Capítulo XXX

«Mi nombre es Licino, tengo setenta y tres años y soy ilota. Jamás hasta ahora había salido de Esparta. Mi padre me abandonó al nacer y un hombre rico me encontró y me adoptó como esclavo en una casa que contaba con trescientos ilotas a su servicio. Mi amo era un aristócrata refinado y culto, educado en Megara, llamado Filipo, que heredó grandes propiedades en Esparta y se afincó allí con su mujer y su séquito de esclavos para cuidar sus tierras y ganado. Este hombre sabio se empeñó en pulir algo de mi naturaleza tosca y refinar mis modales porque me eligió para el servicio a los nobles huéspedes. Entonces la gran guerra acababa de comenzar y yo tenía cincuenta años y había vivido mejor que ningún otro esclavo de la ciudad: disfruté de una buena educación, adquirí los rudimentos de la lectura en la propia casa de mi amo, aprendí a cuidar y cepillar a los caballos, a abastecer las cuadras, preparar las herramientas, y no dejar nunca una lámpara sin aceite.

»Llegué a ser el capataz de la servidumbre para la recepción de invitados. Me ocupaba de que a los huéspedes de mi señor no les faltase nada, y que el servicio fuera perfecto en los salones, y mi amo se complacía sobremanera con mis cuidados. Al morir fue enterrado con honores, y dejó tan sólo un hijo varón, cuyo carácter resultó ser del todo opuesto a mi señor: era despótico, cruel y vengativo, y ejercía un dominio severísimo sobre todo aquel que estaba bajo su gobierno, y muy especialmente con sus esclavos y esclavas. Tenía muchos adeudados que habían creído alguna vez que este hombre les iba a favorecer, y a quienes pronto extorsionaba y cobraba con usura sus préstamos. Era de costumbres disipadas y tan brutales que nunca un mismo hombre o mujer se ofrecía por segunda vez a sus prácticas de amante, y los esclavos que habían pasado por su lecho eran quienes más le temían. Durante toda mi vida había servido a su padre, y ahora debía honrar su memoria, así que cumplí devotamente mis obligaciones para con su hijo, a quien di trato de amo, aunque en mi corazón nunca reconocí a otro que a quien me salvó del abandono.

»A menudo la severidad y displicencia de mi nuevo señor quiso encontrar desahogo en mí, humillándome hasta donde le fue posible. Me volví insensible como una piedra. Mi cuerpo se movía de aquí para allá sin mediar emociones, o si alguna mantuve fue sólo la curiosidad por ver si la fortuna le deparaba la muerte. Con la vuelta a las hostilidades y a la guerra con Atenas, el amo estuvo periódicamente ausente, y fueron ésos los únicos días en que pudimos disfrutar de tranquilidad, aunque por lo que a nuestros deberes hacía todo estaba siempre a punto para el regreso del señor. Volvió de la guerra sin sufrir daño y muy alegre de estar de vuelta en casa, y lo celebró con muchos banquetes que acababan en orgías cruentas. Yo había ido envejeciendo en esas estancias y no esperaba mucho de la vida. Nunca tuve enemigos, ni me vi envuelto en disputas, ni a nadie di motivo de queja, sino que fui un esclavo laborioso y discreto. A nadie pedí favores, a nadie debo nada. Me he contentado siempre con tener un techo donde guarecerme y un suelo donde dormir. Así ha transcurrido mi vida, y que sufra la ira de los dioses si hay mentira en lo que digo. Es todo cuanto puedo contaros, hasta el momento en que fui zarandeado por el destino y traído a esta ciudad. Bien veo que es ésta la parte de mi relato que más os interesa. Y haré lo posible por complaceros, aunque es aquí donde precisamente no tengo ninguna explicación para lo que sucedió.

»Ocurrió que llegaron dos hombres a mi casa y estuvieron negociando con mi señor. Eran atenienses jóvenes y de buen linaje. Mi nombre fue pronunciado varias veces antes de que mi amo me mandara llamar. Me presenté ante ellos y al verme se quedaron muy asombrados por mi aspecto, y luego, presos de una gran excitación, me tocaban la cara, como si no pudieran creer lo que veían, y me apretaban las carnes, calibrando mi peso. Mi amo estaba tan confuso como yo y quiso saber las razones por las que dos atenienses habían viajado a la ciudad para comprar un esclavo viejo y ya casi inútil. No logró que se lo dijeran, más allá de unas toscas mentiras. Columbrando que debía de tratarse de un asunto de cierta importancia, especialmente por la forma tan extraña en que me escrutaban, pidió un precio muy alto, lo equivalente a veinte esclavos jóvenes y agraciados. Ellos sacaron la bolsa con tal prontitud que mi amo se crispó por no haber pedido el doble o el triple.

»Así es como salí con esos dos atenienses, sin poder llevar más que lo puesto, y sabiendo que el viejo Licino no volvería nunca a aquella casa donde había pasado su vida. ¿Para qué me querrían aquellos extranjeros? Fui conducido a una casa de campo, donde me ataron con cadenas los tobillos, como a un perro. Allí me dejaron solo junto a un cubo de agua. Pronto desfallecía de hambre. Durante tres días no vino nadie, y al cuarto llegó un desconocido, también ateniense según vi por su ropa, el cual se me quedó mirando muy asombrado nada más entrar, y comentó que era aún más extraordinario de lo que había imaginado, pero no dijo qué era lo extraordinario. Este hombre limpió mis heces, me pesó, me dio dos higos y renovó el agua del cubo para que no me faltara. Como vino se fue, y yo seguía muerto de hambre, pues los higos, lejos de saciarla, la habían avivado.

»Así pasé cinco días más sin comer. Comprendí que querían dejarme morir de hambre y decidí acabar con mi vida. Primero contuve la respiración, mas ya inconsciente mi cuerpo sin voluntad recuperó el aliento. Tampoco me fue posible estrangularme con las cadenas, pues estaban demasiado bajas y eran cortas. Si gritaba, con las pocas fuerzas que aún conseguía reunir, nadie me oía ni acudía en mi auxilio. Lo único que podía hacer era golpear mi cabeza contra el suelo, pero la tierra apisonada sólo hizo que perdiera el sentido durante un rato.

»Aún vino una vez más el hombre que había estado la última vez para traerme más agua, y yo le supliqué que me matara, pero se limitó a pellizcarme el pellejo y comprobar con agrado que había adelgazado mucho. ¡No sabéis cómo fue aquel tormento! Me debilité tanto que ya sólo permanecía algunas horas al día despierto, y el resto dormía y soñaba con comida. Perdí la noción de los días, aunque creo que desde la última visita sólo habían pasado tres más cuando los dos hombres que me compraron entraron por la puerta y quedaron muy satisfechos al verme. Uno de ellos tenía unas tijeras y me recortó un poco la barba y el cabello. Después me limpiaron y me quitaron los grilletes. Uno de ellos, el más joven, prometió que si obedecía y me dejaba conducir sin gritar a donde habían de llevarme, una vez allí me darían una muerte tan dulce que ni siquiera la sentiría llegar. Aquellas palabras fueron como un bálsamo en mi corazón. Les pregunté dónde y cuándo podría recibir esa muerte, y me dijeron que sería en uno o dos días, en la prisión de Atenas.

»Me metieron dentro de un saco de lino, me ataron con cuerdas y pronto sentí dar con mis huesos en un carro. Fui transportado a lo largo de la noche. Hubo un incidente que nos mantuvo parados más de una hora. Una rueda debió de salirse del eje. La arreglaron y siguieron adelante, más deprisa. Yo botaba en las tablas de madera, pero no había forma de caer del carro. Cerca ya del amanecer me descargaron y me transportaron en una carretilla hasta un lugar donde al fin me sacaron de allí. En mi cabeza todos los pensamientos eran de tormentos terribles, y había perdido toda esperanza de que esos hombres cumplieran su promesa de darme una muerte rápida. De nuevo me arrojé a sus pies y supliqué que me mataran allí mismo, con la espada. Entre los dos me irguieron y amenazaron con encerrarme otra vez si volvía a quejarme. Estaban muy nerviosos porque dentro de poco clarearía y habían contado con llegar poco después de medianoche. Me cubrieron la cabeza con un saco negro, me lo ataron bien por el cuello y sólo me dejaron un orificio en la boca para que pudiera respirar. Yo no entendía por qué hacían eso, si tenía las manos atadas y no podía escaparme, pero creo que tenían miedo de que alguien me viese la cara. Así me condujeron por un camino que según pude escuchar llevaba a la cárcel. Entonces ocurrió algo que me asustó mucho. Oí que gritaban: "¡Apresadlos!", y unos hombres llegaban corriendo y los que me llevaban atado debieron de ponerse en guardia, porque me soltaron. Oí cómo desenvainaban las espadas unos y otros, y allí mismo se iniciaba la lucha. Yo, tan pronto como me vi libre, aún con las manos atadas, eché a correr a la desesperada, sin ver apenas nada debido a la capucha, tropezándome con todo lo que encontraba a mi paso, cayéndome y levantándome de nuevo.

»Seguí, como digo, camino arriba sin darme cuenta de que precisamente estaba yendo en la misma dirección en que me conducían aquellos que me habían traído. Por eso no es de extrañar que acabara dándome de bruces con el muro de la prisión. Caí al suelo y estuve no sé cuánto tiempo sin moverme, medio desmayado, esperando que acabaran aquí mis penalidades, hasta que alguien me removió cruelmente y me retiró la caperuza con que me habían cubierto la cabeza. Me palmeó la cara, para despejarme, y noté que echaba sangre por la boca, porque me había partido los pocos dientes que me quedaban. El tipo que estaba ante mí, tan pronto como me descubrió la cara, manifestó una gran sorpresa, me alzó la barbilla con una mano y me estuvo mirando muy de cerca, para comprobar algo. Yo no sabía aún dónde me encontraba, ni que ese hombre era el centinela de la prisión de Atenas. Exclamó: "¡Así que eres tú!", como si a fin de cuentas me hubiera estado esperando, aunque nunca me hubiera visto antes. Estaba muy nervioso y no cesaba de preguntarme que dónde se hallaban los otros, los que tenían que traerme, y cómo había llegado hasta allí solo. No podía hablar ni farfullar palabra, bastante tenía con respirar sin ahogarme. El centinela tomó una antorcha y avanzó hacia la oscuridad, camino abajo, pero no vio nada. Estaba furioso. Volvió a mí y pensé que iba a pegarme, pero sólo me sacudió por los hombros, y volvió a repetirme lo mismo, que dónde estaban y qué había ocurrido. Yo no decía nada, me daba igual todo. El hombre no sabía qué hacer conmigo, desistió de sacar algo en claro de mí, me metió dentro, a empellones, en una celda que cerró con una tranquera, maldiciendo entre dientes por haberse metido en ese lío, y luego salió afuera con la antorcha, supongo que a esperar a los que debían traerme.

»Así que de pronto me vi arrojado a una celda oscura y húmeda; todo había transcurrido tan deprisa y confusamente que me sentía manejado por la mano de algún dios cruel, para su propio recreo. Yo mismo había escapado para ir a parar a mi propio cautiverio. Había perdido toda esperanza de que algo me saliera bien. Estaba totalmente exhausto, la cabeza me daba vueltas, el corazón me latía enloquecido y me temblaban las rodillas. Me dejé caer al frío suelo, abatido y deseando morir de una vez. Así estuve un rato hasta que me apacigüé un poco y recuperé el aliento. Tuve como varios espasmos y luego me quedé muy quieto, como si mi cuerpo ya no me perteneciera, como si hubiera perdido la capacidad de sentir.

»En eso, oí una voz que me llamaba en susurros. Era un compañero de prisión. Estaba en la celda contigua. ¿Os interesa que os hable de este hombre? De acuerdo, lo haré si así lo deseáis. Oí cómo este preso me llamaba "buen hombre" varias veces, y yo no sabía si contestar o no. Insistió tanto, y su voz sonaba tan amistosa, llamándome buen hombre, que pensé que tampoco perdía mucho si contestaba, pues no era más que otro preso, posiblemente buscando mi compañía. Con esfuerzo gateé en la oscuridad hasta los barrotes que nos separaban. Apenas veía otra cosa que su sombra. "¿Quién eres, amigo mío?", me dijo. Me costó reunir un poco de voz y le dije quién era y mi procedencia. Noté que le extrañaba que fuera de Esparta, estando su ciudad y la mía en tiempo de paz, y me preguntó si era un prisionero de guerra. Le dije que sí, aunque ni yo mismo estaba muy seguro de qué clase de prisionero era y por qué. Parecía muy preocupado por mí, y deseoso de llevarme algún consuelo. Me dijo que él apenas había salido de Atenas, sólo una vez, y para combatir en la guerra, y que nunca había visitado Esparta, pero que sentía una gran admiración por la organización de nuestra ciudad, y la disciplina que guiaba nuestras costumbres. Me dijo que todas las ciudades tenían que aprender de otros pueblos, e incluso Atenas, la más sabia de todas, podía aprender mucho de Esparta y del régimen de vida de sus ciudadanos, y de las buenas cualidades de su educación y su gobierno, que hacían de ellos buenos combatientes. Me sorprendió que hablara así de nosotros, siendo ateniense, y pensé que se habría evitado una gran guerra si otros muchos atenienses pensaran como él. Me preguntó si mi condena era larga, si iba a estar mucho tiempo en la cárcel, a lo que le respondí que con suerte estaría muy poco tiempo y me darían de beber un veneno que hacía pasar a la otra orilla de una manera suave y rápida. Me preguntó si había alguna otra cosa que pudiera hacer por mí. Era el primer hombre amable con el que me topaba desde que me habían comprado y secuestrado. Yo le dije que podía desatarme las muñecas si tenía las manos libres, y lo hizo muy gustoso, metiendo las suyas por entre los barrotes. Deshizo con paciencia el nudo en la cuerda de esparto y me liberó de la atadura. A continuación me palpó la cara para hacerse una idea de mis rasgos, y, al hacerlo, emitió un grito muy agudo, como si acabara de comprender quién era yo, y le asustara.

»La conversación quedó interrumpida en este punto. El centinela volvió, muy agitado, y entró en mi celda. La luz de su antorcha iluminó la estancia, y pude asistir al prodigio de contemplar, al otro lado de los barrotes, entre claroscuros, a un hombre que parecía la exacta copia de mí mismo. Fue sólo un instante porque el carcelero me agarró y me sacó con fuerza de la cárcel y me gritó: "¡Así que puedes hablar! ¡Dime! ¿Por qué has venido solo? ¿Dónde están los que te traían? ¡Habla o te degüello aquí mismo!". Farfullando, le conté como pude la emboscada que habían sufrido y cómo yo había llegado hasta allí intentando escapar. El hombre ya se lo debía de imaginar, y resolvió que no podía tenerme ahí, y me soltó diciéndome: "Óyeme esto bien. Si le dices a alguien que has estado aquí te mataré. ¿Me entiendes? Juro por Zeus que lo haré. Y ahora corre, piérdete, sal de esta ciudad sin que te vean y no vuelvas a poner nunca más tus sucios pies por aquí". Yo le juré que así lo haría y a continuación me alejé corriendo cuanto pude, que no era mucho.

»Al principio no podía creerlo. ¡Otra vez libre! ¿Hasta cuándo? ¿Quién sería el próximo en capturarme y torturarme? La noche estaba queda y oscura, no vi a nadie por allí. Me interné en un pequeño bosque. A cada paso flaqueaba más y al fin me dejé caer entre unos olivos, con la única esperanza de poder descansar en paz hasta el próximo amanecer.

»A la mañana siguiente no sabía ni dónde estaba. Me despertó una mujer que llevaba un saco, y entonces me levanté y eché a correr. Salí del bosque y entré de nuevo en un barrio de la ciudad y no sé yo si era por la desesperación que debía de tener mi cara o por ese extraño prodigio que todos veían pintado en mí desde que fui vendido, que allá donde me topara con un ateniense se desencajaba su expresión, chillaba de horror o simplemente salía corriendo tan deprisa como yo.

»Al fin, fui prendido de nuevo y llevado a una casa, una mansión muy rica, casi tanto como ésta, cuyo propietario me interrogó y le conté esta misma historia. ¿Que si recuerdo el nombre de ese rico propietario? Claro que sí, Anito, un hombre de unos cincuenta años, de buena planta, bien educado. Este hombre también me trató bien, he de decirlo: me ofreció comida, bebida y descanso. Estaba muy contento de tenerme en su casa y me dijo además que me necesitaba para atestiguar ante un tribunal sobre los hechos acaecidos, porque, según él, yo era la prueba de que había habido una conspiración para liberar a un recluso de la prisión. Imagino que se refería a ese hombre que tanto se parecía a mí. Iba a llevarme al día siguiente ante ese tribunal que, según dijo, estaba en lo alto de una colina para que allí, ante los jueces, repitiera mi historia, pero ese día nunca llegó, porque al amanecer se presentó un hombre a quien yo conocía porque era el que durante mi reclusión en Esparta me traía el agua. Estaba armado y me sacó de allí sin emplear la fuerza. Le pregunté si venía de parte de Anito, y me dijo que Anito estaba muerto.

»¿Cómo dices? Sí, se llamaba Alcibíades. Así es como le llamaba la mujer que vivía en la última casa donde fui encerrado. Todo era una continuación de la misma locura. Ahora este tal Alcibíades quería que engordara y dejara de parecerme al hombre de la prisión, aunque al parecer ya había sido ejecutado, porque el plan para liberarlo había fracasado, pero mi presencia era aún una amenaza, no me preguntéis por qué. Esa hermosa mujer que me encerró en el sótano de su casa me recortó la barba y me vistió con estas ropas. Me dijo que, cuando cambiara lo suficiente mi aspecto, me llevarían de nuevo a Esparta y allí me dejarían libre. Pero en ese cuarto oscuro no veía yo muy próxima la libertad. Y eso es todo lo que tengo que contaros hasta que me sacasteis de allí. ¿Qué pensáis hacer conmigo ahora?» —Hoy mismo viajarás a Esparta con oro suficiente como para que nunca más tengas que vivir como un esclavo —dijo Pródico.