Capítulo XXI
Otra razón para quedarse junto a Aspasia era su casa, quién podía dudarlo. Amplia, luminosa, siempre limpia, te recibía con sus alfombras mullidas, sus rincones frescos rodeados de mármol pentélico. Tenía una de las mejores bibliotecas que Pródico había visto. Los rollos, envueltos en paños de lino para resguardarlos del polvo y la humedad, se conservaban en muy buen estado. Todos ellos habían sido leídos por ella. El patio era uno de los lugares más agradables para pasar las horas de calor, a la sombra bonancible de la parra que se extendía desde el pórtico, donde subía el grato olor a uva fermentada procedente de la bodega y, a primera hora de la mañana, también el aroma del horno de pan. La servidumbre estaba impecablemente adiestrada en modales y en el cumplimiento eficiente de sus servicios; sin resultar en exceso serviles, sabían recortar bien la barba, los escanciadores mezclaban bien el vino, eran capaces de permanecer en una estancia sin hacer notar su presencia y retirarse inadvertidamente. En general, Pródico era atendido por tantos esclavos diferentes que a una llamada suya casi nunca acudía el mismo. Este hecho cosquilleaba su curiosidad. Si a petición suya acababan de traerle algo a su cuarto, se veía tentado de llamar de nuevo sólo por comprobar si ahora se presentaba otro fornido nubio o acaso una hermosa esclava extranjera ganada en algún botín de guerra. Pululaban por la mansión de Aspasia como hormiguitas silenciosas, y sólo hacían ruido en la cocina, que estaba al otro lado del patio, y por tanto apenas se oía en las estancias principales. Sus ayudantes y remeros que le habían acompañado en el viaje desde Ceos se alojaban en la casa anexa, con el resto de la servidumbre, junto a la caballeriza, y al parecer estaban encantados con el trato.
Poco a poco empezó a hacer el recuento de esclavos de la mansión y elaboró mentalmente una lista interesante. Había dos cardadores, dos doncellas peinaban y vestían a Aspasia, tres jóvenes coperos, un portero, el que le dispensaba la tinta, el cálamo y el papiro para escribir, el que custodiaba la biblioteca, cuatro palafreneros que se encargaban de la caballeriza, tres escanciadoras, dos tañedores de laúd, la que perfumaba el atrio con lavanda y mejorana, tres cocineras, cuatro que pasaban el aguamanil y las jofainas a los invitados, la que cuidaba las plantas del peristilo, dos tejedoras de lino, tres guardianes de la casa, dos que le iban a hacer la compra, otros dos para la limpieza de la casa, una encargada de cuidar y preparar la vajilla de plata, un emisario que le llevaba recados por la ciudad y que solía acompañarla cuando salía... En total, treinta y nueve, la mayoría escitas, que eran los más caros en las subastas, aunque también los había beocios, tracios, frigios, carios, armenios e itálicos, y todos ellos hablaban perfectamente el griego. Los guardianes de la casa habían servido antes en la custodia de la ciudad, y habían sido tomados como prisioneros de guerra. En ninguno veía muestras de indolencia o descortesía; eran siempre respetuosos, formales y discretos. Aspasia los trataba con una delicadeza desacostumbrada y en su casa gozaban de ciertos derechos, tenían su espacio propio para su intimidad y su vida social. No recibían ningún castigo, ni hacían por merecerlos. Tampoco había fugas o insubordinaciones. Se sentían contentos de servir a una señora tan distinguida que incluso se complacía a veces en conversar un poco con ellos. Le eran fieles porque llevaban muchos años a su servicio, y Aspasia se preocupaba tanto por ellos que si uno se ponía enfermo tenía la atención de su propio médico.
Todo esto —y sobre todo la paz y el silencio y la independencia que le concedía su anfitriona— hacía que Pródico no pudiera sentirse más cómodo. El lecho de su aposento destinado a huéspedes era de plumón de aves forrado con lana. Había agua fresca en las tinajas de barro cocido y en el aguamanil de cerámica del lavatorio, y vino con especias y tortas de sésamo a su disposición. Se respiraba silencio y amplitud, era como un apacible refugio del mundo, y su presencia como huésped de honor era no sólo bien acogida, sino también deseada.
Estaban desayunando juntos en el patio principal. Aspasia puso su mano sobre la de Pródico.
—Ayer Jenofonte se fue bastante enfadado.
—Sí —admitió él—, lo siento. Le irritó que pusiera en duda la virtud de Sócrates.
—Y tú disfrutaste de lo lindo haciéndole rabiar, ¿no es cierto?
—Bueno, ya sabes cómo soy.
—Incorregible.
Aspasia le lanzó una mirada maternal, de cariñosa reconvención. Disimulaba la palidez de su semblante con mucho maquillaje. Llevaba el cabello recogido en un vistoso moño y una fíbula de oro con la enseña de la lechuza de Atenas sujetaba su túnica color marfil.
—Es un gran historiador —dijo ella—. Ha aprendido mucho de Tucídides.
—Lo sé y lo respeto de veras. Su testimonio del juicio me pareció muy interesante, aunque hubiera preferido estar presente cuando ocurrieron los hechos, para poder juzgar por mí mismo. Me parece apasionante en la forma en que se desarrolló. Un proceso extraordinariamente atípico.
—Yo más bien diría que ante todo fue trágico.
—Claro, por todo lo que él significaba para vosotros, pero visto de una forma más impersonal, objetiva, si puede decirse tal cosa, ¿qué tenemos? Tenemos un inquietante acertijo: considérese un juicio con tres acusadores y un acusado. Los acusadores afirman que el acusado miente, y el acusado acusa a los acusadores de ser impostores. ¿Quién dice la verdad? ¿Quién es el culpable?
—Bueno —repuso ella—, sabemos lo que se votó, pero eso no demuestra que la solución fuera correcta. El jurado no tenía toda la información.
—Es posible que el acusado creyera decir la verdad pero mintiera, porque sus afirmaciones no fuesen ciertas, y tal vez las afirmaciones del acusador eran correctas, pero no verdaderas, sino inspiradas por un afán de medrar políticamente o de venganza personal.
—Esto último es casi seguro, conociendo a Anito.
—Tal vez ambos mentían o encubrían algo, mostraban sólo la parte interesada de los hechos y omitían otra —observó Pródico.
—En mi opinión sólo hubo un gran manipulador. Presentó un testimonio falso, con alevosía.
—Podría ser. Pero lo que está claro es que el acusado no pudo demostrar eso mismo, la culpabilidad de su acusador.
La charla quedó interrumpida por la visita de Heródico, el médico que comparecía todas las mañanas para comprobar su estado de salud. Ella se levantó con una disculpa y sonrió, como quitándole importancia.
—No te preocupes —le dijo a Pródico—, son visitas rutinarias.
Pero Aspasia estaba mucho más enferma de lo que Pródico había imaginado al principio. De creer en lo que decía ella, se trataba sólo de achaques propios de la edad, nada que comprometiera seriamente su salud. La anciana bromeaba con Pródico sobre las prescripciones de su médico, decía que la había sometido a una dieta estricta, a base de vino de cebada y leche fermentada de yegua. Y para demostrar su vigor nunca estaba quieta, iba constantemente de un lado para otro, o salía de paseo con sus esclavos y amigas hetairas cuando Pródico no podía acompañarla. La enfermedad de Aspasia era un secreto mal guardado, que pronto sería sencillamente insostenible. El sofista lo sabía tan bien como Heródico. A veces, las infusiones de hierbas y lenitivos para el dolor aromaban toda la casa, y había mañanas en que la dama se levantaba con el sufrimiento grabado en el rictus del semblante, y entonces se mostraba esquiva y huidiza, hasta que con sus cosméticos hubiera disimulado los estragos de la mala noche.
Entre tanto, Pródico trabajaba en el caso sin prisas. Se impuso la tarea de confirmar por sí mismo la descripción de los hechos que le había dado Aspasia. Quería esbozar con cierta precisión el último instante en que Anito estuvo vivo o, si fuera posible, hasta el momento en que alguien se le acercó sigilosamente, apretando un cuchillo, mientras él yacía ebrio en una yacija del burdel. Quizá entonces, si llegaba a saber lo que latía en el fondo de los ojos de Anito, podría columbrar el dibujo que se formó en sus pupilas, lo que vieron antes de que se cerrasen para siempre.
En el patio pasó una tarde entera interrogando a Filipo, el portero de La Milesia. Tenía un cuerpo atezado y musculoso que denotaba un largo entrenamiento en el deporte de la lucha. No le faltaban ocasiones de emplear su destreza cuando se producía algún altercado indeseable entre dos o más clientes; en unos instantes reducía a los alborotadores y los arrojaba fuera del local. Era un espectáculo que hacía las delicias de los habituales de La Milesia. Por eso, una de las bromas privadas del local consistía en gritar «¡Cuidado, que viene Filipo!», cuando alguien armaba más escándalo de la cuenta. E incluso ante la socarrona expectación que despertaba la descomunal intervención de Filipo, a menudo se simulaban peleas para que el grandullón atravesara los cortinajes y se arrojara sobre unos cuantos, y en ese momento rompían todos a reír. Lejos de enfadarse, Filipo se unía a la broma. Era un alma simple, pero no tan tonto como para no advertir cuándo la rencilla era fingida. Eso sí, se quedaba mirando a los farsantes con el ceño fruncido, como avisándoles de que si seguían haciendo el payaso se levantaría de veras y los echaría del local. Entonces los que se divertían presenciando la escena se conformaban con reírse al decir: «¡Cuidado, que viene Filipo!».
Era una especie de gigantón bondadoso, incapaz de emplear su fuerza con algún fin egoísta o destructivo. Las hetairas se mostraban mimosas con él, le decían que era su macho preferido, y Filipo se sentía feliz así. Pródico observó que tenía una tablilla de cera y un punzón donde iba anotando con total escrupulosidad los nombres de los clientes que entraban. Aspasia le había enseñado a escribir. Su testimonio fue muy importante para despejar cualquier duda acerca de quiénes pudieron estar presentes en La Milesia en el momento en que se produjo el asesinato. También, en los días siguientes, pidió testimonio a Timareta, Clais y Eutila, que eran quienes estaban fuera de sospecha.
Las preguntas se centraron en averiguar todos los movimientos de las hetairas y los clientes en ese último periodo de la madrugada. De este modo, el sofista recompuso al detalle dónde se encontraba cada una y con quién. La última hetaira con la que yació Anito fue Neóbula, en una alcoba del fondo de la casa, a la que Pródico denominó «alcoba del crimen». Al terminar con él, Neóbula salió y fue directamente al lavatorio de mujeres. Esto lo pudo confirmar Eutila, la escanciadora, porque Neóbula se topó con ella nada más salir y le dijo que le llevara vino a Anito. Sin embargo, Aspasia no lo vio. Eutila fue por una tinaja que estaba junto al lavatorio, y pudo ver entrar a Neóbula en esta sala. Hasta el momento, todos los pasos de Neóbula estaban controlados. El lavatorio sólo tenía una puerta para entrar y salir, de modo que no daba acceso a la alcoba del crimen. La escanciadora sirvió a un Anito ebrio y soñoliento y acto seguido se retiró. Justo entonces, Clais acababa de terminar con Diodoro, el sacamuelas, y fue al lavatorio, donde se encontró con Neóbula. Las dos conversaron un poco y Neóbula fue la primera en salir al concluir su aseo. Eutila la vio recoger sus cosas y dirigirse directamente a la salida, donde cambió algunas palabras con Filipo antes de abandonar La Milesia.
En resumidas cuentas, desde que Neóbula dejó a Anito en la alcoba del crimen —vivo, como pudo constatar la escanciadora— no volvió a acercarse a éste ni tuvo la menor oportunidad de hacerlo sin que la vieran. ¿Eso la dejaba fuera de sospecha?
Esa pregunta llevaba a Pródico a formularse otras dos cuestiones: ¿no podría Eutila encubrir a Neóbula, siendo las dos hetairas? ¿Le convenía a Aspasia que sus chicas estuvieran bajo sospecha? Sobre la primera habría que indagar en la relación que mantenían las dos hetairas, a través de alguien que no trabajara en La Milesia, tal vez un cliente asiduo.
Conjeturas aparte, en el momento en que se produjo el asesinato quedaban dentro cuatro hombres: Diodoro, Aristófanes, Cinesias y Antemión, hijo de Anito, quien dormía profundamente la borrachera en el salón principal. De todos ellos, Cinesias era el único que tenía coartada: Eutila vio salir de una alcoba a éste con Timareta y ambos se marcharon juntos. Timareta le acompañó un trecho, hasta donde sus caminos se separaban.
En cambio, ni Diodoro ni Aristófanes tenían coartada. Había un punto ciego en el que ambos estuvieron solos y sin testigos, y pudieron acceder a la alcoba del crimen. Diodoro testificó alegando que salió de la alcoba y fue al lavatorio de hombres (pero tampoco tenía testigos). Algo parecido aconteció con Aristófanes, y durante los interrogatorios alegó que estaba demasiado borracho como para recordar dónde se encontraba a cada instante, y que ya era suficiente mérito el haber conseguido orientarse por ese laberinto sin ayuda de nadie y encontrar la salida.
Diodoro se marchó poco después que Aristófanes. Filipo le abrió la puerta. Lo notó tranquilo y afable, como siempre. Entonces fue a despertar a Antemión, ya que iba a cerrar; le pareció que salía de un profundo sueño, como ya venía siendo habitual. Pero lo cierto es que no podía descartarse que Antemión fingiera dormir, e incluso hubiese fingido estar tan borracho como cualquier otra noche. Antemión, por tanto, gruñó un poco, se levantó tambaleándose y salió a la calle. Por fin, Filipo fue a despertar a Anito y lo encontró muerto. Entonces fue corriendo a dar el aviso. Amanecía.
Esta reconstrucción de los hechos le permitió a Pródico hacerse una composición de lugar y esbozar un plan para su investigación. De modo que tomó la lista que había escrito para clarificar los enigmas principales y secundarios y tachó a Neóbula y Cinesias del apartado «hipótesis» del enigma principal. Quedó así:
TRES HIPÓTESIS:
Aristófanes. Diodoro. Antemión.
Por otra parte, existía una relación clara entre la muerte de Anito y la de Sócrates. Ambos eran los extremos de una misma madeja política. Anito representaba la línea ortodoxa; Sócrates la disidente. Éste era contrario a las tesis de un gobierno popular, defendido por Anito; no creía en el sistema asambleísta de toma de decisiones, ni en la diletancia política del pueblo, ni en los tribunales populares o en los comicios públicos. Propugnaba una clase política especializada, contra la injerencia del vulgo, formada en la filosofía y en el conocimiento de la esencia de las leyes. Su pensamiento imprimía una ruptura de fondo con la polis.
Puesto que Anito había sido el principal acusador de Sócrates, Pródico intuía que era cuestión de buscar el móvil criminal en una razón de índole política —desestabilizar el régimen democrático— o bien sentimental —vengar a Sócrates—. En resumidas cuentas, el perfil del asesino se iba configurando con bastante claridad: alguien de ideas políticas muy afines a las del filósofo. Por el retrato ideológico de la víctima podría llegar al retrato del asesino, pues todo lo que representa un hombre es cuanto el asesino odia y desea extinguir, más que un mero cuerpo humano nacido de mujer a quien han puesto un nombre como cualquier otro.
En cierto sentido, Anito encarnaba la restauración de la democracia construida sobre el cadáver de hombres como Sócrates. Nadie había podido aportar una sola evidencia de enemistad personal entre Anito y Aristófanes o Diodoro; acaso tal enemistad personal no existía, pero sí una suerte de enemistad genérica, ideológica, para querer impedir que Anito fuera elegido estratego de Atenas, o para dañar al Colegio de Estrategos. Por otro lado, la presencia de un móvil sí que se hacía evidente en el caso de Antemión, y no era en absoluto descartable que fingiera estar profundamente dormido después de cometer parricidio, utilizando su adicción al alcohol como camuflaje.
De lo que no estaba nada seguro Pródico era del posicionamiento de Aristófanes y Diodoro con respecto a la democracia que representaba Anito. Por tanto, decidió empezar por ahí rastreando a estos dos sospechosos en su forma de pensar, y en sus opiniones políticas, por si hallaba alguna proximidad a las tesis de Sócrates. Particularmente, con Aristófanes no había que restar importancia a la cuantía de sus deudas y a la gravedad de su situación pecuniaria.
Era menester actuar con disimulo y naturalidad, sin que pareciera que estaba sondeándoles como sospechosos para no ponerles sobre aviso, sin forzar las cosas, como si vinieran casualmente a colación. Hacerse pasar por un amigo de Sócrates también era una buena forma de evitar sospechas y facilitar la confidencialidad. Su condición de extranjero le favorecía: nadie imaginaría que investigaba para el gobierno. Aristófanes era el primero a quien deseaba investigar, y confiaba en poder descartarlo, porque lo conocía y lo apreciaba sinceramente.