Capítulo 13
A la mañana siguiente, después de aparcar delante de La Casa Soñada por los Diseñadores, Zoe pensó que durante el desayuno Ethan había parecido más animado y de mejor humor, probablemente por haber aceptado el caso Kirwan. Tal vez, resolver un misterio tan antiguo era el tipo de distracción intelectual que necesitaba para sobrellevar la depresión que estaba atravesando aquel mes de noviembre.
En ese momento, un imponente Jaguar plateado dobló la esquina y se detuvo detrás de Zoe, que vio por el retrovisor cómo Lindsey Voyle bajaba del vehículo en todo su elegante y minimalista esplendor.
Lindsey era una mujer ambiciosa y atractiva que rondaba los cuarenta. Tenía el cabello teñido de forma discreta, sin rastro de canas y cortado con clase. A Zoe le resultaba desconcertante la forma en que la miraban sus ojos color avellana; era como si la siguieran, igual que sucedía con los ojos de los retratos pintados por los grandes maestros clásicos. Era como si Lindsey tuviera un radar interior que le decía dónde encontrarla.
Lindsey vestía casi siempre de negro, por lo que hubiera sido fácil suponerla de Nueva York, pero había llegado de Los Ángeles hacía poco. Esa mañana llevaba un jersey de finísimo algodón negro, pantalones negros y sandalias negras, y sujetaba con una mano una bandolera negra de cuero. La única concesión al color consistía en un collar turquesa y plateado, que Zoe reconoció de inmediato; se trataba de una pieza única que Lindsey había comprado en la galería Euphoria, la tienda de Arcadia.
De repente, Zoe pensó en su propio atuendo, que aquel día consistía en un largo vestido sin mangas de un brillante color violeta, acabado en un volado de gasa verde que flotaba alrededor de los tobillos. Viéndose en el espejo aquella mañana le había parecido que le sentaba muy bien, que era alegre y llamativo. Sin embargo, comparado con el elegante y sobrio atuendo de Lindsey, tuvo la desagradable sensación de que su vestido la hacía parecerse a un payaso.
Sus gustos para vestirse reflejaban bastante bien sus estilos personales en lo tocante al diseño, pensó. El dormitorio que estaba haciendo Lindsey en La Casa Soñada por los Diseñadores era un ejercicio de blanco minimalista acentuado por claros tonos madera. Zoe estaba acondicionando la biblioteca con un estilo totalmente opuesto, utilizando una ecléctica mezcla de texturas y colores saturados.
Salió del coche y fue al maletero por el bolso, grande y rojo; era uno de los seis que poseía, cada uno de un color diferente. Contenía una serie de cosas que necesitaba para su trabajo, tales como una cámara de fotos, una cinta métrica, una agenda, un cuaderno de bocetos, una pequeña caja de herramientas y un estuche con lápices y rotuladores de colores. También contenía varias muestras de baldosas y algunas muestras de tela que iba a usar en otro proyecto. Por último, estaba el antiguo paño de metal que Zoe utilizaba como llavero.
El oficio de diseñador de interiores no era apto para débiles, pensó.
—Buenos días, Lindsey —dijo, esbozando lo que esperaba fuese una sonrisa simpática. Se colocó el bolso al hombro, cerró el coche y se dirigió a los escalones de entrada a la casa—. Bonito día, ¿no?
—Pues sí —respondió Lindsey en tono inexpresivo. Hizo una pausa y añadió—: Vino a verme Tabitha Pine.
—A mí también. Por lo visto, cree que necesitamos acudir a alguna de sus sesiones de meditación antes de diseñar nuestras propuestas.
—Creo que tiene razón —opinó Lindsey—. Me he apuntado a un curso completo de veinte sesiones.
Zoe no se lo pudo creer. Había considerado la idea de asistir a una o dos clases, pero el curso completo costaría probablemente unos dos mil dólares.
La puerta de la casa estaba cerrada.
—Parece que hoy somos las primeras —dijo. A cada uno de los diseñadores que colaboraban en el proyecto se les había dado una llave, así que Zoe rebuscó en el bolso rojo.
—Ya abro yo —dijo Lindsey, que ya tenía la suya en la mano.
—Gracias. —La eficiencia de Lindsey le resultaba una de sus características más irritantes.
Cruzó el portal con decisión, al contrario que solía hacer cada vez que entraba en algún sitio. Ya había estado en La Casa Soñada por los Diseñadores en varias ocasiones las últimas semanas, así que no había necesidad de prepararse para lo desconocido.
Cuando era más joven, Zoe daba por sentado que todo el mundo percibía la misma energía psíquica que, a veces, había en un lugar donde alguien había vivido, amado, reído o muerto. Sólo con los años se dio cuenta de que, aunque había gente que en ocasiones sentía un inexplicable déjà vu al entrar en casas o habitaciones extrañas, lo de ella era algo bastante distinto. No tardó en descubrir que, para la mayoría de la gente, «distinto» era sinónimo de «anormal». En consecuencia, decidió esconder a los demás su capacidad de percibir la energía psíquica que, de vez en cuando, escondían las paredes de una casa o un edificio en particular.
De hecho, se le daba tan bien camuflar sus dotes que había conseguido que su primer marido nunca supiera que existían. Zoe había amado a Preston con todo su corazón, y él también la había amado de igual forma; pero, en el fondo, siempre había sido consciente de que si le hubiera contado la verdad él habría pensado que su esposa tenía algún problema mental, y nunca hubiera vuelto a mirarla de la misma manera. Zoe no lo hubiera culpado por ello. En ocasiones incluso ella misma había dudado de su cordura, sobre todo durante su estancia en Candle Lake.
El aspecto más inquietante de su relación con Ethan era que, cuando ella le había contado lo de su sexto sentido, él no se había inmutado. Hasta ahí, bien. El problema era que ella estaba casi segura de que él se lo había tomado con tanta calma porque realmente no creía una palabra. En opinión de Ethan, Zoe era intuitiva en extremo, nada más. En tanto que investigador privado que confiaba plenamente en su intuición, él podía vivir perfectamente con esa explicación.
Lindsey iba delante de Zoe por el recibidor, en dirección a la gran escalera que conducía al primer piso.
—El otro día le eché un vistazo a tu biblioteca —dijo por encima del hombro—. Veo que has decidido dejar las estanterías rojas. ¿No crees que es un color demasiado fuerte?
«Respira hondo —se aconsejó Zoe—; diga lo que diga, no te pongas a la defensiva».
—Quedará muy distinto cuando coloque los libros —arguyo.
—Bueno, es cosa tuya —dijo Lindsey—. Pero me parece que ya has utilizado demasiados colores; todos esos ocres y las baldosas de terracota… Hace que la habitación quede demasiado cálida, y hay que tener en cuenta que aquí hace mucho calor.
Zoe apretó los dientes y consiguió mantener la boca cerrada. Lindsey no esperaba una respuesta. Cuando llegó al final de la escalera, se marchó hacia el dormitorio principal.
Zoe se prometió que aquello no iba a afectarla y siguió camino de la biblioteca. Lindsey se equivocaba, pensó. El rojo intenso de las estanterías resaltaría los libros y los cuadros que colgarían de las paredes de la biblioteca, pintadas de ocre y con ribetes azules, además de que acentuaría las baldosas de terracota y las alfombras.
También estaba equivocada respecto a que los colores de la biblioteca fuesen demasiado cálidos para el clima del desierto. Al contrario, supondrían un fresco contraste al calor. El éxito de los estilos colonial y mediterráneo era la prueba de que los colores vivos funcionaban bien en espacios luminosos, ya que daban la impresión de crear sombras y ayudaban a diluir el brillo de un sol intenso.
El blanco no era un color apropiado para el desierto, pensó mientras llegaba a la biblioteca, sobre todo cuando se le daba un uso tan brillante y extenso como Lindsey había hecho en el dormitorio principal. Lo último que había que hacer en un lugar tan soleado como aquél era reflejar la luz, ya que el blanco se comportaba fácilmente como espejo.
Por supuesto, había excepciones a la regla. Arcadia podía vivir con paredes blancas porque ella era ella; los colores pálidos encajaban con su personalidad y le daban la energía apropiada para su espacio vital. Sin embargo, Zoe llegó a la conclusión de que el fluir de la energía en la habitación de Lindsey iba a ser de todo menos bueno. Se detuvo en el umbral de la biblioteca y observó el interior. La había diseñado pensando en una familia. No estaba segura del porqué, pero, desde el primer momento, le había venido a la mente la imagen de una madre y un padre con sus dos hijos pequeños; y lo cierto era que ambos críos tenían el mismo cabello castaño y los mismos ojos ámbar de Ethan.
Había tratado de convencerse de que aquélla no era más que una imagen producida por su imaginación para ayudarla a enfocar mejor el diseño de la biblioteca. Estaba acostumbrada a trabajar según las necesidades de un cliente en particular; en aquella ocasión, sin embargo, no había un propietario real con una personalidad y unos gustos determinados, así que ella se había inventado a esa pequeña familia y trataba de no pensar demasiado en por qué los niños se parecían a Ethan.
Estaba contenta con los resultados obtenidos: una estancia cómoda y acogedora, con algo interesante o intrigante en cada rincón.
Zoe se paseó despacio por la biblioteca, atenta a las corrientes de energía y asegurándose de que todo estaba bien. En ciertos aspectos, era un espacio decorado a la antigua, imbuido por la atmósfera de las bibliotecas del siglo XIX. No había televisor de pantalla plana ni equipo de alta fidelidad; por suerte, otro diseñador se encargaba del cuarto de audiovisuales, situado al final del pasillo.
Zoe había diseñado su habitación como un lugar para la contemplación, el estudio y la introspección. Quería que ese espacio fuera un refugio para cada habitante de la casa, un lugar donde los sueños pudieran adquirir forma.
Se detuvo junto a las sillitas y la mesita que había colocado pensando en aquellos niños imaginarios y ajustó la posición del globo terráqueo que había junto a ellas. Luego fue hasta el escritorio y se colocó detrás de él, asegurándose de que quienquiera que se sentara allí pudiera contemplar la fuente que había en el jardín.
Le gustaba incorporar el agua o la visión de ésta en los espacios que diseñaba, ya que proporcionaba una energía especial. Lo mismo ocurría con las plantas, por lo que también había colocado un gran macetón en el otro extremo de la sala. No sólo purificaban el aire, sino que, además, limpiaban la energía que fluía a través de él.
Observó la fotografía que había sobre el hogar, una vista del cañón de Nightwinds al amanecer, tomada por ella misma hacía un mes. Ethan se había levantado con ella, antes del alba, cuatro días seguidos con el fin de hacerle compañía al borde del cañón, mientras ella gastaba carrete tras carrete, tratando de dar con la foto adecuada.
Se volvió y caminó hacia los dos sillones destinados a la lectura, para ver cómo se percibía la corriente de energía desde ellos, pero a dos pasos del primer sillón sus poderes psíquicos se vieron asaltados por los suspiros de la oscuridad.
Zoe casi soltó un grito. Era como si se hubiera enredado en los pegajosos hilos de una telaraña invisible. Se apartó del sillón sintiendo un escalofrío. Hizo un esfuerzo por desactivar su sexto sentido.
¿Qué diablos estaba pasando?
De repente, desde lo más profundo de su mente, surgió un viejo recuerdo de una noche especialmente mala en Candle Lake. Zoe lo desechó; por el amor de Dios, aquella habitación no era más que la biblioteca de una casa deshabitada, no el pabellón H.
«Vale, intentémoslo de nuevo», se dijo. Tal vez había reaccionado de manera exagerada. Bien era cierto que su imaginación, mezclada con sus poderes psíquicos, a veces podía producir sensaciones inquietantes. Sin embargo, sus poderes nunca le habían fallado. Con cautela, dio un paso adelante.
La telaraña reapareció, haciéndola temblar. Había algo cerca del sillón. Zoe había tenido una sensación parecida una sola vez en su vida, y pensar en ella todavía le helaba la sangre. «No estoy en el pabellón H», se dijo varias veces. Sin embargo, sentía náuseas y un ligero mareo. A pesar de todo, se negó a salir de allí; tenía que saber qué le provocaba aquella sensación escalofriante.
Los hilos de la telaraña invisible la envolvieron. Eran tan finos que apenas si podía percibirlos, pero estaban allí. Qué extraño. Dos días antes había ido a hacer los retoques finales y no había notado nada fuera de lo común.
«¿Qué está pasando aquí? —se preguntó—. Cálmate y piensa. Has estado en suficientes escenas de crímenes como para saber lo que se siente, y esto es totalmente distinto. Las paredes no te gritan de la misma manera que cuando se ha derramado sangre entre ellas».
La energía que percibía era tenue pero extremadamente turbia. Aquello no era habitual. Su sexto sentido era muy sensible a las huellas de pasiones desatadas, y éstas solían ser de naturaleza desgarrada y visceral. La rabia, el miedo, el pánico, el odio, la lujuria y la obsesión eran energías primarias. El rastro que dejaban solía ser inconfundible.
Sin embargo, aquello era diferente… algo verdaderamente aterrador.
La telaraña parecía irradiar de un punto cercano al apoyapiés. Zoe examinó el lugar de cerca. Todo parecía estar exactamente como ella lo había dejado la anterior vez que había estado allí; no había señales recientes de violencia ni de destrucción.
Pero no… eso no era del todo cierto.
Vio un fragmento de cristal junto al apoyapiés. Se agachó y lo recogió. El color del vidrio le resultó familiar.
Miró la mesita junto al sillón y se dio cuenta de que el florero se había caído al suelo, haciéndose añicos.
Había algo más, pero no consiguió identificarlo.
Se dio la vuelta muy despacio, observando cada centímetro de la biblioteca. Cuando llegó a la mesita que había en el rincón de los niños, se detuvo.
Había colocado encima algunos objetos cotidianos, como un pequeño dinosaurio de juguete que le había dado Jeff y una motocicleta a escala de Theo. Además, había puesto una de las tazas rojas de su nueva vajilla, ya que combinaban con las estanterías.
La taza había desaparecido.