Capítulo V
Corrían los años sombríos de la gran guerra. La peste azotó la ciudad. La peste traía las ratas, o las ratas traían la peste. Venían en riadas, de pueblo en pueblo, entraban en los almacenes de grano, huían de las granjas incendiadas, trepaban por los muros de la ciudad, se dispersaban por las calles, en la fetidez de la basura, procreaban en la oscuridad de los rincones, en los sótanos y bodegas, bajo los lechos de los enfermos, en los cuartos donde olía a pústulas y a sudor, corrían por las vigas, infectándolo todo. Los hombres marchaban al frente a combatir con los lacedemonios y volvían para ser enterrados en las afueras, allende las murallas. Hubo incendios, saqueos. El comercio marítimo quedó prácticamente asfixiado, y todas las desgracias confluyeron en Atenas como ríos turbulentos.
Cansada de una guerra interminable, Atenas se veía cada vez más acosada por los espartanos y por los propios enemigos internos. Había que encontrar a un culpable. El hombre a quien su pueblo tanto había amado y venerado, Pericles, murió sin gloria ni honores bajo la mordedura de la peste, en un parco funeral al que años atrás hubieran asistido centenares de personas: amigos, familiares de la estirpe Alcmeónida, compañeros del ala demócrata, magistrados, todos los que habían estado a su lado, trabajando en sus proyectos y habían conocido su calidad personal. Habrían comparecido también, como acto oficial, el colegio de estrategos y de arcontes y una representación de la Bulé. Sin embargo, Atenas había perdido la memoria. Y el signo de la desgracia cayó como una densa bruma en el sentir de la colectividad. Cundía el rumor de que, con su ambición y arrogancia, Pericles había provocado las iras de Zeus, señor de todas las pestes, tormentas y calamidades. Pocos recordaban ya al hombre que cimentara un Estado sobre la razón; al genial orador, al político libérrimo que soñó con una gran ciudad habitada por hombres que regían su propio destino sin el arbitrio de los dioses.
Aspasia quedó sumida en una profunda desolación.
El nombramiento de embajador de Ceos fue lo que más ayudó a Pródico a superar su profundo desencanto sentimental. Su trabajo como diplomático comenzó precisamente en un momento en que el Egeo era un hervidero de conflictos entre dos frentes en guerra. Aquella pequeña isla del archipiélago de las Cicladas, apenas un puerto de tránsito, por su pertenencia a la Liga de Delos y su alianza con Atenas había estado en las últimas décadas metida de lleno en el escenario de la contienda naval. Además, por estar justo en medio del mar era un enclave estratégico en la lucha por el control de las rutas comerciales. Y allí, prácticamente insignificante, resistía como una rocosa Caribdis, que emergía del mar para recibir la embestida del oleaje y los vientos enfurecidos.
Como embajador, Pródico descubrió que la política era el mejor antídoto contra la nostalgia. Sus decepciones sentimentales se le borraban del recuerdo cuando cumplía sus misiones diplomáticas, ocupado en resolver las infinitas querellas de fronteras que había dejado el nuevo equilibrio de poderes. Entonces lo que más le preocupaba era saber hablar como Protágoras le había enseñado, utilizando el arte de la persuasión, ganando la voluntad de los hombres de quienes dependían los pueblos, para mantener las relaciones de alianza y negociar acuerdos de soberanía. Añoraba volver a Atenas, pero las noticias de la peste le mantenían alejado de tal propósito.
Un día llegó a su tranquila isla de las Cicladas la noticia del fallecimiento de Pericles, y Pródico volvió a obsesionarse con Aspasia. Habría sido un golpe muy duro para ella —adivinó— por todo cuanto perdía con esa muerte: su amor y el gran proyecto al que consagraba su talento. Así pues, decidió que era el momento indicado para hacerle una visita de cortesía para transmitirle sus condolencias y su apoyo, y darle un obsequio, según una vieja promesa que contrajo cuando se conocieron.
Diseñada por el arquitecto milesio Hipódamo, a petición de Pericles, la villa de Aspasia era una de las más bellas y reconocidas de la ciudad. Se hallaba al oeste de la vía Panatenaica, cerca del ágora. Estaba orientada al mediodía, y se accedía a ella cruzando un jardín con un pozo y varios barracones para los esclavos, junto a las caballerizas. Por fuera tenía el aspecto de tres casas unidas entre sí, construidas sobre sillares de mampostería con los tejados a varias alturas. En el interior uno era acogido por la quietud del mármol. En los tragaluces había láminas de mármol pario, tan traslúcido que disolvía la luz en un tamiz rosado. Los salones estaban dominados por teselas decorativas y columnas jónicas, y había amplias salas para banquetes a ambos extremos de la casa.
Aspasia de Mileto le brindó al sofista un recibimiento tan cálido y especial que logró avivar en él sus antiguas esperanzas. No sólo no se había olvidado de la promesa, sino que todavía esperaba cada día verla cumplida. El la encontró tan hermosa como la recordaba, con la pátina de serenidad que da la madurez y el haber superado la peor crisis de su vida. Había requerido mucha fortaleza para no desfallecer y ahora era cuando más sentía la ausencia de los amigos. Por eso, la visita de Pródico era como un rayo primaveral en medio de la bruma.
Pródico de Ceos había planeado quedarse un día, y al final permaneció todo el invierno de aquel año en su acogedora villa. Su amor por Aspasia le abrasaba. Quizá porque sentía debilidad por las personas que dedican su vida, con tesón y coraje, a proyectos irrealizables.
La peste acechaba afuera, lanzando sus dardos invisibles. La casa era desinfectada diariamente con baldes de agua hirviendo, conforme a las prescripciones del médico de Aspasia; se habían quemado cortinas y tejidos, se había sacrificado a los caballos, limpiado las cuadras, y los esclavos que salían a hacer las compras lo hacían con vendajes en la boca y al volver permanecían varios días en observación, en una dependencia reservada para ello. Había miedo en las calles, la gente procuraba salir lo menos posible, y aun así la epidemia seguía diezmando la población gota a gota. Muchos se sentían más seguros combatiendo en el mar, y se unían a las tropas que morían luchando contra los lacedemonios. Se hacían ofrendas a los dioses para sofocar su ira, y al final del invierno, la peste parecía haber pasado de largo una vez más, aunque nadie sabía cuándo estaría de regreso.
Aspasia quiso mantener con su huésped de honor una relación diferente a la que había tenido con los demás hombres. Ambos tenían treinta y seis años: el tiempo de las premuras había pasado. Ella deseaba que toda su intimidad se estableciera en un plano espiritual, y el placer de la conversación no quedara oscurecido por el placer de los cuerpos. Se sentía atraída por él, pero sabía que ese deseo acabaría banalizándose en la costumbre, como tantos otros, si le daba el mismo trato que a los demás. Ignoraba qué opinaba Pródico al respecto, y nunca se atrevió a preguntárselo. El tampoco dio ningún paso decidido en favor de un acercamiento corporal, jamás la molestaba cuando sabía que se encontraba desnudándose, o gozando de un baño, nunca llamó siquiera a su habitación cuando yacía en la cama, pero por sus miradas se advertía su deseo. Por otro lado, Aspasia se encontraba todavía consternada por la muerte de Pericles, y se sentía herida por la ingratitud y veleidad de un pueblo que había pasado de venerar a Pericles a despreciarlo y nombrarlo emisario de la desgracia.
Leyó con avidez el libro de Pródico, que trataba del pensamiento de Protágoras en materia del relativismo: la imposibilidad de discernir cualquier certeza más allá de la apariencia: el lenguaje conforma la realidad como el agua la tinaja.
A ella le agradó mucho la obra, y le hizo numerosas observaciones. A resultas de las largas conversaciones que mantuvieron juntos, y de una nueva inmersión en el trabajo a lo largo de todo el invierno, Pródico consiguió darle un nuevo estilo reflexivo y «relativista», en el que ninguna suposición de Protágoras se daba siquiera por cierta o falsa de manera cabal, y de este modo logró unificar forma y contenido.
Casi todas las tardes se celebraba en el salón de la villa una tertulia después del banquete. Aspasia se preciaba de atraer a sus divanes a los mejores conversadores de Atenas (a los que no les doliera en prendas ser los invitados de una dama) y así Pródico pudo conocer y departir con algunos habituales como Aristófanes, Eurípides, Demóstenes, Sócrates y otros que se iban dejando caer algunas tardes, como el sofista Gorgias. Las buenas sesiones eran un espectáculo excitante, la plática cobraba vuelo y se debatía a veces con verdadera ferocidad. Aristófanes y Eurípides siempre divergían y chocaban; el primero con su hablar de trazo grueso, paródico, y el segundo con su estilo pulido y algo afectado; Demóstenes era el brío de la palabra pronunciada con torpeza de tartamudo; Gorgias se reía sin parar y sabía detectar una incongruencia con más rapidez que el vuelo de una mosca; Aspasia coordinaba el debate, a veces condescendía con Eurípides, y Sócrates lanzaba preguntas capciosas y desconcertantes.
Para Pródico, Sócrates era un hombre extraño, uno de los más extraños con los que se había tropezado. Nunca estuvo seguro el sofista de si lo que mantenía con él eran diálogos, monólogos o interrogatorios. En cualquier caso le despertaba una gran curiosidad, porque no era fácil averiguar por dónde se movía. Solía mirar a los otros con expresión apacible, de agrado. Nunca hacía bromas sobre nada, ni prestaba atención a las que le hacían otros, como Aristófanes. Era como si se creyera carente del más mínimo ápice de frivolidad. Preguntaba mucho, demasiado, se interesaba muchísimo por las opiniones. Esto último era quizás lo más llamativo. Siempre estaba deseoso de conocer las opiniones ajenas, pero en el fondo le importaban una higa.
Al principio, Pródico se había sentido muy atraído por el método que empleaba el filósofo, a base de preguntas, en pos de una cierta pureza conceptual, pues aquello de definir los términos y pulir razones iba mucho con su carácter, su amor a la exactitud lingüística y la claridad. Sin embargo, pronto comenzó a sentirse decepcionado al determinar que sus indagaciones no se regían por una cierta lógica o un mínimo rigor, sino por analogías aparentes. Utilizaba con excesiva frecuencia ejemplos tramposos (en el sentido de inexactos) y al final uno se daba cuenta de que no había indagación alguna, ya que había previsto de antemano la senda del laberinto y la bifurcación en la que el otro quedaría definitivamente extraviado. Entonces se ofrecía al interlocutor como guía.
El sofista había anhelado entablar amistad con él, dada su proximidad al círculo de Aspasia y la excelente reputación de la que gozaba, pese a sus poco refinados modales. Su presencia en un banquete era acogida como un gran honor. Se le tenía por un hombre sabio y con un punto enigmático muy del gusto de todos, especialmente de la anfitriona. Aunque jamás se pronunciaba sobre nada, nadie dudaba de que tuviera una opinión valiosa y certera sobre cualquier asunto que se tratara. Se le brindaba ese respeto reverencial que inspira quien se expresa desde claves metafóricas y difusas, cuyo significado nunca se alcanza a discernir. No perdía ocasión de enredar a Pródico en sus diálogos y demostraba un interés insistente en conocer en qué consistía el ideal del sofista. Pródico intentó explicarle, de todas las formas posibles, que se basaba en la transmisión del saber, pero el filósofo no entendía que se pudiera llamar saber a la técnica oratoria, la política, el arte de escribir o la cultura y la historia de los pueblos. Las consideraba destrezas prácticas, oficios de mediana categoría y muy lejos del saber fundamental. Y como tampoco comprendía que cobrara por impartirlos, ironizaba diciendo que tal vez para escuchar un discurso interesante de Pródico tendría que pagarle su exposición de quinientas dracmas. A fuerza de repetir este comentario, lo convirtió en un chiste que siempre se celebraba con risas. En una de éstas, Pródico replicó:
—Ni cobrando mil dracmas conseguiría enseñarte algo de provecho.
Ahí contraatacaba el filósofo con una hábil celada: según él, ¿qué enseñanzas son provechosas para el hombre? Si Pródico defendía el valor de la oratoria, Sócrates la equiparaba con la demagogia y el arte de engañar en los tribunales; si aquél defendía el conocimiento de la legalidad, Sócrates oponía legalidad a justicia; si se arrimaba a la escritura, Sócrates le echaba cuatro paletadas de la peor literatura de moda, como cierta poesía bufa muy del gusto del vulgo; si sacaba a relucir la economía, el filósofo la empañaba con la codicia y el afán de lucro. Al final parecía demostrar que ninguno de aquellos bienes era válido en sí mismo y para todas las personas. Pródico estaba agotado.
—Tú no dialogas, Sócrates, tú compites. Cálmate; eres el mejor.
—Vosotros los sofistas sólo sabéis hablar por el lado de la boca que os conviene.
Fue entonces cuando Pródico se percató de un hecho aparentemente banal: la fealdad del filósofo. Que era feo de cara se notaba con un simple vistazo, pero ahora veía más allá, veía que su fealdad lo emparentaba con una cabra.
En el salón de la villa de Aspasia estaban prohibidas las discusiones de tono bronco. Sócrates y Pródico se odiaban cordialmente.
Pródico comprendía con tristeza que en la barca de Sócrates no había espacio para él. Era la barca de la certidumbre. Náufrago zarandeado por las olas, el sofista ansiaba alcanzarla, y el otro le tendía la mano. Entonces Pródico veía que esa barca de salvación era, en realidad, arrastrada por la corriente inexorable hacia la orilla oscura, de donde nada regresa.