Capítulo 33
La placa de identificación en la blusa de la mujer rezaba «Margaret». Aparentaba unos setenta años, por lo que seguramente era una más del montón de jubilados de la zona que, ya por aburrimiento o por causas económicas, había aceptado un trabajo a media jornada y mal remunerado detrás de un mostrador.
—¿Las fotos de aquella mujer alta y de cabello corto rubio platino? —dijo Margaret—. Sí, claro que me acuerdo. Parecía una actriz de los años treinta, las que a mí me gustan. Pensé que tal vez fuera famosa. Le pregunté a Shelley por ella, pero me dijo que no podía contarme nada, que era confidencial. Supuse que era otro de los casos de divorcio a los que suele dedicarse.
—¿Quién es Shelley? —preguntó Ethan con indiferencia, apoyando los codos en el mostrador como si todo le diese igual.
Zoe, que estaba a su lado, esbozó una débil sonrisa. La asombraba la actitud displicente que estaba mostrando Ethan. Como si aquello no fuera grave, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Además, ella estaba tan tensa que si alguien la tirase al suelo rebotaría.
—Shelley Russell es una de nuestras clientas habituales —contestó Margaret, orgullosa—. Es una verdadera detective, ¿sabe? Hemos revelado sus fotos durante años. —Hizo una pausa y frunció el entrecejo—. Por cierto, su cara me resulta familiar. Y la de usted también. —Arrugó la nariz y pareció caer en la cuenta—. Ustedes aparecían en el último carrete que me trajo Shelley.
—Es probable —dijo Ethan.
De repente, la anciana se sintió incómoda.
—Oiga, no será usted el marido o algo así, ¿no?
—Es mi marido —dijo Zoe con tono frío y posesivo—. No el de la rubia platino.
—Vaya, me alegro —dijo Margaret, más relajada—. Por un momento pensé que… Bueno, da igual.
—¿La oficina de Shelley Russell está por esta zona? —preguntó Zoe, antes de que Margaret malinterpretara alguna otra cosa.
—Sí, claro, a unas tres manzanas.
—Gracias —dijo Ethan, enderezándose—. Puede que nos pasemos por allí.
—Eh… ¿por qué? —preguntó Margaret, de pronto intrigada.
—Soy aficionado a las novelas de misterio. Siempre he querido saber qué aspecto tiene la oficina de un detective privado de verdad.
La anciana sonrió.
De vuelta en la calle, a Zoe le pareció que los colores de los coches y los edificios eran más intensos. El cielo del desierto estaba más azul y el sol refulgía con más fuerza. Sintió un leve escalofrío. ¿Sería aquella clase de emociones lo que amaría Ethan de su trabajo? De ser así, se parecía bastante a lo que ella sentía cuando descubría algún tipo de energía psíquica en una habitación.
Cuando se puso al volante, Ethan enarcó las cejas y la miró.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Conque siempre has querido saber cómo es la oficina de un auténtico detective privado, ¿eh? —dijo Zoe.
—A lo mejor saco alguna buena idea para decorar la mía —repuso Ethan.
—Ya. ¿Sabes? Ha sido muy inteligente por tu parte preguntarle a Margaret por unas fotos recientes de una rubia platino con aspecto de haber sido modelo.
—Bueno, sabíamos que la anciana le sacó fotos a Arcadia. Era muy probable que algunas de las reveladas fueran de ella, y hay que reconocer que Arcadia no tiene un aspecto muy corriente que digamos.
Cinco minutos más tarde, Ethan aparcaba delante de un desvencijado edificio de una sola planta. Dos de los tres locales que daban a la calle estaban en alquiler, y tenían todo el aspecto de llevar así mucho tiempo. El tercero tenía las palabras INVESTIGACIONES RUSSELL pintadas en negro en la ventana.
Las persianas estaban bajadas y en la puerta había un cartel de cerrado.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Zoe.
Ethan sacó el teléfono móvil del bolsillo y marcó el número que había copiado del listín.
—Está puesto el contestador automático —dijo al cabo de unos segundos. Comprobó la hora—. Son casi las cinco. Es posible que Russell no tuviera nada que hacer y haya decidido cerrar un poco antes.
—¿Y ahora?
—Pues que si quiero ver cómo es la oficina de un detective de verdad, tendré que arreglármelas —dijo Ethan, y volvió a poner el todoterreno en marcha.
—¿Vas a colarte? Ethan, me niego. Es demasiado arriesgado. Ella también es detective, por el amor de Dios. Debe de tener una alarma.
—Puede que sí y puede que no —contestó él, y dio la vuelta a la manzana para aparcar en el callejón trasero.
—Escúchame, Ethan —insistió Zoe, cada vez más nerviosa—. No puedes correr el riesgo de que te detengan, no con todo lo que está pasando en Whispering Springs.
—Tendré cuidado —prometió él, saliendo del vehículo—. Si se dispara alguna alarma, tendremos tiempo de escapar antes de que llegue la policía.
Zoe se desabrochó el cinturón.
—Te acompaño.
—Será mejor que te quedes aquí.
—Si entro contigo, es posible que descubra algo que tú pases por alto.
Ethan frunció el entrecejo. Por un instante, ella temió oír algún comentario irónico sobre tener una ayudante con supuestos poderes psíquicos, pero finalmente él asintió.
—De acuerdo. Toda ayuda es buena.
Había algunos coches aparcados, pero nadie en todo el callejón. Era la clase de barrio en que la gente ponía rejas en las ventanas, así que Zoe no se llevó ninguna sorpresa al ver que la ventanita trasera del despacho de Shelley Russell tenía una.
—Ya te lo advertí —dijo.
—Si sigues haciendo comentarios tan negativos, la próxima vez no dejaré que me ayudes —le advirtió Ethan, girando el picaporte de la puerta trasera.
Increíblemente, la puerta se abrió.
Zoe no se lo pudo creer.
—¿Cómo es posible que una investigadora privada olvide cerrar la puerta con llave? —Se asombró.
—Todo el mundo puede tener un despiste.
Zoe reparó en que la ironía del comentario no concordaba con el tono lúgubre empleado por Ethan. El corazón comenzó a latirle más rápido. Ethan abrió la puerta y entró en un pasillo en penumbras. Ella lo siguió, atenta a cualquier energía psíquica que desprendiesen las paredes.
Sintió la clásica mezcla de emociones de bajo nivel, pero nada especialmente turbulento. Hizo caso omiso de ellas y siguió a Ethan, pasando junto a un pequeño lavabo antes de llegar al despacho.
Ethan entró y se detuvo de forma tan brusca que Zoe chocó contra él. Ambos se quedaron mirando a la anciana tumbada en el suelo.
—Dios mío —exclamó Zoe, horrorizada.
—Parece que Shelley Russell ha tenido algo más que un despiste —comentó Ethan, y se agachó junto al cuerpo inerte para buscarle el pulso en el cuello.
Zoe se acercó a él.
—¿Está…?
—No, aún no. Respira, pero muy débilmente. No veo heridas ni signos de violencia. Tal vez haya sufrido un infarto.
A continuación llamó para pedir una ambulancia.
Zoe se arrodilló junto a la mujer y le cogió la mano, percatándose de que tenía los nudillos hinchados por la artritis. Observó su rostro, cargado de arrugas, mientras Ethan, al teléfono, daba parte de la situación.
Cuando colgó, Zoe lo miró.
—Sólo es una viejecita, Ethan —dijo.
—Sí, pero una viejecita muy fuerte.
Ethan se puso de pie y sacó del bolsillo otro par de guantes de látex, que al parecer no se le acababan nunca. Zoe se preguntó si los compraría a granel en una tienda de suministros médicos.
No había nada que pudieran hacer por Shelley Russell mientras esperaban a que llegase la ambulancia, salvo cogerle la mano. Zoe había leído en algún sitio que, a veces, una persona inconsciente podía reaccionar a las voces.
—Aguanta un poco más, Shelley —le dijo con tono firme, y le masajeó los dedos tratando de transmitirle un poco de calor—. La ambulancia está de camino. Te vas a poner bien.
Zoe siguió hablándole en voz baja, mientras Ethan registraba el despacho.
—¿Qué estás buscando?
—Cualquier cosa que me ayude a averiguar quién la contrató para que nos siguiera —contestó él, mirando en un cajón—. No veo ningún expediente que ponga Truax. Supongo que era esperar demasiado.
—Supongo. Nada de esto ha sido fácil. ¿Por qué iba a ser distinto ahora? —dijo Zoe, frotándole la mano a la anciana—. Tienes que ser fuerte, Shelley; tienes que ayudarnos a resolver este caso. Por algo eres detective, ¿no? Aguanta un poco más, para que Ethan y tú podáis descubrir qué está pasando.
—Por lo visto, su especialidad son los casos de divorcio y de personas desaparecidas —comentó Ethan, revisando otro cajón.
—Entonces, ¿por qué la contrataron para hacer esas fotografías?
—La gente que se dedica a seguir a esposas infieles suele ser buena con la cámara —afirmó Ethan—. El cliente siempre quiere fotos.
—Sí, pero es de imaginar que uno de tus antiguos enemigos de Los Ángeles hubiera optado por un investigador de más renombre —opinó Zoe, sin dejar de acariciar los dedos de la anciana—. Por lo que me has dicho, la gente a la que hiciste enfadar eran todos inversores de primera línea. Cuesta imaginar que uno de ellos escogiese a una detective de poca monta como Shelley Russell.
—Tal vez quien la contrató se figuraba que sería más fácil deshacerse de ella cuando todo hubiese acabado. ¿A quién le iba a extrañar la muerte de una anciana?
—Dios mío, ¿crees que han intentado…?
Ethan se encogió de hombros.
—Es una testigo —dijo, cerrando un cajón y mirando alrededor, pensativo.
—¿Qué pasa? —preguntó Zoe.
—No hay ordenador.
—Yo te tenía por un detective a la vieja usanza, pero parece que Shelley Russell se lleva el premio.
—No creo que esté tan anticuada —murmuró Ethan, y Zoe vio que examinaba una hoja de papel.
—¿Qué es eso?
—Un informe que escribió hace poco. Por lo visto, el marido de una clienta estuvo en un motel de Scottsdale con otra mujer.
—¿Y?
—Pues que este informe es de hace tres meses, y fue escrito en ordenador. —Abrió un armario bajo—. Aquí está la impresora. —Cerró la puerta del armario y se quedó de pie, con cara de pocos amigos—. Así que, ¿dónde diablos está el maldito ordenador?
—Tal vez lo tenga en casa.
Ethan negó con la cabeza.
—No lo creo. Me parece que esta mujer se pasaba el día en su despacho —dijo. Volvió al escritorio y encendió la luz. Entonces entornó los ojos y observó la superficie con detenimiento—. Aquí había un ordenador —dijo—. Puedo ver exactamente dónde estaba colocado. Hay una fina capa de polvo en todo el escritorio, menos en este rectángulo.
Ethan se apartó del escritorio y fue al lavabo. Zoe oyó cómo abría una puerta.
—No te preocupes, Shelley; todo saldrá bien —le dijo a la moribunda—. Ya oigo las sirenas. La ambulancia está a punto de llegar.
—He encontrado su bolso —dijo Ethan—. También unas pastillas. Parece que tomaba muchas y de forma regular. Esto podría explicar su estado actual, pero que ocurra justamente ahora me parece demasiada coincidencia.
Las sirenas se oían cada vez más cerca. La calzada se llenó de luces intermitentes. «Ya era hora», pensó Zoe. Shelley respiraba cada vez con mayor dificultad y su pulso se debilitaba.
—No te vayas, Shelley. No dejes que ese cabrón se salga con la suya.
—Maldita sea —murmuró Ethan.
—¿Qué ocurre ahora?
—He encontrado las últimas facturas, pero no hay ninguna a nombre de John Branch.
—Ya ha llegado la ambulancia; gracias a Dios.
Ethan garabateó unas notas a toda prisa.
—He encontrado su dirección en su carné de conducir —anunció—. Tiene ochenta y dos años. Me pregunto si seguiré en el negocio a esa edad.
—Seguirás en el negocio cuando tengas ciento dos —dijo Zoe, cogiendo la mano fría de Shelley con más fuerza, consciente de que la mujer estaba al borde de la muerte—. Aguanta, Shelley. La ambulancia ya está aquí. Todo va a salir bien.
Ethan abrió la puerta y dejó que entrara el personal médico.
* * *
Un doctor con cara de exhausto salió de la sala de urgencias.
—Creo que la señora Russell vivirá, gracias a ustedes —dijo—. Se estaba muriendo. Si no la hubieran encontrado no habría pasado de la medianoche.
—¿Dónde está? —preguntó Zoe, casi tan cansada como el médico. Le dolían los hombros y el cuello de la tensión que le suponía sofocar el caótico griterío psíquico que había en la sala de espera.
—Acaban de trasladarla a la UCI. Está estable, y sus constantes vitales se mantienen sorprendentemente bien, teniendo en cuenta su edad y el problema crónico de salud que padece.
—¿Está despierta? —preguntó Ethan.
—No, y si lo estuviera no les permitirían hablar con ella —contestó el médico, y vaciló un instante antes de preguntar—: ¿Son ustedes familia?
—Amigos —dijo Zoe—. El recepcionista nos ha dicho que no tiene parientes en Phoenix. Han contactado con su hijo y su hija, pero ambos viven en otro estado y no llegarán hasta mañana.
El médico asintió.
—Como acabo de decir, salvo que surjan complicaciones, tiene buenas probabilidades de salir de ésta. Este tipo de percances se ve mucho en la gente mayor.
—¿Qué clase de percances? —preguntó Ethan.
—Errores con la medicación, sobredosis accidentales, interacciones imprevistas entre medicamentos… Cuando hablamos de la tercera edad, hablamos de una parte de la población sumamente frágil y que consume una cantidad increíble de medicamentos potentes y sofisticados. No es extraño que surjan problemas de este tipo.
—¿Cree usted que eso es lo que ha pasado? —preguntó Ethan—. ¿Que ha ingerido una sobredosis por accidente?
El médico se encogió de hombros.
—Hay veces en que no es exactamente un accidente —dijo.
—¿Que no es un accidente? —repitió Ethan.
—Seguramente sabrá usted que la depresión es uno de los problemas más comunes entre los ancianos. Acaban cansándose de tantos medicamentos, la vida les parece un problema cada vez mayor, están solos… En ocasiones ya no se ven con ánimo de seguir adelante.
—¿Está hablando de suicidio? —terció Zoe, meneando la cabeza—. No creo que… —Se interrumpió al notar que Ethan la rozaba con el hombro. Carraspeó—. Bueno, ¿quién sabe? —añadió.
—Exacto —dijo el médico—. Cuando se despierte dudo que recuerde lo ocurrido. Seguramente será examinada por un psiquiatra, pero si ha tomado todos esos medicamentos adrede, no creo que lo reconozca. Ése es otro de los problemas de la gente de su edad, que no suelen admitir que están deprimidos, pero la vejez supone para ellos un estigma terrible.
—No son los únicos —dijo Zoe, pensativa—. Yo también sé de estigmas.
El médico la miró con extrañeza.
«¿Cuándo aprenderás a estarte calladita?, se reprendió Zoe, y le sonrió angelicalmente.
De repente, una camilla pasó junto a ellos. El enfermero que la empujaba casi corría. A su lado, una enfermera iba sosteniendo una bolsa de plasma. Zoe vislumbró una sábana empapada en sangre y sintió náuseas. Una nueva capa de energía psíquica que se adheriría a las paredes del hospital. ¿Cómo podía nadie trabajar en un lugar así?, se preguntó.
El médico vio la camilla y pareció reaccionar de golpe.
—Tengo que irme —dijo—. Pregunten en recepción y les dirán cómo llegar a la UCI.
—Gracias —dijo Ethan.
El médico salió disparado.
—¿Qué hacemos? —preguntó Zoe.
—Son casi las siete y no hemos comido nada desde el mediodía. Vayamos a picar algo y luego volvamos al despacho de Shelley.
—De acuerdo. Hay un restaurante de comida rápida enfrente del hospital —dijo Zoe, y echó a andar hacia la salida, haciendo un esfuerzo por no correr.
—Espera —dijo Ethan, yendo tras ella—. Podemos ir al bar del hospital.
—No —dijo Zoe con firmeza—. No quiero comer aquí.
De hecho, no tenía intención de pasar un minuto más en aquel sitio si no era absolutamente necesario. Los años de dolor, miedo, esperanza, desesperación y rabia acumulados en aquellas paredes estaban comenzando a derrumbar la muralla psíquica que ella había erigido a su alrededor. Había sido un día muy duro; ya tenía suficiente.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Ethan, notando que a su mujer le pasaba algo.
—Me encontraré bien en cuanto salgamos de aquí —contestó Zoe, y empujó las puertas de cristal. Suspiró aliviada al llegar a la calle—. No me gustan los hospitales.
—¿A quién le gustan? —dijo él, resignado.
Al cabo de un rato salieron del restaurante y se dirigieron al todoterreno. Por el camino, Ethan encendió el teléfono y marcó el número de Harry.
Él no creía en sus poderes psíquicos, pensó Zoe, pero había preferido seguirle la corriente porque ella le había dicho que en el hospital se sentía incómoda. No era la primera vez que Ethan hacía algo así. Haciendo una retrospectiva de su corto matrimonio, Zoe tenía que reconocer que su marido estaba continuamente haciendo concesiones a lo que la mayoría de la gente, en el mejor de los casos, hubiera llamado una imaginación demasiado activa.
Lo que otros hubieran considerado un comportamiento extraño y preocupante, Ethan lo aceptaba, simplemente encogiéndose de hombros, como si el hecho de que Zoe afirmase tener poderes psíquicos no fuera más que una excentricidad sin importancia. ¿Cómo podía ser su marido tan condescendiente?
Tal vez era hora de que ella aprendiera a comportarse de la misma manera.
Hacía varios días que se sentía frustrada por la negativa de Ethan a aceptar que ella poseyese poderes psíquicos. Zoe se había dicho que, a menos que él acabase reconociendo ese sexto sentido, su relación de pareja se vería resentida. Necesitaba que su marido admitiese que había algo en ella que la hacía distinta de los demás.
Ahora se preguntó si eso era absolutamente necesario. Ethan la aceptaba como era, sin más, lo cual era sumamente extraño, aunque maravilloso.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando Harry contestó.
Ethan le hizo un resumen de lo sucedido.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo, abriendo la puerta del todoterreno y poniéndose al volante—; sí, las cosas se están complicando. De todas formas, sigue en contacto con tus conocidos de Los Ángeles. Todo apunta a que el objetivo soy yo, no Arcadia. Al parecer, su identidad sigue tan segura como siempre, tal como dice el Mercader.
Zoe se abrochó el cinturón de seguridad y trató de aplacar sus temores. Arcadia estaba a salvo, pero la situación no había mejorado, porque ahora era Ethan el que estaba en peligro.
—No, nos quedaremos en Phoenix un rato más. —Ethan encendió el motor—. Queremos volver al despacho de Shelley Russell. Los médicos creen que ha ingerido una sobredosis accidental de medcamentos, pero alguien se ha llevado su ordenador, y no hay ningún expediente con mi nombre.
Ethan hizo una pausa. Harry estaba comentando algo. A Zoe le costaba mantener la calma.
—No, tampoco he encontrado nada a nombre de Arcadia —dijo al cabo Ethan—, pero Russell es, con toda seguridad, la anciana de la cámara y la bolsa que mencionó Arcadia. Vale, de acuerdo; hasta luego.
Ethan marcó otro número.
—Vamos, Cobb, cógelo. —Hizo una pausa—. ¿Dónde te habías metido? ¿En serio? Mierda. Lo siento, tío. He tenido el teléfono apagado un rato. No está permitido usarlo en algunas zonas del hospital… No, estamos bien. Es una historia muy larga. Ya te contaré. ¿Qué tienes para mí?
Zoe escuchaba, tensa, la conversación. Una vez Ethan colgó, no pudo contener más la ansiedad.
—¿Y bien? —soltó.
—Se ha metido en algunas páginas de Internet de carácter militar y ha buscado información sobre el tatuaje de Branch. Ha descubierto que se trata del emblema de un cuerpo de élite de las Fuerzas Especiales, formado por ex convictos.
—Así que estabas en lo cierto —dijo Zoe—. Branch es un militar.
—Bueno, no exactamente; ya no. Singleton ha accedido a la base de datos de ese cuerpo; se trata de una organización muy pequeña.
Ha usado la descripción de Branch para dar con su ficha. Resulta que el tipo fue seleccionado para el programa de entrenamiento, pero no duró ni un mes.
—¿Por qué?
—Singleton dice que su historial no es muy claro, pero al parecer Branch padece algún tipo de enfermedad mental. Estuvo ingresado en el psiquiátrico de un hospital militar varios meses, y acabaron por expulsarlo del ejército.
—Está loco —murmuró Zoe, pensando en la emoción dominante que desprendía la habitación de Branch, un deseo obsesivo que rozaba la lujuria—. Quería algo desesperadamente.
—Singleton ha dicho que, una vez le dieron el alta, Branch se fue del país y trabajó como mercenario unos años. Volvió a Estados Unidos hace ocho meses, y ahí se acaba su rastro.
—Tal vez debiéramos acudir a la policía y denunciar lo que le ha pasado a Shelley.
—Y ¿qué quieres que digamos? De momento sólo tenemos a una anciana que, según los médicos, tomó demasiadas pastillas. A nadie le ha llamado la atención.
—¿Y las fotos que reveló?
—Russell no cometió ningún delito al sacarlas. Es más, ni siquiera podemos demostrar que fue ella quien las hizo.
Cuando llegaron a la oficina de Shelley era ya de noche. Ethan inspeccionó el viejo Ford que había aparcado en el callejón. Al no encontrar nada sospechoso, entró en la oficina.
Una vez dentro, se detuvo en medio del despacho, inmóvil, y miró alrededor. Zoe se limitó a esperar; ya lo había visto en acción en otras ocasiones. Se preguntó si, de manera inconsciente, Ethan no estaría tratando de percibir la energía psíquica que flotaba en el ambiente. De ser así, estaba segura de que él no la reconocería ni en un millón de años. Cuando ella le había preguntado, alguna vez, qué sentía al realizar aquella especie de ritual, Ethan le contestó que lo único que hacía era comprobar si algo no encajaba.
Al cabo de un momento, Ethan se dirigió al escritorio y observó la taza de café que había encima.
—Preparó una cafetera —dijo—. No es algo propio de alguien que está a punto de meterse una sobredosis de medicamentos.
—No —admitió Zoe—. Y la cafetera está casi llena. Sólo se sirvió una taza y ni siquiera pudo tomar un sorbo.
—Debió de desmayarse justo después de servírsela. El hecho de que la cafetera esté llena indica que tenía intención de trabajar un rato —comentó Ethan, acercándose a la encimera para observar con detenimiento la vieja cafetera—. Está apagada.
—Tal vez cambió de opinión y decidió irse a casa.
—Entonces ¿por qué se sirvió una taza? —repuso Ethan, sin dejar de examinar la cafetera—. Vamos a ver: prepara el café, se sirve una taza y la lleva al escritorio, pero nosotros la encontramos caída a medio camino. O sea que por alguna razón decidió volver a apagar la cafetera. ¿Por qué?
—¿Qué te parece tan raro?
—Que es lo único en esta habitación que no encaja —dijo Ethan, y levantó la cafetera. Silbó suavemente—. Justo lo que pensaba. Shelley Russell, eres más dura de lo que yo creía.
—¿Qué has encontrado?
Ethan le mostró el objeto escondido bajo la cafetera.
—Su libreta.
—¡Uau! ¿Quién dice que no tienes poderes psíquicos?