Capítulo VII

Neóbula permaneció aún junto a Alcibíades, muy lejos de su patria, hasta los veintidós años. La gran guerra se encontraba en su tramo final, y Atenas hacía desesperados esfuerzos por recuperar parte de su imperio marítimo, depauperado en los últimos quince años. Pero su declive era imparable: sus principales fuentes de riqueza —como las minas de Deceleia— habían caído en manos enemigas, al igual que las islas mejor situadas estratégicamente; la mayor parte de su flota había desaparecido y miles de hombres eran muertos en combate. La situación se tornaba desesperada. Desde que fuera nombrado estratega, Alcibíades había recuperado algo de terreno y protagonizado algunas de las batallas más exitosas que avivaron la ilusión de que aún no estaba todo perdido. Pero cometió un error fatal: su desmedida ambición y su egolatría le granjearon tantos odios que optó por convertirse en un traidor antes que doblegarse al mando de otro general. Querían su cabeza. Atenas ya nunca confiaría en él.

Así empezó el último periodo de su vida. Rehusó volver a su patria vilipendiado y humillado. No le quedaba otro remedio que marcharse de nuevo, lejos, donde no se molestaran en buscarlo. Partió en una nave con sus remeros esclavos y la única compañía de Neóbula hasta la zona limítrofe de Tracia, el Quersoneso, donde tenía una pequeña fortaleza.

Obligado a mantenerse apartado de la guerra, su carácter se volvió arisco, incluso con Neóbula. No soportaba a nadie, ni siquiera a sí mismo. Apenas hablaba. Su único interés consistía en seguir de lejos el curso de la guerra.

Tenía cuarenta y seis años y ya había vivido demasiado. Sus días venideros se le antojaban miserables. Expulsó a Neóbula de su lado, le dijo que ya no la amaba, que regresara a Atenas. Neóbula comprendió que ella ya nunca podría hacerle dichoso. Se resignó a dejarle para siempre.

Durante el largo viaje de regreso a Atenas, en compañía de varios esclavos empleados como remeros y escolta, Neóbula reflexionó sobre lo que hasta entonces había sido su vida. De una manera casi inexplicable, su infancia había quedado prácticamente sepultada en el fondo de su memoria. Subsistía un murmullo de voces familiares en una casa en la falda de la colina, un huerto soleado donde cantaban los pájaros desde muy temprano, para arrancarla del sueño, el olor de la piel de cabra que cubría su lecho, la lejana voz del aguador, el tintineo de la fragua, un escorpión negro saliendo de su guarida en la arena pedregosa, un campo de espigas casi tan altas como ella, donde rasgaban las cigarras el mediodía; la luz espesa de los establos, los rayos que entraban por la puerta iluminando el polvo flotante, la risa de los grajos cuando su tía murió de una coz en el pecho, y los días en que su casa tuvo que ser purificada tras fallecer su madre. Finalmente, la corona de flores que había dejado caer a los pies de Afrodita, antes de despojarse de su túnica, como prenda de su pubertad, y exponer su desnudez a la mirada experta de Aspasia.

Era la muerte la que había ido dejando caer gruesas y pesadas piedras en el pozo de su infancia hasta cegarlo. Ahora quedaba sólo ese lecho pedregoso, desmemoriado, incapaz por sí solo de recordarle quién era la muchacha que dormía dentro de sí misma, en el caso de que aún viviera, y qué le debía. Sentía que su propia vida era algo demasiado remoto.

Volvía a Atenas pensando en el hombre que dejaba atrás, en otro recodo del camino, a solas con su desgracia, para siempre. No quería verlo apagarse en su propia negrura, extinguirse aquella luz divina que tanto había ardido en él. Para Neóbula quedaría en su recuerdo como aquel que había tensado el arco de la vida hasta el máximo, el hombre que había gozado con ella cada instante en plenitud, apurando cada copa, la de la venganza, la ambición, el poder y la pasión. El tampoco deseó que lo conocieran de otra manera, y prefirió replegarse en la soledad del destierro.

Encontró Neóbula una Atenas tan cambiada que sintió una extraña desazón traspasada de melancolía. Había permanecido fuera tres años, pero la guerra había cambiado la fisonomía de la ciudad como si hubieran transcurrido muchos más. Todo, a partir del puerto en adelante, estaba siendo reconstruido. Su casa había sido incendiada y destruida durante la guerra. No tenía hogar, ni familia, ni amigos. Confiaba en que Aspasia viviera y, si así era, a buen seguro la recibiría en La Milesia.

Un esclavo le abrió la puerta, la reconoció de inmediato y la invitó a pasar adentro. Neóbula aspiró un suave aroma a sándalo en el vestíbulo, se dejó descalzar por el esclavo y esperó a que la dueña acudiera a recibirla. Antes de verla, oyó su voz pronunciando alegremente su nombre. Sintió que había desaparecido toda huella de rencor cuando la vio aparecer, alzando las manos, radiante e inquieta, con una túnica de seda color lavanda hasta los tobillos y el cabello recogido con cintas. Se abrazaron y se besaron efusivamente.

Aspasia imaginaba su situación, y se aprestó a ofrecerle alojamiento en su casa hasta que pudiera adquirir una propia. Neóbula notó que, al dar Aspasia por hecho que pronto ganaría suficiente dinero como para tener su propia vivienda, excluía de antemano la posibilidad de dedicarse a otra actividad que no fuera la prostitución, o le hacía entender de manera tácita que cualquier proyecto que no fuera trabajar para La Milesia era sencillamente inconcebible en una mujer como ella. A Neóbula, empero, no le desagradó esta manera de ofrecerle trabajo y estaba dispuesta a aceptarlo de buen grado. Aquella forma de vida le ofrecía incontables ventajas, y ya no era capaz de vivir sin el trato asiduo con hombres. Ansiaba el momento de tenerlos de nuevo atenazados entre sus muslos.

—Tendrás muchísimas cosas que contarme —le dijo Aspasia alegremente.

—Tú también tendrás que ponerme al día de los últimos acontecimientos.

—¿A partir de cuándo?

—Desde que me marché de Atenas.

—Bueno, no hay gran cosa que contar. Un montón de guerras perdidas, aunque dicen que es la misma, más pobreza, y nosotras seguimos aquí, haciendo la vida más agradable a nuestros hombrecillos.

—Y La Milesia, ¿sigue como siempre?

—Es lo único que nunca cambia. La única novedad es que han entrado dos nuevas chicas, muy jóvenes, que aguantan bien hasta la madrugada: una se llama Timareta y otra Eutila. Estarán encantadas de conocerte. Como ves, he vuelto a hacerme cargo de la dirección del local, en vista de que nadie me ofrece un trabajo más interesante. Intenté abrir clandestinamente una pequeña escuela para enseñar a las mujeres a leer y escribir, pero sólo acudía la viuda Perictione; las demás no se atrevían ni a asomarse. Además, ya sabes que las mujeres casadas nunca nos vieron con buenos ojos, pues cada noche les quitamos a sus maridos. En cuanto a Perictione, aprendió a leer tan bien que acabábamos pasando la mañana charlando. Así que cerré aquello y ahora sólo doy clases a las nuevas pupilas de La Milesia.

No se molestó Aspasia en preguntarle por los años que había pasado con Alcibíades, viviendo el final de la guerra, porque sabía que jamás contaba nada personal. Conocía bien los límites con ella. Y podía imaginarse vagamente la clase de vida que podía haber llevado con un tipo como Alcibíades. Se la veía más robusta, fibrosa, endurecida y curtida por la intemperie, más mujer y más deseable todavía. No ignoraba que, aun a sus veintidós años, Neóbula arrastraría más clientela que cualquiera de sus más jóvenes hetairas. Su boca se abría como un manantial húmedo cuando reía; era, en definitiva, todo lo que Aspasia había perdido, muslos en flor que se abrían como plantas carnívoras, una piel fina que destilaba olor a hembra y a sexo, una melena negra y voluble, el cuerpo relampagueante de una musa y una inteligencia penetrante.

Neóbula solía salir a pasear poco antes del anochecer, aprovechando la luz menguante, después de haber dormido durante todo el día y teniendo por delante unas cuantas horas libres antes de volver a la faena. Iba con el rostro cubierto por un velo para evitarse la molestia de ser reconocida y acompañada de un corpulento esclavo fenicio que había trabajado en una cantera. Le gustaba aquel rato de tranquilidad en que la gente se recogía. En cierta ocasión, paseando por la parte meridional de la ciudad, por el barrio más lujoso, el Skambónidai, se detuvo a escuchar una violenta discusión entre padre e hijo que tenía lugar en el patio de una casa. El intercambio de gritos revelaba un odio embrutecido, enquistado, que le hizo estremecerse. Escuchó el sonido de objetos que se rompían, el llanto de una mujer que sería la madre, golpes en los muebles, nuevos gritos y amenazas rabiosas. Finalmente, el hijo salió de casa profiriendo un rugido sordo. Pasó delante de Neóbula, sin verla, y se alejó calle arriba cabizbajo y apretando los puños. Hubo unos instantes de quietud, en los que sólo se oía el llanto de la mujer. Al cabo, el padre salió a llamarlo, ahora con un tono que quería ser más amistoso y conciliador, pero que resultaba falso, forzado. Y cuando él ya no podía oírlo, siguió voceando su nombre, ahora con pena y arrepentimiento por lo sucedido. A la luz de la luna Neóbula reconoció perfectamente el rostro de ese hombre. Era Anito, el que diez años atrás la violara en La Milesia, destrozando su pubertad y marcándola para siempre.

Neóbula y su esclavo siguieron los pasos del joven hijo de Anito a lo largo de las calles, en dirección a los barrios más modestos y populares, donde aún había locales abiertos y un poco de ambiente. No sabía por qué le seguía, qué podía conseguir de él; obedecía simplemente a una corazonada. Le había estremecido el ardor de su furia, su carácter rebelde, individualista, ese deseo que se traslucía en sus gritos de matar a su padre, de huir de él y refugiarse en la soledad. Llegó finalmente hasta un barracón donde servían vino especiado y donde, a juzgar por la familiaridad del trato, debía de ser cliente asiduo. Neóbula prefirió no entrar, sabía que a pesar de su esclavo comenzarían a molestarla los hombres, muchos de los cuales eran sus clientes, y ordenó a su esclavo que se dirigiese al joven y le dijera que quería hablar con él en otra parte. Tras escuchar el mensaje, él se volvió hacia la puerta y observó la silueta oscura de la mujer con el rostro cubierto. Apuró el vino, se levantó, pagó y salió.

Neóbula se levantó el velo ante él. Ambos se escrutaron en silencio, frente a frente, durante un breve espacio de tiempo, midiéndose, leyendo en los ojos del otro los signos de la fiebre. Le calculó unos diecisiete años, una rebeldía bisoña y fogosa, cierto valor y nula experiencia con mujeres. Al fin, le hizo señas para que la acompañara a un lugar tranquilo. Comenzaron a caminar juntos; el esclavo se mantenía detrás, a una distancia prudencial, para no molestar.

—¿Eres una hetaira?

Ella asintió.

—Lo sospechaba —dijo con cierta solemnidad pueril—. Demasiado osada, demasiado hermosa.

—¿Te desagrada?

—En absoluto. Nunca estuve en un burdel, pero no descarto hacerlo cuando me apetezca. ¿Estás buscando clientes?

Hablaba como si fuera ya un hombre, con un prurito de soberbia.

—Así es —mintió—. Eres joven y bien parecido, ¿cómo te llamas?

—Antemión, nieto de Antemión.

—¿Por qué aludes a tu abuelo, y no a tu padre?

—No reconozco a quien dice ser mi padre —se dio cuenta de que su queja resultaba un poco brusca y extemporánea, y añadió rápidamente—: ¿Cobras mucho?

—Depende del cliente y de sus deseos —ella procuró mostrarse alegre y desenfadada para inspirarle confianza—. A los feos les cobro más.

—¿En serio? No me parece justo.

—¿Ah, no? —se le escapó una risa que azoró un poco al joven—. A otros, en cambio, les devolvería el dinero después de la sesión, para que puedan pagarme otra más.

Antemión la miraba con interés creciente, imaginando quizá aquello tan codiciado que se movía bajo su ropa. Neóbula se divertía sólo pensando en la de cosas que podría enseñarle al joven en una sola noche.

—Debes de tener muchos clientes.

—No me puedo quejar. Trabajo no me falta.

—Entonces ¿por qué vas a buscarlos a la calle?

Neóbula sonrió; acababa de pillarla en una contradicción. Tendría que estar más despierta.

—En realidad estaba paseando. Es mi rato libre. Cuando pasaba junto a tu casa te oí discutir con tu padre y pensé que te vendría bien un desahogo. Me apeteció llevarte un poco de alegría.

—¿Y por qué crees que ibas a alegrarme?

—Soy una mujer de vida alegre, no lo olvides.

—¡No lo he olvidado! —rió él.

Llegaron a un pequeño promontorio recorrido por huertas escalonadas, desde donde se oteaba una extensión de viviendas iluminadas por la luna, las llamas de las antorchas y el humo de algunas casas. La brisa olía a eléboro blanco. Se sentaron uno junto al otro con la espalda apoyada en el muro bajo de una linde a degustar el comienzo de la noche. La luna, cuando nacía a ras del horizonte, surcada por las ramas de un árbol cercano, parecía hinchada y enorme. Neóbula sentía estremecerse el cuerpo del joven.

—He pasado un tiempo fuera de Atenas —dijo ella—. He perdido las amistades que hice aquí.

—¿Dónde has estado?

—En muchos lugares. Viajaba junto a un hombre, un mercader. Murió.

—A mí también me gustaría salir de Atenas y conocer otras ciudades, otras culturas. Dudo que la nuestra sea la única buena.

—¿No saliste para combatir?

—Sí, estuve en Egospótamos, y en otros lugares parecidos, pero no fue precisamente un viaje de placer.

—Tienes dinero para viajar cuanto quieras.

—Es mi padre quien tiene dinero, no yo. Si lo tuviera, hace tiempo que me habría ido a algún lugar que estuviera lo suficientemente lejos de él.

—¿A qué se dedica?

—Tiene un negocio de curtidos. Lo heredó de su padre, aunque la verdad es que él lo ha triplicado. Pieles, reses, tintes, todo lo que te puedas imaginar que tenga pelo y huela a animal. Quiere que trabaje para él, para que ocupe su lugar cuando él sea viejo y tenga que retirarse, y así mantener el negocio familiar.

—Es normal. No veo nada malo en ello.

—Cierto. Y no es una mala vida. A mí no me pondría a cortar pieles, sino a comerciar con tratantes de ganado. Conocería a mucha gente, sería muy respetado, y rico.

—Sin embargo, a ti no te entusiasma la idea —dijo, adoptando cierto aire maternal.

—El problema es que no podría dejarlo nunca. No podría hacer otros planes, cuando tuviera suficiente dinero me vería privado de la libertad de elegir mi propio camino, de viajar, qué sé yo, estaría atado al negocio por el resto de mi vida, para algún día traspasarlo a mi hijo, como mi padre hizo conmigo —suspiró con aire apesadumbrado. Ahora su tono de voz era mucho más sincero y convincente que al principio—. Pero yo no tengo ese instinto comercial de mi padre, no se me da bien lo suyo, el curtido de pieles me deja indiferente, y sobre todo, me aterra la perspectiva de estar a sus órdenes.

—La mayoría de la gente no tiene ese problema, porque tampoco tiene elección.

Antemión pareció no escucharla. Había adoptado un aire vagamente solemne y dramático.

—Si supiera qué hacer con mi vida... —suspiró—. No sé qué elección debería tomar para seguir el camino correcto.

—Creo que sé quién podría ayudarte —dijo Neóbula—. ¿Conoces a Sócrates?

—Claro. Cualquiera que haga deporte en la arena de la palestra lo conoce. Es un atleta irreductible. A sus sesenta años se atreve a luchar con el más joven de nosotros. Pero no le he tratado mucho.

—Creo que es la persona que necesitas.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Su especialidad es discernir qué clase de vida es la mejor para cada uno.

—Se dicen muchas cosas de él, a menudo contradictorias.

—También de nosotras, ¿y eso es malo?

Antemión asintió, mirando fijamente a la hetaira, esta vez dejando traslucir el deseo.

—Nunca he conocido a una mujer como tú —esbozó una repentina sonrisa, un poco violenta y azorada.

A Neóbula le hizo gracia este quiebro.

—¿Es un piropo?

Antemión la rodeó con los brazos, sin atreverse aún a besarla. Ella le facilitó el resto. Siempre que se topaba con un jovencito inexperto de fina perilla sentía un agradable cosquilleo de satisfacción, como si estuviera pervirtiéndolo. Un mochuelo dejaba oír su canto a lo lejos, desde los oscuros encinares.