Capítulo XXVIII
La salud de Aspasia empeoraba y las visitas de Heródico se hacían más frecuentes. La milesia nunca hacía alusión a ellas, ni siquiera cuando Pródico le preguntaba qué le había dicho el médico. Tan pronto como éste se iba, cabizbajo y preocupado, Aspasia volvía a sonreír y a hacer como si hubiera olvidado que el médico había estado explorándola. No era en absoluto un olvido escapista, pues demasiado bien sabía ella el mal que le aquejaba, sino su actitud natural de dejar las malas noticias para el final, mientras quedase tiempo de disfrutar las buenas. Al sofista le desconcertaba esta renuencia a quejarse, cuando él se quejaba siempre que podía, excepto con Aspasia. Intuyó que se comportaba así porque su amiga era un modelo tan perfecto que le sacaba lo mejor de sí mismo.
En las últimas semanas iba de mal en peor. Tosía muchísimo, aunque procurase disimularlo, y había días en que no podía ni levantarse de la cama. Aquellos días en que se sentía un poco mejor, navegaba en el vapor de las hierbas narcotizantes, adormidera, hierba de Circe y vino, con las que intentaba mitigar un dolor que debía de estar perforándole las entrañas. Alguna vez la había oído llorar en la antecámara. Sus siervos eran en extremo solícitos para ayudarla en cualquier momento de flaqueza. Ante Pródico prescindía de ellos, en su intento de aparentar una salud todavía digna, suficiente al menos para hacerse cargo de sí misma y de sus obligaciones, aunque poco hubiera que ocultar a esas alturas. El sofista había evitado hasta ahora mostrar demasiado a las claras su inquietud por el estado de su amiga, y si alguna vez había probado a preguntarle cómo se encontraba, ella había fingido un optimista desinterés para cambiar enseguida de tema, cosa que no había contribuido precisamente a tranquilizarlo. A menudo hablaba sola, murmuraba un soliloquio desesperanzado. En estos ratos, Pródico procuraba irse a dar un paseo. No soportaba verla así.
Envuelta en su oscura y fina cimbérica, era el habitante de la casa más sigiloso. Por eso, cuando hizo su aparición una noche, muy tarde, en que Pródico estaba arrellanado en un sillón de mimbre de la biblioteca, reflexionando sobre el caso del asesinato de Anito, y en particular sobre la manera en que alguien puede acercarse a otra persona con un afilado y largo cuchillo en la mano, mientras descansa sin sospechar el peligro que acecha, dio un respingo al encontrarse con que ella estaba justo detrás de él.
—No te oí llegar —se disculpó Pródico.
—Las lechuzas cazan a oído en medio de la noche.
Enseguida, Aspasia le pidió que le pusiera al corriente de sus últimas averiguaciones. Él reconoció que se encontraba atascado desde hacía días. A su juicio, ni Aristófanes, ni Diodoro ni Antemión habían cometido el crimen, pero de sus testimonios había entresacado datos nuevos que le hacían pensar en otra línea de trabajo, aunque carecía de información suficiente. Aspasia se mostró muy interesada en saber qué información nueva tenía.
—Tiene que ver, al parecer, con el intento de fuga de Sócrates.
—Eso lo conocemos ya. Lo abortó el propio Sócrates.
—Sí, pero parece ser que hubo otro mejor planeado, y que era un secreto bien guardado entre quienes pensaban liberarle. Además, otra persona conoció este secreto, y era Anito. Antemión sabía que su padre tenía la prueba de este plan de fuga, que aportaría la evidencia definitiva de que Sócrates era un traidor y de que su aceptación de la condena que recayó sobre él era una burda mentira.
Aspasia tosió varias veces sobre el dorso de la mano, antes de preguntar:
—Si ya estaba condenado a muerte, ¿para qué quería nuevas pruebas?
—Imagino que Anito se dio cuenta de que en el fondo había cumplido el deseo inconfesado de Sócrates: acabando con su vida de esa manera, como víctima de una gran injusticia, haría que su fama fuera inmortal.
—Ahora te entiendo. Entonces, el móvil del asesinato de Anito fue preservar la fama del filósofo, evitando que se desvelara el segundo plan de fuga, suponiendo que hubiera tal plan.
—Así es. El problema es que no tenemos más que nociones vagas. Ni siquiera sabe Antemión cuál era este plan, ni cuál era la preciada prueba que ostentaba, pero él opina que era una persona con un testimonio.
—Interesante. Quizá estemos más cerca del móvil del crimen.
—Sí, pero este nuevo móvil tampoco me pone sobre la pista de nadie. Por otra parte, yo sospecho de una persona, aunque me faltan evidencias, con el agravante de que además tiene una coartada perfecta.
—Neóbula.
Pródico asintió.
—¿Y qué te hace sospechar de ella?
—Es sencillo. Ella me ha dicho que fuiste tú quien mató a Anito. Y no es que lo dijera precisamente entre lágrimas de emoción.
Aspasia se quedó sorprendida: parpadeó varias veces y se llevó una mano al pecho.
—No puedo creer que piense eso realmente.
—Estoy casi seguro de que no lo cree. Pretende manipularme. ¿Con qué finalidad?
Ella reflexionó unos instantes.
—Es muy propio de ella enredar, confundir. Es retorcida. ¡Es perversa! Ha decidido que hay que sacrificar a alguien para evitar el fin de La Milesia, y en el fondo le importa poco quién. Su gran ambición, desde hace tiempo, es ocupar mi lugar.
—Eso tiene bastante sentido.
—Por otra parte, ella es la más capacitada para hacerlo, y sobre todo para luchar por el proyecto de la mujer. Es orgullosa y no se arredra ante nada.
—Pero ella no se lo merece —objetó Pródico—. Desea tu muerte.
—Mi muerte está más cerca de lo que ella cree.
Pródico reprochó a Aspasia haber dicho eso.
—Querido Pródico —le acarició la mejilla—, a tu lado estoy pasando los mejores días desde hace muchos años.
—Es lo mismo que me ocurre a mí.
Se quedaron mirándose tiernamente, con las manos cogidas, hasta que al fin Aspasia exclamó:
—¡Ya me iba a olvidar! Hay novedades. He encontrado algo interesante en mi local. Tenemos que ir ahora mismo.
Una docena de esclavas se afanaba en la limpieza y adecuación del burdel para la noche. Se mezclaba el vino en las cráteras y se llenaban las lámparas de aceite, se afinaban los instrumentos y se ordenaba el mobiliario. Aspasia le mostró al sofista un tapiz en la pared que representaba escenas amatorias entre hombres y mujeres. Pródico se acercó y comprobó que tenía los bordes chamuscados.
—Ayer estaba haciendo la revisión del local y me fijé en esto —le indicó Aspasia.
A un par de zancadas de distancia había un candelera de pie alto con cinco velones. Ella asintió, siguiendo la dirección de su mirada.
—Yo pensé lo mismo. Llamé a Filipo y le pregunté qué había ocurrido. Él me dijo que no hacía mucho se había caído el candelera y uno de los velones había quedado apoyado contra el tapiz. «¿Y cuándo ocurrió eso, Filipo?», le pregunté. Así, recordando despacio, exclamó que fue precisamente la noche en que mataron a Anito, sólo que algunas horas antes. Por eso no lo había relacionado. Al parecer se volcó el candelera y tres velas se cayeron al suelo, una quemó el tapiz y otra cayó encima de un cliente y también le hizo una pequeña quemadura.
—¿Y cómo es que se cayó el candelera? Parece que tiene un pie bastante estable.
—Una hetaira se tropezó con un hombre que estaba sentado en el suelo y se agarró al candelero. Y no fue otra que Neóbula.
—Qué coincidencia.
—Así es —sonrió Aspasia—. Una de esas coincidencias que me ha dado que pensar. Filipo me ha contado con detalle cómo ocurrió: al caer la cera caliente sobre el cliente, pegó un grito y hubo unos momentos de confusión, pero Filipo acudió enseguida y le arrojó un cubo de agua, y luego echó otro al tapiz. Al final todo quedó en unas cuantas carcajadas.
—Pero Filipo descuidó la entrada durante esos instantes.
—Exacto.
Pródico observó con detenimiento el candelero. Lo sostenía un atril de hierro con cuatro pequeños pies. El tronco era de bronce pesado y de superficie rugosa. No se deslizaba fácilmente.
—¿Ha estado siempre aquí, a esta distancia de la pared?
—Antes estaba más cerca del tapiz. Pero ahora, como ves, lo hemos apartado, por si acaso.
—Supongamos que ella fingió el traspiés para volcarlo y provocar esos momentos de confusión. Eso nos abre la posibilidad de que una persona con la que no habíamos contado al principio entre los sospechosos estuviese en el escenario del crimen.
—Un hombre habría podido entrar en el local sin que Filipo le viera.
Pródico asintió y se puso a conjeturar en voz alta:
—Podía haberse deslizado felinamente sin ser visto, oculto el rostro por un embozo, por ejemplo, con un cuchillo afilado bajo la túnica avanzaría sin ser reconocido en medio de la confusión. Habría evolucionado hacia el interior, hasta un lugar donde permanecería oculto, y del que sólo saldría cuando la escanciadora Eutila sirvió vino a Anito, el último momento en que éste fue visto con vida.
—¿Quién puede ser este hombre?
—Neóbula no nos lo dirá. Pero nos ayuda saber que ella lo sabe.