Capítulo XXXIII

Aquella misma noche flotaba en el agua negra del Fálero una luna deslucida, iluminando los montones de pescado que se pudrían en el muelle, envueltos en una espuma amarillenta, cerca de la empalizada de tablones donde cada día se montaban y desmontaban los puestos de pescado, y que ahora, en el relente de la noche, era apenas la silueta de las cajas amontonadas y las hileras de mesas y expositores. Los barcos amarrados en el atracadero dormían con un ronquido de maderas crujientes, y ya en tierra firme se dejaba escuchar el eco de la música y el jolgorio de los burdeles. Cuando se abría el portón de alguno de los burdeles, todo el griterío de la canalla tumultuaria salía a la noche durante unos instantes, antes de volver a ensordecerse.

Neóbula escuchaba al hombre que le hablaba ahora, frente a ella, refugiado en la oscuridad de una arcada en las escaleras que bajaban al Fálero. Más que sus apasionadas palabras, leía los movimientos de su cara, de sus manos, lo que afloraba en ellos, el miedo a ser visto, una ansiedad desconocida en él. Su rostro se encuadraba en la oscuridad del mar, y más allá de él era sólo la negrura. La hetaira asentía, buscando en ese hombre algún resto de aquella insolencia que le hizo digno de ser amado, pero no pudo encontrarla, y aunque lo hiciera, estaba segura de que ya no lograría cautivarla. Ahora, años después, no era ni la sombra del que fuera. Le hablaba de unas tierras lejanas que ella conocía ya, evocaba los bosques umbríos y vírgenes, los cañaverales en verano, la pasión bajo la luna de Persia, la libertad de antaño, cuando la vastedad del mundo la llenaba la presencia del otro. Ahora nada de eso tenía sentido, resultaba obsceno oírlo, apelar a los delirios de la juventud: ya no eran jóvenes, aunque él pareciera ignorarlo. Neóbula dio en pensar que el hombre que le hablaba había perdido la noción de realidad, demasiado tiempo aislado, exiliado, ocupado en sus problemas, viviendo de las leyendas del pasado, de una fama que había dejado de tener importancia salvo para él mismo. Había envejecido en el resentimiento, hablaba casi como si la guerra no hubiera terminado, años atrás, como si Atenas aún fuera un territorio virgen para la subversión y la conjura, hablaba desde la soledad en la que durante años había ido revolviendo sus insidias hasta ofuscar su juicio. No podía creerlo, era cierto que estaba muerto, que sus restos descansaban bajo una lápida.

Durante un rato más siguió envolviéndola en palabras vanas, había perdido la capacidad de leer en su rostro lo que sentía, ella miraba su boca moviéndose con rapidez, aquella boca que unos años atrás la fascinaba, con su curva ladina y afeminada, incluso cuando juntaba los labios y parecía serio, y ahora esa boca se movía estúpidamente como un pez fuera del agua, coleteando en la escollera. La atrajo hacia sí buscando algún indicio de vacilación, de afecto, pero ella se sentía fría, insensible, más distante que nunca, y lamentaba profundamente estar viviendo ese momento que la hacía abominar de sus mejores recuerdos. Para colmo, intentó besarla. Ella se limitó a volver la cara a un lado. Le dijo que esta vez no iba a seguirle, que se quedaba allí, en su ciudad, porque ése era su sitio, y tenía una misión que cumplir. Acéptalo de una vez, le dijo, nada nos une ya. Vete.

Él cometió la imprudencia de recordarle las palabras que ella había pronunciado años atrás, cuando fue él quien la obligó a alejarse de su lado y regresar a Atenas, cómo le suplicó ella que le dejase compartir su exilio jurándole amor eterno. Neóbula no pudo soportarlo más, se levantó decidida a marcharse. Entonces sintió el tirón en el brazo, la fuerza con la que él la atraía de nuevo, y su mirada ya no era la misma, por primera vez sintió hervir un conato de furia y lo reconoció al fin. Él notó su agrado y le pidió que le acompañase al barco, donde podrían estar más seguros. La hetaira sintió miedo, sonrió un poco y le dijo estar de acuerdo, allí podrían seguir hablando.

Por suerte para Neóbula, los remeros no se encontraban en el navío, pues de otro modo la habría obligado a embarcarse con él rumbo a mar abierto, como una esclava prisionera. Probablemente estarían de jarana en los burdeles. Durante unos instantes meditó qué hacer, mientras le daba la espalda en la popa y se quedaba mirando la debilísima luz que brillaba en la oscuridad del mar, la de un barco faenando en la lejanía, como una isla desde la cual se verían las luces de la costa como islotes inciertos. Aún estaba a tiempo de arrojarse al agua y huir nadando. Antes de que pudiera calcular sus posibilidades de escaparse así sintió a su espalda la odiosa cercanía del hombre, un aliento en el cuello, los brazos que la entrelazaban, las manos que avanzaban por su piel. Él entonces la llamó como solía llamarla, la flor cuyo perfume enloquece a los hombres. Por primera vez, en su mente se formó clara, precisa, la idea de matarlo. Cerró los ojos y apretó los dientes dejando que la lengua que avanzaba desde atrás le hurgara en el cuello, y que una mano furtiva le soltara el broche del peplo y le bajara el lino hasta la cadera. Sólo aquel olor familiar la confundía un poco, pero era el olor de un recuerdo. Pronto estaba ya en la pequeña tienda de lona del interior, despojada de ropa, violentamente atenazada bajo las rodillas del hombre. No opuso resistencia. Se dejó lamer, como si cumpliera su trabajo con un cliente desagradable, abrió las piernas y se deslizó ella misma hacia el sexo rígido, suspiró, hizo bailar las caderas rítmicamente, hasta que fue cediendo la tensión, y entonces el hombre comenzaba a disfrutar de verdad, a olvidar cómo habían llegado ahí. Ella se dejó dar la vuelta para que pudiera penetrarla desde las nalgas, agarró sus manos cuando él la embestía con euforia, y ya lo odiaba desde lo más profundo de sus entrañas, lo mataré, pensaba, sacudiéndose adelante y atrás, lo mataré esta misma noche, aquí mismo lo encontrarán sus hombres. Tenía ya bien localizado el cuchillo, lo había visto asomar del himatión que yacía arrugado en el suelo, cerca de su mano, gimió y comenzó a sentir placer, se entregó de lleno, abrió más aún las piernas oferentes y él la volteó boca arriba, se hundió en su vientre y se restregó en su sudor, gimiendo, enloquecido, espasmódico, con la boca abierta salivando y el rostro contraído y la mirada ciega del cuarzo, buscando frenéticamente el final hasta el aullido salvaje y la sangre afluyendo a su rostro, la sangre subiendo por su garganta triunfante, los ojos inyectados en el último temblor antes de caer laxo junto a ella. Antes de que la punta del cuchillo rompiese su pecho y la hoja quedara templada en sangre, vio en los ojos abiertos del hombre una voluntaria aceptación. En ellos leyó que se dejaba matar por las manos que amaba.