Capítulo XX

El alba comenzaba a asomar por la cima de las montañas del Himeto. Los ciudadanos de Atenas se dieron cita en la plaza pública para formar el grupo de hombres que decidiría sobre la inocencia o culpabilidad de uno solo. El sorteo se efectuó con toda la rapidez posible y discurrió sin incidentes. No hubo protestas. Cuando los primeros rayos de sol llegaron a la plaza ya estaban elegidos los mil quinientos miembros del tribunal.

—¿Protestas? ¿Qué relevancia? —inquirió Pródico.

Jenofonte asintió y dijo:

—Que te caiga en suerte ser miembro de un tribunal no es del agrado de todos, como tú sabes, por eso fue raro que no hubiera ninguna protesta ni renuncia, como suele ser habitual. Muchos debieron sentir que era un lujo convertirse en el juez que juzgara a Sócrates. En definitiva, habría sido imposible formar un tribunal popular imparcial.

—La antipatía personal hacia el acusado pesaba demasiado en esa balanza.

—Dices bien: antipatía —repuso el historiador—. No la equiparemos al odio o la sed de venganza. Era una vida lo que se decidía, no lo olvidemos.

La multitud fue ocupando las gradas, entre confusos murmullos, y tardó en hacerse silencio para que el heraldo realizara el rito de purificación y la plegaria, que satisfizo al arconte rey, de pie en la grada de honor. Una nueva oleada de murmullos saludó la entrada de los tres acusadores, Anito, Meleto y Licón, y subieron aún de tono cuando compareció Sócrates, flanqueado por dos guardianes, sereno y casi altivo, barba blanca bien recortada, su habitual tribón viejo, limpio y bien compuesto. Tomó asiento en el banco de los imputados tras retirar la estera de lana mullida.

—Este detalle hizo sonreír a más de uno —recordó Jenofonte—. Era típico de él desdeñar las pequeñas comodidades, para no perder la tensión.

—En resumidas cuentas, teníamos al Sócrates auténtico —sonrió Pródico.

—Al más auténtico de todos.

El arconte rey abrió el proceso declarando que se habían reunido allí para juzgar a Sócrates, hijo de Sofronisco, acusado de impiedad y otros delitos contra la ciudad. Pedía al público que conservara la calma y reinara el silencio en las gradas. Al menor incidente, los agitadores serían desalojados del tribunal. Sobre el jurado recaía el peso de la decisión que habrían de tomar con el máximo de objetividad e imparcialidad, y les conminaba a juzgar con sentido del juicio. Asimismo, recordó el juramento de votar de acuerdo a las leyes allí donde existieran leyes, y, donde no existieran, votar de la manera más justa que pudieran.

El arconte concedió el turno de palabra a la acusación. Anito subió a la tribuna de oradores y recorrió con mirada grave las gradas del jurado. Se expresó con voz templada, firme. Hizo un exordio para centrar la cuestión y clarificar los cargos que se esgrimían contra el acusado. Calificó a Sócrates como un pensador y un orador hábil. No se le conocía otra ocupación que la de departir con los más jóvenes acerca de la virtud. Unos veían en él a un sabio, otros a un simple charlatán, pero eso no venía al caso del juicio, sino si, efectivamente, el acusado no impartía enseñanzas que pudieran corromper a sus pupilos con ideas y valores contrarios a los principios del Estado.

Anito y Meleto explicaron al jurado cómo habían llegado al convencimiento de que el acusado era un impostor. Según ellos, bajo la apariencia de charla errática desarrollaba un perverso método de persuasión. Llevaba a sus interlocutores a donde quería. Los confundía primero, los atrapaba, los seducía, los instruía en su doctrina, los fanatizaba y corrompía.

Así concluyó el primer discurso de Anito, desde la tribuna de la acusación. Era llegado el momento de la réplica. Sócrates se acercó parsimoniosamente al estrado. No parecía afectado por las graves acusaciones que acababan de verterse contra él. Su tono de voz reflejaba impasibilidad, aunque no indiferencia.

No sé, atenienses, si me conocéis y amáis la verdad, cómo habéis soportado las palabras de mi acusador, pues en ellas no me reconozco, no sé de quién hablan en realidad, aunque he oído pronunciar mi nombre en varias ocasiones. Me siento extraño en este lugar. Nunca he sido llamado ante los jueces, no entiendo los delitos de los que se me acusa ni reconozco ninguna honestidad ni en el contenido ni en la forma de la disertación de Anito, hábil político. Supongo que ahora se espera de mí un discurso en mi defensa que invalide lo anterior. Es lo adecuado en estos casos, según parece. Se me acusa de ser una serpiente y me veo en la extraña circunstancia de tener que demostrar con palabras que no tengo escamas ni repto por la tierra, ni destilo veneno por mi boca. Nunca he tenido que hacer un discurso tan extraño sobre una materia tan ajena a mí, así que no sé qué decir. Además, yo no sé hacer discursos adornados para los tribunales, sólo sé dialogar, y en este punto no se equivoca Anito. Me gusta hablar con la gente, con cualquiera que se me acerque. Hablo con palabras llanas, como las que empleo en el ágora. No tengo nada que ocultar. Me dejo ver en cualquier parte, en el gimnasio, en las calles, en la plaza pública, donde está la gente. Sabéis de lo que hablo. Muchos de los que estáis aquí habéis conversado conmigo. ¿Os habéis sentido amenazados o corrompidos por mí? ¿Os he transmitido desprecio a nuestros valores o instituciones?dejó correr un silencio y prosiguió—. Sé que he sido objeto de calumnias, pero creo que es un riesgo al que se expone cualquiera que hable libremente en esta ciudad; es imposible evitar que algún necio distorsione tus palabras o te ridiculice. Así obra Anito, hablando con falsedad. Pues, al contrario de quienes enseñan corrompiendo y lucrándose con ello, no busco enseñar nada, sino sólo indagar sobre cuestiones de la virtud y de la sabiduría, de cómo podemos ser mejores, más libres y dichosos. Desde aquí desafío al bueno y patriota de Anito a que demuestre que he corrompido a un solo joven y pido al venerable arconte que me permita mantener un diálogo con él, en vez de hacer largos discursos.

El arconte rey hizo que se acercaran los tres acusadores para recabar su opinión. Tras unas breves deliberaciones aceptaron esta variación en el procedimiento. Sócrates agradeció la deferencia cediendo a Anito el turno de palabra.

Te has expresado muy bien, Sócratesdijo Anito—, y te felicito por tu discurso. Una vez más queda de manifiesto que presumes de ignorante y lo sabes hacer con mucho conocimiento. Podríamos llamarla sabia presunción, o «presunción socrática». Pues lo que acabas de desarrollar ha sido un magistral discurso acerca de tu incapacidad de hacer discursos. Nos encanta tu elocuente humildad. Nos convence y emocionadirigió una mirada triunfante al público, al despertar una oleada de risas sofocadas—. Pero nuestro Sócrates no es el humilde ignorante que finge ser. El camina entre la multitud portando la antorcha de la verdad, ¡lo malo es que va dejando las barbas chamuscadas a su paso!

Hubo otra oleada de risas mezcladas con murmullos. El arconte rey pidió silencio. Impasible a las burlas, Sócrates tomó la palabra y se declaró aburrido por las maneras de Anito en sus vanos esfuerzos por convencer al público de su talento como actor de comedia. Pero esa comedia ya la había estrenado Aristófanes, y con mejores resultados. Y añadió: «Tus argumentos, Anito, están a la altura de tus méritos personales. Hace tiempo que te apartaste de la rectitud, y mucho tendrías que rebajarme a los ojos del jurado para hacerme quedar por debajo de ti».

Anito replicó que no haría falta probar allí su arrogancia, ya que el mismo acusado parecía dispuesto a ahorrarles ese trabajo. Era la arrogancia de quien se cree tan sabio como para decidir quién nos debía gobernar.

Sócrates replicó de esta manera:

Me asombra, Anito, que me atribuyas tales preocupaciones políticas. Precisamente tú, que, no conforme con haberte hecho rico con el comercio de pieles, ahora aspiras a ser elegido estratego y te codeas con los hombres importantes. Pues desde que tienes uso de razón no has hecho otra cosa que medrar a cualquier precio, primero en los negocios y ahora en la política. Estás muy bien relacionado, perteneces al círculo de estrategos y no desperdicias la ocasión para añadirte algún mérito, aun a costa de servir a la mentira. Te conocemos bien, Anito: careces de credibilidad ante este jurado. Tus argumentos son deplorables. Me presentas aquí como alguien que corrompe la política de la polis, cuando sólo soy un modesto ciudadano que cumple con sus deberes. ¿Quién me ha visto presentarme a un solo cargo o procurarme influencias ventajosas? Mi vida es suficiente ejemplo de que permanezco al margen de todo eso. Y confío en que, ante la falta de argumentos, se dé esta cuestión por zanjada antes de que se agote la paciencia de este tribunal.

De ninguna manerareplicó Anito, dirigiéndose al jurado y dando la espalda al acusado—. Hay mucho que decir todavía. Admitimos que Sócrates nunca aspiró directamente al poder. Por una serie de razones importantes, entre las que se encuentra la poca simpatía de la que goza entre nosotros, ha preferido mantenerse en la sombra. Y desde la sombra ha actuado, en un empeño de formar al sucesor adecuado, el hombre que, previamente adoctrinado por él, tome las riendas del gobierno por la fuerza. Para ser exactos, me estoy refiriendo al magisterio que en años pasados ejerció sobre algunos jóvenes ilustrados y de buena familia, como fueron el tirano Critias y el más despiadado y mezquino de los hombres que conoció esta ciudad: Alcibíadesahora se dirigió a Sócrates y endureció el tono de su voz en un clamor rugiente—: Ambos fueron alumnos tuyos, Sócrates, ¡y te exijo que te pronuncies al respecto!

Muchas horas pasé conversando con ellos, es cierto, y aprendieron a pensar con inteligencia, pero no con rectitud ni prudencia. En realidad, nunca salieron de la ignorancia. ¿Soy culpable de ello? Si no he entendido mal, afirmas que algunos jóvenes que luego se convirtieron en traidores aprendieron de mí a comportarse de esa manera, basándote en la idea de que se aprende lo que se enseña.

Entonces ¿no es cierto que aprendemos lo que nos enseñan?terció Licón.

Interesante cuestión, Licón. ¿Realmente crees que la enseñanza produce aprendizaje?

Esta pregunta desencadenó una oleada de murmullos de sorna.

¿Y qué va a producir? ¿Habas?se mofó Meleto.

La réplica avivó los murmullos. Sócrates esperó a que volviera el silencio para responder.

Has puesto un ejemplo muy bueno, Meleto. La enseñanza puede ser comparada a la siembra. Pero ¿es cierto eso que dices de que la siembra produce habas, igual que, por ejemplo, las gallinas producen huevos? Dime sólo esto, Meleto.

¡Por Zeus! ¿Adónde me quieres llevar?hizo un gesto de impaciencia—. ¿Te crees que no sé que las gallinas producen huevos? ¿Me tomas por tonto?

Las gradas empezaron a alborotarse y el arconte tuvo que pedir silencio.

Estaremos de acuerdo entonces en que las gallinas producen huevoscontinuó Sócrates en tono tranquilo, confianzudo, pero no tanto en que la siembra produce habas y otras hortalizas, como acabas de afirmar. Uno puede sembrar y no obtener nada. Porque lo que hace que brote una planta no es el hombre, sino la semilla fértil, la buena tierra, el sol y la lluvia, y de modo idéntico podemos afirmar que el que enseña o dice enseñar no produce aprendizaje, esto es, no hace aprender al otro, sino que es uno mismo el que aprende, cuando es capaz de pensar por sí mismo. El aprendizaje es algo que se da en el interior de uno mismo, como el recuerdo de las cosas. El que enseña se limita a ayudar a dar a luz ese aprendizaje.

Anito estaba empezando a irritarse y se conformó con echarse las manos a la cabeza para hacer patente su burla, pero lo cierto es que las explicaciones del acusado agradaban al jurado, porque mostraban su rostro más conocido, el de un artista de gran talento para enredar las cosas y darles un significado original y extravagante. Y también porque habían conseguido sacar de quicio a Anito. El filósofo concluyó:

Niego haber enseñado a nadie, porque estoy persuadido de que el conocimiento no se transmite, sino que está dentro de cada uno de nosotros. Y quien afirme que aprendió de mí algo nuevo miente.

Los acusadores se dieron cuenta de que Sócrates los había llevado a su terreno y gozaba de cierta ventaja. Meleto hizo hincapié en la estrategia del acusado de desviarlos del tema y enredarlos en banalidades. Nunca respondía a sus preguntas. Rehuía los hechos. Pero eran los hechos los que importaban. Anito tomó el relevo: «Todos sabemos que tú enseñaste política a los tiranos y a los enemigos de Atenas. Sabemos que no compartes los principios de la democracia».

Sócrates inquirió a qué principios se refería. Anito puso de relieve que el acusado había criticado muchas veces el sistema de jurado popular, alegando que no todo el mundo está autorizado a discernir lo que es justo y lo que no lo es. Y del mismo modo se había referido a la democracia como el ruido que produce un cortejo de músicos que nunca ha aprendido a utilizar sus instrumentos. Sócrates ni lo afirmó ni lo negó.

Te hemos oído decir también que tú eres el único ateniense que conoce bien el arte de la políticadijo Anito.

Sócrates llevaba un rato con expresión ausente, como si no se molestara siquiera en escuchar lo que contra él se decía. Cuando tomó de nuevo la palabra se dirigió directamente al jurado y su voz era más severa:

Esta ciudad se ha empeñado en ahogar la razón cuando se expresa libremente. Ya se lamentan juicios como el de Fidias o Eurípides, y también el que condujo a la ejecución de los almirantes tras el desastre de las Arguinusas. Se me acusa de actuar contra la legalidad de nuestro Estado, por eso quiero recordar aquí que yo fui el único miembro del Consejo que criticó la ilegalidad en el procedimiento sumarial y corrupto con el que se juzgó a los almirantes. Más tarde Atenas se arrepintió de lo que había hecho, pero entonces nadie quiso escucharme. Se me acusa ahora del mismo modo, sin pruebas ni verdad.

Tenemos algo más que un simple testimonioreplicó Anito—, algo más que la prueba de que tú instruiste personalmente a Critias. Tenemos un hecho que puede confirmar muchos de los que asisten a este juicio. Durante la sangrienta tiranía de los Treinta permaneciste en Atenas mientras los demócratas eran perseguidos y degollados, y no había otro modo de salvarse que huir de la ciudad. ¿Por qué te quedaste en Atenas? Evidentemente, eras amigo de Critias, el líder de los tiranos.

A esto Sócrates replicó:

Cierto que permanecí en Atenas. Y hay mucha gente aquí que fue testigo de cómo Critias, durante su corta estancia en el poder, me prohibió conversar con mis amigos. También él pensaba que mi influencia sobre los jóvenes era peligrosa y promovía la sedición. Y ahora resulta que en nombre de la democracia se me acusa de adoctrinar a tiranos. ¿Por qué será que todos creen que hago lo contrario de lo que hago? Miradme bien. ¿Hay algo en mi aspecto que induzca al miedo, a atribuirme complicadas conjuras políticas, primero en contra de la tiranía, y ahora a favor de la tiranía?

El filósofo se dirigió a toda la Asamblea echando a andar con paso sosegado y mirando cada rostro. Su resistencia física no parecía mermada por la tensión del proceso y el tiempo que llevaba debatiendo.

Tu aspecto no nos impresionase alzó Anito—. Ni tus palabras tampoco. Tu presencia en Atenas durante el Régimen de los Treinta no ha quedado explicada en absoluto. Dejemos a un lado el hecho de que Critias te prohibiera adoctrinar, cosa que parece probada. Lo que nos resulta extraño de por sí es el simple hecho de que tú permanecieras aquí cuando se produjeron las matanzasmiró a todo el jurado—, es triste para todos nosotros recordarlo, sobre todo cuando tenemos el recuerdo tan fresco. ¡Mil quinientos fueron los atenienses ejecutados!¡Y cinco mil los que nos exiliamos para ponernos a salvo de la furia de los tiranos! ¿Por qué no huíste tú entre los cinco mil, si tan demócrata te consideras?

No me gusta huir. Y no temía a Critias y a los suyos.

Ahora lo has dicho bien claro, Sócrates. Tus razones tenías para no temer a tu amigo Crinas, ¿verdad? No tengo nada más que añadir.

Anito regresó a su asiento y durante un breve tiempo no hubo otra cosa que murmullos, bisbíseos, caras que se movían de un lado a otro, haciendo gestos con el de al lado. La situación estaba cambiando para el acusado. Al fin se decidió a hablar.

No me intimidáis, Anito, Meleto, Licón. Os veo revolotear a mi alrededor como aves carroñeras esperando el momento de caer sobre mí. Pero vuestras acusaciones no son más que meras calumnias. Mi vida ha dado suficiente ejemplo de mi virtud. Sobre la virtud y la justicia he investigado con mis amigos, nunca he cesado de indagar, y moriré haciéndolo. Hablo de la virtud del hombre común, del artesano, del artista, y también de la virtud del gobernante que rige los destinos de la ciudad. Hablo de la justicia del pescador, del comerciante y de la grandeza de la ciudad, que son sus leyes y su funcionamiento. Estas son mis conversaciones que vosotros llamáis políticas. No hay nada de lo que deba defenderme, pero puesto que parecéis empeñados en acusarme, os prevengo de cometer una nueva injusticia, pues no es ejecutando a hombres inocentes como se contribuye a la. concordia. Si quienes me acusan con falaces argumentos pueden convertir ante un jurado la inocencia en culpabilidad, nos espera un futuro incierto. Pues no habrá bondad que no pueda ser presentada como perfidia, y vicio por virtud, y verdad por mentira. Me tratáis como reo ante el tribunal de la muerte, deseosos de verme caer en desgracia, pero lo que mueve este juicio es el afán de venganza de Anito, su despecho por haber influido sobre su hijo. Pues todo esto encubre otra acusación que no se atreve a presentar: la de corromper a su hijo por no seguir la senda que él le marcó. A eso se refiere cuando me culpa de corromper y adoctrinar a la juventud. Sabed bien esto: no hay nada limpio en este juicio. Si me dais muerte no me dañaréis a mí, sino a vosotros mismos. Porque es mucho peor cometer la injusticia que padecerla.

Ahí estaba Sócrates, erguido en sus sandalias, incrédulo ante la clepsidra que acababa de vaciarse. Sus últimas palabras habían anunciado que una sentencia contra él sería una condena a todos los atenienses. Daba la impresión de que ya conociera cuál iba a ser el veredicto final, o que no le importase lo más mínimo.

Anito se dirigió al jurado y alzó la vista al arconte:

¿He oído bien? ¡Ahora resulta que él no es el acusado, sino el acusador! ¡Nos quiere defender del delito de condenarle! En mi vida he escuchado una demagogia más ruin. Se hace adalid de la virtud, ejemplo de todos los atenienses, en su insondable humildad, pero sus palabras están llenas de veneno y soberbia. Ni siquiera en su defensa ha podido evitar atacarnos, ridiculizarnos, hacernos quedar como ignorantes a su lado. Su comportamiento ante este tribunal ha sido una muestra de su osadía y su falsedad. En ningún momento ha refutado las acusaciones de haber instruido a los tiranos y ejercido un magisterio contrario a nuestro Estado, se ha limitado a inducirnos a la confusión con un discurso vacío y tramposo. Ruego al jurado que en virtud de los hechos decida si este hombre es inocente o culpable.

El tribunal y el público se habían vuelto a alborotar. El arconte rey hubo de imponer silencio. Sócrates tampoco tenía nada más que decir, y así lo hizo saber al jurado. Por tanto, se dio paso a la votación.

Los acusadores lograron reunir más de la mitad y un quinto de los votos contra Sócrates: doscientos ochenta votos negros contra doscientos veinte votos blancos. Con sólo treinta más a su favor habría logrado la absolución.

El juicio aún había de durar hasta la noche. Quedaba por imponer la pena. La clepsidra había sido volteada una y otra vez hasta la exasperación. El propio Sócrates daba ya muestras de fatiga hundido en su escabel. Se habían escuchado los argumentos de una y otra parte. Quien no había prestado oídos a las razones del acusado no iba a prestarlas ya, dijera lo que dijese. Los acusadoresy en especial Anitole habían sometido a un auténtico hostigamiento moral en la última parte del proceso. Como respuesta, él había dejado de defenderse, repetía que su vida había sido suficiente ejemplo de virtud y solicitaba no sólo la absolución, sino... una pensión vitalicia. Como pena, propuso ser alojado y mantenido en el Pritaneo a expensas del Estado, como los héroes olímpicos. Demostraba así que no se iba a rebajar a solicitar ni la más disimulada forma de clemencia. Fue interpretado como una muestra de arrogancia y desprecio.

—Hay que reconocer que el gesto es impresionante —admitió Pródico—, no sé si como muestra de valor o de locura, pero desde luego digno de un maestro.

—Nos ha dado mucho que pensar, porque si hubiera propuesto otra pena se le habría respetado la vida. Parece claro que a lo largo del juicio su actitud cambió y en el último momento prefirió no salvarse a sí mismo. Se sacrificó. La razón de por qué lo hizo es el gran enigma.

Los jueces, por tanto, trazaron con saña una raya larga en el encerado: no admitían la pena propuesta por el acusado. Se decretó para él la pena de muerte. Todo estaba decidido. Tan sólo le quedaba el derecho a sus últimas palabras. Un silencio sobrecogido reinaba ahora en las gradas. Todas las miradas estaban puestas en él. Se había vuelto a sentar a causa de la fatiga. Y habló sin levantarse.

Veo que queréis restaurar la democracia sobre la represión y la condenadijollevando a todos los que opinen de modo diferente a una muerte pactada. Estáis dominados por la inseguridad y el miedo, y os figuráis que aquel que no coma en la misma mesa que vosotros es vuestro enemigo. Erróneamente creéis que con mi muerte vais a solucionar los problemas de Atenas, que son vuestros propios problemas internos. Si miraseis más por la justicia me habríais interrogado con más honestidad y menos resentimiento, y no habríais tenido tanto miedo a escuchar la verdad. Pero habéis venido dispuestos a escuchar de mi boca lamentos y súplicas, y quizá os he defraudado en este sentido, al no humillarme ante vosotros, pidiendo perdón por delitos que no cometí.

»Mi edad es avanzada y no me importa morir, pero me duele ser ultrajado por este tribunal y por la ciudad que amo y a la que tanto he dado. En estos tiempos se me impugna como un traidor, pero... quién sabe lo que sentenciará el futuro.

—Tu testimonio del juicio es muy interesante —aprobó Pródico—, y habla muy bien de tus cualidades como historiador. Sin embargo, hay algo que no entiendo de todo esto y me gustaría que me lo aclarases. ¿Crees realmente que hacia el final del juicio rehusó defenderse?

—Así me parece. Debió de comprender que las mentiras habían terminado imponiéndose sobre los hechos, sobre su vida. Defenderse de ellas le resultaba indigno. Se le había declarado culpable. ¿Por qué solicitar una pena más clemente? Eso equivaldría a aceptar algún grado de culpabilidad.

—En mi opinión —dijo el sofista—, el primer deber de un hombre inteligente es salvaguardar su vida, antes que su dignidad o cualquier otro valor.

El historiador fingió no sentirse ofendido. Se retrepó en el asiento y replicó suavemente:

—Pero él optó por ser coherente hasta su momento final.

—¿A qué te refieres con coherente?

—A aceptar y cumplir la pena, aunque fuese injusta.

—He oído que sus amigos le prepararon una fuga.

—Cierto, pero él rehusó escapar.

—¡Qué necedad!

Jenofonte le dirigió una mirada severa y profundamente disgustada.

—Quizá no puedas entender nunca su concepto de la integridad.

—Lo entiendo, y no lo comparto. Tampoco creo que esa actitud de aceptación total de la condena fuese coherente consigo mismo. Él pensaba que las leyes nunca están por encima de los individuos. Su ideal del sabio era el del hombre que busca la verdad en su interior. En eso se fundaba su moral superior. Si él se creía inocente, ¿por qué acatar entonces la moral del vulgo?

—El respeto a la justicia de Atenas fue lo que le mantuvo en su decisión de beber la cicuta sin oponerse.

—Di mejor el respeto de las leyes, que no de la justicia —corrigió—. Sócrates distinguía muy bien entre legalidad y justicia.

Jenofonte apenas podía disimular su impaciencia. Movía con insistencia una pierna. Dijo:

—Entonces, según tu punto de vista, ¿por qué se resistió a huir?

—Quizá Sócrates confiaba en que Atenas se arrepentiría de su crimen, y que bebiendo él la cicuta la beberían simbólicamente todos los atenienses. Tal vez quiso ser un Antígona, un defensor de la justicia hasta la muerte, un héroe que había llevado su destino trágico a un final solemne. Suicidarte parece significar que, al fin y al cabo, vas en serio.

—Él estaba en contra del suicidio.

—Lo suicidaron, si prefieres decirlo así. Pero él pudo haberlo evitado. Tal vez su fracaso personal fue lo que le hizo preferir cicuta.

Estas palabras lograron enfurecer al historiador. Le dirigió una mirada fría, despiadada:

—Con razón hablaba de la necedad de los sofistas.

—Tal vez sí y tal vez no, como diría Protágoras —sonrió.

—Bien, entonces tú y yo ya no tenemos nada más que hablar —dijo Jenofonte enrollando su manuscrito antes de abandonar airadamente el salón.