Capítulo II
Cuando Neóbula ingresó como aprendiz de hetaira, La Milesia llevaba veintinueve años funcionando y estaba en su declive. Había tenido su edad dorada, como la ciudad, su lírica y su misterio, y por ella habían pasado hombres distinguidos de Atenas y de ciudades lejanas, atraídos por la fama de sus mujeres que, según decían, no se parecían a las de ningún otro lugar.
En aquellos años de bonanza que siguieron a su fundación por Aspasia, el navegante extranjero que llegaba a Atenas podía aliviarse de las privaciones de la travesía marina recalando en una casa de citas nada más poner los pies en el puerto del Pireo; por el precio de un óbolo se le daba la bienvenida y por otro más podía yacer con alguna de las prostitutas esclavas. Algunos atenienses bromeaban diciendo que si Ulises hubiera tenido que desembarcar en Atenas durante su travesía y pasar la noche en un prostíbulo del puerto no se habría librado tan fácilmente de las garras de estas mujeres como lo hiciera de Circe, Nausícaa y demás hechiceras, porque estas prostitutas eran portadoras de toda la variedad de enfermedades venéreas que uno podía contraer desde Cartago hasta el Quersoneso.
Si el viajero era de gustos algo más refinados y tenía en estima su salud burlaría a las mujeres que le salían al paso desde los muelles y escolleras de la bahía y seguiría adelante, atravesando la avenida de los Muros Largos hasta las puertas de la ciudad, y una vez allí, en el barrio de Cerámicos, podría encontrar locales donde se servía buen vino de Quíos y mujeres dispuestas a hacer olvidar por una noche las amargas dispensas de la mar. Allí, por quince óbolos encontraría una amante limpia, perfumada, y más ejercitada en las artes eróticas que aquellas toscas portuarias. Pero si era un visitante culto y distinguido, y estaba bien informado, se dirigía sin demora a comprobar si eran ciertas las maravillas que se contaban de La Milesia, la casa de mala fama con mejor reputación de toda la Hélade.
Ubicada en la falda de la colina de las Ninfas y próxima al Areópago, había sido fundada por Aspasia de Mileto a sus diecinueve años. Sólo había otra escuela conocida de la mujer, creada por Safo en Lesbos un siglo antes, y aún abierta. Por ella había pasado Aspasia durante su pubertad para aprender poesía, música y las artes del placer. Allí concibió su sueño de llegar a la ciudad de la sabiduría y fundar una casa donde las mujeres pudieran convertirse en personas autosuficientes, sin vivir bajo la férula de sus maridos.
Con dieciséis años había llegado a Atenas Aspasia acompañada de su hermana, dos sobrinos y su cuñado, un ateniense que regresaba de cumplir una condena de una década de ostracismo. Aspasia reunía los rasgos orientales más propios de la belleza jonia: tez morena, rostro ojival, ojos tibios como carbones, además de una educación refinada. Al mismo tiempo, las mujeres jonias también tenían fama de adúlteras, avariciosas y ladinas. Todo esto contribuyó a que no le fuera nada fácil al principio abrirse camino. Cuando la oían hablar con propiedad y buen criterio los hombres reforzaban su impresión de encontrarse ante una mujer distinta, inquietante y a buen seguro poco de fiar.
No buscaba entonces marido ni amante. Había disfrutado tanto y tan precozmente del sexo que ya en su temprana juventud no encerraba misterios para ella. Y en cuanto al amor..., de momento no entraba en sus planes. Deseaba ante todo completar la formación que había empezado su padre, antes de morir, y que le había permitido aprender muy pronto los secretos de la lectura, la escritura y la euritmia. Conocía todas las figuras de la danza, desde la de cortejo a la religiosa. Ejercer de hetaira no convenía mucho a su reputación, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Sólo como hetaira tenía acceso al mundo masculino del arte y la intelectualidad.
Durante tres años se ganó holgadamente la vida como acompañante de simposios, animando los ágapes masculinos en los andrones y banquetes nupciales, haciéndose acompañar de otras modelos o bailarinas de menor fuste, que junto a ella realzaban sus cualidades. El simple hecho de ser mujer por naturaleza y condición le hacía ser tratada como una persona cuya existencia vicaria estaba supeditada a las necesidades del hombre; en su caso, puesto que no aspiraba a ser casada ni formar una familia, era un instrumento del placer masculino. Aspasia de Mileto creía que la de hetaira era una profesión muy digna, además de lucrativa, pero sufría cuando la trataban como una ciudadana de segunda categoría, sin derechos, porque en ningún sentido se consideraba inferior a los demás. Se sabía con suficientes luces para departir con los hombres como una igual, pero ¿cómo demostrarlo si ni siquiera le daban una oportunidad?
Cuando les hablaba con palabras que no acostumbraban a oír salir de boca de una mujer, se reían y lo tomaban como una exquisitez erótica, como un refinamiento exótico en una hetaira de buena rama, venida de la escuela jonia. Por eso, durante sus primeros años en Atenas, la joven de Mileto dependió de los hombres mucho más de lo que hubiera querido, dado que le era imprescindible recibir su consideración y respeto; su propia estimación pasaba por granjearse la confianza de quienes para ella eran importantes, y de integrarse en la vida de los varones de una manera eficaz. Ella, que por pundonor odiaba la sumisión, se sometía sin saberlo en ese aspecto, y precisamente era su ansia por distinguirse como una mujer especial lo que la hacía, en cierto modo, blanco de los caprichos de los hombres.
Pronto encontró protector. Aristócrata sexagenario y viudo, Conno era aficionado al vino y las mujeres, prestamista y poseedor de numerosas propiedades. Gustaba de atraer a su mansión a personajes ilustres y sabios tanto atenienses como foráneos, y departir con ellos en su andrón, aunque sólo fuera para granjearse fama de hombre importante y excéntrico de gustos. Aspasia de Mileto no jugaba en aquellas reuniones el papel de ornamento o portadora de la crátera; era un elemento bien integrado, la original aportación de Conno que quería compensar sus escasas luces: tener a su cargo una mujer hermosa que, cuando se le concedía la venia, era capaz de hablar y de opinar con buen entendimiento sobre lo que allí se disertaba, sin resultar inconveniente. De este modo el anfitrión demostraba a sus cultos invitados que él también era hombre de avanzadas ideas, y que estaba en posesión de una rareza traída de Jonia a la que confería un trato especial. Si la breve intervención de Aspasia resultaba del agrado de los invitados, éstos felicitaban a Conno. Eso le dolía en su amor propio, pero encontraba consuelo en estar allí escuchando lo que decían los hombres cosmopolitas sobre el saber de otros pueblos y culturas del Peloponeso.
En cierta ocasión, Conno invitó a un conocido sofista con fama de ser el hombre más sabio de la Hélade: Protágoras de Abdera. Llegó acompañado de su pupilo, Pródico de Ceos, un joven bien agraciado de la misma edad que Aspasia. Ella se fijó en él enseguida, y cuando sus miradas se cruzaron, ambos se azoraron. Después del banquete, en el que abundaron las ostras y anchoas, se comenzó a departir sobre política, en concreto de la gestión de Pericles, a la sazón líder del ala demócrata. Uno de los comensales era Anito. También participaba un joven que acababa de estrenar con mucho éxito una comedia en el teatro: Aristófanes.
Pródico de Ceos recordaba bien aquel simposio sobre la democracia, en el que los participantes se exaltaron más de la cuenta, y casi todos se despacharon a gusto con Pericles, excepto su maestro, quien ponderó el espíritu pluralista de éste y el talento con el que había hecho madurar un régimen que, como nunca se había visto antes, era representativo de la voluntad popular. Pues tal era un sueño humanista: el fin de los amos y los súbditos.
Aristófanes ahogó un eructo en el puño y replicó:
—Amigos míos, algunos de vosotros venís de fuera, y admiráis la democracia ateniense como algo exótico y refinado —se volvió a Protágoras—. Nos veis siempre metiendo las habas y las barbas en las urnas para opinar sobre esto y aquello, y decís, mirad qué Estado más avanzado, cada ciudadano opina y participa en las decisiones, no vive bajo el yugo de un tirano. Quizá penséis por eso que todos estamos instruidos en política y artes de gobierno, pero en realidad no tenemos ni la menor idea de lo que votamos. Nos reunimos tantas veces para votar que no nos queda tiempo para averiguar qué votamos. Es de risa pretender que el pueblo decida tantas cosas, cuando lo que le preocupa es si la yegua está preñada, o si las gallinas del vecino ponen más huevos que las suyas.
—Eso es muy cierto —celebró Conno.
—No entiendo —dijo Anito— por qué dicen que Pericles es tan inteligente. Un hombre listo nunca confiaría las decisiones importantes al pueblo. De hecho, no hay nada más peligroso que consultar a los demás.
—Pero es el precio de la representatividad —objetó Protágoras—. Sobre la participación colectiva se funda la concordia ciudadana y la igualdad. En caso contrario, el pueblo sentiría que se gobierna sin contar con él.
—El pueblo es ignorante y primitivo —dijo el anfitrión— y casi nunca sabe lo que le conviene.
—Entonces —dijo Protágoras—, habrá que encontrar el equilibrio de la representatividad: ¿cuánto puede y debe participar el pueblo en las decisiones de sus soberanos? Una excesiva participación del pueblo tal vez sea tan nocivo como el desprecio de la opinión de los ciudadanos por parte de los dirigentes.
Este razonamiento no gustó a la mayoría, inclinada a favor de la tesis de Conno: había que depurar ese gobierno de advenedizos, y cederle el puesto de gobierno a hombres que supieran manejar el timonel con pulso férreo. Pero ¿quiénes habían de ser esos hombres que asumieran el liderazgo? La mayoría se inclinaba por los hombres ricos e influyentes de la ciudad, los aristócratas. Protágoras objetó que no creía en otra aristocracia que la del talento.
Por su parte, Conno desarrolló su tesis de que un buen gobernante debía elevar las ambiciones del pueblo, porque el pueblo es rastrero y se mueve por intereses mezquinos. En esto estaba de acuerdo la mayoría.
—Eso es exactamente lo que está haciendo Pericles —dijo Protágoras—. La ciudad ha cambiado. La he visto cambiar en los últimos años, pero nunca ha florecido como ahora. ¿Es que no tenéis ojos?
—Tiene más monumentos —admitió Aristófanes—. Han hecho un templo muy bello a la entrada de la Acrópolis. Carísimo, por cierto. Pero hay que reconocer que le ha sacado a Atenea unas tetas preciosas. Cada vez que paso por ahí admiro el buen arte de Fidias.
—Tú estrenas comedias gracias a la democracia —dijo Protágoras—. Y si estamos aquí juzgando a Pericles es por la democracia. Porque la democracia conlleva igualdad y libertad.
—Libertad, igualdad, bah —Conno hizo un aspaviento—. Sólo son palabras. Para empezar, ¿por qué las ponéis siempre juntas? Son dos cosas excluyentes. Si uno es libre, entonces no aspira a ser igual que los demás. Aspira a ser superior.
—Bueno, ahí está el difícil equilibrio —sonrió Protágoras—. Soy libre de expresar mis opiniones aquí, pero no por ello me voy a arrogar el derecho de imponerlas.
Pródico de Ceos no decía nada, y sólo escuchaba la conversación de hito en hito. Estaba demasiado perturbado por la belleza de Aspasia, situada detrás, en segundo plano, para servir el vino antes de que se agotara en las copas. Pródico estaba seguro de que seguía el debate y comprendía cada palabra que se pronunciaba.
—Querido Protágoras —decía Conno—, tú que tanto has viajado, ¿consideras lo mismo un esclavo que un meteco, un meteco que un hombre libre?
—Iguales por naturaleza, diferentes por condición social, de acuerdo con las normas imperantes. Pero las normas cambian. Y un día el esclavo se alza contra su señor. Es el derecho natural.
Esta última observación calentó el ambiente. Anito puso a Protágoras como ejemplo del peligro que representaba el ideal democrático: abrir las compuertas del caos. Por contra, él defendía una oligarquía organizada y autoritaria. Siempre era preferible a una tiranía, porque así se neutralizaba la ambición de un solo hombre.
Pródico ejemplificó esta idea advirtiendo de qué ocurría cuando se arrojaba un hueso tierno a cuatro perros hambrientos.
—La única diferencia entre una tiranía y una democracia —dijo Aristófanes— es que en la primera somos dirigidos, y en la segunda burlados. Dirigidos o burlados, ésa es nuestra libertad de elección.
—Entonces, ¿tú por qué régimen político te inclinas? —se interesó Anito.
—Por ninguno. Es un asunto que no me interesa. Nunca hablo de política. Por lo menos entre gente decente.
Todos se echaron a reír. Aristófanes prosiguió, muy animado:
—Imaginemos que convenimos en abolir todo este gran enredo de la política, así que decidimos formar un clan, aquí mismo, en esta estupenda casa, queremos formar una pequeña sociedad justa, igualitaria y sobre todo sin política; disolvemos toda jerarquía, ¿de acuerdo?, nadie manda, nadie obedece, todos mandamos a la vez, nos responsabilizamos mutuamente. ¿Sabéis qué pasaría? —miró a los presentes—. Yo os lo diré: en menos de lo que dura un pan ya estaríamos otra vez organizados y votando quién limpia la casa, quién da de comer a los caballos, quién se hace cargo de las compras, quién manda y quién obedece.
—Me gusta la propuesta —dijo Conno—. Pero querría saber qué tipo de decisiones habríamos de tomar en esta pequeña sociedad.
—Si funciona bien —dijo Aristófanes—, podríamos votar la posibilidad de meternos en una complicada guerra.
—Bien, yo votaría que sí —dijo Anito.
—Podríamos votar —continuó Aristófanes— si podemos admitir nuevos miembros en nuestra sociedad, o sólo más caballos para las cuadras. Unos querrían más hombres, y otros más caballos. ¿Solución? Centauros.
En este ambiente festivo, Aspasia no pudo evitar meter baza:
—Y las mujeres, ¿tendrían alguna representación en esa pequeña sociedad o sólo servirían para daros hijitos?
Las risas cesaron de repente. La inesperada intervención les hizo volverse hacia ella al mismo tiempo, como si acabara de romper una valiosísima crátera. Se creó un incómodo silencio.
—Oh, disculpadla —se adelantó Conno, forzando la sonrisa—. Es demasiado bisoña, pero fijaos qué bella.
—¿Qué has querido decir? —se interesó Protágoras.
—Que la democracia debería contar con nosotras —repuso ella.
—Eso también tendríamos que someterlo a votación —dijo Aristófanes, para romper el hielo.
Pero nadie se interesaba ya por las bromas del comediógrafo. Los dos sofistas tenían la mirada puesta en ella como si acabaran de escuchar una música milagrosa.
—¿Y puedes darme una buena razón para hacer eso? —inquirió Conno, molesto.
Aspasia miró directamente a Pródico y respondió con mucha seguridad:
—Bueno, somos la mitad de la población. Y es un error creer que hay suficientes varones capacitados.
Los sofistas quedaron gratamente impresionados por este comentario.
—Es la idea más original que he oído en mucho tiempo —sonrió Pródico.
—Y más cierta aún viniendo precisamente de una mujer —dijo Protágoras.
Conno no supo qué decir. Se sentía halagado, en cierto modo, por lo que le tocaba a él, pero también creía que Aspasia se había excedido, y su comentario era ofensivo. Preguntó su parecer a Aristófanes y éste admitió que esa mujer extraordinaria le acababa de infundir la idea para una futura comedia. Y tal comentario, que no era ninguna broma, fue saludado con las carcajadas de Conno y Anito.