Capítulo XXXVI

El veredicto de los ancianos areopagitas fue de inocencia para las hetairas de La Milesia. Las oficiantes gozaban de la licencia de la ciudad para mantener sus actividades nocturnas. La noticia fue celebrada con alborozo. Durante la noche siguiente hubo entrada libre, en una fiesta donde se bailó hasta el amanecer.

Había dejado cumplida la faena. Ya nada podía ocurrir en Atenas ni en su corazón, más que un continuo toparse con fantasmas. Ya no divisaba porvenir alguno entre aquellas piedras, nunca tan viejas y tan numerosas como las de su memoria. Había encontrado el mutismo de corazón, pero era una antesala de la muerte. Y si quedaba alguien vivo en Atenas, no quería despedirse. Y si los azares o los dioses aún le aguardaban alguna sorpresa, no quería conocerla.

De modo que comenzó a hacer los preparativos para embarcarse en la nave de la embajada que le había traído hasta la tierra de Palas, esta vez de regreso a Ceos, hacia el sol de las Hespérides. Dejaría atrás su amada ciudad por última vez.

Se sentía viejo, corroído por el tiempo y la nostalgia. Un síntoma claro de decrepitud le parecía su desinterés por el presente y el futuro. Todo su mundo era ahora una amalgama de recuerdos antiguos, afortunadamente los buenos momentos eran los que más habían sobrevivido en su memoria, ráfagas de belleza, el rostro oval de su madre bajo la sombra de los tilos del patio, sus paseos con Aspasia cuando ambos eran jóvenes por los juncales de Salamina, cuando un bando de gansos atravesó el crepúsculo, en una formación que imitaba la punta de una flecha, y ella se apoyó en él y lo besó. También recordaba mucho sus conversaciones con Protágoras, cuando dejó de ser su discípulo para ser simplemente su amigo, de igual a igual, y cierta ocasión en que, andando por la vereda del río Iliso, al llegar a la fuente de Calíore, se encontraron a un individuo que se hacía llamar geómetra y pertenecía a la secta pitagórica. Estaba trazando líneas y números en la tierra con una vara. Ese hombre les enseñó un teorema de una belleza perfecta, limpia y precisa como un cristal de cuarzo, y con la consistencia de una verdad destinada a ser eterna e inmutable: ahí estaba, al fin, la maravillosa gramática del pensamiento que se regía por las leyes de la lógica.

Antes de preparar sus cosas para embarcarse cumplió el último deseo de su amiga: llevar un epitafio a la tumba de Sócrates. Dedicó una mañana entera a pensar en una máxima que pudiera expresar la verdadera esencia de Sócrates; tarea ardua en extremo. Lo recordaba como un muerto en vida, paseando su cadáver bajo el sol, con el convencimiento de ser el modelo perfecto de virtud y verdad. Al fin, él mismo se había bebido la cicuta de su doctrina, y Atenas había descansado al verlo por fin bajo tierra.

Encargó, pues, al taller de Fidias un ara funeraria de mármol decorada con un tímpano en la parte superior con la siguiente inscripción:

AQUÍ YACE SÓCRATES, HIJO DE SOFRONISCO:

CADÁVER EJEMPLAR.

En la lápida de su corazón, Pródico portaba otro epitafio. Éste había sido grabado con un estilete candente, secreto e indeleble, hasta el fin de sus días:

AQUÍ YACE ASPASIA DE MILETO

MUERTA A LOS 66 AÑOS,

SABIA COMO PALAS ATENEA,

COMO PALAS HERMOSA,

LA QUE TANTO NOS ENSEÑÓ,

A LA QUE TANTO AMAMOS.