Capítulo XVIII

De su belleza de antaño la gran dama conservaba fieles la exquisitez y la intensidad de la mirada. Los demás tonos se habían ido diluyendo en la paleta de su piel. Se reconocieron y se estrecharon en un emotivo abrazo. La mano de Pródico se deslizó a través de la túnica de lino y sintió como un quejido la disposición ósea de la espalda, la levedad crujiente de una hoja seca y delicada. O acaso era su propio corazón el que crujía.

Poco después, las ruedas del carro remontaban lentamente el repecho de greda y piedra bajo la breve sombra de los negrales, y se detenían al llegar a las escalinatas que franqueaban la puerta de los Propileos, a la entrada de la Acrópolis. Allí dieron instrucciones a los esclavos de que les esperasen al pie del muro que lindaba con el pequeño templo de Atenea Niké. Comenzaron a subir despacio las escaleras, ella con una mano apoyada en el bastón y la otra en el brazo de Pródico. La dama llevaba los cabellos blancos sujetos en un paño de seda, estaba alegre y complaciente, atenta a cada detalle. Las primeras palabras fueron dulces saludos, la expresión de la alegría del reencuentro. Tenían tanto que contarse que no sabían ni por dónde empezar. Pero no había prisa.

El sofista se dejó guiar por sus sentidos. Era ella y no era ella, la misma. Su pelo era ahora color hueso, sin sus característicos rizos, pero al aproximarse en el primer abrazo había reconocido de inmediato su olor, y con él, de golpe, sus viejas heridas ardieron todas al mismo tiempo como un voraz despertar, antes de esconderse otra vez bajo las duras cicatrices.

Sus ojos, en cambio, le traían otras noticias. Reconocían a aquella fruta inalcanzable que el sol doraba en la rama más alta. Atrás habían quedado, empero, los veranos fértiles, los campos de espigas onduladas, cualquier estío presente no era más que una anticipación del invierno. Le hacía sentir piedad por ella, pero mucho más por sí mismo.

Entre las virtudes de Pródico no se contaba la de ser andariego; muy al contrario, tenía por costumbre no caminar si había medio de evitarlo. Así era ya siendo joven, y, ahora que le dolían los huesos, con más razón. Unas nubes compasivas habían parapetado el sol y la temperatura había bajado un poco. La brisa traía una emanación de resina y espliego. Hicieron un repaso superficial a los años de ausencia, nombraron algunas noticias que influyeron más en el devenir de ambos. A Aspasia le llamó la atención que Pródico no se hubiese procurado una esposa. El prefirió pasar esta cuestión por alto, refiriéndose evasivamente a la cantidad de mujeres bonitas de las que la vida te permite disfrutar cuando no estás atado a un compromiso. Aspasia también pasó por alto la simpleza de la respuesta y cambió de tema.

—¿Crees que hay algo bueno en la vejez? —dijo Aspasia.

—Que aún no te has muerto, supongo —sonrió.

—Y nuestra memoria es más larga.

—Nuestros recuerdos no le importan a nadie.

—Pericles y yo veníamos a menudo por aquí —dijo ella—. Era nuestro lugar preferido para pasear. Él confiaba en que andando el tiempo otras parejas nos imitarían y dejarían de considerar que un matrimonio decente no iba a pasear a la Acrópolis.

—Entonces encontraron una razón más poderosa para no hacerlo —dijo Pródico—: Que a la Acrópolis subía un matrimonio indecente.

Sonrieron. Aspasia le apretaba cariñosamente el brazo. Paseaban despacio, con indolencia estival.

—¿Cómo has encontrado la ciudad?

—La verdad es que no da para muchas alegrías.

—Estamos empezando de nuevo. Atenas también ha perdido la juventud. Se ha vuelto irascible y desconfiada. Ha cerrado filas, ha condenado a Sócrates y lo ha enterrado lejos y sin honra.

El sofista se bajó el ala del sombrero de fieltro porque los rayos oblicuos del sol comenzaban a molestarle en los ojos. El viento seco del atardecer soplaba ladeado. Pródico cubrió con su mano la de Aspasia como si diera cobijo a un gorrión mojado. Deseó estar con ella en un barco solitario, anclado en medio del mar, tendidos sobre la cubierta, bajo un sol que los rejuveneciera. Tenía ese barco, tenía el mar, y el sol seguiría allá arriba.

—Llevo años aburriéndome en Ceos. ¿No tendrás alguna tarea que encomendarme? Creo que en tu carta mencionabas algo.

—Tengo un par de tareas difíciles.

Le alegró constatarlo. Ella continuó:

—Deseo encargar una lápida con una inscripción para honrar la memoria de Sócrates. Y el caso es que después de mucho pensar no se me ocurre nada apropiado. Creo que estoy perdiendo lucidez. En fin, he pensado en ti.

—Me temo que tal vez no sea la persona más adecuada. Además, hace muchos años que le perdí la pista. No estoy al corriente de sus últimas fechorías.

—Ya lo he pensado y por eso te quiero poner en contacto con nuestro mejor historiador: Jenofonte. Era un buen amigo de Sócrates. Ahora está ocupado en continuar la narración de la gran guerra a partir del punto en que la abandonó Tucídides antes de dejarnos. Una difícil responsabilidad.

—He oído hablar de él. ¿Por qué no le encomiendas grabar el epitafio? Con él te aseguras de que será elogioso sin ambigüedades.

Se dio cuenta de que su tono había sido algo rencoroso, involuntariamente. Ella lo dejó pasar de momento.

—Cierto, y por eso prefiero arriesgarme contigo.

—No te acabo de entender.

—Una vez, cuando escribías aquel libro sobre Protágoras, que aún conservo con cariño en mi biblioteca, me dijiste que el texto final nunca es tan valioso como el proceso de pensarlo y darle forma.

Pródico asintió. Ahora comprendía su intención.

—Y qué mejor homenaje —continuó ella— que el epitafio de un sofista, siendo tan conocidas vuestras «diferencias».

A pesar de estas amables razones, Pródico declinó la petición. Y no era por ahorrarse el esfuerzo, sino porque no se sentía capaz de ser elogioso con él. De hecho, la mejor inscripción funeraria que se le había ocurrido era —se lo confesó— ésta:

AQUÍ YACE EL CUERPO DE SÓCRATES:

ASÍ ENCONTRÓ LA VERDAD

Aspasia meditó un instante y replicó que esa sentencia no reflejaba el pensamiento del filósofo, sino el del sofista.

—Te aprovechas de que ya no puede responderte —gruñó ella.

—Lo creo muy capaz de volver del Hades para hacerlo.

A ella no le hizo gracia la ocurrencia. Pródico admitió que tenía razón. ¿Para qué liar más las cosas?

—Sin embargo, la frase no es mala. Quizá me la reserve para mi sepultura. «Aquí yace el cuerpo de Pródico. Por fin encontró la verdad.» —Siempre te has referido a él con resentimiento. Incluso ahora.

Pródico sentía que estaban entrando a fondo en materia. Aspasia comenzaba a cortar la carne con el vigor de un matarife. Había demasiadas cuentas pendientes y cuanto antes empezaran a saldarse, mejor.

—Que la vejez te conserve la memoria —suspiró él.

—No hablemos de aquello.

—No, mejor no hablar —dijo Pródico.

—Desde luego. Ni mencionarlo siquiera.

—Te propongo un reto: no pienses ahora mismo en un gran elefante azul en un charco de lodo.

—De acuerdo —ella cerró los ojos—. ¡No estoy pensando en un gran elefante azul en un charco de lodo!

—Falso: lo estabas pensando.

Ella rió con un murmullo.

—Está bien, ya que estamos hablando de esto hace rato, ¿por qué no seguir? Era mi hijo y eso no se olvida. Tal vez fui demasiado dura contigo, lo reconozco.

—Lo fuiste, cierto.

—Pero tú cometiste un error. Me decepcionaste.

—No creo en ese error que desencadena todos los demás errores —objetó él, pacientemente—, ese error que conduce tu vida por el sendero equivocado.

Ella permaneció unos instantes quieta, mirando la lejanía.

—Además —dijo Pródico, volviéndose a ella—, yo no era hombre para ti, Aspasia. No te hubiera hecho feliz.

—Pero tú me querías. Nunca te atreviste a dar ese paso.

—¿Cómo estás tan segura de que te quería?

Ella sintió una punzada de melancolía. Se le atoró la garganta y no pudo responder. Pródico era consciente de que había empezado y ya no había forma de parar. Mejor así.

Aspasia se tapó la cara con las manos y acto seguido se alejó de él.

El sol se iba hundiendo tras el horizonte, dejando en el aire una luminiscencia malva. Aspasia de Mileto fue a sentarse frente al Partenón, que obraba como un bálsamo en su ánimo. Durante los primeros momentos, se dedicó a observar su orgullo herido, como si pudiera extraerlo de sí misma, y encontró que se había conservado intacto a través de los años. Era aquel ardiente pundonor juvenil.

Siempre que se situaba ante los frisos parteoéos recordaba melancólicamente a Fidias y los días en que Pericles y ella se conocieron. Pericles dijo: «¿Te das cuenta, Fidias, de que este templo va a igualar en perfección y belleza a la divina Atenea?». «Amigo mío —repuso Fidias—, olvidas que no creo en los dioses». «Tampoco yo, y qué importa. Para Atenas será la más majestuosa prueba de la divinidad. Y para nosotros, la prueba de que el hombre construye su propia historia sin la vigilancia de los dioses.» Fidias, el eterno solitario. Allí estaba su autorretrato en el friso: viejo, calvo y melancólico. Desde la piedra les lanzaba su mirada burlona. Ella sintió un súbito miedo a que todo eso desapareciera. Buscó con el rabillo del ojo a Pródico, y no lo encontró cerca. Sentía un cosquilleo en el vientre, un regocijo de pensar que él había vuelto, al fin, y los resquemores del pasado no tardarían en disiparse. Ansiaba estar a su lado, y tenía la certidumbre de que a él le ocurría lo mismo.

Mientras la dama admiraba el templo, él oteaba la ciudad, allá abajo. En contraste con la Acrópolis, el resto de Atenas se presentaba ante sus ojos como una configuración caótica de casas y chamizos, una masa de prismas del color del barro, que se mimetizaban con sus calles, y por donde pululaba una multitud ajetreada. Aquel dédalo de callejas se había ido extendiendo sin planificación alguna, según las necesidades de construcción, exceptuando la calle principal, la vía Panatenaica, que atravesaba la ciudad en diagonal desde la puerta del Dipilón hasta la Acrópolis, dejando a un lado los altares y buleuteriones y a otro los talleres y tiendas. Más allá de la ciudad se divisaban labrantíos, campos de cebada ya segados, encinas grisáceas y las hileras de olivos patriarcales, cuyo verde viraba casi al plata.

El sofista de Ceos volvió con Aspasia, le cogió la mano, pero ella la retiró, más como gesto de desaire que de verdadero rechazo.

—Está bien, seré bueno. Me esforzaré en pensar una inscripción adecuada.

—He cambiado de opinión. Mejor se lo encomendaré a otro.

—Sólo trataba de ser honesto contigo.

—Pues me has convencido —sonrió con un atisbo de tristeza.

Ahora se dejó tomar el brazo. Pasearon un poco, de vuelta ya hacia donde les esperaban sus esclavos con el carruaje. Las cosas no habían empezado bien, y Pródico lo lamentaba sinceramente, pero se consolaba pensando que de cualquier otra manera no hubiera sido creíble. Bueno, ya estaban juntos otra vez. Subieron al carro y se dejaron llevar. Aspasia se ahuecó el pelo, le miró un momento y le dedicó un gesto no demasiado huraño, algo así como esa mueca con la que se pone fin a una discusión. Todavía le quedaba otra tarea para él, y Pródico lo sabía. Un homicidio que resolver, el de Anito, el hombre que venció a Sócrates en el tribunal, el que trajo a sus labios el vapor de la cicuta. Pródico estaba ansioso por empezar con el caso. Necesitaba un verdadero acertijo con el que ocupar sus pensamientos para alejarlos de la torturante idea de la mortalidad.