Capítulo XXVII

Pródico estaba satisfecho con las declaraciones de Neóbula y esperaba que le ayudasen a avanzar por senda segura. Por supuesto, en ningún momento se había tomado en serio que Aspasia pudiera ser la asesina, pero le impresionó la frialdad y la consistencia del testimonio de la hetaira. Cada argumento por separado era bueno, y juntos encajaban a la perfección, lo cual sólo probaba que Neóbula era en extremo sutil. ¡Definitivamente, la sofística no era cosa de hombres! Por eso mismo, un sofista siempre debe desconfiar de otro sofista.

Tampoco se equivocaba Neóbula en que los sentimientos de Pródico hacia Aspasia eran muy intensos, lo suficiente como para oscurecer su razón. Aun siendo consciente de ello, su convencimiento acerca de la inocencia de Aspasia era absoluto.

La cuestión relevante, a su juicio, era por qué la hetaira quería imbuirle esa sospecha, por qué le estaba manipulando. ¿Probaba eso que Neóbula fuera culpable? La respuesta era negativa: probaba sólo que Neóbula deseaba la muerte de Aspasia.

Pródico escribió el nombre de la hetaira en su lista de principales sospechosos. Los demás estaban tachados.

Su orgullo herido, el haber sido rechazado por la única mujer que había amado, era ya un pretexto inservible, había muerto como una mala planta en un cambio de estación, aunque se aferrara tenazmente a la tierra de la que brotó. En el mediodía de las colmenas, en el aire pegajoso como la resina, se sentía seguro de poder dar la espalda a la pasión, así se le presentase Afrodita seductora contoneando sus caderas. Aspasia dormía para poder trabajar de noche. Pero en el patio nocturno con su luna amarilla, en la quietud de los jazmines y la frescura de la hiedra en el pozo, Aspasia se le aparecía como un fantasma de otro tiempo, y su voz le electrizaba la piel. Entonces hablaban de los viejos amigos, recordaban juntos y él se esforzaba otra vez en hacerla reír. Y ella le buscaba los ojos y durante unos instantes se entrelazaban las manos. Esta ebriedad era lo más próximo a la felicidad que él había conocido, y deseaba que no terminara nunca.

Tal vez Aspasia conocía mejor los sentimientos de Pródico que él mismo. El sofista había vivido siempre solo, por deseo expreso de no atarse a ninguna relación que le pudiera lastrar su libertad, por eso no sería extraño que en la senectud se hubiera vuelto un maniático solitario. Pero ningún hombre había conseguido ocultarle jamás sus sentimientos por ella, y Pródico, aunque tenía más tupido el acceso, más hojarasca entre su interior y sus palabras, era un hombre.

Un día, la dama se hizo llevar por sus esclavos a Delfos para consultar el oráculo de Apolo. Hacía diez años que no iba. Pasó allí toda la mañana, y Pródico hubo de comer solo. Por fin regresó Aspasia con el ánimo un poco sombrío. Se puso su cimbérica negra y se sentó con él a relatarle la experiencia. Le contó las incidencias del viaje por el serpenteante camino entre riscos, cómo llegó, cansada de los barquinazos del carro, a los dominios de Apolo, y el sobrecogimiento de entrar descalza en el templo con los últimos rayos de la tarde. No ocultó al sofista el interrogante que la llevó hasta allí: saber cuándo iba a morir.

Pródico no se alegró de la noticia.

—No sé de qué te sorprendes, querido —le dijo ella—. Si hay una cuestión que nos interesa a todos es precisamente ésta.

—¿A todos?

—Nadie es indiferente, ni tú tampoco.

—Está bien —concedió—. Sé cómo acaba esa historia, y es más de lo que querría saber.

—Hay que ser previsor hasta para morir —sonrió ella—. Es un viaje que no querría dejar sin preparar. Prepararlo es ir aceptándolo.

—No me pidas que yo lo acepte también.

—Claro que te lo pido.

Aspasia le fue a coger la mano, pero él le dio la espalda, incómodo. Dijo:

—Suponiendo que haya un destino, y un oráculo que lo sepa, no veo qué ventaja habría en conocerlo.

—Me recuerdas a Dafnites, el pensador escéptico que visitó el oráculo. Ocurrió hace unos cien años. ¿Conoces la historia?

—Soy todo oídos.

—Pues bien, este Dafnites fue a consultar el oráculo de Delfos para divertirse un rato, ya que no creía en absoluto ni en los oráculos ni en la magia de Apolo. Así que le preguntó al oráculo en son de burla: «¿Podría yo encontrar mi caballo?». La verdad es que no poseía caballo alguno. El oráculo le respondió, a través de la voz quebrada de la pitonisa en trance: «Encontrarás el caballo, pero te caerás y morirás». Dafnites se marchó muy contento de Delfos, riéndose para sus adentros de la autoridad de los sagrados oráculos. En esto se topó con el rey Atalo, quien en muchas ocasiones, estando ausente, había sido objeto de sus despiadadas críticas. El rey aún no se había encontrado con Dafnites en persona, y estaba más que deseoso de atraparlo y darle un escarmiento, y he aquí que se tropezó con él en el camino de Delfos que serpentea por entre los precipicios. Su guardia lo apresó y el rey Atalo ordenó que fuera precipitado desde una roca que se llama El Caballo.

—Una leyenda muy interesante, e instructiva —asintió Pródico—. Parece decirnos que nadie escapa a su destino. En realidad, conocía esta historia, pero no es como tú la has contado.

—¿Ah, no?

—La historia real, tal como sucedió, es que ese tal Dafnites no preguntó al oráculo si podría encontrar su caballo, sino cuándo moriría, que es al fin y al cabo la cuestión que todos queremos saber. El oráculo le contestó que moriría al caerse del caballo. Dafnites lo encontró gracioso porque no sabía montar a caballo ni tenía intención de aprender a sus setenta años. Y en el camino de regreso, por esa vereda que serpentea entre precipicios, se paró ante la roca que llaman El Caballo, y entonces le dio un vuelco el corazón, porque de pronto le vio un sentido al oráculo. Comenzó a sentirse invadido por el pánico. Los ojos quedaron atrapados por el vacío de la caída, y se vio incapaz de resistirse a ese influjo, el vértigo, la inminencia de su muerte, porque estaba determinado por el dios que su vida acabaría en ese punto. Entonces él mismo saltó de cabeza y se despeñó. Fue así de imbécil, el pobre. Por creer que nunca escaparía a su destino.

Aspasia se echó a reír, porque comprendía que se la acababa de inventar.

—Ah, no se te puede contar nada —protestó Aspasia.

Aquella noche estuvo dándole vueltas a todo ese asunto del oráculo y del destino, y a la posibilidad de que todo estuviera realmente prefijado de antemano. Si era así, se trataba de la justificación perfecta que cada uno podía encontrar a sus errores, delegando toda responsabilidad en el hado. Protágoras sólo creía en la suerte, aunque también veía en la fortuna el mismo peligro de atribuir a algo ajeno a uno la causa de los errores propios. A este respecto, el maestro solía afirmar que el que sabe elegir con sabiduría siempre tiene suerte.

En cierta ocasión, mientras conversaban los dos sofistas sobre este asunto, se encontraron con un hombre de quien decían que desde su nacimiento había sido tocado por la fatalidad. A su condición de ciego se unía un cúmulo de desgracias, como el haber perdido un pie y una mano accidentalmente. Pródico le hizo notar que el que va sin mirar por donde anda suele pisar a lo largo de su vida muchos rabos de perro.

También le puso el ejemplo del rayo que mata a un hombre. Repugna a la razón admitir que tal desgracia pueda ser obra del azar y que carece de significado. Es preferible atribuirlo a la ira de Zeus: «Algo mal habrá hecho, por lo que merece ser castigado». Y si al mortal no se le encuentra falta ni impiedad, es sabido que al dios siempre se le escapaban algunos rayos por su carácter, en sus trifulcas amorosas con la celosa Hera. En definitiva, el hombre prefería sentirse víctima de las bajas pasiones de los dioses antes que reconocerse siervo de algo tan neutro como el azar.

—Y sin embargo —meditaba Pródico— los rayos siguen cayendo durante las tormentas, y la inmensa mayoría no mata a nadie. ¿Errores de Zeus? Ah, esos rayos no importaban a nadie.

Pródico comprendía muy bien la necesidad de atribuir un valor de necesidad a la muerte, porque su propia madre había muerto de una manera incomprensible; se había sentado a echar un sueño de media tarde en el patio y ya nunca despertó. No hubo ningún signo, ninguna señal previa. Simplemente su corazón dejó de latir. A partir de entonces, el joven Pródico también se zambulló en una especie de ensueño, un trance del que a menudo le parecía que nunca había despertado del todo.

—Creo que la única ley es nuestro instinto de belleza —había dicho Protágoras—, y nuestra fantasía para interpretar el azar. Muchas coincidencias son orquestadas inconscientemente por nuestra voluntad de que nuestra vida responda a un modelo armónico, inteligible.

Pródico daba vueltas en la cama reflexionando y recordando estas conversaciones con Protágoras, el único amigo por quien había llorado a su muerte, durante un naufragio acontecido no muchos años atrás. A él siempre le había preocupado la anticipación, el dolor de casi saber lo que a uno va a sucederle, porque todo acaba repitiéndose hasta el tedio. Esa sensación de ya vivido, de presentir el efecto antes que la causa, de saber de antemano el final de la representación, era algo que repugnaba a su espíritu, por cuanto todo lo banalizaba y desposeía de interés y sorpresa. Para él la fuerza que guiaba su vida era la curiosidad, y la anticipación era la muerte de la esperanza. La gente iba al oráculo a saber lo que restaba por venir, a conocer sus desgracias por adelantado, y eso le parecía sencillamente una aberración. No podía comprender cómo Aspasia había cometido tal error.

Y pensando en el sentido de la anticipación, temeroso de ser la única destreza mental que se iba agudizando con la vejez, se sorprendió al ocurrirle algo que en absoluto esperaba, y que le hizo sentir que todavía habría sorpresas inquietantes en su vida: Aspasia entró silenciosamente y se acostó a su lado.

Con ella ya no palpaba la carne, sino la luz. Ya no importaban sus huesos, sino el olor que emanaban, la reconciliación y la paz, y la sombra que se espesaba en torno a ellos, ya no importaba que tuvieran más o menos que decirse: al fin habían desterrado las palabras. En el silencio se encontraban y se amaban.