Capítulo XXV

El sofista de Ceos puso a Aristófanes y a Diodoro fuera de su lista de sospechosos. El primero tenía deudas con demasiados acreedores: matando a uno sólo no habría mejorado significativamente su situación, y por tanto carecía de un móvil. En cuanto al sacamuelas, era hombre de paz, convencido demócrata, poco afín a Sócrates y conforme con la decisión que le llevó a la pena de muerte. El único cuchillo que sabía esgrimir era el del lenguaje, y lo había afilado en buena escuela.

Además, le había proporcionado una interesante versión del juicio, y de la naturaleza de su pensamiento. Tal vez lo que no terminaba de creerse Pródico era que fuese un traidor, un conspirador en toda regla. Más bien tendía a verlo como un teórico de la conspiración.

El siguiente en la lista y probablemente el principal sospechoso era Antemión, hijo de Anito. Podría tratarse de un parricidio, pues sabía que cuando aquél era joven había huido de la casa del padre por fuertes diferencias con él. Este conflicto le había arrastrado a la bebida, y de la evolución de las relaciones con su padre hasta el día de su asesinato no tenía más noticia. Aspasia, por su parte, tenía una buena opinión de este hombre, a quien solía verse borracho por antros de las afueras. Le dijo que era un hombre culto, buen conversador, muy suelto de la lengua, pero no un charlatán, o al menos esa era la impresión que le había producido durante los interrogatorios.

Le habían dicho dónde podía encontrarlo a aquella hora de la tarde, porque, como cualquier bebedor inveterado, era de costumbres fijas. Un hato de ovejas era conducido por la vía principal hacia el mercado. Para evitarlo tomó las callejas adyacentes, aun a riesgo de llenarse las sandalias de un barrillo rojizo. Pasó junto a una fuente donde las mujeres lavaban la ropa sin dejar de parlotear y reír, y luego la extendían a secar sobre un colgadizo o sobre los arbustos. Vio entre ellas a Jantipa y Pródico apretó el paso.

La taberna se hallaba en el barrio del Cerámico exterior, saliendo por la puerta del Dipilón, dejando el río Erídano a la derecha y atravesando un descampado pedregoso y desapacible, con penachos de hierba reseca, donde se levantaban algunos chamizos expuestos al sol y pequeños huertos abonados con las bostas de los cerdos que pasaban por ahí camino de las porquerizas. Era un barracón descuidado y barato, que se preciaba de contar entre sus clientes con individuos de cualquier procedencia. Allí acudía el hijo de Anito cada tarde a envenenarse despacio, sin prisa, en alguna de las mesas bajo el cañizo, rodeado de compañeros en estado de embriaguez. Pródico se dejó caer por ahí en el primer tramo de la tarde, con su sombrero calado hasta las cejas, a una hora en la que sabía que Antemión estaría aún lo suficientemente lúcido para discurrir y ser manejable, y lo suficientemente bebido como para que le fuera difícil mentir con disimulo. Su entrada en el barracón atestado de moscas bastó para llamar la atención de la clientela, que lo miró de arriba abajo, reparando enseguida en que era foráneo. Pródico se sentó en la mesa mal claveteada frente a Antemión, y pidió vino. El tabernero le sirvió un odrecillo de vino aguado. El hijo de Anito estaba limpio, aseado, y llevaba un buen quitón largo, con algunas manchas de vino. Le calculó menos de treinta años. Para llegar a esa edad a ser un bebedor consumado, debía de haberse empleado a fondo. Era atractivo de aspecto, prescindiendo de que no se cuidaba la barba ni el pelo. Sus ojos tenían aún un fulgor inteligente, y ahora escrutaban a Pródico con esa incómoda fijeza del bebedor.

—¿A qué has venido, viejo? —le soltó.

—Me llamo Pródico y soy de Ceos, de las Cicladas. He venido a hablar contigo, Antemión, hijo de Anito.

—Bienvenido seas. Todo el que quiera hablar conmigo será recibido como un amigo. Me encanta hablar con todo el mundo, lo mismo sea joven que viejo, ateniense o extranjero, hombre o mujer —se quedó unos instantes pensando cómo proseguir la enumeración y añadió, en un tono de simpático borrachín—: Conocido o desconocido. Casi mejor lo prefiero desconocido. Y dime, amigo mío desconocido que vienes de tan lejos, ¿para qué quieres verme?

—Ando siguiendo la pista de un muerto llamado Sócrates.

—¡Ah, Sócrates! —dio un porrazo a la mesa que derramó el vino de varios odres, sin que a ningún cliente pareciera importarle, porque todos estaban pendientes de sus propias charlas—. Me encanta hablar de Sócrates. Envidiable personaje. Unos nos tiramos años para matarnos lentamente y él lo consiguió con una sola copa.

Se dejaron oír algunas risas desgastadas.

—Pocos en esta ciudad pueden presumir de haberlo conocido tan bien como yo. Por cierto, ¿conoces el cuento?

—¿Qué cuento? —inquirió el sofista.

—Hubo una vez un hombre que llegó a una encrucijada de caminos y se topó con Sócrates, que andaba paseando por ahí. Y le preguntó:

»—¿Podrías decirme, buen hombre, cómo llegar a la fuente del Erídano?

»—¿Quieres decir por cuál de estos dos caminos? —responde Sócrates.

»—A eso me refiero.

»—De modo que te diriges a la fuente del Erídano. ¿Estás seguro de que uno, y sólo uno de estos dos caminos lleva a la fuente del Erídano?

»El hombre comienza a impacientarse, como es natural.

»—No sé si es un camino, el otro, los dos o ninguno de ellos —le responde.

»—Has dicho muy bien —contesta Sócrates—, porque sólo tomando el camino correcto llegarás a la fuente del Erídano. Pero si eliges el camino equivocado no llegarás a la fuente.

»El hombre está ya muy desconcertado y se queda mirando a Sócrates preguntándose de dónde habrá salido ese individuo tan extraño.

»—Y puesto que tú no sabes cuál es ese camino —continúa el filósofo—, me preguntas a mí para que te guíe.

»Y al final el hombre, viendo que va a atardecer y temiendo que le sorprenda la noche en esa encrucijada, con el viejo preguntón, resuelve tomar uno cualquiera de los dos, aquel en el que antes pierda de vista a Sócrates. Y fin del cuento.

—Muy instructivo —sonrió Pródico, sentándose frente a él y dejando el sombrero en un lugar aparentemente seco de la mesa.

El tabernero sirvió una nueva ronda de algo vinoso. Al probarlo, el sofista contuvo las ganas de escupir. Era puro vinagre. Llegó con un leve soplo de aire una pestilencia de basura. Cerca del chiscón los cuervos soltaban graznidos rebuscando entre los desperdicios, en las cajas donde se pudría el pescado desde hacía semanas, en medio de una nube de moscas.

—Supongo —dijo Antemión— que no te has sentado aquí conmigo para beber este horrendo vino, ni para complacerte en mis vicios.

—Estoy investigando la muerte de Sócrates —dijo el viejo con aire apacible.

—Me alegro de que quieras saber de mi relación con Sócrates, porque eso me lleva a contarte cómo me volví un bebedor. Es lo único que sabemos contar los borrachos, pero lo contamos muy bien. Es nuestra especialidad. Nadie lo hace mejor que nosotros, porque es una historia auténtica, y le hemos dado muchas vueltas, durante muchos años, y siempre delante de una copa de vino.

—Tengo ganas de oír una buena historia —dijo Pródico—. Soy todo tuyo.

—Pues ahí va —bebió un par de tragos, se limpió los morros con el dorso de la mano y comenzó con una frase que se sabía de memoria, de tanto repetirla—. Fui el hijo bastardo, la deshonra de mi familia. Mi padre quiso hacer de mí alguien de provecho y esto es lo que se encontró.

—Tengo entendido que provienes de una buena familia.

—Cierto: una de las más ricas de la ciudad. La mitad del negocio de pieles y curtidos perteneció a mi padre. Yo era un joven aristócrata ocioso, petulante, enfrentado con mi padre porque no quería trabajar en el negocio. Conocí a Sócrates en un momento de mi vida en que era demasiado joven para saber lo que quería. Estaba desorientado, lleno de presunción y odio hacia mi padre. En Sócrates encontré a mi nuevo guía y maestro, a mi verdadero padre. Él me comprendía hasta donde yo mismo no imaginaba. A su lado me veía pequeño, insignificante y débil. Le admiraba como a un dios. El dios más feo y sucio del Olimpo. Mi único amparo era su consejo y sus palabras. Cuando con sus preguntas ya me había confundido tanto que había perdido por completo la confianza en mí mismo, no podía sino depositarla en él. Habría hecho cualquier cosa que me pidiera, hasta arrojarme por un acantilado. Pero yo le defraudé. ¡Defraudé al maestro de la virtud! ¡Agoté su divina paciencia! Él me enseñaba cómo alcanzar una vida virtuosa, para lo cual tenía que renunciar a la riqueza que mi familia me procuraba, pero realmente nunca renuncié a nada. No fui capaz de seguirle, ni tampoco fui capaz de dejarle. No pude tomar ninguna decisión, y así permanecí durante varios años, hasta que Sócrates se cansó de mí. Me repudió.

A Pródico la cosa le pareció triste y divertida. Asintió, condescendiente, atento aún a cualquier signo que revelara una mentira, una omisión.

—Me costó comprender que Sócrates había perdido la paciencia conmigo, que había llegado a aborrecerme, porque yo era ese hijo que siempre dice «sí, cuánta razón tienes, padre», y luego hace lo que le da la gana. Yo pensaba entonces que no me rehuía por cansancio, sino porque había recibido amenazas de mi padre. Y eso hizo que las relaciones con mi padre empeoraran. El creía que yo me había vuelto rebelde por culpa de Sócrates. Yo le culpaba de que Sócrates me hubiera rechazado. Así que me fui de casa. Pasé una temporada viviendo con un amigo que apodamos Platón, pero las cosas tampoco me fueron bien con él, a causa de Sócrates.

El rostro de Antemión era aún más elocuente que sus palabras. Toda la cara se le contraía en una expresión atormentada, tenía el cuello rígido, marcados los músculos de las mandíbulas, arrugado el ceño y la frente, y la mirada se le iba al suelo, llameante. Al propio Pródico le costaba esfuerzo seguir mirándolo.

—De acuerdo —le interrumpió—. Sócrates te dejó y tú no lo pudiste soportar. Y al final, él llegó a ser la verdadera causa de tu problema.

Antemión alzó los ojos y chasqueó los dedos:

—¡Lo has pescado a la primera, amigo!

—¿Y en qué consistía ese camino de la virtud?

—Básicamente en que el discípulo sustituyera las opiniones falsas por las...

—¿Verdaderas?

—Las suyas.

—Entonces, si no me equivoco, Sócrates se interesó por ti en un principio porque eras joven, rico y de buena alcurnia, y parecías necesitado de un guía espiritual.

Antemión no ocultó su agrado al oír esta respuesta, y lo celebró apurando una nueva copa de vino.

—¿Qué ocurrió con Platón?

—Fui yo quien le presentó a Sócrates, cosa que enseguida lamenté. Al igual que yo, Platón necesitaba un padre. Había quedado huérfano a los seis años, y odiaba a su madre y a su segundo marido tanto que en una ocasión había intentado incendiar el lecho donde dormían. Su tío no era otro que Critias, de triste fama. El le instruyó en la elegía y el hexámetro, y en el odio a la democracia, así que cuando lo cató Sócrates ya se lo había dejado el otro muy bien macerado.

El alma es sangre, y sangre que envuelve su corazón es el pensamiento de los hombres —recitó Pródico, complacido.

—¿Qué es eso?

—Lo escribió Critias, el sanguinario. Tenía indudable talento para la lírica.

—Sócrates y Critias —prosiguió el hijo de Anito— mantenían una vieja amistad. Antes de ser exiliado y refugiarse en Tesalia, Critias habló con Sócrates y se mostró muy contento de dejar a Platón a su cargo. Mi amistad con Platón comenzó a torcerse en esta época. No soportaba la idea de que hubiera ocupado el puesto que debía pertenecerme a mí. Al convertirse en el predilecto de Sócrates, se volvió arrogante y esquivo, y más rebelde todavía con su madre y su padrastro, con quien comenzó a discutir de política, siendo él embajador de Persia y convencido partidario de la democracia. Te aseguro que al viejo cara de cabra lo tenía divinizado. Al fin y al cabo, Sócrates veía cumplido su sueño de educar al perfecto discípulo, el hombre que recogería su doctrina fielmente y tal vez llegaría a detentar el destino de Atenas. Un gobernante que fuera la voz y la sombra de su maestro. Yo no estaba preparado para aceptar esa derrota, estaba hundido en la más absoluta de las miserias y sólo quería morirme. Pues me había hecho tan dependiente de él que ahora no tenía ningún asidero. Y ésta es la historia de cómo Sócrates hizo de mí este desecho que ves. Me utilizó y luego me hundió.

—Sin embargo, ahora no veo que lo idolatres en absoluto.

—El vino agudiza mucho la memoria y el entendimiento. Amigo mío, escucha bien esto: yo ayudé a mi padre a preparar la acusación contra Sócrates.

Pródico se quedó unos instantes pensativo, valorando el calibre de esta revelación.

—Así que tu padre y tú estuvisteis unidos en los últimos momentos.

El otro asintió. Con la voz cada vez más quebrada, borrosa, le intentó explicar que fue precisamente la tarea de preparar este juicio lo que los unió. Acabar con el enemigo común. Volvían a ser padre e hijo. Sólo le quedaba este torpe consuelo, haberse reconciliado con él antes de que se lo llevara Hades a su guarida.

Antemión levantó de nuevo la copa, esta vez con manos temblorosas. Pródico notaba que lo perdía por momentos, que su pensamiento ya no estaba con él, sino hurgando en viejas heridas. Su mirada iba más allá del barracón, más allá de los vertederos de basura, y en ella advirtió el sofista el poso de una ira mal domesticada. Conocía bien ese sentimiento.

—¿Quién mató a tu padre?

Esta pregunta lo sacudió de su ensimismamiento, lo despertó de los vapores del vino, de la bruma del cansancio:

—Si lo supiera, ese hombre no estaría vivo.

—Me has hablado de Platón.

Antemión negó con la cabeza.

—Platón es fuerte, fanático, pero no tiene talante de asesino.

—¿Cómo lo sabes?

—No es un hombre de empuñar el cuchillo, sino el cáñamo. Ahora está muy ocupado en Megara, escribiendo las hazañas de su maestro.

—Tal vez pagó a otro para que lo hiciera.

—Tal vez, pero no creo. ¿Has conocido a algún idealista, aparte de Sócrates? Yo era uno de ellos, y Platón lo es. Los que viven de alimentarse de las ideas no maquinan venganzas. Eso es cosa de los hombres de acción.

—Puede que tengas razón —admitió Pródico.

—¿Quieres saber mi opinión?

—Claro, por eso he venido.

Antemión se aseguró de que nadie les escuchaba, y bajó aún más la voz.

—Sospecho que lo mataron porque sabía algo importante acerca del intento de fuga de Sócrates de la prisión.

—¿Qué es lo que sabía?

—No lo sé exactamente. No me lo contó, porque quería llevar el asunto con total discreción, poniéndolo en manos de los jueces antes de que empezaran a desatarse las lenguas.

Antemión suspiró y trató de concentrarse. Parecía que por momentos se le iba la cabeza. Estaba lúcido, pero mareado. Continuó:

—Corren rumores de que los amigos de Sócrates le prepararon una fuga cuando se hallaba en prisión. Bien, puedo confirmarte que es cierto. Y también lo es que él se negó a huir, para presentarse como la gran víctima de un error trágico. Con ello sembró una terrible duda: ¿nos habremos equivocado ejecutando a este hombre? ¿Era realmente un hombre justo? Sócrates quiso alimentar esta duda con su muerte, soñó con que fuera una culpa que hiciera lamentarse a los hombres por años y siglos venideros, avivando su fama de sabio incorruptible hasta la muerte.

—Su delirio de inmortalidad —asintió Pródico.

—Mi padre y yo sospechábamos que se fraguaba este plan, por eso habríamos preferido que se fugara, quedando así demostrada su culpabilidad. Probablemente, habría sido mejor para todos. Habríamos contribuido incluso al plan de fuga, si nos lo hubieran pedido sus amigos —sonrió—. Pero Sócrates fue más listo y decidió quedarse en la cárcel esperando la cicuta. Bueno, ésta es la historia conocida, pero hay una continuación que nadie conoce. La conocía mi padre, pero no me la contó. Ahora bien, sé que él había averiguado lo que vino después y sé que hubo un segundo plan de fuga, un plan tan perfecto que ni Sócrates lo pudo rechazar. ¿Qué plan era éste? Por más que lo pienso, no acierto a imaginarlo. Entre sus ventajas figuraba la de preservar esa duda acerca de su inocencia.

—¿Quieres decir que mantenía su condición de inocencia, incluso después de fugado? —se sorprendió Pródico.

—Exacto. Increíble, ¿verdad? No me preguntes cómo era posible hacer compatibles estas dos condiciones, la de fugitivo de la justicia por un crimen contra el Estado y la de inocente de esto mismo. Pero el hecho es que así era. Mi padre tenía esa información, sabía que en este segundo plan Sócrates había aceptado huir con sus partidarios a Megara, y si no lo pudo conseguir no fue por falta de intención, sino porque algún detalle importante falló en el último momento. De no ser así, él seguiría aún vivo. Lo importante es que mi padre creía poder demostrarlo. Quería llevar esta investigación ante los jueces, muerto ya Sócrates, para que quedara definitivamente probado que él y su círculo de amigos se movían al margen de las leyes. Lo tenía todo ya atado para presentar el caso ante el Areópago, pero le faltaba la prueba más importante. Él había tenido esta prueba en sus manos, pero se le había escapado. O se la habían arrebatado. No obstante, estaba convencido de que la prueba, la persona que tenía ese testimonio o lo que fuera, no había salido de Atenas y podía recuperarla aún. Y albergaba fundadas sospechas de que podía encontrarla en La Milesia o en algún lugar relacionado con este local.

—¿Estás seguro? —se admiró el sofista.

—De hecho en sus últimos días se dedicó a frecuentar el burdel, en busca de alguna pista sobre el escondite de esta prueba concluyente. Y allí acabó.

—¿Te refieres a que alguien más sabía dónde estaba?

—Me refiero a que alguien la estaba ocultando.

—Así que esa persona pudo ser quien le matara —observó el sofista—, para preservar el secreto de esa información comprometida con la fama de Sócrates e impedir que Anito lograra la prueba de su culpabilidad.

—Exacto, es lo más lógico. Quienquiera que fuese el asesino, tenía esa prueba y sabía que mi padre la estaba buscando.

—Todo ocurrió dentro de La Milesia —cabeceó Pródico, pensativo.

—Ahora podrás adivinar en quién recaen mis sospechas. Cualidades: unido a Sócrates por una fuerte amistad, aunque no ubicado entre sus partidarios, deseoso de preservar el honor del filósofo más allá de su muerte, inteligente, influyente, con capacidad para movilizar un plan de fuga, muy vinculado a La Milesia.

—Aspasia de Mileto —suspiró Pródico. Su mano temblorosa derramó al suelo la copa. Se agachó a recogerla y vio, durante un instante de horror, su feo rostro reflejado en el bronce abollado.