Capítulo XXXII
Era fácil comprobar que Alcibíades estaba vivo: bastaba abrir su sepulcro. No tenía prisa en hacerlo, estaba casi seguro de que se iba a encontrar con un cenotafio. En Atenas sólo Neóbula y él sabían que Alcibíades vivía. Pródico se daba golpes en la frente al no haber tenido en cuenta la posibilidad de que Alcibíades fuera el asesino de Anito. ¿Cómo no se le ocurrió pensar en ello? Evidentemente, descartó esa hipótesis porque él había asistido a su funeral; estaba muerto. A veces uno da por cierta la versión oficial y nunca se detiene a cuestionarla: ahí radicó su error, ya que Alcibíades —dejando al margen que fuera un cadáver— era el hombre que encajaba a la perfección con el asesino de Anito. Era su enemigo político —antidemócrata, partidario de una dictadura, la suya—, amigo personal de Sócrates; era astuto y valiente, capaz de matar a un hombre en un burdel sin dejar rastro, y amante de Neóbula, por lo que no resultaba extraño que ésta fuera su cómplice.
La única manera de que Alcibíades pudiera regresar a Atenas era muerto, ya que, tras su traición durante la guerra, se había convertido en el primer enemigo del pueblo. Muerto el último líder capaz de movilizar las fuerzas oligárquicas, la democracia podía respirar mucho más tranquila. Habría sido un inteligente efecto táctico el orquestar un falso funeral para jugar con la ventaja de un regreso clandestino. De acuerdo con esta hipótesis, su entrada se habría producido en secreto, con la complicidad de sus partidarios. Aunque... ¿qué partidarios le quedarían al Alcmeónida, después de tanto tiempo en el exilio? Quizá una mujer anclada en un viejo amor.
Lo que aún no tenía claro era si aquel asesinato había nacido en la mente de Alcibíades como una venganza personal, o él sólo había sido la mano que consumara una venganza maquinada por Neóbula. Esta segunda suposición explicaba mejor la presencia de Alcibíades en Atenas: habría vuelto por ella.
En estos momentos Pródico tuvo que abandonar la investigación por una razón de vital importancia, y de tal gravedad que convertía en fútil cualquier otra preocupación. La vida de Aspasia se estaba extinguiendo rápidamente.
A través de la puerta no se percibía el menor ruido de lo que ocurría en el dormitorio de Aspasia, ni una voz alteraba el silencio. Resuelto a no entrar para no perturbar el examen del médico, Pródico se paseaba por el patio, daba vueltas en torno a la fuente, conversaba con los esclavos, inquietos también por la enfermedad del ama, se sentaba un rato, intentaba no pensar en nada, pero sus pensamientos iban a la deriva, ensombrecidos. De cuando en cuando volvía al vestíbulo a ver si el médico salía de una vez. Confiaba plenamente en Heródico no sólo por su prestigio, sino sobre todo porque era hermano de Gorgias, analítico y meticuloso como él, aunque más reservado. El examen se demoraba mucho más tiempo que los anteriores, lo cual era una mala señal. Al fin, oyó la puerta abrirse y se dirigió a su encuentro moderando su prisa. Antes de formularle la pregunta leyó en los ojos del médico la respuesta. Heródico le llevó lejos de la puerta, donde Aspasia no pudiera oírles, y le dijo que esta vez era cuestión de días, tal vez horas.
—Ella no lo sabe —añadió Heródico— y conviene que no se lo digas. Sé por experiencia que la esperanza de vivir a veces retrasa la muerte y hace más soportable la agonía.
Asintió con un nudo en la garganta. El médico continuó.
—Su pulso es muy débil, tiene mucha fiebre, respira con dificultad. Es ya muy anciana y su cuerpo está extenuado, a pesar de su vitalidad.
El sofista le acompañó hasta la salida y se quedó un rato de pie, inmóvil en la puerta, irresoluto, viendo alejarse al médico. Le temblaban las rodillas. Respiró hondo. Afuera, en la mañana recién rota, se movía un poco el aire, una mañana como otra cualquiera, sin signos, con un cielo levemente nublado, anunciando ya el otoño, que cruzaban como flechas los vencejos de puntiagudas alas. Al fin, adormecido casi por su propia tribulación, cruzó de nuevo el vestíbulo y entró con un innecesario sigilo en el dormitorio.
Su amiga yacía boca arriba, bajo las mantas, con los cabellos color ceniza desperdigados, y le miraba dulcemente, más allá del miedo. Con voz quebrada, dijo:
—Este Heródico nunca fue bueno fingiendo. ¿Qué te ha dicho?
Tenía él bien presentes los consejos del médico. A pesar de todo, ahora que estaba cara a cara con ella, comprendía lo inútil y estúpido que sería tratar de engañarla. La voz se le empañó en la garganta:
—Que se te acaba la vida, Aspasia.
Ella suspiró y parpadeó lentamente.
—Está bien —dijo con suavidad.
El sofista se sentó junto a ella. Hacía esfuerzos por dominar sus emociones y no echarse a llorar, pues si alguna vez en su vida había sentido deseos de hacerlo, de comprobar que sus ojos no estaban secos, era ahora.
—Dime qué puedo hacer por ti.
La mano de Aspasia avanzó entre el lienzo, trémula, buscando la suya. El la estrechó con suavidad. Ardía.
—No permitirás que me pongan uno de esos epitafios que hacen para las mujeres: «Cuidó los hijos e hiló el telar», ¿verdad?
Pródico sonrió la broma con los ojos.
—Antes muerto que permitirlo.
—Siempre te las ingeniaste para estar junto a mí en los momentos críticos, querido.
—No te librarás de mí fácilmente.
La anciana comenzó a reír y acabó sacudiéndose en toses roncas. Pródico no supo qué hacer. Encendió una lámpara de aceite y le secó el sudor de la frente con un pañuelo.
—Los buenos —dijo Aspasia— saben retirarse a tiempo, cuando aún están en plena forma.
Le tomó de nuevo la delgada mano y la llevó a sus labios. Ella entrecerró un poco los ojos.
—La vida se ha portado bien conmigo —añadió la dama.
—Porque has sido más lista que yo. Unos vivimos intentando comprender la vida; tú en cambio elegiste disfrutarla. Eso es lo que nos diferencia a ti y a mí.
—Querido Pródico, la habría disfrutado más de no ser tan terca. Cuántas veces me equivoqué por mi orgullo y mi terquedad, me equivoqué contigo y los dos lo hemos pagado. En fin, no me arrepiento de nada, ni siquiera de mis defectos, que han sido muchos, y ni uno solo logré superar, lo reconozco. Y si he sido feliz, lo habría sido mucho más a tu lado.
Pródico apoyó la cabeza suavemente en su pecho y dejó que el llanto acudiera a sus ojos.
—Los amores no consumados son los que duran por siempre.
Aquella misma tarde, Aspasia recibió una visita muy especial de Neóbula. Pródico la escuchó desde el pasillo, arrimando la oreja, y sintió verdaderas náuseas. Nada le repugnaba como la hipocresía, pero tanto Neóbula como la enferma cumplieron con escrupulosa corrección con aquel ritual, hasta el punto de que Pródico llegó a dudar de si la dama creía las manifestaciones de dolor de su pupila. Y si ella hablaba en serio.
Neóbula lloró en su mano y la llamó su benefactora, la persona a quien más debía. Ella la había educado, le había dado una casa, una nueva familia, y la posibilidad de ser una mujer autónoma y libre. Le confesó que siempre la había envidiado, por sus logros, la influencia que había ejercido entre los hombres notables, en los años dorados de Atenas, en los que su vida pudo llegar a la plenitud al lado de Pericles. Le dijo, finalmente, que siempre sería su modelo a seguir.
—Queremos que La Milesia siga fiel al espíritu que tú le diste —le decía Neóbula—. Pero tememos no ser capaces de hacerlo como a ti te habría gustado.
—Sé que podéis hacerlo sin mí mejor aún de lo que yo lo hice —dijo Aspasia—. ¿Habéis hablado de quién me sustituirá?
—Lo hemos hablado, y a todas nos ha parecido que el cargo nos excede.
—No creo que sea ése tu caso, Neóbula.
La hetaira le cogió la mano y se la besó.
—Me halaga lo que dices, pero no puedo...
—Sé que tú y yo hemos tenido diferencias, Neóbula. Quiero decirte, antes de que sea demasiado tarde, que soy consciente, siempre he sido consciente, de que cometí un error contigo, cuando eras una muchacha púber. No supe iniciarte debidamente, y eso te causó dolor. Después me arrepentí, aunque nunca me atreví a declarártelo. Ahora escúchame bien, Neóbula —le tomó el rostro por el mentón y lo acercó a ella—: Creo que tú eres la única capaz de tomar las riendas de La Milesia. Tienes coraje y talento. Confío en ti para que asumas el relevo.
Agradecida, Neóbula humilló los ojos.
—Aprende a administrar tu orgullo —continuó Aspasia—, que es un arma de doble filo. Utilízalo para combatir. Esto es el comienzo de una larga lucha. Eres fuerte, tienes un temperamento dominante. Tal vez no seas la más virtuosa, pero eres la más inteligente.
—Así lo haré, Aspasia, te lo prometo.
—Me quedo muy tranquila al dejar la casa en tus manos.
Pródico cabeceó al escuchar esto, y quedó admirado de la astucia de Aspasia; nunca tuvo una pizca de virtud socrática. Era una sofista hasta la muerte.