Capítulo IV

El sofista Pródico de Ceos se aplicó durante un año a la redacción de su primer libro, que abordaba el pensamiento del maestro Protágoras de Abdera. Contaba veinte años y recientemente había dejado de ser su discípulo, al alcanzar una suficiente autonomía del intelecto, pero su huella en él era todavía tan honda que no encontraba mejor expresión de gratitud que empezar escribiendo sobre él. Habiendo aprendido todo lo que un discípulo puede aprender del mejor maestro, lo que restaba para asemejarse a él trascendía cualquier magisterio: era cuanto atañe a la calidad interior de un hombre reconciliado con la vida, como Protágoras, una serena aceptación más allá de la razón y el conocimiento, aspecto que Pródico nunca heredaría de él, por más que se esforzara, por más años que permaneciera a su lado. Protágoras le solía decir que tenía cierto instinto trágico sin consumar, que venía a ser, a su modo de entender, una cualidad para percibir el lado doloroso de la naturaleza humana, y al mismo tiempo una incapacidad de actuar por compasión. Quizá el distanciamiento escéptico ante el mundo, ante cualquier tentativa de alcanzar una certeza capaz de guiar el comportamiento de los hombres por el camino adecuado, aspecto en el que convenía con Protágoras, no le procuraba a Pródico la serena indiferencia del sofista de Abdera, sino una rebeldía frustrada, una mal digerida resignación.

Durante el tiempo en que se encerró en su casa isleña, estudiando y preparando sus pliegos, no dejó de pensar en la extraordinaria mujer que había conocido en Atenas, y a la que había prometido llevar el manuscrito una vez que lo diese por terminado. Era la llama que brillaba en la oscuridad de su mente cuando le vencía el desaliento, o la lucha con las palabras le parecía superior a sus posibilidades. Estaba convencido de que una sola mujer en el mundo como ella bastaba para justificar tal esfuerzo. Y no quería defraudarla, aunque a veces temía que ni ella misma se acordara de la promesa. Entonces tal vez no volviera a componer un nuevo libro.

Paradójicamente, una vez que lo hubo acabado comenzó a cuestionarse si sería una buena idea someterlo a la consideración de Aspasia. Él mismo no había quedado por completo satisfecho con el resultado, o en todo caso, no estaba seguro de si éste se ajustaba a su propósito inicial, a lo que esperaba conseguir. Sobre todo, le preocupaba defraudar a su amiga. Constantemente lo corregía y lo revisaba, y cuanto más lo analizaba, más debilidades percibía. Por otra parte, habían transcurrido muchos años desde aquella promesa que le hiciera a Aspasia. Todo esto meditaba cuando le llegó la noticia de que aquella joven que en un tiempo animaba los banquetes en casa de Conno se había convertido en la esposa del hombre más importante de la ciudad. Quedó sumido en un hondo desconcierto. No podía entender por qué esta noticia le había afectado tanto, qué inconscientes deseos acababa de truncar. De golpe, abandonó su propósito de dar a conocer el libro, y aun de escribir algún otro.

Se reprochaba a sí mismo no haber querido darse cuenta de sus sentimientos y no haber actuado en consonancia, en vez de encerrarse en su isla de Ceos a componer un libro.

La decisión de Pericles de contraer matrimonio en segundas nupcias con una mujer de tan ambigua fama conmocionó a todos los estamentos de la ciudad. A esto se unía el hecho no menos significativo de que Aspasia no era una esposa común. Respetada y querida por su marido, gozaba de una libertad y una autonomía impensables en ninguna otra esposa. Invitaba a su casa a gente culta y distinguida, alternaba con quien quería, se paseaba por la ciudad con sus esclavas, haciendo gala de independencia y libertad. Asistía a reuniones estrictamente masculinas y practicaba actividades impropias de las féminas. No sólo Pericles parecía considerar a la esposa como su igual, sino que ella se comportaba realmente como si lo fuera. En público o en privado, se despedían con un beso. Las opiniones sobre estas y otras particularidades conyugales avivaban la polémica.

En cualquier caso, la libertad y consideración de que gozaba Aspasia por parte del autocrátor era vista como una muestra de debilidad, impropia de un dirigente de Estado, y una ofensa a las buenas costumbres. El sector más conservador y partidario de la oligarquía encontró su gran oportunidad para desprestigiar la democracia haciendo una campaña contra Pericles, basándose en su relación con la milesia, a quien llamaban «la prostituta jonia». Ella era, desde la sombra, la que manejaba a Pericles y, por extensión, a Atenas, involucrándola en campañas bélicas contra el enemigo lacedemonio.

Se presentaba a Aspasia como una mujer ladina y ambiciosa, cuya voracidad en el sexo era equiparable a la que demostraba en todas sus demás facetas. Por si esto no bastara, aquel matrimonio probaba el desenfreno sexual de Pericles, su voluntad enferma y esclava de los goces de la prostitución. Esta visión fue calando poco a poco en la sociedad ateniense y los poetas cómicos se aprovecharon de ella para lanzar sus invectivas sarcásticas y hacerse célebres con chistes en los que el estadista era expuesto como un pelele, tironeado desde el miembro erecto por una mano femenina de uñas largas y pulidas. Le concedían, eso sí, el mérito de un miembro bien erguido:

A la híspida cochina la desposó Pericles,

y sabe más artes que la perversa Circe,

su miembro de mando ella le empuña

y le hace un nudo jonio con pericia suma.

El objetivo era claro: sentar a Pericles en el banquillo de los acusados para arruinarlo políticamente. No iba a ser fácil sin tener pruebas directas, y en vista del apoyo popular de que aún gozaba y de su talla como orador. En cambio, para llevar a juicio a una mujer bastaba la mera murmuración. Y si a Aspasia no le era permitido defenderse, ¿quién arriesgaría el discurso de la defensa? Era evidente que su marido.

Acusaban a Aspasia, en concreto, de impiedad y de corromper a su marido y de procurar mujeres libres —esposas de otros atenienses— a Pericles. Aquel juicio orquestado desde los círculos más reaccionarios levantó ampollas políticas y una barahúnda de opiniones desde los diferentes sectores ideológicos, y por ello arrojó su primera sombra de infamia en un régimen que el autocrátor había dignificado con su mandato.

Sus enemigos no se equivocaron en el pronóstico. Arriesgando el puesto, Pericles subió a los tribunales. Los acusadores eran los poetas cómicos Hermipo y Estempsícoro, dos de los más beneficiados con el asunto. Pericles no estaba dispuesto a servir de comparsa en la función: en lugar de rebajarse defendiendo la honorabilidad de su mujer, hizo ostensible que aquel juicio se dirigía contra la democracia misma, como una estrategia de minar la confianza del pueblo en su autocrátor, y ya que no habían conseguido encontrar argumentos de peso, basados en su gestión y su gobierno, lo hacían ahora con argumentos de chismosa, de ramera de baja estofa, poniéndose a sí mismos en ridículo. Recitó en público los más obscenos versos de sus acusadores, quienes se arrogaban ahora la función de jueces del buen gusto y censores del desenfreno sexual. El efecto fue demoledor: Pericles se había aprendido de memoria poemas enteros y su selección fue impecable. Un amigo le había proporcionado algunos de los manuscritos que, de tan sicalípticos, ni siquiera habían visto la luz. En su declamación no omitió un artificio, una grosería. Habiendo provocado ya la ira y el sentido patriótico de los atenienses, remataba su discurso con el lenguaje más persuasivo de todos: la risa. Hermipo y Estempsícoro nunca soñaron con despertar tantos cientos de carcajadas unánimes. Habían llegado al cénit de la celebridad. Aspasia quedó absuelta y Pericles cautivó hasta al más duro de entrañas.