Capítulo XXVI
En las brumas del vino y el crepitar del sebo de los velones bajo los pábilos, iban y venían los peplos desceñidos, las enaguas transparentes, una femineidad desparramada, grácil, ondulante, a veces desnuda, un aroma de aceites, un murmullo de voces y risas que parecían salir de las cavernas del sueño. Abotargados en los mullidos cojines o desparramados por el suelo, ahítos de vino, los hombres miraban con un pasmo bobo el cuerpo deslizante de una bailarina en su primer número nocturno salir de la tupida oscuridad de las cortinas, haciendo tintinear sus ajorcas y pulseras, agitando la cabellera y creando un zig-zag de sombras al trasluz de las antorchas.
Las escanciadoras arrimaban el vino, se arrodillaban ante ellos, riendo zalameras, acariciantes, perfumadas. Entraban y salían hetairas de los reservados, con los hombres de la mano, dóciles como perrillos domésticos, los iban embrujando uno a uno, entre encajes y cortinajes, entre el baile y los compases de la cítara, los murmullos, gruñidos, las risas, en la solidaridad de los cuerpos próximos, del roce de las pieles sudorosas, bonancibles y alegres por una noche más. Así, descalzas como divinidades, meneando provocativamente sus nalgas, o inclinándose para entregar una copa, un susurro picante, sin dejar de exhibir graciosamente su busto, parecía imposible imaginar que un hombre no las apeteciera hasta el delirio.
El secreto de La Milesia era el de ser un lugar hecho para los sentidos porque conseguía burlarlos. En sus juegos de luces y espejos de cobre pulido donde bailaban las llamas sinuosas, en las paredes de mosaicos plateados como escamas de pez, que brillaban con el movimiento de las sombras, en el licor embriagador y los aromas etéreos había un íntimo engaño, un trueque de las apariencias. Por eso parecía un lugar capaz de procurar esa codiciada felicidad de lo tangible.
Tendido de bruces sobre una especie de largo diván muy almohadillado, en un reservado, mientras Neóbula le sometía a un masaje inolvidable, Pródico contemplaba un tapiz de lino que tenía ante sus ojos, que representaba a Ulises encadenado al mástil de su barco, mientras las sirenas, pérfidas aves rapaces con cabezas de mujer, aleteaban sobre él. En la postura de Ulises podía adivinarse su esfuerzo por librarse de las cadenas y dejarse absorber por el negro Ponto.
Algo aturdido por la laxitud y el penetrante perfume del ungüento de Chipre con que ella lo había embalsamado, se daba a imaginar que aquellas artes de sirena eran las mismas con las que Neóbula estaba secuestrando sus sentidos. Se sentía laxo y escurridizo como un pez expuesto en una tabla, listo para ser troceado. Las profundas caricias iban desatando los amarres de su cuerpo a la voluntad, sus miembros se iban aflojando más y más, hasta que la última caricia, la más liberadora, se cerniría sobre su cuello, precisa y letal.
Un delgado tabique los separaba de la fiesta del burdel, pero allí aún gozaban de intimidad. Hubiera querido permanecer así tendido, indefinidamente. De vez en cuando, si ella se situaba ante su cabeza, podía ver a la luz de la lámpara de aceite sus piernas delgadas y tersas, perfectamente depiladas con cera. No sentía la tentación de alargar la mano y tocarlas. La voluptuosidad de la indolencia le resultaba mucho más convincente que cualquier otra. Hacía ya años que se había despedido de las escaramuzas sensuales, pero se hubiera dejado cortar una mano y parte de la otra para recuperar el brío.
—Has debido de llevar una vida muy interesante, siendo embajador y sofista —dijo Neóbula—. Seguro que has amado a muchas mujeres y has escrito hermosos libros.
La hetaira llevaba el cabello castaño envuelto en un pañuelo de seda violeta. Era su color favorito, y usaba diferentes tonos más rojizos o azulados, como el color del mar a cierta hora del atardecer, también para el himatión y el peplo dórico.
—Pocas verdaderamente hermosas y muchos libros malos.
—Nunca me he acostado con un sofista. Hay pocos y tienen gustos extraños. Pero me interesan toda clase de perversiones.
Comenzaba a masajearle los hombros, empujando hacia afuera con la parte anterior de la mano. Los hombros cedían como si sus huesos se hubieran vuelto elásticos.
—No te has perdido nada —repuso él con tranquilidad.
—Los hombres sabios no creéis en la pasión —hizo un mohín burlón y voluptuoso.
—¿Qué otra cosa puede ser más tomada en serio que la pasión? Por ella se libran las guerras y matanzas, y se traen al mundo los seres humanos.
—Creo que conozco tu debilidad —sonrió Neóbula—. Confías demasiado en tu razón. Y en poder mantener siempre la cabeza fría.
—Mucho menos de lo que quisiera.
Neóbula señaló el tapiz de Ulises encadenado al mástil. Pródico apenas movió la cabeza para verlo.
—Ahí tienes a un hombre astuto —dijo ella—. Sobrevivió porque no confiaba en que su razón pudiera con el arrastre de la pasión. Por eso se hizo encadenar. Renunció a su libertad de elegir.
Pródico estaba admirado con las palabras de Neóbula. ¡Un comentario digno de Aspasia! Al mismo tiempo notaba que bajo la apariencia de aquella conversación erudita se estaban midiendo el uno al otro, para comprender su funcionamiento interno, su peligrosidad.
—Es interesante eso que dices, Neóbula. Indudablemente eres una mujer muy bien instruida. Sin embargo, no estoy de acuerdo con tu razonamiento. Creo que, precisamente, Ulises hizo una elección racional. Su lógica consistió en prever que la pasión sería más fuerte. Supo anticiparse a su error.
Los dedos de la hetaira comenzaron a picotearle el espinazo como una fina lluvia.
—¿Sabes? Algunos hombres me han llamado sirena.
—¿Realmente te consideras una mujer de vida alegre?
—¿Por qué no iba a ser así?
—Conozco las libertades de que gozáis, pero también las servidumbres.
Ahora las manos cálidas bajaban hacia los costados, estirándole la piel con fuerza.
—Las hetairas vivimos entre hombres, conocemos cada hebra en la telaraña del poder. Hace mucho tiempo que nosotras frecuentamos las casas de los varones influyentes, escuchamos conversaciones, somos testigos de lo que pasa al otro lado de las puertas, en la sombra de las alcobas. Nosotras llevamos a los hombres a la noche, a los rincones donde se hacen vulnerables, y allí los desnudamos. Lo sabemos todo de ellos, sus vicios, enfermedades, debilidades, bajezas, y la mayor parte de lo que esconden no vale gran cosa. Vienen aquí llenos de secretos y salen haciéndonos jurar discreción. Los hombres buscan un refugio, están deseosos de confesar, y lo hacen, créeme. Necesitan un consejo, una ayuda. Nosotras les ayudamos a desahogar sus miedos.
—Comprendo.
—Esta casa es un reflejo reducido de Atenas. Aquí convergen muchas fuerzas, muchas tensiones. El poder de la política está sujeto al poder del sexo. El cuerpo es como la polis. Y la política es como la erótica.
—Podrías dedicarte a la sofística —sonrió Pródico—. Creo que serías bien recibida en nuestra pequeña sociedad. Y seguro que tienes algunos trucos interesantes que enseñarnos.
—¿No será un demérito para vuestra pequeña sociedad aceptar a una mujer?
Neóbula se había puesto ahora al alcance de su vista. Tenía las mejillas sonrosadas por el esfuerzo.
—No te creas —le dijo—. Estamos abiertos a cualquier excentricidad.
—Bien, quizá me lo piense cuando me tenga que retirar de este negocio. La edad no perdona.
—Una de las ventajas de la sofística es que puedes ejercerla hasta cuando te estás cayendo de viejo.
—¿Y qué te gusta enseñar a ti?
—Yo enseñé un poco de retórica y otro poco de esto, y de aquello, ya me entiendes.
—¿Y ahora te dedicas a descifrar crímenes?
Pródico se alegró de estar dándole la espalda en ese momento, para que no advirtiera su sorpresa.
—Lo sé porque conozco tu relación con Aspasia —añadió ella.
Ahora sí la miró a la cara.
—En realidad —dijo él—, mi interés no es tanto descubrir al asesino como impedir que cierren La Milesia. Claro que una cosa lleva a la otra.
—Ése también es el deseo de todas nosotras.
—Entonces quizá puedas ayudarme en algo.
Neóbula lo miraba con simpatía. Se sentó sobre unos cojines en el suelo tapizado, cerca de la lámpara, y acercó las manos a una jofaina, para quitarse el ungüento. Pródico se incorporó lenta y perezosamente. Su cuerpo estaba laxo, pero su mente estaba despejada y atenta a cada palabra que salía de la hetaira.
—A mi modo de ver —dijo Neóbula—, ha sido un crimen político. Por eso creo que para analizar lo sucedido es necesario entender cómo se ordenan las relaciones con el poder. Cada persona importante en esta ciudad tiene una función y una actitud hacia el poder establecido. Lo que define a cada persona es cómo se sitúa en ese juego. La mayor parte de la gente acata la autoridad y la ley, pues son conformistas. Aceptan las reglas del juego sin crear problemas. Pero algunas personas se sitúan en una línea fronteriza o incluso opuesta.
—Es inevitable y bueno que haya gente crítica, incluso con un sistema de gobierno tan avanzado como el de la polis —dijo Pródico.
—El crítico es el que pone de manifiesto las debilidades de un sistema, pero no se enfrenta a él directamente. Por ejemplo, tenemos a Aristófanes, que embiste con el ariete del humor, pero como ciudadano cumple con sus obligaciones y no supone una verdadera amenaza.
—Diodoro, el sacamuelas.
—También es un crítico, pero no un transgresor.
—¿Qué entiendes por transgresor?
—Es la persona que representa una verdadera amenaza, porque el cambio que propugna es tan radical que sólo se puede llevar a cabo aboliendo el orden anterior. El transgresor, además, ha encontrado la forma de salirse con la suya y ponerlo todo patas arriba.
—A ése es a quien tengo que buscar. El verdaderamente peligroso.
—Puede ser.
—Pero el propio Sócrates era un transgresor. ¿No lo condenaron por eso?
—¿Lo era realmente? —inquirió ella.
Pródico se limitó a cabecear.
—Habría podido serlo —dijo Neóbula—, porque sus valores y principios chocaban con los de Atenas, pero le faltó valor para salir de su reducido círculo de discípulos. Se quedó en la ambigüedad. No supo resolver su conflicto y por eso vivía en permanente frustración.
—Pero dicen que murió por defender la verdad. ¿Qué opinas tú, Neóbula?
—Si es así, parece que llegó a creérsela.
—No importa tanto que fuera cierta o no, sino el hecho de que tuviera el valor para defenderla hasta la muerte.
—¿Y eso te impresiona? —ella hizo un mohín burlón.
—Sí —admitió—. Me interesa cualquier causa que pueda llevar a un hombre a defenderla con su vida, y también comprender al hombre que está seguro de que hay una razón por la que vale la pena morir. Me interesa saber qué razón puede llevar a alguien a brindar con una copa de veneno, a la salud de su verdugo, sin sentirse un desdichado ni un loco.
—Tranquiliza saber que al menos alguien sabe por qué muere.
—Desde luego. Tranquiliza.
—¿Y él te contó cuál era esa razón? —inquirió la hetaira.
—No directamente, pero he averiguado cosas. Por ejemplo, sé que durante el juicio antepuso su honor a su vida y por eso declinó aceptar cualquier condena, por venial que fuera. Y sé que aceptó la cicuta con serenidad. Quizá obró estúpidamente, pero nunca de una manera vulgar.
—Un fin de acto dramático y elocuente. Con ese final se ganó una posteridad, una fama que nunca tuvo en vida, por mucho que se empeñó en conseguirlo. En cambio, de haber muerto de viejo, ¿quién se preocuparía por resucitarlo?
Pródico se echó a reír suavemente.
—Si Sócrates no fue un transgresor, ¿quién puede serlo? —preguntó Pródico.
—Una mujer que ha fundado un negocio para educar a otras mujeres, para darles la libertad de pensamiento y la independencia de los hombres, una mujer que aboga por una forma de democracia con participación femenina y que sueña con la rebelión de las mujeres.
—¿Aspasia? ¿Insinúas que...?
—Yo no insinúo nada —cortó—. Pero imagina la indignación popular que se crearía si cierran este local. Habría una verdadera rebelión que se saldaría con algún cambio importante. Tal vez nosotras sacaríamos una ventaja considerable.
—¿Qué tipo de ventaja?
—Depende de la negociación. En principio, se escucharía nuestra voz y nuestras peticiones.
—Pero tú no la crees capaz de matar a un hombre ella sola.
Neóbula se limitó a guardar un silencio elocuente.
—Hace falta fuerza —insistió Pródico.
—Conozco un brebaje que deja a un hombre drogado y sumido en un sueño profundo. Y un cuchillo recién afilado y de incisiva punta entra sin dificultad en la carne de un cerdo, o de un hombre, hasta su corazón. No necesitas emplear mucha fuerza: basta con apoyar todo tu peso sobre el arma.
Pródico dedicó unos segundos a valorar estas observaciones y las encontró razonables.
—¿Qué droga podría dejar un hombre en ese estado de indefensión? —inquirió él.
—Aspasia es una experta en preparar bebedizos con adormidera y hierba de Circe.
Pródico admitió que él mismo la había visto hacerlo en su casa. Tenía una buena provisión de estas hierbas, como lenitivo de sus dolores.
—Es cuestión de encontrar la dosis adecuada —sonrió ella.
Pródico se mostró desanimado. No le agradaba en absoluto el rumbo que había tomado el asunto, pero tenía que seguir hasta el final. Admitía, a su pesar, que a ella no le habría sido difícil mezclar este bebedizo en el vino de Anito. Tuvo toda la noche para drogado lentamente. También entraba dentro de lo posible que una mujer mayor y débil como Aspasia lograra hundir ese cuchillo afilado en el pecho de un hombre inconsciente.
—El problema es que... —resopló, descorazonado— me cuesta imaginar que ella haya hecho semejante atrocidad.
Neóbula le miró con dulzura y le acarició los cabellos.
—Es lógico, pero tú mismo admites que a veces los sentimientos intensos te impiden ver las cosas con claridad.
Pródico asintió.
—Aspasia estuvo allí cuando él murió —añadió ella.
—En efecto, ella lo ha reconocido.
—Pero a ella no la han interrogado. Y sin embargo, estuvo presente en mi interrogatorio. Nunca me preguntaron si yo la vi entrar en la alcoba de Anito.
—¿La viste? —se alarmó.
—No. Pero tampoco la vi fuera. No sé dónde estaba en ese momento, y puedo asegurar que no se encontraba en ningún salón de paso. Pregunta a Timareta, a Eutila o a Clais. Aspasia es la única de nosotras que no tiene coartada.
Pródico se quedó pensativo.
—Y lo más incomprensible de todo esto —añadió ella— es que, siendo tan pocos los que estábamos allí cuando Anito fue asesinado, no hayan encontrado aún al culpable. ¿Cómo es posible? Saca tus propias conclusiones.
El sofista alabó el discurrir de la hetaira y reconoció que esta información daba un vuelco a la investigación. Ella se sintió halagada. Le acarició la mejilla y le ayudó a ponerse más cómodo entre los cojines. Pródico le pidió que se quedase a su lado, pues le era muy agradable sentir el cuerpo de la mujer junto al suyo. Neóbula fue más allá, le hizo tumbarse del todo, para yacer junto a él. Pródico se encontraba bien así, hasta que ella comenzó a acariciarle el vientre y el sexo. Pródico intentó impedírselo, al principio con un tímido movimiento del brazo, falto de fuerza y convicción. Ella siguió acariciándole, desdeñando sus leves protestas. Pródico, entonces, inició un movimiento de girarse a un lado, ya que estaba demasiado adormecido para oponerse activamente o levantarse. Suave pero con firmeza, ella le paró por los hombros y volvió a tenderlo como estaba, le apartó los brazos, le aplacó con susurros, para que se tranquilizara y le dejara hacer, asegurándole que disfrutaría.
—Este barco está demasiado viejo —protestó Pródico— y se dejó el mástil en algún naufragio.
Pródico se quedó mirando la sonrisa de Neóbula calculadamente encantadora. Le pasó un dedo por los labios carnosos y ella lo succionó. Su dedo desapareció en el húmedo calor de la boca de Neóbula al tiempo que al viejo lo envolvían cálidas sensaciones, recuerdos. Percibiendo su palpito, la mujer se arrodilló junto a él y le susurró palabras sin sonido ni gramática con la punta de la lengua, las palabras más precisas, persuasivas, que un sofista jamás acertara a elaborar, para expresar el anhelo sepultado en el fondo de la mente. Su aliento le cosquilleaba los oídos, le transfería un pasado de viajes, imágenes confusas, mujeres, sensaciones. Lejanamente pensó en una existencia inmediata, sin metáforas, languidez y abandono, exhalaciones de nardo, aromas, vino y embriaguez, tactos cálidos, miradas húmedas en la oscuridad; una voz cálida que susurra algo que parece ser por fin entendido desde cada poro de la piel. Verdades ficticias, amadas mentiras.
No quería dejarse envolver del todo en la suave crisálida. No podía perder de vista la propia conciencia de su decrepitud, de su piel arrugada y flaca como un pellejo amarillento sobre un esqueleto contrahecho. Siempre le había decepcionado su fealdad, pero en los últimos años le resultaba sencillamente detestable. Era incapaz de concentrarse sólo en la mano femenina que avanzaba: se interponía la realidad de su cuerpo, la sensación que adivinaba transmitir su piel.
Ella le besó haciendo avanzar su serpenteante lengua hasta el paladar, y le siguió acariciando hasta dejarle el sexo, si no erguido, al menos tumescente. Sentada a horcajadas en su abdomen, puso sus rodillas sobre los brazos del viejo, se quitó las enaguas transparentes, y comenzó a frotar su sexo impúdicamente con el del sofista, inclinada sobre él hasta rozarle el pecho con sus pezones. Pródico comenzó a debatirse, al tiempo que sentía que su cuerpo, sus fuerzas, le abandonaban y la sangre se le agolpaba en el rostro. Ella seguía moviéndose sobre él sinuosamente, primero muy despacio, buscando el contacto suave, el mero roce, el toque que le despertó un leve gemido, que le hizo desviar la mirada, rehacer la postura, bajar de nuevo, abierta, expuesta, puntualmente húmeda, deslizarse hacia abajo y hacia atrás, como si se agazapara, hasta sentir otra vez el calambre, y subir, boquear hacia la superficie, antes de zambullirse de nuevo, resbalar sobre él, sobre su sexo blando, inocuo, exangüe, como sobre la insulsa piel, y a continuación un poco más deprisa, habiendo establecido el primer contacto entre el centro del placer y la superficie fofa del viejo, repetir, repetir, subiendo y bajando, igual que si Pródico fuera un muerto, igual que si fuera un despojo humano, carne vieja, fláccida, yacente para el placer de la otra. Se concentró en respirar a pesar del peso de la mujer sobre su tórax, jadeaba como si estuviera haciendo un tremendo esfuerzo, aunque no se movía. Era incapaz de recordar alguna otra experiencia de su vida, dentro o fuera del sexo, que le hubiera resultado tan ultrajante. Al menos, si ella hubiese pedido que la hiciera gozar tocándola, habría sido distinto, se habría sentido parte activa, pero así ella lo reducía a la condición de un objeto inanimado, un cadáver caliente. Al cabo de unos instantes comprendió que Neóbula se estaba excitando verdaderamente y también que su excitación la obtenía de la humillación de Pródico, en restregarse sobre su pérdida de virilidad, en su vergüenza y en su vejez resentida, en definitiva, en follarse el cadáver de un vencido.