Capítulo XXXI

Al sofista de Ceos le agradaba sobremanera la inscripción que Alcibíades había tallado, de propia mano, en la losa que sería años después su estela fúnebre, y que trajeron sus partidarios desde la lejana Tracia, junto con su cadáver, para recibir sepultura en Atenas:

PATRIA MÍA, SI COMENZARA DE NUEVO

TE VOLVERÍA A TRAICIONAR

Era hermosa y honesta como una declaración de amor.

Un año había transcurrido desde aquella ceremonia de exequias, la más extraña que se había conocido en la ciudad. Ahora, a la luz del tiempo pasado desde entonces, a Pródico le resultaba más paradójica aún si se tenía en cuenta que aquel ataúd cerrado en el que descansaban sus huesos contenía cualquier cosa excepto esto.

Cuando corrió la voz de que Alcibíades había fallecido, la mayor parte de la Asamblea de ciudadanos se opuso en rotundo a que los restos de aquel traidor sin escrúpulos volvieran al Ática. Pero otro sector, nostálgico del pasado, clamaba por que se permitiera su funeral allí, en un acto de piedad con sus antepasados, y en respeto a la dinastía Alcmeónida, a la que pertenecía Pericles. Finalmente, por temor a una revuelta, se permitió que recibiera sepultura en su patria, pero se le denegó cualquier honra, como ser enterrado en un recinto sagrado, en el interior de la ciudad, o con dignidades de héroe. El cadáver había sido traído desde la Tracia de su exilio por un puñado de partidarios, en un viaje sin apenas escalas. Desde el momento en que desembarcó en el Pireo, había tenido que ser custodiado por un piquete de soldados para salvaguardarlo de los intentos de sabotaje. La guardia cubría el largo corredor fortificado que unía el puerto con la ciudad. Allí, entre los Muros Largos, se apiñó el pueblo ateniense como cuando el ejército espartano invadió el Ática, para ver pasar el féretro. La tensión reinante hacía esperar que nunca llegara a entrar en la ciudad. Todos se preguntaban quién o quiénes lo impedirían y de qué modo; si robarían el ataúd o lo harían retroceder hasta el mar, si se opondrían los soldados, anteponiendo el rencor personal a las órdenes recibidas, o si por el contrario serían estrictos en el cumplimiento de su misión hasta el punto de enfrentarse a los insurrectos ante el menor intento de sabotaje. Los caballos que tiraban del carro avanzaron despacio, piafando y sacudiendo la cabeza, nerviosos por la proximidad de la gente. Delante, la guardia que conducía la comitiva, alertada y en medio de una gran tensión, iba despejando el paso entre el gentío.

Contrariamente a lo que se vaticinaba, el cortejo fúnebre formado por los pocos amigos y fieles al difunto que aún quedaban apenas hubo de soportar algunos abucheos que no consiguieron animar a los violentos. El carro con el cadáver pasó ante la multitud sobrecogida, y nadie osó alzar la mano contra el muerto.

Los muchachos observaban el entierro desde las ramas de las encinas o sentados a horcajadas en los muros que rodeaban el cementerio, ansiosos de seguir escuchando aquella leyenda interminable del héroe más admirado y odiado. Hombres y mujeres aguardaban sin moverse y sudando bajo la canícula, asombrados por aquel último golpe de efecto de Alcibíades, su epitafio. Finalmente, fue Neóbula quien pronunció unas breves palabras cuando se bajó el féretro al foso:

—Aquí yace un hombre que fue libre, un hombre que sólo fue fiel a sí mismo. Quiso llegar a lo más alto. Todo él irradiaba luz. Vivió con avidez y plenitud porque odiaba la mediocridad. Su único gran amor fue Atenas.

A continuación, pasó a leer el discurso que Alcibíades había dirigido a su pueblo años atrás, cuando ella vivía con él. Era un último adiós:

Atenienses:

La tormenta me embriaga. Galopo por las praderas de los acantilados bajo las gaviotas de vuelo quebrado. Esta tierra aún es virgen y el mar infinito.

De nuevo el hado me obliga a alejarme de Atenas, la única ciudad que he amado, esta vez para siempre, pues ya no he de volver. Con una sola nave me alejé de ella por última vez, rumbo a Tracia. Ya no hay refugio para mí en la tierra, me habéis convertido en un extranjero. Voy errando de un país a otro, sin horizonte. Desde esta triste fortaleza del Quersoneso contemplo el mar pensando que en algún lejano lugar está bañando el puerto de la inefable Atenas. He vivido para mí, nunca acepté otro gobierno que el de mi libre destino, y en cada momento decidí según esta última prerrogativa: mi vida, por encima de cualquier deber y fidelidad.

Durante muchos años me habéis zaherido con injurias, la calumnia sigue mis pasos allí donde vaya, soy blanco de la envidia de los necios y los espíritus mezquinos han querido apartarme del mando de las tropas cuando yo pude cubrir esta ciudad de gloria.

Desde estas colinas del destierro escucho los gritos de las gaviotas y mi recuerdo viaja a los acantilados en los que las olas batiendo en el risco envolvían nuestras naves encalladas y las hacían zozobrar a merced del viento. Basta el coraje de un solo soldado para infundir ánimo en un ejército arredrado por el miedo. Con dulces y reconfortantes palabras se entibia el corazón de los combatientes afligidos. Ninguna desolación resiste un segundo amanecer, con la luz y el rocío se abre nuevamente al aire y respira, y el cuerpo, ayer abatido, se levanta de nuevo con todas sus fibras tensas como las cuerdas del arco en la batalla.

Atrás queda aquel efebo idolatrado que se crió en los lujos refinados de la corte de Pericles, las mujeres y los blandos cojines. Mi piel tiene la costra del salitre y la arena, y de estas espinas ha sido endurecida. Aún me considero joven y en plenitud de fuerzas. Pero mi vida ha sido cruelmente cercenada. No me quedan ilusiones ni alicientes.

Mirar atrás siempre me pareció cobarde y tan ocioso como querer apresar el vuelo de Cronos, pero esgrimir la verdad aun desesperando de que alguien quiera oírla sigue siendo tan hermoso como inútil. Sé lo que dicen de mí en los términos que dicta la ignorancia o la mala voluntad: no he de rendirme a la mentira de la historia ni esperar a que otros vengan a limpiar mi honor de tantas infamias. Por encima de mis errores y traiciones, mi única aspiración fue traer a Atenas la égida de los vencedores. Ahora os lamentáis de vuestras desgracias y cargáis la culpa sobre mí, pero yo no puedo hacerme responsable de los errores que cometisteis.

He soñado que una mujer cubría mi cadáver con una manta, y sé que mi fin está muy próximo, por eso os hago llegar este mensaje. Ruego a los dioses que no sea sepultado en este lugar, el Quersoneso, tan lejos de mi única patria. Y ya no será un Lisandro al frente de sus tropas, ni un Nicias, ni un rey, ni un Hiparco, ni un hoplita quien me dará muerte en el campo de batalla, ni siquiera un rico sátrapa persa. En esta última escala de mi viaje, desde la que os hablo, sé que no podré arrojar mi último dardo al morir, como me hubiera gustado, ni gozaré de la voluptuosidad de ver correr mi propia sangre cuando a mi alrededor el campo se siembra con la hedionda carne de los cadáveres, sino que será como anunciaban los versos de Calino de Efeso:

La muerte vendrá en el momento

en que la hayan urdido las Moiras,

porque no está en el destino de un hombre

escapar a la muerte, ni aunque su estirpe

viniera de los dioses.