Capítulo XIX
Desayunó junto a Aspasia a la mañana siguiente en una estancia llena de mullidos divanes, y tan silenciosa como el fondo de una cueva. El sofista amaba el silencio y la tranquilidad al levantarse. Su manera ideal de entrar en el día era con indolente lentitud, en una suave transición que, cuando estaba solo, duraba a veces una mañana entera. Sus costumbres de ocioso reflexivo, decía, le habían permitido vivir más años. Aspasia, en cambio, había sido siempre inquieta y activa. Dos caracteres distintos. ¿Habrían podido convivir juntos? Nunca lo sabría.
Ella vestía una cómoda cimbérica negra y se había pintado un poco la cara para disimular las ojeras. Pródico se mostró amable y conciliador. Le embargaba un buen humor insólito en él, que apenas podía disimular. Alabó sinceramente su sentido del color en las cintas que llevaba prendidas al vestido, así como en el mobiliario de la casa. Alabó todo cuanto encontró digno de alabanza a su alrededor, aunque en sus pensamientos ella era su único objeto.
Los esclavos les llevaron leche, queso, higos, dátiles, uvas y tortas de sésamo y después se retiraron como hormiguillas, sigilosamente. Ambos tenían el ánimo más apaciguado y Pródico deseaba un acercamiento a ella, ahora que ya habían desahogado cada uno sus pequeñas cuentas pendientes con el otro y cumplido esa venganza cotidiana tras la cual es posible la reconciliación.
El sofista de Ceos quería atacar cuanto antes el asunto del asesinato de Anito. Necesitaba saber más detalles.
—Me han dado un plazo —dijo Aspasia—. Hasta la primera luna de pianepsion. Si para entonces no les doy el nombre del culpable, cerrarán La Milesia.
Pródico apuró su cuenco de leche y consideró despacio el asunto. Cerrar La Milesia no le parecía una tarea fácil. Habría muchas protestas. Aspasia repuso que se trataba de una decisión política, y, cuando las cosas vienen de arriba, el pueblo calla.
—En el fondo es un pretexto cualquiera para taparnos la boca a las que aún podemos hablar —agregó—. Se ve que incomodamos.
El asintió, conforme. Ahora era importante conocer las circunstancias que rodearon el crimen, en qué momento y lugar se produjo, qué personas se encontraban allí, quiénes habían testificado, qué habían alegado, cuándo y dónde fue la última vez que se vio vivo a Anito, cuánto tiempo pasó desde entonces hasta que lo encontraron cadáver y en qué estado lo hallaron.
—Fue horrible —comenzó Aspasia—. Ocurrió hace veinte días. Al amanecer, un guardián de la ciudad se presentó en mi casa con la noticia de que debía acompañarle a La Milesia. Filipo, el vigilante de la entrada, había dado la voz de alarma al encontrar el cadáver de Anito en una de las alcobas, y cuando yo llegué allí aún no lo habían movido. Estaba tendido boca arriba, en una cama, con un puñal hundido en el pecho hasta la empuñadura. La hoja le había atravesado el corazón. Tenía las manos aún aferradas al mango, como si le lo hubiera clavado él mismo.
—¿Y no pudo tratarse de un suicidio?
—Anito era zurdo, y gracias a eso hemos podido saber que fue asesinado. La mano que estaba en contacto directo con la empuñadura era la derecha; la izquierda descansaba sobre ella. Pero siendo zurdo, lo lógico es que la mano que empuñase el arma fuera la izquierda. La conclusión es que el asesino quiso aparentar que murió por propia mano, pero no supo elegir cuál era la conveniente.
—Y también que ignoraba que Anito fuera zurdo.
—Además, suicidarse así en un lugar de diversión y placer, donde uno está siempre acompañado... Resulta bastante contradictorio.
—Bien, podemos descartar la hipótesis del suicidio. Hemos avanzado ya sobre el primer error del asesino. Y el que ha cometido un error suele haber cometido más.
—Si es así, no los hemos encontrado.
Repasaron la escena del crimen. Anito solía ser de los últimos en salir del local, cuando ya iban a cerrar. La noche de su muerte le vieron apurando las últimas copas de vino, muy beodo, en el salón vacío. Era el último tramo de la madrugada, faltaba poco para que amaneciera, la mayoría de los clientes ya habían sido despachados, quedaban los últimos relapsos. Casi todas las hetairas se habían retirado a sus casas a descansar, pues habían cumplido su jornada. A esa hora en que Anito fue visto aún con vida quedaban cuatro clientes más: Aristófanes, Diodoro, Cinesias y Antemión, hijo de Anito, además de ella y las tres hetairas: Neóbula, Timareta y Clais, sin olvidar a la escanciadora Eutila y el vigilante de la entrada, Filipo.
—¿No pudo haber entrado en La Milesia alguna otra persona sin que nadie se diera cuenta?
—La Milesia es un lugar cerrado —repuso su amiga—. Como sabes, sólo tiene una entrada, precisamente para evitar que algún cliente entre sin pagar. Carece de ventanas o chimenea. Por eso partimos del conocimiento de quienes estaban allí dentro cuando tuvo lugar el crimen.
—Conforme, siempre y cuando se haya vigilado a todos los que salieron después.
—Nuestro Filipo registra a todo el que entra, y no se separa de la puerta. La última vez que vimos a Anito antes de encontrarlo muerto, éste se metía en una pieza con Neóbula. Para entonces, sólo quedaban allí Aristófanes, Diodoro, Cinesias y el hijo de Anito. Mi salida se produjo entre la de Cinesias y la de Aristófanes. Filipo recuerda cuándo salieron estos tres primeros, y al ir a recoger las cosas para cerrar sabía que aún quedaban Anito y su hijo, éste probablemente durmiendo la borrachera en algún diván, como solía ser costumbre. Ya le había tenido que despertar en otras muchas ocasiones.
—¿No pudo ocurrir que otro cliente hubiera entrado más temprano y permaneciera oculto en alguna parte?
—Confío en la buena memoria de Filipo. Ha pasado muchos años trabajando para nosotras como vigilante de la entrada, porque no se le escapa un detalle. Lleva la cuenta de todos los que entran; les cobra, los descalza y comprueba que no están bebidos. Son las normas y él las cumple escrupulosamente. No dudó al asegurarme que allí no quedaba nadie más que los cuatro que te he dicho, además de la víctima. Aunque estuviera escondido, lo habría visto entrar; por tanto sabría que aún estaba allí.
—Esconderse en La Milesia es fácil. Hay muchos rincones poco visibles. En tal caso, el asesino habría salido al amanecer, después de que Filipo fuera a avisar a los Once.
—Filipo recordaba el nombre de todos los clientes que vinieron aquella noche. Y por si no bastara su testimonio, hemos tomado declaración a todos y cada uno de ellos acerca de a quiénes vieron entrar y salir en La Milesia. El cómputo final es que todos los clientes que estuvieron, excepto los cuatro últimos, también cuentan con algún testigo que los vio salir. De los que quedaban cuando se produjo el crimen, hemos descartado a Cinesias. Eutila, Filipo y yo misma vimos salir a Cinesias con Timareta. Tiene una buena coartada. De los otros tres no fui testigo: me marché poco después.
—Ya veo. ¿Y qué me dices de las hetairas?
—Las conozco desde hace mucho tiempo. A las chicas desde su pubertad, y a Filipo desde hace veinte años. Serían incapaces de hacer algo así. Neóbula, en cambio, es una mujer enigmática. No somos amigas, pero nos entendemos bien en el oficio, y hasta ahora me ha sido imprescindible en la casa. Tiene un extraño poder sobre los hombres. Ella es el puntal de La Milesia, y lo sabe.
—Supongo que ha sido interrogada.
—Varias veces, pero no hemos encontrado un solo indicio de sospecha cabal. Nos basamos en que, en el momento en que Anito pudo ser apuñalado, ella nunca estuvo sola. Hemos reconstruido paso a paso estos instantes. Tras yacer con Anito se fue a la lavatriva, donde se reunió con Clais. Para entonces, Anito estaba vivo, porque bebió el vino que le llevó Eutila. Y fue también Eutila quien la vio salir de la lavatriva y dirigirse directamente a la salida, donde también pudo verla Filipo. Neóbula se fue a su casa, pues era muy tarde, y Anito se quedó bebiendo solo en la misma alcoba donde había gozado con Neóbula.
—Vayamos entonces a los cuatro principales sospechosos.
—Respecto a Aristófanes, Diodoro y Antemión, el hijo de Anito, ninguno de ellos es hombre de temperamento violento. Aristófanes le debía a Anito una formidable cantidad de dinero, más de tres mil dracmas por un viejo préstamo, y últimamente Anito le estaba presionando mucho. En cuanto a Antemión sabemos que estaba profundamente enfrentado a su padre, desde hace años, y ni siquiera se hablaban. Antemión es un bebedor consumado y apenas es capaz de mantener relaciones con hetairas. Su cuerpo es un odre que pide sin cesar vino, hasta que ya no puede más. Entonces cae dormido. Para Anito este hijo era la deshonra de la familia; lo repudiaba.
—Ya tenemos a un claro sospechoso.
—Eso pensamos todos. Pero parece ser que a aquellas alturas de la noche Antemión estaba tan ebrio que no se podía ni levantar, así que es difícil pensar que cometiera un crimen tan preciso.
—Bien. ¿Qué puedes decirme de ese tal Diodoro?
—Diodoro es un sacamuelas. Tiene su consulta cerca de la plaza pública, y no le falta trabajo. Es un hombre extremadamente inteligente y culto. Timareta lo conoce bien. Al parecer, fue alumno de nuestro querido Protágoras. Pero al final no quiso seguir sus pasos. Le ha quedado el gusto por la conversación refinada. Las mujeres le pierden. A mí me quiso desnudar para arrancarme una muela, con el pretexto de que una infección en la boca puede provocar desórdenes en la piel, y me reí en su cara. Con ese mismo cuento ya ha desnudado a la mayoría de las mujeres bonitas de Atenas, pero no porque las engañe, sino porque ellas se dejan con mucho gusto. Es un hombre guapo, soltero, y sabe halagar la vanidad de una mujer mucho mejor que cualquier marido. Además, ya sabes cómo nos pierden los médicos —sonrió con malicia—. El caso es que se le quitaron las ganas de seguir desnudando mujeres casadas el día en que alguien le vino a sacar las muelas a él. No tenemos constancia de que le uniera ningún vínculo con Anito, y tampoco podemos desmentirlo. Es cliente habitual de La Milesia, y no es de los que sale a última hora. Puede decirse que ese día hizo una excepción.
También se ha declarado inocente, como Aristófanes y, por supuesto, su amigo Cinesias.
—Por lo que veo el asesino tuvo que quedarse a esperar hasta muy tarde para encontrar a Anito solo e indefenso, ya que la muerte no se debió, como parece, a una pelea, en cuyo caso se habría oído. Todo apunta a que se ejecutó de manera silenciosa y premeditada. El asesino conocería las costumbres de Anito en el burdel. Probablemente le habría visto antes dormido por efecto del vino.
—Supongo que el homicida, quienquiera que sea, decidió que ése era el lugar donde le sería más fácil matarlo. Yacía tendido en la cama, boca arriba. Hasta una mujer con poca pericia puede hundir un cuchillo afilado en el pecho de un hombre dormido. Lo difícil es actuar con sigilo, sin testigos, en un lugar como La Milesia. Pero mucho más difícil hubiera sido asesinarlo en su propia morada, entrando de noche. Tiene una estupenda villa con una puerta de entrada sólida, que no se puede echar abajo sin armar un escándalo. Eso habría despertado a Anito y a su hijo, que a sus veinte años es ya un joven robusto y bien capaz de defender a su familia. Fuera era difícil encontrarlo solo. Le gustaba rodearse de gente influyente.
—En definitiva —dijo Pródico—, no era un hombre fácil de matar.
—No, ciertamente. Tal vez el único lugar posible era mi local.
—No deja de ser una elección demasiado arriesgada, habida cuenta de que es casi imposible actuar allí sin testigos que pueden afirmar, por lo menos, haberte visto.
—Debía de tener una razón muy importante para matarlo, asumiendo ese riesgo —dijo ella.
—Pudo ser por venganza. Tengo entendido que... —que sus amigos eran un hatajo de fanáticos, pensó.
—¿Qué?
—Que Sócrates tenía amigos capaces de jugársela por él.
—No creo que haya sido uno de sus amigos. Es sólo una intuición.
—Posiblemente el asesino tenga alguna relación con Sócrates. Por ahí lo cogeremos, por la amistad del filósofo con alguno de los cinco sospechosos, tal vez nos encontremos algo inesperado en el camino.
Después del desayuno, Pródico escribió en un pliego el enigma objeto de sus pesquisas: la pregunta que había que responder. Deslizó con cuidado el cáñamo mojado en tinta sobre la superficie rugosa del papiro:
ENIGMA PRINCIPAL:
¿Quién mató a Anito?
CUATRO HIPÓTESIS:
Aristófanes. Diodoro. Antemión. Neóbula.
Hasta aquí le parecía claro que el método a seguir era rastrear cada una de las hipótesis, o, dicho de otro modo, interrogar uno tras otro a los cuatro sospechosos, hasta desenmascarar al criminal. Cómo haría para interrogarlos adecuadamente y descubrir la verdad oculta en un falso testimonio era ya una cuestión posterior y secundaria. Reflexionando sobre el objetivo especificado, y si estaba ya todo contenido en él, decidió que quedaba incompleto. No le bastaba saber quién lo hizo. Quería averiguar también el porqué. De modo que añadió:
PRIMER ENIGMA SECUNDARIO:
¿Por qué mataron a Anito?
CINCO HIPÓTESIS:
Vengar a Sócrates.
Móvil político (erosionar la democracia).
La ira de una hetaira (pasional).
Odio filial.
Económico: saldar una deuda.
Releyó lo escrito y lo encontró de su agrado. Se preguntó si esto era cuanto deseaba saber o aún había algo más. Por fin, empuñó de nuevo el cáñamo y añadió:
SEGUNDO ENIGMA SECUNDARIO:
¿Fue justo el juicio de Sócrates?
DOS HIPÓTESIS:
Culpable Anito (acusación falsa, condena injusta).
Culpable Sócrates (acusación verdadera, condena injusta).
Decidió empezar por el segundo enigma secundario, pues la respuesta le ayudaría a desvelar el móvil del crimen (primer enigma secundario), y con el cual confiaba en ponerle un rostro al asesino.