorpresa.

En la primera hoja no había ningún indicio de lo que pudiera haberse escrito en la que faltaba.

Ethan cogió la mesita de noche y la apartó de la pared. Un sobre cayó sobre la alfombra.

Ethan y Zoe se miraron.

—Bueno, bueno; ¿qué tenemos aquí? —dijo Ethan recogiendo el sobre—. Parece que hemos dado con una pista.

—Parece el sobre de una tienda de revelado de fotos —dijo Zoe, excitada por el hallazgo.

—Pues sí, pero está vacío. —Ethan comprobó el nombre y la dirección del laboratorio fotográfico—. Estamos de suerte; es un laboratorio local.