Capítulo VI

Neóbula, la hetaira más joven de La Milesia, aprendía demasiado rápido. Compensaba su inexperiencia con un temperamento fogoso e impulsivo. Su apariencia física era la de una pudorosa nubil, pero en la piel contra piel emergían sus uñas largas y afiladas, dientes más que labios, tenazones más que abrazos, pellizcos donde se esperaban caricias, y en vez de gemidos, roncos gritos. Aspasia procuraba atemperar tales excesos hasta que descubrió que la clientela se deleitaba con esas maneras de cachorro de leona, la forma en que se entregaba al sexo para manifestar su hostilidad contra los hombres y contra el mundo. No fingía.

El sexo y sus resacas habían ofuscado sus sentidos a tal punto que empezaba a ver todas las relaciones humanas como manifestaciones que encubrían o mostraban las pulsiones atávicas de los hombres, y ella misma llegó a creer que sólo a través del sexo lograría liberarse de las mordazas y debilidades de su mente: las imaginaciones y ensueños de la niña que había sido, sus aspiraciones de amar y ser amada por un hombre admirable, y de hacer de su vida algo bello y grato a la casta Atenea. Tiempo atrás había pensado que la virginidad de la diosa era un modelo de virtud, y ahora estaba convencida de que la utilizaba porque obtenía más goce negando con perfidia el disfrute a quienes la deseaban enloquecidamente que entregándose a los brazos de cualquiera de sus amantes; la sensualidad sería un goce efímero, incomparablemente inferior al poder que le confería ser un objeto imposible de deseo, incorruptible y, por eso mismo, inalcanzable.

Ella no podía seguir el ejemplo de Atenea, porque había sido manchada con el semen de hombres vulgares y rudos, en especial en su primera y traumática experiencia en la prostitución, pero aún tenía la astucia que le permitiría hacerlos sufrir mediante otras penurias y privaciones, y quien gozara de ella ya no podría prescindir de su sexo; quedaría atado a él y a expensas de su dulce veneno.

El descubrimiento del sexo sin límites fue lo que desvió a Neóbula por la senda de las tinieblas, en pos de experiencias que satisficieran ciertas ansias a las que no podía dar curso ni siquiera como prostituta, buscando el extrañamiento ante su propio cuerpo, el otro lado de su conciencia, el delirio. Empezó acudiendo como hetaira a las orgías que se celebraban en el Pireo, para las que se contaba con una orquesta de músicos que empezaba animando las sesiones con liras, cítaras y oboes. Acudían a ellas las más excelsas cortesanas de la casa de Aspasia, que bailaban desnudas para los hombres ricos, y luego se entregaban a todo tipo de goces. Tanto bebían que, cuando los oídos ya no podían escuchar, la fanfarria de músicos se retiraba a sus casas tocando alegremente por la avenida de los Muros Largos como faunos excitados por la luna. Allí conoció Neóbula a un hombre que la inició en las ceremonias de la noche, como sacerdotisa consagrada a los misterios de Eleusis. Ingresó muy pronto en los ritos iniciáticos y no tardó en conocer el trance de la locura divina en el Santuario, un claro en el enebral, circundado por antorchas, cuyas arenas estaban regadas con sangre. Las danzas excitaban los sentidos hasta que las estrellas de la bóveda le perforaban los ojos. Pasaban de la angustia al arrobamiento. En trance viajaban al Hades, donde trababan contacto con los muertos.

Después de Eleusis, el siguiente peldaño al caos fue la iniciación en los ritos de Dionisos. Las orgías caníbales, el paroxismo de la sangre y el esperma fueron la estación final de un descenso ininterrumpido, al que se consagró durante varios años en la búsqueda del límite de la realidad. Vio cómo el espíritu demente iba dominando a sus amigos hasta estragar su voluntad. Se enajenaban, erraban en una perenne noche de lobos. La mayoría de las ménades no lograban sobrevivir mucho tiempo, acababan vagando por ahí, incapaces de recuperar la vida anterior. Eso fue lo que la indujo a volver al mundo de la aparente civilización. Así, Neóbula regresó a Atenas tras haber degustado el néctar prohibido, el delirio y el instante previo a la desesperación. Pero sentía que la vida aún tenía mucho que ofrecerle, y por aquel camino había llegado al filo del precipicio.

Un día, en una visita al taller de Fidias, quedó deslumbrada con el rostro que se reflejaba en una escultura. Al principio pensó que representaba a Apolo, por la altivez y perfección de sus rasgos, la figura tan proporcionada, la luz en su rostro finísimo. Lo contempló un rato, extasiada, y poco a poco fue advirtiendo cierta jactancia demasiado humana en la curva de sus labios, un brillo ladino en la expresión, poco afín a la ecuanimidad atribuida a las imágenes de los dioses. Aquella obra de arte no se había forjado desde la imaginación, sino copiando un modelo ciertamente visible, mortal. El discípulo de Fidias le confirmó sus sospechas al explicarle que la escultura retrataba a un hombre. Diez años atrás lo había arrancado del mármol el maestro Fidias, y el joven modelo había posado para él, desnudo, en ese mismo taller.

—¿Es posible que fuera tan hermoso? —preguntó—. ¿No lo embelleció Fidias?

—Quienes lo conocieron afirman que es un retrato exacto —repuso el escultor.

—¿Y quién era ese hombre?

Es Alcibíades, el Alcmeónida, sobrino de Pericles.

—¿Vive aún?

—Claro. Está combatiendo valientemente contra los espartanos.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—Está con nuestras tropas, en la flota fondeada en Samos.

Neóbula permaneció al lado de Alcibíades durante las campañas militares que siguieron en años posteriores. Al mando de la flota, el Alcmeónida combatió encarnizadamente a los espartanos sin darles un solo día de tregua. Cada nave que incendiaba le reconfortaba en su odio contra Esparta. Los persiguió por tierra y por mar hasta los confines del imperio.

Tenía el corazón escindido entre ella y el furor de la batalla. Allá veía Neóbula partir los negros veleros, saliendo de los estrechos hacia el enemigo. Una parte de ella misma quería viajar con ellos, junto a su hombre.

Ya no había otra música para Alcibíades que el crujido de los remos abriendo el mar, para ir al encuentro del enemigo; lo enardecía el son de los metales batiéndose, el entrechocar de escudos en un ritmo de martillo de fragua, el silbido de las flechas describiendo un largo óvalo en el cielo; el viento que ahuecaba las velas era el que inflamaba su pecho en la hora de la victoria, no había vino para él como el néctar puro que manaba de la crátera del pecho del rival al encontrar su corazón con la empuñadura, el clamor de las huestes saltando de las naves era el tam-tam de la vida, podía escuchar cómo retumbaba la tierra bajo los cascos de los caballos al atravesar la pradera, y sentir en la cara el aire agraz que recorría los incendios. No había dibujo más perfecto que la alineación de la flota en posición de ataque, ni escultura como la que recreaba la fina sombra del arquero. Su mano estaba hecha para la espada humeante, para la sangre; sus pies para trotar sobre los grumos de la tierra, o picar las espuelas del caballo. Neóbula lo amaba locamente porque había nacido libre su voz en la garganta, para los anchos espacios, de sal y viento. Estaba vivo como nadie que hubiera conocido nunca. Infatigable, empujaba la vida como si cada río que vadearan, cada prado que cruzaran y cada jornada que le descontase el hado lo librase en batalla para que no pasara de balde; porque retenía el día hasta el último espasmo de luz, y toda su fe en sí mismo irradiaba hacia fuera con un fulgor que penetraba en quien estaba a su lado, insuflándole ardor. Juntos recorrieron de parte a parte el Egeo, bajo el sol destilado y las tormentas, aquí y allá, y dejaron por doquier un rastro de destrucción.

Para Alcibíades, ella era la misteriosa Esfinge, humana sólo en su mitad superior, donde anidaba el conocimiento y la razón, pero aún demasiado impenetrables, mientras que del busto para abajo era puramente animal salvaje, depredadora de afiladas garras, cazadora silenciosa y mortal. La relación con ella era un cuerpo a cuerpo constante.

Vivió junto a él tres años duros en campos de batalla donde quedaban centenares de cadáveres amigos y enemigos, pasto de perros y aves de rapiña, en el saqueo de ciudades liderando la marcha de los vibrantes caballos. Neóbula aprendió que de todo cuanto bullía y se agitaba y se aferraba a la vida y era humano luego no quedaba nada, lo barría la brisa que silba entre las espigas, y los que quedaban allí recogían los despojos y retornaban a sus casas; los hombres enterraban a los hombres, los lloraban, y siempre la sed de venganza regresaba puntual para trabar combate en otra parte, pues estaba en la naturaleza del hombre que había de ser así. Neóbula cerraba las heridas de combate de su amante con sus besos y la savia rezumante de los pinos, y cubría de abrazos su breve sueño, en cualquier parte donde podían caer sus huesos. La desigualdad es inherente a nuestra naturaleza, le decía Alcibíades, es la ley que impera en el universo. ¿Quién ha visto el mar en perfecta calma? ¿Quién conoce un animal a salvo de los depredadores o del hambre? La lucha por sobrevivir agudiza el ingenio y los sentidos y nos empuja hacia el progreso, el fuerte derroca al débil y así ha sido siempre, entre los mortales y también entre los olímpicos. La democracia es un fraude y no tardará en caer. Nadie ambiciona ser esclavo e inclinar la cerviz, pero está en nuestra naturaleza que habrá amos y esclavos, incluso si algún día desaparece la esclavitud. Nunca una sociedad podrá regirse por la igualdad, mientras sea una sociedad de hombres, nacidos distintos entre sí en cuanto a ambición y dones naturales, como tampoco es posible la paz en la prosperidad, ni en el imperio, y naves bien armadas en el fondeadero no deben faltar en ninguna ciudad que merezca conservarse. Nacimos en el movimiento perpetuo, como el fuego, y en llamas nos consumimos, y el ardor fluye y colea en las entrañas y vivir es una constante lucha por ganarle la partida al hado. Los años pasan y acometemos las adversidades, y ay del que se arredre o se confíe a la fortuna. Yo he armado bien mis naves y engrasado la correa de mi escudo para protegerme el pecho, y he pulido mis lanzas de fresno y claveteado de bronce mi espada, y a nadie, ni a mi propia madre, me confié para que velara mi sueño agitado por el siniestro afán de quienes quieren mi muerte. Así he sobrevivido a la conjura y la conspiración y he acabado siempre solo, huyendo de una tierra que me traicionó para buscar refugio en otra, siempre huyendo, como una estrella errante. Nadie es mi dueño y señor.