Capítulo 3
Arcadia Ames se despertó rezumando adrenalina. Abrió los ojos y escuchó con atención, temblando; el corazón le latía con fuerza. Trató de calmarse, pero era imposible. Necesitaba tomar aire.
Nada se movía en la oscuridad de la habitación. La luna iluminaba lo bastante para mostrarle que no había nadie junto a la cama, ni ninguna silueta amenazante en la puerta. Tampoco se oían pasos en el salón ni en la cocina.
Todas las pruebas percibidas por sus ojos y oídos le decían que nadie había burlado el sofisticado sistema de seguridad que Harry había instalado. Estaba completamente sola.
Sin embargo, la sensación de estar siendo observada era tan fuerte que no podía ignorarla. Se sentía horriblemente frustrada y atemorizada.
¿Qué le estaba pasando? Había tenido aquella misma sensación otras veces los dos últimos días, y esa noche era todavía peor. Tal vez aquellos dos meses que había pasado en Candle Lake la habían afectado más de lo que ella creía.
Había ingresado voluntariamente en aquel manicomio como parte de su plan para esconderse de su marido. Grant quería verla muerta, y ella había supuesto que a él nunca se le ocurriría buscarla en un lugar así.
A pesar de todo, había resultado una elección desastrosa. La clínica estaba dirigida por un administrador corrupto que había permitido que algunos fornidos enfermeros se desmandasen por la noche. En general, la actividad nocturna era relativamente inofensiva. Había enfermeros que se dedicaban a vender medicamentos birlados de las reservas del hospital; otros, la mayoría, a dormir. Sin embargo, los más brutos se habían divertido violando a las pacientes, desvalidas y narcotizadas.
Lo único positivo de su estadía en Candle Lake había sido su amistad con Zoé. Ambas habían planeado juntas su fuga del lugar. Habían tenido que llevarla a cabo antes de lo previsto, ya que una noche dos de los enfermeros más viciosos habían ido a por Arcadia. Todavía le daba escalofríos recordar aquella violación frustrada. Si aquella noche Zoé no hubiera oído cómo los hombres se la llevaban a la enfermería…
Pero no; no valía la pena pensar más en ello. No había motivos para seguir temiendo a nadie de aquel sitio. Hacía un mes que Ethan había borrado prácticamente del mapa la clínica.
Al único que debía temer era a Grant.
Se suponía que el muy cabrón había muerto, pero ella lo conocía demasiado bien como para creer en aquel oportuno accidente de esquí en Suiza. Nunca habían encontrado el cadáver, supuestamente enterrado bajo toneladas de nieve. Sin embargo, la intuición le decía a Arcadia que su marido había fingido su propia muerte y que vivía en algún lugar con un nombre falso.
Igual que ella.
Extendió un brazo lentamente y cogió la pistola que guardaba bajo la cama siempre que Harry estaba fuera. Empuñar el arma le proporcionaba cierta sensación de seguridad. Después de lo de Candle Lake, Zoé y ella habían agudizado su sentido de la seguridad. Zoé se había apuntado a clases de autodefensa.
Arcadia, consciente de que tal vez algún día Grant podría decidir volver del mundo de los muertos, había optado por comprarse un arma y aprender a utilizarla.
Pistola en mano, sacó las piernas de la cama, se puso de pie, fue hasta la puerta y oteó el pasillo. La luz que siempre dejaba encendida en el salón iluminaba tenuemente la alfombra blanca y los muebles, de color claro. No había ninguna sombra que no le fuera familiar.
Echó a andar con cuidado, con el camisón de seda gris tocándole los tobillos. Cuando llegó al panel de los interruptores, los encendió todos de golpe, iluminando cada habitación de la casa, además de los armarios.
Uno a uno, revisó cada cerradura y cada alarma, tanto de las ventanas como de la puerta principal. Una vez comprobó que no había peligro, volvió a apagar las luces y se acercó a una ventana. Había escogido expresamente un apartamento situado en un primer piso, no sólo porque pensase que sería más difícil acceder a él por la ventana, sino porque, además, le proporcionaba una mejor vista de la piscina y el jardín que había en el centro del complejo de viviendas.
Contempló el cielo nocturno del desierto. Al igual que Sedona y otras poblaciones de Arizona, Whispering Springs no tenía demasiadas farolas. El motivo oficial era que una iluminación excesiva de las zonas residenciales y comerciales interfería en el disfrute de los gloriosos cielos nocturnos por parte de ciudadanos y turistas. Sin embargo, Arcadia tenía la corazonada de que las autoridades locales sólo pretendían ahorrar en electricidad. A la buena gente de Arizona no le gustaba demasiado pagar impuestos.
La asociación de propietarios a la cual pertenecía Arcadia había instalado farolas de baja intensidad a lo largo de los senderos y la valla que rodeaba la piscina. El débil brillo de aquellas lámparas no tenía mucho alcance. Miró hacia abajo y vio un montón de sombras.
Aguzó la mirada un buen rato pero, con la excepción de un gato, nada se movió.
De repente, el teléfono la sobresaltó. Irritada, cruzó la habitación y dudó antes de levantar el auricular. Maldición, no podía permitir que la dominaran los nervios.
—¿Estás bien? —le preguntó Harry Stagg sin más.
Arcadia sintió un inmenso alivio al oír aquella voz, y soltó el aliento que ni siquiera se había dado cuenta de que estaba conteniendo.
Al otro lado del auricular podía oírse vagamente un estruendoso rock duro. Arcadia casi esbozó una sonrisa. A Harry no le gustaba especialmente el rock; como ella, prefería el jazz.
—Estoy bien —contestó ella, dejándose caer en una de las dos sillas de cuero blanco que había enfrente de la mesita del salón.
—Pues no lo parece —replicó Harry—. Pareces nerviosa. ¿Te he despertado? Pensaba que todavía estarías despierta.
Tanto Harry como ella solían acostarse tarde; era una de las tantas cosas que tenían en común. Arcadia no tenía ganas de contarle que no había dormido bien desde su marcha y que, esa noche, había tratado de arreglarlo yéndose a la cama antes de lo habitual.
—No. Estaba despierta —dijo ella, dejando la pistola sobre la mesa y yendo de nuevo hasta la ventana—. ¿Qué tal el trabajo?
Harry Stagg era diferente a todos los hombres que Arcadia había conocido. Justo lo contrario a los hombres de negocios elegantes, ricos y poderosos que poblaban el mundo en que ella se había movido una vez. Justo lo contrario a Grant.
Lo había conocido hacía un mes, cuando Ethan lo trajo de California para protegerla mientras él y Zoé se ocupaban de la amenaza que suponían los parientes políticos de ésta.
Físicamente, Harry tenía un parecido asombroso con un esqueleto viviente. Cuando sonreía parecía una caricatura de algún personaje terrorífico. Sin embargo, al cabo de pocas semanas de haberlo conocido, ella había llegado a la conclusión de que eran almas gemelas.
En la tarjeta de visita de Harry ponía que era consejero de seguridad. A juicio de Arcadia, ese término era un cajón de sastre, pero en este caso no era más que un eufemismo de guardaespaldas. Hacía una semana que estaba protegiendo a la hija adolescente de un hombre de negocios tejano. La jovencita estaba a punto de acabar el instituto, y la habían mandado a la costa Oeste para visitar varias universidades de California. El objetivo era recoger información que la ayudara a decidirse por una. Sin embargo, a juicio de Harry, los principales intereses de la chica habían sido, hasta el momento, ir de compras y divertirse.
—Pura rutina —dijo Harry—. Hoy la niña se ha comprado tres pares de zapatos más, un par de bolsos y una camiseta que le deja al descubierto el pendiente que lleva en el ombligo. También se ha comprado unos tejanos tan apretados que le marcan todo.
—No deberías fijarte en esas cosas, Harry. Eres un profesional, ¿recuerdas?
—Me pagan por mirar todo al detalle. Por si te interesa, después de verla con la camiseta en cuestión, estoy seguro de que se ha operado las tetas.
—¿A su edad?
—Para las chicas ricas de su edad, ponerse silicona es tan corriente como una ortodoncia.
—¿Habéis visitado algún campus?
—Hemos pasado un cuarto de hora en Pomona y una media hora en la Universidad del Sur de California.
—Buenas instituciones. ¿Le alcanzan las notas como para ir a ellas?
—No lo sé, pero con la pasta que tiene el padre podrá ir a la universidad que le dé la gana.
El rock duro que se escuchaba de fondo no cesaba.
—¿Dónde estás? —preguntó Arcadia.
—En una especie de local juvenil. Tendré suerte si no me quedo sordo después de esto.
—¿Cuánto va a durar?
—¿El trabajo o el concierto?
Arcadia esbozó una sonrisa.
—El trabajo.
—Bueno, la verdad es que esta mañana casi me da un ataque cuando la niña me dijo que pretende quedarse por aquí hasta fin de mes. Por suerte, su padre ha llamado para decirle que tiene que volver a Texas en diez días.
—¿Tienes que acompañarla de vuelta a casa?
—No. Su padre enviará a uno de sus hombres para recogerla y llevarla a Dallas. La única razón por la que me contrató fue porque quería a alguien que conociera el ambiente del sur de California.
—¿Así que volverás a casa en diez días?
Hubo una pausa. Por un instante, Arcadia pensó que se había cortado la comunicación, pero todavía oía la música de fondo.
—¿Harry?
—Sí, hola —dijo él, con un tono inusualmente neutro.
—Pensé que se había cortado. ¿Pasa algo? ¿Tienes que colgar?
—No. Lo que pasa es que acabo de darme cuenta de que no pienso que Whispering Springs sea mi casa.
—Ya. —Arcadia no supo qué decir. Lo cierto era que ella misma, aunque hacía más de un año que vivía allí, sólo recientemente había comenzado a pensar en Whispering Springs como en su hogar. No estaba segura de a partir de cuándo, tal vez después de haber conocido a Harry. Sin embargo, significara lo significase aquel lugar para ella, estaba claro que para él no era su hogar. En todo caso, Harry seguía manteniendo su dirección de San Diego, y eso era algo que Arcadia no debía olvidar.
—Sí —dijo él de pronto.
Arcadia pensó que había perdido el hilo de la conversación.
—Sí ¿qué?
—Que sí, que volveré a casa en diez días, tan pronto deje a la chiquilla en el avión —dijo Harry con calma.
La seguridad de su voz funcionaba en Arcadia como una especie de antidepresivo mágico.
—Genial —dijo.
Una sensación de alivio y felicidad sustituyó la adrenalina que la había despertado hacía un rato. Y cuando al cabo de unos segundos colgó el teléfono, se sintió más tranquila, más relajada.
Ya no tenía miedo de la oscuridad.