Capítulo 2
Había sido un buen día; no se había encontrado con ninguna pared chillona.
Para la gran mayoría de diseñadores de interiores, una «pared chillona» significaba una elección desafortunada del color o una ventana tratada con mal gusto. Sin embargo, para una diseñadora que también tenía poderes psíquicos y que podía percibir el aura invisible dejada en habitaciones que habían sido escenario de actos violentos o de pasiones extremas, el término «pared chillona» podía interpretarse de forma literal.
Inicialmente no había tenido intención de trabajar como diseñadora de interiores, pensó Zoé mientras servía dos copas de vino. Sus primeros planes apuntaban a hacer carrera como restauradora de arte, pero la muerte de su primer marido lo había cambiado todo.
Ella era la primera en reconocer que, tras la muerte de Preston, se había desquiciado durante algún tiempo. ¿Qué podía decir? Había sido presa de la desesperación. La policía había concluido que Preston había sido asesinado por un ladrón. Sin embargo, en cuanto entró en la casa donde había ocurrido el crimen, Zoé supo que no era así. Las paredes le gritaban que se había perpetrado un asesinato premeditado y sangriento.
En su afán por que se hiciera justicia, había cometido la equivocación, casi fatal, de contarle a todo aquel que se cruzaba en su camino que Preston había sido asesinado por alguien cercano a él. Y buscando convencer a los familiares de su marido de que uno de ellos era el culpable, les había dicho que podía percibir la terrible furia del asesino en las paredes de la casa.
Craso error.
Sus encendidas afirmaciones habían dado a la familia de su esposo la excusa perfecta para ingresarla contra su voluntad en una clínica psiquiátrica de lo más privado y exclusivo. Ella sabía que no estaba loca, pero la experiencia en aquel lugar casi había convertido el falso diagnóstico en una realidad. Zoé todavía tenía pesadillas en las que caminaba por los pasillos de Candle Lake.
Puso las dos copas de vino en una bandeja, junto con un plato de queso y galletas saladas, y lo llevó a la sala de su pequeño apartamento.
Ethan estaba en el sofá, ligeramente inclinado, con las piernas separadas y los codos apoyados en los muslos. Llevaba una camiseta negra y pantalones caqui, y sostenía el mando a distancia en una mano mientras iba recorriendo con aire ausente los programas de noticias de la tarde.
Zoé recordó la primera impresión que se había llevado de él, aquel memorable día de octubre, seis semanas atrás, al entrar en el despacho de Ethan, situado en un primer piso de la calle Cobalt. Lo primero que le había venido a la cabeza, en tanto que diseñadora de interiores, era que aquel hombre tenía mucho en común con sus muebles: usados y algo gastados en los bordes, pero de incontestable calidad, basada en una fabricación sólida y anticuada.
Era el tipo de hombre que acaba todo lo que empieza; la clase de persona que no deja un trabajo a medias. La única manera de pararlo era matarlo, y Zoé pensaba que eso no resultaría fácil.
Hasta ahí todo bien, había pensado ella, pero también estaban sus ojos. Eran de color ámbar, enigmáticos e inteligentes, como los de un depredador situado en la cúspide de la cadena alimenticia.
Su precipitada boda en Las Vegas había sido, en principio, una estrategia a corto plazo para proteger a Zoé de su acaudalada familia política, que tenía un fuerte motivo económico para querer verla muerta. La decisión de darle una oportunidad verdadera a su matrimonio había llegado más tarde, una vez desaparecido el peligro de que ella fuera asesinada.
Habían acordado tomárselo con calma; después de todo, sabían muy bien que tanto el uno como el otro habían arriesgado mucho al casarse. Cualquier terapeuta sensato hubiera estado en contra de aquella unión, y no sólo porque se hubiese llevado a cabo con tanta prisa.
Zoé lo entendía perfectamente. Las probabilidades de que aquella relación entre una mujer recién salida de un psiquiátrico y un hombre divorciado tres veces resultase estable y exitosa eran mínimas.
Por su parte, Ethan tenía una opinión muy negativa de los videntes, pues tras la muerte de su hermano, un charlatán que aseguraba tener visiones, había convencido a la viuda, Bonnie, de que su marido seguía vivo. El daño emocional causado por aquel farsante había sido devastador, y eso había enfurecido a Ethan. Bonnie le había confiado a Zoé que le costaba creer que aquel falso vidente hubiera sobrevivido a la furia de su cuñado.
Y, para colmo, Ethan también había tenido una experiencia muy mala con una diseñadora de interiores.
Sin embargo, pensó Zoé, a pesar de todas las razones por las que aquella boda parecía condenada desde un principio, ella y Ethan habían decidido probar suerte, tal vez porque ambos tenían mucha experiencia en lo que a arriesgarse se refería.
Hasta el primer día de noviembre ella había estado convencida de que iban a superar el reto, incluso había comprado una nueva y llamativa vajilla de un rojo intenso.
Durante las dos primeras semanas de aquel extraño matrimonio, habían ido adoptando un comportamiento que podría haberse descrito como «doméstico», de no ser porque resultaba difícil aplicar esa palabra con referencia a Ethan. Él era muchas cosas, entre otras listo, sexy y voluntarioso, pero desde luego no evocaba el tipo de imágenes mansas, cálidas y acogedoras que implica el término «doméstico».
Aunque Zoé había mantenido su apartamento en la urbanización Casa de Oro, ella y Ethan habían pasado todas las noches juntos, normalmente en Nightwinds, el monstruoso caserón rosa de él. Todas las bases que se le suponen a una relación sólida y estable parecían empezar a asentarse. Ambos estaban aprendiendo a convivir. Habían descubierto, por ejemplo, que los dos se levantaban temprano, que no dejaban ropa tirada en el suelo y que se duchaban a diario. ¿Qué más se podía pedir al principio de un matrimonio?
Sin embargo, con la llegada de noviembre las cosas habían cambiado. Zoé tenía la sensación de que Ethan se estaba arrepintiendo, de que ponía distancia entre ellos. Parecía inquieto y malhumorado. Ella sabía que él no dormía bien. Los silencios entre ambos ya no eran cómodos ni amigables, y cada vez había más. Además, Ethan evitaba los intentos de Zoé por abordar el tema.
Era como si, en vez de estar casados, tuvieran un romance, pensó; un romance que se iba a pique.
Tal vez había sido un error empezar a remodelar Nightwinds tan pronto. La decisión de volver a pintarlo había supuesto trasladarse del caserón de Ethan, con sus varios cuartos de baño y grandes habitaciones, al pequeño apartamento de Zoé, que contaba con un solo baño y en el que no había sitio para que ninguno de los dos pudiera estar a solas cuando así lo desease.
Zoé se dijo que instalar a su marido en aquel espacio reducido y abarrotado era como tener a un tigre en una jaula. Cabía esperar que surgiesen problemas.
—¿Cómo ha reaccionado Katherine Compton? —preguntó, dejando la bandeja sobre la mesita de la sala.
—No le ha gustado confirmar sus sospechas, pero se lo ha tomado bastante bien —contestó Ethan, apagando el televisor y colocando el mando a distancia junto a la bandeja—. Lo más duro —añadió, cogiendo una copa— ha sido darse cuenta de que permitió que Dexter Morrow la engañara. Se sentía como una idiota.
Zoé se acurrucó en un extremo del sofá y apoyó un brazo en el respaldo.
—No me extraña —comentó—. ¿Qué le has dicho?
El se encogió de hombros.
—Le he recordado que fue ella quien me llamó para investigar a Morrow. Puede ser muchas cosas, pero Katherine Compton no es ninguna idiota. Debe de haberle costado enfrentarse al problema, pero al final lo ha resuelto como la ejecutiva agresiva que es. Se recuperará.
—¿Y qué hay de ti?
Ethan iba a tomar un sorbo de vino, pero se detuvo con la copa a unos centímetros de la boca.
—¿Qué hay de mí?
—Este caso ha ido bastante bien. Según tú, no era más que rutina.
—Y lo era —respondió Ethan, y bebió un poco de vino—. Morrow era codicioso. Cuando olisqueó el dinero que le ofrecía, dejó de tomar precauciones.
—Si todo fue tan sencillo, ¿por qué estás preocupado? —Por un instante, Zoé creyó que Ethan no iba a responderle.
—No tengo ni idea —dijo él finalmente.
Ella esbozó una sonrisa.
—¿Sabes lo que creo? —dijo.
—No, pero seguro que vas a decírmelo.
—Por supuesto. Es mi deber como esposa, y ya sabes cuánta importancia doy a la comunicación en el matrimonio.
—Ya, ya.
—Creo que en el fondo eres un romántico —prosiguió ella con ternura.
Ethan hizo una mueca.
—Bobadas —repuso.
—Tenías problemas con este caso porque sabías que tu clienta iba a sufrir.
—Me paso el tiempo dándoles malas noticias a mis clientes —argumentó Ethan—. Katherine no ha sido el primero ni será el último.
—Lo sé, pero eso no quiere decir que te guste esa parte de tu trabajo ni que te resulte fácil.
Ethan bebió otro vaso de vino y se arrellanó en el extremo opuesto del sofá.
—¿Sugieres que tal vez estoy haciendo mal mi trabajo?
Zoé casi dejó caer la galleta que acababa de coger del plato; pensó que Ethan estaba bromeando, pero lo miró a los ojos y se dio cuenta de que no era así.
—No. Creo que estás haciendo el tipo de trabajo para el cual naciste, Ethan.
—¿Sí?
—Pues claro, es tu vocación, tu profesión.
Él esbozó una sonrisa.
—Ésta debe de ser la primera vez en la historia que alguien califica la investigación privada como profesión.
—Pues en tu caso es la pura verdad. Cuéntame lo que pasó hoy en esa habitación de hotel.
Ethan tomó una galleta con queso, bebió más vino y comenzó a hablar. Zoé le escuchó describir cómo había atraído a Dexter Morrow a la habitación y cómo Katherine Compton había insistido en esconderse en el cuarto de baño, a pesar de que él le había aconsejado que no lo hiciera.
—Mi mayor preocupación era que Morrow fuese al lavabo antes de decir algo que lo implicara —explicó—. Sin embargo, comprendí que ella tuviese la necesidad de estar presente, así que no tuve opción. Por suerte, todo fue sobre ruedas. Como te he dicho, Morrow estaba ansioso; no quería perder el tiempo. Pero te aseguro que no le ofrecí nada de beber —bromeó.
—Bien pensado.
—Gracias. Estoy bastante orgulloso de esa parte de mi estrategia —reconoció Ethan.
Continuó hablando un poco más y acabó siguiendo a su mujer a la cocina, para terminar su relato. Se apoyó contra el marco de la puerta, bebiendo de su copa de vino y mirando cómo ella acababa de preparar las verduras al curry para la cena.
«Como un verdadero marido», pensó Zoé, sintiéndose mejor.
No obstante, un detalle de la historia seguía inquietándola.
—¿Estás seguro de que Morrow no te causará problemas? —preguntó, colando el arroz para colocarlo en uno de los nuevos boles rojos—. Quizá te culpe por haberle arruinado sus planes.
—Los tipos como él suelen desaparecer en cuanto los descubren, y es la verdad. Cortará por lo sano y se irá de la ciudad.
Ethan se sentó a la mesa y examinó los platillos de aderezos para el arroz con aparente entusiasmo. Zoé se sintió un poco mejor. La cuñada de Ethan, Bonnie, aseguraba que la mejor forma de conquistar el corazón de un hombre es a través del estómago, y tal vez estaba en lo cierto.
Zoé puso el bol de arroz y las verduras al curry sobre la mesa.
—¿Crees que Morrow sentía algo por Katherine Compton?
—Sintiera lo que sintiese, no era lo bastante fuerte como para evitar que la traicionara por doscientos mil pavos.
—Ya —dijo Zoé, y sacó la ensalada de la nevera, la puso sobre la mesa y se sentó frente a Ethan—. Qué triste que ella sí estuviera enamorada de él.
—Tampoco es que estuviera ciegamente enamorada —aclaró Ethan, cogiendo la botella de vino para rellenar las copas—. Cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, hizo lo que tenía que hacer.
—Supongo que por algo dirige tan bien su empresa.
—Supongo —coincidió él, cubriendo de verduras el arroz que se había servido en el plato y cogiendo cacahuetes, pasas y mango agridulce de los platillos—. Además, ocurre que ella es mi primera clienta importante desde que estoy en Whispering Springs, por lo cual le estoy muy agradecido.
—Perdona, pero yo fui tu primera clienta importante. Me extraña que puedas olvidar una cosa así.
—Tú fuiste mi primera clienta íntima; hay una gran diferencia.
—¿Estás seguro?
—Lo estoy. Y créeme, no he olvidado ni un detalle de tu caso.
—Ha de ser difícil olvidar un caso cuando acabas casándote con tu clienta —observó Zoé con ironía.
—También es verdad.
Zoé no sabía adonde quería llegar con aquella estrategia. Ya era la segunda vez en una hora que colaba en su conversación con Ethan una referencia al estado marital de ambos. La primera, en la otra habitación, cuando había dejado claro que consideraba su deber de esposa darle su opinión, y ahora había deslizado aquel comentario tan poco sutil sobre que él se había casado con su primera clienta.
—Qué extraño —dijo él, pensativo.
Zoé arrugó la frente.
—¿Te refieres a la cena?
—No, la cena está muy buena. Quiero decir que me resulta extraño hablar de un caso cerrado de la forma en que lo estoy haciendo esta noche.
—No tienes que hablar de ello si no quieres —repuso Zoé, tensa, casi a la defensiva.
—No, está bien; lo que pasa es que no estoy acostumbrado, eso es todo.
Ella se sintió ligeramente aliviada.
—Ethan, es lo que hace la gente casada.
—¿En serio? —contestó él, sonriendo con sorna—. Nunca hablé de mi trabajo con mis anteriores esposas.
—¿Por qué no?
—Tal vez porque no estaban interesadas. Seamos sinceros; el trabajo de un detective privado suena bastante aburrido cuando tratas de contárselo a los demás. El noventa por ciento de mi trabajo lo hago a través del teléfono y el ordenador.
—Pero a ti no te aburre, ¿no?
—No; es lo que me gusta hacer.
—Pues si a ti no te aburre —concluyó ella, comprensiva—, a mí tampoco.
—¿Estás segura?
—Totalmente.
—Vale. Pues así me ha ido el día —dijo Ethan, cogiendo un poco de curry con el tenedor—. ¿Cómo te ha ido a ti?
—No ha sido ni la mitad de interesante. Me he pasado la mañana trabajando en la biblioteca de La Casa Soñada por los Diseñadores. Creo que por fin todo comienza a encajar.
La invitación a participar en el proyecto anual de La Casa Soñada por los Diseñadores había supuesto todo un empujón para Zoé y su empresa unipersonal, Interiores Mejorados. Un comité había escogido como casa modelo una residencia de alto nivel recién construida en Whispering Springs y seleccionado a un grupo de diseñadores locales que terminarían el proyecto. Zoé había sido una de las agraciadas.
A cada diseñador se le había asignado una habitación de la casa y había pedido que la convirtiese en un espacio de ensueño; a ella le había tocado la biblioteca.
Aquel proyecto le robaba más tiempo del que ella esperaba, pero Zoé creía que el esfuerzo merecía la pena. Además de recaudar fondos para las obras de caridad de Whispering Springs, La Casa Soñada por los Diseñadores prestaba una atención inmejorable a los diseñadores seleccionados. Cuando la casa estuviera acabada, la prensa cubriría el acontecimiento y se organizarían visitas guiadas. Además, las habitaciones y sus creadores serían fotografiados para una importante revista de nuevas tendencias del sudoeste del país.
—¿Sigues teniendo problemas con Lindsey Voyle? —preguntó Ethan.
Lindsey Voyle, una diseñadora que hacía poco había abierto un negocio en la ciudad, era, en opinión de Zoé, la única persona que sobraba en el proyecto de la casa. Sus estilos eran radicalmente diferentes, pero eso no era el verdadero problema. Éste era que, desde el momento en que las habían presentado, Lindsey Voyle mostraba una inexplicable y poco disimulada hostilidad hacia Zoé.
Zoé frunció la nariz, consciente de que su marido consideraba graciosa aquella enemistad.
—Hoy me he topado con ella en la casa —dijo Zoé, cogiendo el plato de mango agridulce—. Tuvo la desfachatez de darme consejos sobre mi utilización del fengshui. Me dijo que, como he usado colores demasiado intensos, he conseguido que fluyese por la casa una corriente de energía negativa.
—¿Energía negativa? Qué miedo.
Zoé recordó que a Ethan le resultaba de lo más cómico la idea de conseguir mediante el diseño corrientes energéticas positivas en una habitación o en un espacio de trabajo.
—Lindsey dice que un maestro de fengshui en Los Ángeles le enseñó los principios básicos del tema —explicó Zoé.
—Y tú ¿qué le dijiste?
—No lo que me hubiera gustado, tan sólo que mi estilo no era totalmente fengshui. Le expliqué que yo tomo elementos de varias filosofías del diseño, algunos nuevos, otros más antiguos, y que los uso para crear corrientes de energía positiva —dijo Zoé, sirviéndose más mango—. Le dejé bien claro que confío en mi propio sentido del espacio como fuente de inspiración para mis ideas, y que no sigo las reglas de un estilo en particular.
Ethan enarcó las cejas.
—¿Le contaste que puedes percibir lo que ha ocurrido en una habitación?
—Pues claro que no. Ella me considera una profesional de medio pelo sin sentido del color ni del estilo. No quiero que además vaya diciendo por ahí que soy un bicho raro.
Ethan asintió.
—Probablemente no sería bueno para tu negocio.
—Sólo hay un paso entre ser conocida como una diseñadora a la última que utiliza el fengshui y ganarse una reputación de charlatana que cree en fantasmas.
—Entiendo.
—Pero cuanto menos hablemos de Lindsey Voyle, mejor. La buena noticia es que me ha llamado Tabitha Pine —dijo Zoé.
—Hablando de bichos raros —comentó Ethan, masticando un bocado de ensalada.
Zoé frunció el entrecejo.
—No hay nada raro en enseñar técnicas de meditación. Mucha gente las considera muy útiles para reducir el estrés. Hay pruebas científicas que demuestran que la meditación baja la tensión arterial y el nivel de ansiedad.
—Pues yo me quedo con mi propio sistema para mitigar el estrés —opinó Ethan.
—¿Cuál es?
—El sexo.
—Pienses lo que pienses sobre la meditación como terapia para disminuir el estrés, no cabe duda de que enseñar las técnicas puede ser muy rentable. Tabitha Pine ha comprado hace poco una finca enorme y preciosa en las afueras de la ciudad. Quiere reformar completamente el interior para maximizar las corrientes de energía positiva.
—Y ésa es tu especialidad; enhorabuena. Ya me lo puedo imaginar: Zoé Truax, la diseñadora de los gurús. Pine parece una clienta ideal.
—No tanto —replicó ella, suspirando—. Todavía no me ha contratado. Antes de decidirse quiere ver mi propuesta y la de otra persona.
—Eso me da mala espina —opinó Ethan.
—Adivina quién es esa otra persona.
—¿Lindsey Voyle?
—Bingo.
—Vaya, vaya. La cosa puede ponerse fea. Ya os veo retándoos a un duelo al mediodía, en el centro de la ciudad. ¿Cuáles serán las armas? ¿Cintas métricas?
—Me alegro de que te parezca divertido.
Ethan soltó una risilla.
—Cariño, yo apuesto por ti —dijo—. Cuando se trata de hacer que fluya la energía positiva, tú eres la mejor.
—No te hagas el listo, Truax. Sólo porque no creas en el diseño de interiores inteligente, no quiere decir que la gente que lo hace sea tarada.
Ethan puso cara de ofendido.
—Nunca llamaría tarados a los tipos que te pagan por distribuir la energía psíquica de sus casas —dijo.
—Entonces ¿cómo los llamarías?
—Clientes —contestó Ethan suavemente.
Ella asintió.
—Respuesta correcta.
—Aprendo rápido —dijo él, poniéndose serio—. Pero ¿estás segura de que quieres aceptar ese trabajo para Tabitha Pine? Teniendo en cuenta lo que hace, ha de tener una opinión muy clara sobre las corrientes de energía. ¿No te resultará un poco frustrante trabajar con ella?
—Me gustan los clientes que tienen claro sus gustos. A veces, su opinión me hace ver las cosas desde otra perspectiva. Siempre supone un reto diseñar para gente de ideas claras, además de que sirve para aprender cosas nuevas.
—Pues yo tengo muchas cosas que decir acerca de tus planes para Nightwinds, pero mis ideas no te suponen un reto. Siempre estamos discutiendo al respecto.
Zoé pensó en la última de esas discusiones. La vieja mansión era una versión de una típica casa de estilo mediterráneo, pero a lo Hollywood, exagerada y de un tono rosa chillón. Ethan la había heredado de su tío, ya que ninguna agencia inmobiliaria de Whispering Springs había podido venderla.
—Eso no es verdad —dijo Zoé, poniendo su sonrisa más amable y profesional, aquella que reservaba para clientes difíciles que necesitaban de alguien que los aconsejara—. Como cliente, tú siempre supones un reto.
—¿Pero?
—Pero si lo dejara todo a tu gusto no tendríamos más que paredes blancas y sillones reclinables en todas las habitaciones de Nightwinds.
—Estás exagerando —dijo Ethan, y le brillaron los ojos—. No necesito sillones en los cuartos de baño.
—¿Estás seguro?
Ethan dudó, frunciendo el entrecejo ligeramente mientras buscaba una respuesta.
—Bueno —contestó—, ahora que lo dices…
—Ni se te ocurra, Truax —le advirtió Zoé.
Él se encogió de hombros.
—De todas formas, seguro que no cabrían.
—Seguramente.
Zoé observó cómo su marido cogía más ensalada; ya no parecía tan tenso. Sin embargo, algo todavía iba mal. Fuera lo que fuese, ella estaba segura de que se trataba de algo más profundo y perturbador que el amargo final del caso de Dexter Morrow.
Al pasar junto a la puerta del cuarto de baño, Zoé oyó el murmullo de la afeitadora eléctrica de Ethan. Minutos antes había oído el ruido de la ducha. Se detuvo en medio del pasillo y entonces tuvo una idea.
Se ajustó el cinturón de la bata y abrió la puerta del baño. La envolvió un aire cálido y húmedo. Ethan estaba frente al espejo, con una toalla alrededor de la cintura. Zoé sintió el impulso de acariciarle su musculosa espalda.
Él la miró a través del vapor que cubría el espejo. Ella contuvo la respiración al ver que aquella sombra enigmática había vuelto a sus ojos felinos.
—Ya no tienes por qué afeitarte antes de acostarte —le dijo Zoé, tratando de sonar amable—. Ahora estamos casados, ¿recuerdas?
Perfecto; aquélla era la tercera o cuarta vez que hacía referencia al matrimonio aquella noche. Lo cierto era que ya había perdido la cuenta.
Ethan dejó la afeitadora con brusquedad sobre la encimera.
—Lo recuerdo.
Zoé podría haber jurado que la temperatura del pequeño lavabo subió varios grados. De repente, era como si estuviera en el trópico. Una especie de sensual excitación se apoderó de ella.
Pensó que, teniendo en cuenta el extraño temperamento de su marido, abrir la puerta del baño quizá no había sido una buena idea.
Sin embargo, ya era demasiado tarde para volver atrás. Ethan se dio la vuelta y se aproximó a ella con su habitual energía sutil y controlada. Le cogió la cabeza con ambas manos, hundiendo los dedos en el cabello de Zoé, y la besó con ardor, lo que hizo que ella temblase.
El beso de Ethan reclamaba algo más. Transformó su sensual excitación en punzantes y vigorosos impulsos eléctricos. Se le encendieron todos los nervios del cuerpo y temió estar brillando como una bombilla. Ethan alargó el beso, saboreándola, buscando la respuesta que quería, o mejor dicho, que necesitaba. Desplazó sus manos hasta la cintura de Zoé, le desató la bata y se la apartó de los hombros, haciéndola caer al suelo, para luego seguir con el camisón.
Cuando estuvo desnuda, Ethan la estrechó con tanta fuerza que Zoé casi no podía moverse. Estaba tremendamente excitada. Suspiro de placer y ansiedad y se aferró él, hincándole los dedos en los hombros húmedos y musculosos y aplastando los pechos contra su rizado vello pectoral.
La toalla que Ethan tenía atada a la cintura desapareció. Zoé notó la erección de su marido, dura y potente, presionándole el vientre desnudo. Sin embargo, a pesar de aquel torrente de pasión, no pudo evitar sentirse extrañamente incómoda.
En todo aquello había algo que no cuadraba. Aunque el humor de Ethan había mejorado durante la cena, aquella inquietante manera de ser suya había reaparecido. Ya fuera de forma consciente o inconsciente, Ethan canalizaba esa oscura energía a través de un voraz y salvaje apetito sexual.
Ésta no era la primera vez en esos últimos días que él le hacía el amor arrebatado por aquel peligroso estado de ánimo. Pero Ethan ya lo había dicho en la cena: el sexo le parecía la mejor forma de aliviar el estrés.
No obstante, «peligroso» no era tal vez el adjetivo más adecuado para calificar lo que Zoé percibía que estaba consumiendo a Ethan. No era que ella temiese que él le hiciera daño; Ethan sería incapaz de ello. Sin embargo, sabía que su marido se valía del sexo como un antídoto temporal para contrarrestar eso que estaba envenenando su espíritu.
Lo que más la preocupaba era que unos buenos orgasmos no iban a calmar para siempre lo que fuera que inquietase a Ethan.
Éste la abrazó por la cintura y la levantó del suelo. Zoé supuso que iba a llevarla al dormitorio, pero, en lugar de eso, Ethan se dio la vuelta y la apoyó contra la encimera.
Zoé soltó un tembloroso suspiro al notar el frío mármol en sus nalgas desnudas. Sin embargo, antes de que pudiera protestar, él ya se había colocado entre sus piernas. El deseo de éste la envolvió como el viento caliente del desierto.
—Se suponía que la ducha y el afeitado eran para calmarme —le dijo Ethan, y comenzó a acariciarle el clítoris con suavidad—. No tendrías que haberme interrumpido.
—No pasa nada —respondió Zoé, que ya estaba mojada, rodeando el sexo de Ethan con una mano—. No tienes por qué estar siempre calmado; a veces es bueno estar excitado.
—Tal vez sea bueno para mí, pero no para ti. Yo quiero que tú estés bien.
—Ethan, no pasa nada —lo tranquilizó atrayéndolo hacia sí y frotando el voluminoso glande contra su húmeda raja para excitarlo más—. No tienes por qué estar siempre controlándote, cariño. Conmigo no…
Ethan gruñó y se le tensaron todos los músculos.
—Zoé… —graznó.
Se asió a sus caderas y la penetró profundamente. Zoé le rodeó la cintura con las piernas y apretó con fuerza, mientras él se dirigía ansiosamente hacia el clímax y la efímera paz que éste pudiera proporcionarle.