Capítulo XII

En las últimas semanas no se hablaba de otra cosa. La noticia había corrido de boca en boca por toda la ciudad, provocando reacciones de toda laya: regocijo, alivio, pasmo, indignación o tristeza, pero nunca indiferencia. Sin duda, a la persona a la que más afectó fue a Aspasia.

Angustiada, la dama fue a visitar a Sócrates. Recordaba cómo éste había hecho todo lo posible por salvar una vez a su hijo y se sentía profundamente en deuda con él. Sabía que la vida de su amigo estaba en peligro, aunque él no pareciese o no quisiera entenderlo.

Lo encontró recostado al sol del patio, mientras, dentro del chamizo, su mujer Jantipa intentaba calmar los berridos del bebé. El viejo estaba muy tranquilo, como si nada de aquello fuera con él, ni los berridos de su hijo, ni la crispación de su mujer, ni la amenaza del juicio. Aspasia le preguntó si había preparado su defensa.

—Mi defensa es mi vida —contestó.

En vano intentó ella hacerle ver que ese alegato sería insuficiente ante el tribunal. Sócrates no se inquietó lo más mínimo, no tenía nada que ocultar y estaba seguro de que las injurias y calumnias caerían por su propio peso. Aspasia lo veía desde una perspectiva más realista, conocía a Anito y sabía lo que se proponía.

—No quiero engañarte, Sócrates. Tienes enemigos poderosos. ¿Conoces los cargos que te imputan?

—¿Cómo voy a saberlo?

La dama se sentó junto a él. Meditó antes lo que iba a decirle. Quería encontrar las palabras exactas, porque sabía que iba a ser extremadamente difícil convencerle. Ya iba preparada para todo eso.

—Escucha, Sócrates. Sé que tu serenidad es la prueba de tu virtud, tus amigos lo sabemos, y confío en que así lo puedas transmitir al jurado. Pero sé cómo son estos juicios, recuerda que yo sufrí uno en carne propia. Recuerda lo que ocurrió con Protágoras o Eurípides. Es una trampa mortal. Van a ir por ti. Y tienen argumentos que te pueden hacer mucho daño, no importa que sean falsos. A veces basta introducir en el jurado una ligera sospecha, Sócrates, y si las acusaciones son muy graves, e implican un riesgo para la estabilidad de la polis, aunque no haya pruebas fiables, no lo dudarán. Tú sabes cómo están las cosas ahora, la gente tiene miedo, desconfía de todo y no quiere que vuelvan a ocurrir desgracias como las que hemos sufrido recientemente. He podido saber algo del argumento de la acusación, Sócrates, y es de calado político. Están decididos a hundirte. Conocen tus puntos más débiles, van a insistir en tu relación con Alcibíades y con Critias. Basta que suenen estos dos nombres en un tribunal para que se produzca un temblor de tierra. Ese Anito se lo ha preparado bien, y tiene apoyos. Es un hombre poderoso, tú lo sabes. Vas a tener que emplearte a fondo en tu defensa. Estoy muy preocupada.

—Son sólo calumnias, querida Aspasia. ¿A quién pretenden impresionar?

—¡Sócrates! —Aspasia no pudo reprimir un sollozo—. ¡Debes preparar tu defensa!

Él la miró en silencio, compadeciéndose de ella y sin saber qué hacer. Aspasia recuperó el dominio de sí misma, y sacó un rollo de papiro que guardaba en una bolsa de lienzo bajo su ropa. Se lo extendió. A primera vista, Sócrates ya adivinó que se trataba de un discurso judicial de defensa.

—Léelo atentamente. Es de Lisias, el logógrafo.

—No tenías que haberte molestado, Aspasia.

—Léelo de una vez, te lo suplico.

Sócrates hizo lo que Aspasia le pedía. La primera parte era una formularia exposición de patriotismo y fidelidad a Atenas, y tras negar con cierta rotundidad los cargos esgrimidos contra él, pasaba a rematarlo con un final que se precipitaba hacia lo sentimental:

Así pues, atenienses, es falso que yo haya incitado a los jóvenes contra nuestras sagradas tradiciones religiosas y democráticas. Es tiempo, en cambio, de recuperar la fe en nosotros mismos y de encomendarnos a los dioses que velan por la paz y la concordia, recuperando el espíritu de Pericles y reconstruyendo la ciudad para devolverle su antiguo esplendor. Amo a Atenas, como todos sabéis, pues jamás me alejé de la ciudad sino cuando fui llamado a la guerra para defenderla. Jamás cometí impiedad, y en mis diálogos con mis jóvenes amigos no osé poner en duda los principios de la polis, sino más bien conducirlos por el camino de la virtud y la moderación, para servir con rectitud a nuestra divina ciudad, por eso pido vuestra comprensión y clemencia. Habéis escuchado mis palabras, admirable jurado. Nunca he tenido propósitos que ocultar, tampoco ahora. Pero no sólo hablo por mí. Mi mujer y mis hijos sufren esta afrenta aún más que yo, que soy anciano y mi vida se dispone a llegar a su término. Pensad que aún tengo que ocuparme de una familia y sobre todo del más pequeño de mis hijos. Reflexionad sobre todo esto, y juzgad si merezco este proceso y tantas injurias dolorosas para mí pues no hay calumnia más dañina para el honor que poner en duda mi fidelidad a la ciudad de Atenea, resplandeciente de sabiduría y terrible en su ira con quienes la traicionan. Atenas, la ciudad más bella que haya contemplado jamás un hombre.

Sócrates levantó la vista y tropezó con la mirada inquisitiva de su amiga. Toda su rígida postura parecía expresar su ferviente deseo de que Sócrates aceptara recitarlo en su discurso de defensa.

—¿Qué te parece?

—Es hábil, elocuente y conmovedor. Te lo agradezco sinceramente, pero sé defenderme solo, Aspasia.

Ella se daba cuenta de que le había desagradado por completo, y al calificarlo de elocuente se refería a artificioso, y, al decir conmovedor, a tramposo y adulador. Lo había temido desde el principio.

Se sentó junto a él y lo encaró firmemente, cosa en cierto modo innecesaria, pues Sócrates no acostumbraba a rehuir las miradas.

—Escúchame bien, Sócrates, y no seas obstinado. No basta con que tú estés seguro de tu inocencia. Has de convencer al jurado de que lo eres. Y al jurado no va a conmoverlo el que tú alegues tu vida como ejemplo de virtud y fidelidad a Atenas. Tendrás que mostrárselo ahora, como si nunca lo hubieras hecho antes, como si tuvieras que empezar de nuevo, desde el principio. No pienses que conocen lo que has hecho, piensa más bien que esos hombres que van a escucharte y a decidir sobre tu inocencia o culpabilidad albergan extraños recelos contra ti, cuya naturaleza ni siquiera sospechas. Tendrás que poner de manifiesto que eres inocente en cada palabra que pronuncies, en cada aliento que exhales. Tus argumentos deben ser mejores que los de la acusación, más sólidos y convincentes, y, al mismo tiempo, refutar sus razones. Y eso, Sócrates, significa que has de servirte de una buena oratoria.

—Una buena oratoria no es la que procura engañar a los jueces sirviéndose de artificios, como haría Pródico.

—¿Artificios? —suspiró Aspasia, desconcertada. Se levantó, anduvo un poco, meditando lo que acababa de oír. Hizo un nuevo esfuerzo por atemperar sus nervios. ¡Cómo podía ser tan terco! Volvió a él reuniendo toda la dulzura en su mirada—. Sócrates. Por favor, tú no entiendes de estas cosas, escucha mis razones y no desestimes lo que te ofrezco sin antes meditarlo bien. Recuerda que está en juego tu vida, pero piensa también que tienes un hijo. No te estoy pidiendo que hagas de tu defensa un burdo manejo, te pido sencillamente que prepares tu defensa, porque temo que emplees un método que en el tribunal te servirá de poco. Sabemos que Lisias tiene un gran talento para persuadir y conmover, pero gracias a eso ha librado de la muerte a muchos de sus defendidos. Y eso es exactamente lo que necesitamos.

—Si un buen discurso puede convencer a un jurado de que un criminal es inocente, o a un hombre justo de que es culpable, lo mismo se debe aplicar a los discursos que defienden la inocencia del inocente o la culpabilidad del culpable: todos son engañosos por cuanto que son condenados o redimidos por las artimañas de la retórica.

—De nada te valdrá ser tan purista, Sócrates. Los juicios están llenos de impurezas. Esa autenticidad que tú pretendes es una quimera, un imposible. ¡Sé realista, te lo ruego!

—Toda mi vida he defendido lo que te estoy diciendo, Aspasia. No puedes pedirme ahora que, por miedo, adopte una actitud contraria a mis principios.

—Comprendo lo que quieres decir. Conozco de sobra tu rechazo a la retórica, y hemos hablado mucho de este asunto con sofistas como Pródico o Protágoras, en los salones de mi casa. Pero ahora estamos en una situación de vida o muerte. Y debo recordarte que la retórica es, te guste o no, la base de cualquier sistema legal. De momento, no existe otra forma de defender o acusar más efectiva. Jamás dispondremos de pruebas materiales suficientes para que no sean necesarias las palabras. La verdad siempre se nos escurrirá de las manos como un pez. Nos acercaremos a ella con nuestros torpes razonamientos, intentaremos hincarle el arpón de la razón y descubriremos que el pez no estaba donde vimos su reflejo.

—Puede que tengas razón, Aspasia, pero ya sabes que la sabiduría práctica nunca ha sido mi mejor virtud.

Finalmente comprendió que Sócrates había desistido de seguir explicando su postura, porque no estaba dispuesto a abandonarla, y ya sólo quería mostrarse amable con ella. Aspasia sintió una oleada de rabia e impotencia; le quería demasiado como para permitir que cayera en la trampa que le habían tendido. Él había intentado defender a su hijo en aquel juicio infame y ahora ella se veía en la obligación de corresponderá en la deuda. Habría hecho lo que fuera por evitar el desenlace que se avecinaba de forma inexorable. Pero la misma solidez de la filosofía de su amigo se basaba en su intransigencia. Jamás le haría cambiar de parecer. La batalla estaba perdida.