Capítulo XXIV

Varios días tardó Aristófanes en recuperarse de la paliza que le propinó el arrendador de la casa. Se encontró tirado en el olivar de Sunio, un promontorio al sureste de Atenas, con la cara hinchada como un higo calentado por el sol. Lo primero que vio fue el ridículo gorro de perro de su esclavo Janto, después la calva que lo rodeaba, más allá el cielo azul de siempre, y por último lamentó no haber descendido al pestilente Hades.

Su fiel esclavo trataba de despabilarlo trayéndole trasnochadas palabras de consuelo. Afortunadamente no le habían roto nada, aunque sí maltrecho un poco de cada rincón de su cuerpo, y pudo volver por su propio pie —cojeando penosamente y apoyándose en el hombro de su esclavo— a casa de su amigo. Cinesias quedó impresionado al verlo en ese estado y le ofreció enseguida alojamiento, mientras encontraba una solución a sus problemas. En ella se alojó también Janto, que no estaba dispuesto a separarse de él. Un médico asclepíada le dio a beber una infusión de eléboro, le desinfectó las heridas, le bajó la hinchazón con friegas y le encomendó reposo durante una semana. Lo primero que hizo Aristófanes al recuperarse fue presentar una denuncia ante el Areópago por agresiones físicas con resultado de heridas. Los viejos jueces se burlaron de él:

—¿Cómo te atreves a venir aquí a pleitear, sinvergüenza, cuando tantas veces te has burlado de que los atenienses se pasan la vida de pleito en pleito, y cuando de nosotros dijiste en una comedia que tenemos menos entendederas que una coneja?

—No dije coneja. Dije corneja —corrigió.

Por todo lo cual, le atizaron a Aristófanes una multa de quinientas dracmas por impago de alquiler, y otra de seiscientas por perder el pleito con el propietario.

Estaba completamente arruinado. Sólo le quedaba su esclavo. Le dijo que ya podía irse y buscarse otro amo que lo mantuviera, que él le otorgaba la condición de esclavo libre; libre al menos de elegir amo. Pero Janto le replicó que si era libre de elegir a qué señor pertenecer, entonces se quedaba con él, y que si le ordenaba dejarle, no le obedecería.

—Entonces tendré que darte unos cuantos latigazos, por desobediente.

Janto se recogió la túnica para recibir el castigo. Mostró unas nalgas enclenques que no estimulaban demasiado su apetito vengativo.

—¿Y de dónde saco yo un látigo, que además cuesta veinte dracmas en el mercado? —protestó Aristófanes—. No tengo dinero ni para castigarte. Anda, cúbrete tus partes y date a ti mismo unas tortitas que no me cuesten dinero.

Janto se sacudió el polvo de la barba y todo estuvo conforme: se quedó junto al comediógrafo.

Comenzó pidiendo a sus amigos, pero no consiguió mucho más que lo justo para pagar la multa y el arriendo provisional en un chiscón con ventana en el barrio de Cerámicos exterior, donde proliferaban toda suerte de tugurios nocturnos y prostíbulos baratos que no tenía la menor intención de visitar. Su calle apestaba de los charcos de aguas residuales, y en los descampados había montículos de tumbas entre las ortigas y lampazos. Todo aquello le resultaba de lo más deprimente.

Pródico supo por Aspasia que el comediógrafo fue de nuevo socorrido por sus amigos acaudalados. Ellos no ignoraban que les quería sobre todo para darles el sablazo de vez en cuando, pero su aprecio por él no reparaba en estos detalles insignificantes.

Sin embargo, él necesitaba mucho más dinero que estas dádivas caritativas. Necesitaba alquilar una nueva villa que diera lustre a su reputación y se vio en la necesidad de acudir a algún prestamista al que aún no hubiera requerido sus servicios. Lo malo es que en sus comedias satíricas también la había tomado con los prestamistas, y los había llamado, entre otras cosas, «ricos indolentes con anillos de ónice». Allá donde fuera tenían cuentas pendientes con él.

Para colmo de males, entre los prestamistas y usureros de la ciudad se había corrido la voz de su insolvencia y de la manera en que había sido expulsado de la casa de la colina de la Pnix, así que le esperaban con los brazos abiertos y los cuchillos afilados. Le ofrecían vino y comida, reían juntos evocando los mejores golpes de sus comedias, y a continuación se ponían a su entera disposición para lo que necesitara. En realidad, Aristófanes se daba cuenta de que tenían muchas ganas de oír un problema, un grave problema que los aliviara de los suyos propios, y les hiciera sentir ese poder que da el dinero a quien lo tiene para repartir mercedes y desafueros. Sabía que estos hombres cada día escuchaban problemas pecuniarios y de toda laya, pero quizá no habían saboreado aún un fracaso tan goloso como el de ver al célebre autor llamando desesperadamente a su puerta. Él odiaba pedir prestado, sobre todo cuando se trataba de un préstamo con devolución, y, aunque sabía que no se lo iban a dar precisamente en calidad de favor, le resultaba humillante. De modo que hacía un gran circunloquio ritual y se entretenía un buen rato hablándoles de la comedia que tenía casi terminada y lista para estrenarse, un éxito inminente que le reportaría grandes beneficios. Todo eran felicitaciones y parabienes durante un rato, hasta que Aristófanes se daba cuenta de que entre tanto requilorio aún no había pedido un solo óbolo y el prestamista comenzaba a impacientarse. Para mantener una posición dominante, pedía más vino y más tiempo. Se extendía en los pormenores de la casa que tenía previsto comprarse. Había visto algunas muy buenas en el barrio de los Escambónidas, residencia de aristócratas. Eran viviendas bien construidas, de sólidos muros, con pórtico, peristilos, salones grandes, espacios habitables y luminosos, techos altos, patios interiores, y disponían de baño, cocina, bodega y obrador, además de dependencias para esclavos. Los alrededores eran buenos y tranquilos, y él necesitaba mucha tranquilidad para escribir. En el barrio había una fuente que surtía de agua a todas las casas, así como conducciones para evitar la acumulación de vertidos residuales. En fin, eran viviendas caras, pero dignas de un hombre como él. Tras este exordio dejaba que el prestamista le diera la razón y alabase su buen gusto. Aristófanes aún se demoraba un rato más en la descripción de una mansión que le gustaba especialmente, orientada al sur, con el sol matinal en el andrón. Había decidido ya qué colores tendrían los tapices que la decorarían por dentro. Se esmeraba por demostrarles que además de comediógrafo era un gran decorador. Mientras relataba todo esto, el prestamista que tenía delante iba haciendo cálculos en sus mientes. Al fin, Aristófanes expresaba una cantidad, evidentemente exorbitante, y se quedaba en silencio, esperando la respuesta, como quien espera el trueno que sigue al rayo de Zeus. El prestamista se limitaba a sonreír entre dientes y asentía, claro, claro que será posible. Conseguía así que Aristófanes se hiciese ilusiones y viera su objetivo más al alcance de la mano, para a continuación herirlo de muerte informándole de los intereses que tendría que pagar en cada luna nueva. En este punto Aristófanes intentaba negociar, al principio cordialmente, para rebajar los intereses hasta un nivel aceptable, pero el otro se limitaba a mantener su oferta sin inmutarse: una moneda por cada nueve prestadas. Si Aristófanes porfiaba —y descargaba sobre el prestamista la responsabilidad del futuro de la comedia ática—, se le sugería hiriente y amablemente que buscase una vivienda más barata y accesible a su situación. ¿Qué vivienda?, se exasperaba Aristófanes. El otro se refería a una de las casuchas de adobe de la calle de los Trípodes o de las barriadas del Cerámico, Cólito o Melité, cerca del hervidero del ágora, junto a los talleres y mercados que llenaban el aire de una emulsión de pescado, curtiembre, humanidad, moscardones y aguas de desagüe. Aristófanes respondía que por nada del mundo iba a meterse en uno de aquellos tugurios malolientes y volvía a exigir un préstamo en condiciones. La sangre se le iba subiendo a la cabeza hasta que la cólera le arrancaba de la lengua sapos y culebras. ¿Es que lo había tomado por idiota? ¿Iba a creerse que se dejaría engañar por tamaño usurero, sanguijuela, mal nacido, culopuesto? Y se iba de allí entre estos y otros denuestos, jurándoles venganza en el escenario.

De modo que volvió a La Milesia con el rabo entre las piernas para solicitar un adelanto de su comedia de encargo. Tuvo que soportar una reprimenda maternal de Aspasia por haberse pulido todo el primer adelanto sin haberles entregado aún ni el primer acto. Ella no ignoraba que Aristófanes era un completo irresponsable, pero gracias a él se habían lanzado algunos mensajes al patriarcado ateniense, acerca de la ultrajante esclavitud de la mujer, que habían sido bien acogidos en ciertos sectores, y —lo más importante— escandalizado en otros. Aspasia tenía ciertas esperanzas en la próxima comedia sobre una Asamblea de mujeres que toman las riendas del poder, dejando a los hombres en ridículo, y él le juró que estaba muy avanzada.

Por desgracia, Aspasia había recibido el día anterior la arqueta con los escritos de Aristófanes que le había llevado Pródico, buscando un lugar donde ponerlos a salvo de la rapiña, en tanto que el comediógrafo buscaba una habitación barata donde alojarse hasta que encontrara algo mejor. Aspasia había pasado la tarde entera intentando descifrar aquellos borradores, hasta llegar a la conclusión de que lo único que había escrito de aquella comedia eran... ¡notas! ¡Simples anotaciones! ¿Y para ello había empleado tres meses?

Consciente de la tormenta que le venía encima, Aristófanes había escrito, in extremis, unas frases dialógicas que se suponían esenciales para la marcha de la obra, y en las que había cargado suficientes dosis de indignación feminista para contentarla. Pensaba ponerlas en boca de la protagonista, una mujer beligerante y clarividente que hiciera recordar a Aspasia de joven. Se las leyó en voz alta:

Mujeres, no es el deseo de figurar lo que me persuade a levantarme y tomar la palabra, sino el hecho de haber sido durante mucho tiempo una mujer vejada y desgraciada. Estamos hartas de que los hombres pongan cerraduras y cerrojos en las habitaciones de las mujeres, para guardarnos, y hasta ponen perros molosos que son el terror de los amantes.

Aspasia escuchó atentamente este fragmento. Le gustaba aquello de advertir que no había en su reivindicación una motivación vanidosa, y los adjetivos vejada y desgraciada tenían fuerza. Lo de los cerrojos y cerraduras era simpático y real, pero... ¿perros molosos que son el terror de los amantes? ¿Cómo había tenido la desfachatez de escribir esa barbaridad? Aspasia estaba muy irritada, ¡pues con frases como ésa estaba contribuyendo a reforzar el estereotipo de esposa veleidosa e incapaz de ser fiel si no se la encerraba! Aristófanes dejó escapar una insidiosa risilla y dijo que el diálogo necesitaba una chispa de humor para ser comedia.

—¿Humor? —clamó Aspasia—. ¿Te parece esto divertido?

—Hombre... —alzó las manos, contemporizando—. ¿No has oído hablar del quiebro paradójico? Es un golpe de efecto. Si no digo lo del perro moloso, no hay chispa. Los cerrojos por sí solos pueden resultar anodinos, pero si le ponemos al lado un perro moloso...

—¡Basta! ¡Quita ahora mismo lo del perro moloso y el amante!

—¿Y si digo un perro beocio, o un perro corintio?

—No quiero que se mencione la idea de que las casadas tienen amantes escondidos. ¿No te parece una broma muy manida?

—Es posible. Pero nunca dejará de funcionar.

En eso, se acercó Neóbula. Había escuchado la discusión y nada más verla, Aristófanes se olvidó al momento del perro moloso. La hetaira seguía enfadada con él por la alusión procaz a Penélope.

—¿Recuerdas cómo nos traicionó con su Lisístrata? —le apuntó Neóbula con dedo acusador.

—¿Traicionar? ¿A quién he traicionado, preciosidad?

—Te recuerdo que en aquella obra en la que te pagamos generosamente para que nos desagraviaras, pusiste a las mujeres de estúpidas, cotorreando sobre la depilación del pubis.

—Vosotras le dais cierta importancia a la depilación del pubis y sois mujeres cultas —se defendió.

Aspasia puso los ojos en blanco.

—Y después —prosiguió Neóbula— se confiesan incapaces de seguir el plan de Lisístrata, pues sin el cipote de sus maridos no podrían vivir.

Aspasia no pudo reprimir una sonrisa. Dijo:

—Es cierto, recuerdo este desagradable pasaje, aunque ya le reñimos por aquello y prometió no burlarse más de nosotras.

Aristófanes estaba prácticamente arrinconado. Se sentía como la víctima propiciatoria en una ceremonia oficiada por ménades hambrientas.

—Y en otro pasaje —remachó Neóbula— pusiste a una mujer diciendo que sería vano propósito esperar de ellas que voten en la junta alzando las manos, ¡pues sólo están acostumbradas a levantar las piernas!

—Está bien, está bien —alzó las manos—, he sido un niño travieso. Cumpliré con mi palabra, os pondré a todas guapas, listas, ricas y hablaréis muy elegante, como los personajes de Eurípides.

—Quiero una comedia con mordiente —dijo Aspasia—. Nada de chistes toscos como el del amante y el perro moloso.

—Y no se te ocurra imitar a Eurípides, ese misógino —le zarandeó Neóbula.

—Déjalo en paz, querida —dijo Aristófanes—. En este momento estará dando un agradable paseo por el Hades.

—Aún recuerdo aquel pasaje en el que el coro decía: Siempre las mujeres surgieron en medio del infortunio para la perdición de los hombres. ¡Y era un coro de mujeres! Eurípides nos maltrataba y nos sometía a todo tipo de insultos. Nos llamaba viciosas, borrachas, traidoras, cotillas, viles y calamidad de los hombres. Quiero que denuncies todo eso y nos vengues de tantas humillaciones.

Aspasia sacó dinero de un cofrecillo, lo puso en una faltriquera de cuero y se lo entregó. Aristófanes le besó el dorso moteado de la mano.

—Si gastas esto ya no recibirás más. Lo juro por Atenea —dijo la anciana tirándole tiernamente de las barbas.

Aristófanes se sintió algo decepcionado cuando vio que su musa se retiraba a un rincón de la estancia, sin hacerle caso.

—¿No me vas a castigar un poco, Neóbula?