Capítulo XXXV
De modo que ahora importaba todavía menos, y Pródico sentía que su misión tocaba a su fin. El cadáver de Aspasia, incinerado ante la presencia de sus amigos más queridos en lo alto del monte Licabeto, arrojó hacia las impávidas estrellas un humo azulado. De pie, doscientas sombras sobrecogidas portando antorchas murmuraron una plegaria a los dioses. Había muchas más mujeres, y, de los pocos hombres, se encontraban algunos de los más principales de Atenas. Si algo agradeció Pródico fue que no hubiera música ni plañideras; Aspasia deploraba el exhibicionismo ritual de los funerales. Fue una ceremonia contenida y silenciosa, muy de su gusto. Se arrojaron pétalos de anémonas al viento que se llevaba las cenizas, y no hubo mucho más. El logógrafo Lisias se encargó de pronunciar algunas palabras que afortunadamente pasaron pronto al olvido. Después, cada uno se recogió en su desolación y emprendió el camino de regreso, serpenteando por la vereda del monte.
No dudó en servirse de su antiguo cargo de embajador —de cuya renuncia sólo estaban informados el gobernador de Ceos, Aspasia y él mismo— para obtener una audiencia especial del ilustre tribunal del Areópago; el motivo que anunció no era otro que el esclarecimiento del asesinato de Anito. La respuesta del tribunal no se hizo esperar, y fue convocado para el último día del mes de boedromion, cuando ya había terminado la recolección de la vendimia.
El día se había levantado ventoso, como un advenimiento del otoño. La agonía y muerte de Aspasia le había supuesto demasiadas noches de insomnio, y esa mañana sentía la cabeza como si le fuera a estallar en cualquier momento. Le dolía el fondo de los ojos, y sentía una asquerosa compasión de sí mismo, mezclada con vergüenza y una amargura residual, indefinible, que había ido nutriéndose con los años de excrecencias y corrosiones como un ancla herrumbrosa abandonada en el fondo marino. Haciendo de tripas corazón, se había puesto sus mejores ropas para presentarse digno ante el Areópago, e incluso había hecho tímidos intentos por preparar su discurso, antes de comprobar que hasta los pensamientos le hacían daño. Finalmente decidió encomendarse a la improvisación, recordando que en otros momentos difíciles, cuando todo parecía perdido, le había asistido una desconocida lucidez.
Se apeó del carro en lo alto de la colina de Ares e hizo a pie el último tramo hasta las gradas blancas del tribunal, a ver si el viento le despabilaba un poco o le dispersaba los malos humores de la cabeza. Pronto llegó hasta las gradas de piedra, donde los ancianos le esperaban quietos como estatuas. Humilló la cerviz ante ellos. Desde el podio se encontraban a la altura de un brazo por encima de él, un efecto para hacer sentir su autoridad que a Pródico se le antojaba muy ingenuo. Tuvo la desagradable sensación de que iba a vomitar allí mismo la naturaleza misma de sus entrañas, sobre aquellas arenas sagradas, mancillando el nombre de Ares y a todos sus correligionarios sinvergüenzas del Olimpo. Se contuvo pensando en Aspasia y en su deseo de brindarle una muerte un poco dichosa. Tragó saliva y se apretó los flancos con los brazos, como si así pudiera reprimir sus vísceras.
La ceremonia de ofrendas al dios comenzó con mal pie, cosa que distrajo al sofista de sus movimientos internos. El promontorio era esa mañana un auténtico ventisquero, y primero fue la ceniza la que se echó encima de los viejos, haciéndolos toser y lagrimear, y luego la yesca no ardía de ninguna manera. Este bochornoso espectáculo llenó al sofista de tal regocijo que al momento se sintió de nuevo dueño de su cuerpo, a pesar de los latidos martilleantes en sus sienes. Los oficiantes que ayudaban a los arcontes se apresuraron a llevar el pebetero al socaire del altar a la Implacabilidad y tras las columnas de mármol lograron prender el fuego, que se apagó aún dos veces antes de que las llamas cobrasen cierto vigor.
Los ancianos se sentían tan apurados por los contratiempos que no hacían más que carraspear y musitar torpes excusas, y Pródico sintió esa forma de simpatía que acarrea la lástima, aunque se limitaba a mirar a tierra para no parecer osado. Finalmente se hicieron las ofrendas rituales ante el dios sanguinario. Era el momento de intervenir. Pródico se acercó al podio de los arcontes, temiendo que alguno de ellos estuviera sordo, y habló elevando la voz cuanto pudo, de espaldas al viento:
—Venerables magistrados. Estoy aquí porque a mí, Pródico, embajador de Ceos, me fue encomendada por Aspasia la misión de esclarecer los hechos relacionados con el abominable crimen de Anito para que este tribunal imponga justicia. He venido a hablaros en nombre de mi amiga, que para nuestra consternación ha cruzado la orilla que no tiene retorno. Asumí llevar a cabo esta investigación cuando ella ya se encontraba gravemente enferma, aunque con el propósito indeclinable de cumplir la promesa que contrajo ante este altar de Ares, para limpiar el honor de su nombre y el de La Milesia de toda sospecha e ignominia.
Hizo una pausa y recorrió con la mirada los rostros severos y surcados de arrugas, que aguardaban con impaciencia embozados en sus túnicas. En sus miradas ansiosas Pródico sintió que devoraban cada palabra que pronunciaba, buscando un error delator.
—Mi propósito ante el Areópago es, por tanto, dar cumplimiento a esta promesa y transmitiros el resultado de las investigaciones. Se han reanudado y repetido los interrogatorios, en busca de indicios o contradicciones, pero las declaraciones de los inculpados son todas ellas consistentes, y no se han hallado elementos que permitan dudar de su veracidad, o fundar sospechas de tergiversación, ocultación de datos o invención de coartadas. Tampoco se han encontrado pruebas culpatorias en ninguna de las casas registradas, ni indicios que puedan llevarnos a pensar que alguno de los presentes aquella noche en La Milesia albergara una animadversión personal hacia Anito, o una razón para querer dañarlo. Por otra parte, he revisado las pruebas obtenidas a partir de los testimonios que describían cómo fue hallado el cadáver, y más concretamente la posición de sus manos sobre el cuchillo. Como sabéis, su mano derecha estaba cerrada en la empuñadura, y la izquierda encima de la primera, y ambas descansaban sobre el pecho, porque el cuchillo estaba hundido hasta el mango. La razón de juzgarlo como asesinato descansa en la presunción de que, siendo Anito zurdo, no habría cogido el cuchillo con la diestra, sino que habría tomado la empuñadura con la izquierda para guiar la trayectoria y descargar la máxima fuerza, acompañándose también de la otra mano. Hasta aquí estoy conforme con los jueces. Sin embargo, creo que se ha dado erróneamente por supuesto que esta disposición de las manos posterior a su muerte sería la misma que adoptara en el momento de hincarse el filo, en el caso de que se hubiera quitado él mismo la vida. Dicho de otro modo, no hay evidencias suficientes para descartar un suicidio. Revisemos ahora esta posibilidad. ¿Acaso el hecho de que tuviera la derecha en contacto directo con la empuñadura cuando quedó muerto demuestra que se habría matado haciendo uso de la derecha? ¿Quién puede asegurarnos que esta posición se mantuvo invariable desde que cogió el arma hasta que lo encontraron muerto? Me limito a exponer esta duda ante el tribunal, la posibilidad nada desdeñable de que él mismo moviera las manos tras un primer intento de matarse, o bien involuntariamente, en los instantes que duró su agonía. Y es que no sabemos si falleció de forma instantánea o si, por el contrario, pugnó por hundirse más el cuchillo o necesitó de un nuevo empuje, o si mientras aguardaba la muerte, relajó las manos o las movió.
Pródico hizo una pausa para descansar. Apenas reparó en que había aminorado su dolor de cabeza. Miró las sinuosas llamas del pebetero y deseó que Aspasia estuviera allí para escuchar su intervención. Prosiguió:
—Pensemos ahora, venerables magistrados, que Anito se quitó la vida de esa forma. ¿Estamos nosotros en condiciones de juzgar por qué lo hizo? La razón de haber actuado así va más allá de nuestro alcance, y sólo podemos aventurar conjeturas para tranquilizarnos, aunque ninguna de ellas pueda ser nunca comprobada. Por otra parte, lo que nos atañe es administrar justicia y, si hay un culpable, que reciba su castigo. Y siendo la víctima el autor y el culpable, ha cometido el único delito que conlleva su propia ejecución. No existe por tanto deuda con la justicia. Juzgad ahora si mi opinión fundada merece la confianza de este noble tribunal, y si es así, es hora de poner fin a este conflicto que ha traído discordia y protestas, y no sólo perjudica el honor de las hetairas, sino la confianza de muchos ciudadanos en que las leyes de la ciudad se aplican en su provecho, no en su perjuicio. En el curso de mis investigaciones también he podido comprobar que La Milesia cumple con todos los deberes religiosos a Afrodita Pandemos y a Atenea, y sus oficiantes son mujeres respetables, fieles a Atenas, respetuosas con las leyes y, desde luego, realizan una función muy apreciada por muchos ciudadanos. No sería en absoluto bueno para la ciudad su cierre, y tal decisión sólo podría ejecutarse en un clima de discordia y descontento. ¡Venerables magistrados! Debemos honrar la memoria de quien fuera la esposa del divino Pericles, lamentablemente fallecida, una persona que como ninguna otra nos ha iluminado el camino hacia la democracia y el civismo, desde la meridiana claridad de Atenea, protectora de esta ciudad. Por eso os pido un gesto de comprensión y benevolencia.
El máximo magistrado de los areopagitas, visiblemente confuso y turbado ante la alambicada exposición del sofista, tomó la palabra y dijo:
—Ilustre sofista, rétor y embajador. Mucho nos agrada escuchar tus palabras y tus prudentes consejos, que miran por el bien de esta ciudad y demuestran tu fidelidad a la venerable Aspasia, cuya muerte todos lamentamos profundamente. Por ello, esta audiencia reconsiderará su decisión si así nos parece conveniente. Lo deliberaremos con ayuda de Zeus, y muy pronto tendréis noticia de nuestro veredicto.
Pródico no creía en la verdad, pero sí en el sentido de la oportunidad. Coincidía con Protágoras en su convicción de que la rectitud consistía en la elección apropiada, a veces en la elección astuta, en callar, en dejar pasar las cosas, en actuar con disimulo, en mentir si era menester. En esto, sus diferencias con Sócrates, defensor a ultranza de la naturaleza intrínseca del bien y la verdad, eran inconciliables.
Se planteaba qué hacer. Era consciente de que en realidad había viajado a Atenas por Aspasia, y ahora le parecía una ciudad cualquiera, peor aún, una ciudad vacía, muerta. La lechuza de ojos preclaros había emprendido el vuelo a otra parte. Todo incitaba a huir de allí enseguida, pues nada ya le retenía, y La Milesia —estaba seguro— seguiría su rumbo bajo la férrea dirección de Neóbula, cuyo liderazgo el sofista no cuestionaba en absoluto.
Al principio se había planteado la posibilidad de tener una confrontación personal con Neóbula, exigirle una confesión, pero al cabo comprendió que era mejor dejar las cosas como estaban. Su único interés por el caso residía en aclarar un par de pequeñas dudas sin demasiada importancia. La principal era el móvil del crimen. Mucho dudaba de que Alcibíades fuera tan afecto a su antiguo maestro Sócrates que, llevado del dolor por su muerte, hubiese perpetrado una venganza sobre Anito. Más bien se inclinaba a pensar que la venganza tenía un nombre de mujer, y que en este caso Alcibíades había sido simplemente la mano fiel que consumara el deseo vengativo de Neóbula. Pero estas dudas no le inquietaban ni tan siquiera para distraer sus pensamientos y disipar la bruma fúnebre que lo envolvía por dentro. Esperaría a la decisión del Areópago y después volvería a Ceos.