Capítulo XXII

Ningún poderoso había logrado callarle la boca. Como una plaga de langostas había azotado la ciudad, lanzando primero sus diatribas contra la democracia, la guerra, y, finalmente, contra la tiranía. Pero ahí estaba, invicto, el atrabiliario comediógrafo, todo un superviviente de las purgas políticas a sus cincuenta años, un jayán de aspecto bárbaro, más temido que venerado. Sus insolentes burlas hacían las delicias del pueblo y quizá era cierto que el hecho de estar vivo demostraba que aún había democracia, aunque él pensaba más bien que los demócratas le habían perdonado hipócritamente la vida para hacer creer al pueblo que existía la libertad de expresión.

Lo peor que podía ocurrirle a un ateniense era ser convertido en uno de sus personajes de comedia. Pero también era lo mejor que podía ocurrirle a uno, visto desde otro ángulo, pues eso constituía la prueba inequívoca de su celebridad y su perpetuación para la historia. El comediógrafo tenía esa potestad divina de conceder y repartir gloria eterna entre los aspirantes a disfrutar de un lugar en el nutrido Olimpo de los idiotas.

Pródico siempre había creído que Aristófanes y Sócrates eran amigos, por eso no acababa de entender por qué el comediógrafo se había ensañado con él de aquella forma en su obra Las nubes, estrenada años atrás. Las gradas del teatro se habían visto sacudidas por una carcajada unánime cuando entró en escena un actor, que era el propio Aristófanes, inequívocamente caracterizado como el filósofo por arte del maquillaje: su fea nariz, las barbas desaliñadas y el aire de lunático. Apareció flotando en lo alto del escenario, metido en una enorme cesta colgada de una cuerda por una polea. Más tarde contarían muchos que fue la única vez que vieron reír a Sócrates (que se encontraba entre el público). También Pródico tuvo su parte cuando un personaje declaró: «A ningún otro de los filósofos celestes estaríamos dispuestos a obedecer, a excepción de Pródico».

A pesar de todo, Aristófanes nunca había ocultado su aprecio por el filósofo.

La finca del comediógrafo —que no era suya, sino alquilada— estaba ubicada en la colina de la Pnix, rodeada de un encinar. Era una casa señorial, una de las más distinguidas de Atenas. La puerta había sido arrancada. En su lugar, habían puesto una especie de tabla mal claveteada. Pródico no quiso llamar con los nudillos por miedo a que se viniera abajo.

—¡Aristófanes! —gritó.

El comediógrafo se encontraba en su mesa ante un pliego de escritura lleno de tachaduras, manchas de grasa y babas de sus propias cabezadas y alguna que otra mosca aplastada. Llevaba horas, días, semanas enfangado en la más absoluta desesperación. Le dijo a su esclavo Janto que se asomara a mirar quién era el visitante. El esclavo Janto corrió a la puerta, echó una ojeada y le dijo a su amo que nunca le había visto antes, pero que parecía inofensivo. Aristófanes, por si acaso, tomó su garrote y se acercó con cautela a la entrada.

Tras la tabla que hacía las veces de puerta, Pródico se topó ante un tipo con la pelambrera blanca erizada y un garrote enorme apoyado en el hombro. Tenía los ojos enrojecidos bajo unas cejas hirsutas. Su expresión leonina no era todo lo amistosa que el sofista había esperado encontrar.

—¡Pródico de Ceos, el insigne sofista! —la cara de Aristófanes cambió completamente. Se dieron un fuerte abrazo. El sofista percibió el pestazo a vino de su aliento—. ¿Qué te trae por aquí? ¿Vienes en visita oficial? ¡Hacía años que no te veía! ¿Qué te ha pasado en el pelo? ¿Te lo has teñido de blanco, como yo?

Rieron a la vez. La risa de Aristófanes era reventona y un poco exhibicionista, pero contagiosa. Le dio un espaldarazo tan vigoroso al viejo que éste sintió cómo su esqueleto crujía y amenazaba con romperse en pedazos.

—Me han dicho que has escrito un libro estupendo que no sé cómo se titula ni nadie sabe de qué trata —añadió Aristófanes—. Yo no lo he leído, pero me parece soberbio que escribas para que la gente no entienda. No como yo, que gasto tanto esfuerzo en hacerme entender que hasta los idiotas opinan de mis obras.

—Espero no haber interrumpido tu trabajo —dijo amablemente.

El esclavo descalzó a Pródico en la entrada. Sus ojillos eran ingenuos como los de un cachorro, y algo en su rostro enternecía. El aire estaba fresco y apacible allí, a pesar del caos reinante. Atravesaron un breve pasillo de techos estucados con pinturas hasta el patio interior, al que convergían varias habitaciones vacías de muebles a causa de sucesivos embargos.

—¿Interrumpir mi trabajo? ¡Estaba en mitad de una frase cuando has llamado! Pero no importa; hace dos meses que la empecé y no sé cómo acabarla. Aún estoy esperando a que las musas me susurren al oído algo que no sean obscenidades.

Infinidad de pliegos y manuscritos yacían tirados por el suelo. Aristófanes se había acostumbrado a pasar por encima de ellos sin pisarlos, como si cruzara a saltos un río limoso. De hecho, el olor a encierro, la viscosidad del ambiente, la dejadez de todos los objetos de la casa, las velas de sebo que habían chorreado por el suelo y las paredes, las telarañas de las esquinas..., toda esa suma de circunstancias que hacían tan opresivo el ambiente causó un notable impacto en el sofista; de alguna manera sabía interpretar aquellos signos, le eran familiares. Era el lugar donde un hombre se halla empantanado.

—El dueño de la casa me quiere desalojar de aquí —le confesó—. También es el propietario de la armería. Llevo varios meses sin poder pagarle el alquiler y está decidido a echarme a la fuerza, porque ha visto que por las buenas maneras no va a convencerme. Pensé que eras uno de sus felones, menos mal que no te he golpeado. Yo nunca fui partidario de golpear a los sofistas, ¿sabes? Te diré una cosa, el muy canalla viene por la noche, a sabotearme. Se ha llevado la puerta, ha cerrado la boca del pozo para dejarme sin agua, y viene a quitarme las tejas del tejado. ¡Este imbécil con tal de echarme está dispuesto a demoler su propia casa!

—Siento que estés así. De todas formas, hay casas de alquiler mucho más baratas.

—Sí, sí, ya sé. Pero yo tengo que hacerme respetar por mi público. ¡Tengo un nombre!

Y se echó a reír de su propia parodia.

—Es triste —dijo Pródico— que un célebre autor de comedias acabe arruinado.

—Me han hundido con multas y delaciones por no pagar mis impuestos, y ahora me acusan de haber matado a un hombre en La Milesia, yo, que no necesito de ningún cuchillo para hundir a mi peor enemigo. Todo es por culpa de este gobierno obsceno y corrupto que llaman democracia y no es otra cosa que una anarquía colectiva donde campan a sus anchas delatores, sicofantes, cobardes y ladrones.

Pródico tenía otra versión, la de Aspasia: lo que había llevado a Aristófanes a la ruina era su costumbre, mantenida a lo largo de muchos años, de pasar las noches en La Milesia.

—Acabo de llegar a Atenas, después de una larga ausencia. Y sólo me han informado de que han ejecutado a Sócrates —mintió.

—Ha sido un juicio infame. Créeme. Sócrates era uno de los pocos hombres de valía que nos quedaban. Ya no hay más que ineptos y demagogos.

El sofista recorría con la mirada el estudio de Aristófanes: rollos de pergamino formando un revoltillo, cálamos de escritura destrozados contra la superficie de la mesa en accesos de rabia, velas y escudillas con restos de comida seca. Sonrió al observar un lutróforo donde se representaba el Olimpo convertido en una casa de putas regentada por el amo Zeus con su sádico rayo.

—¿Y eso? —lo señaló el sofista.

—Es bueno tener a los dioses por modelos —dijo Aristófanes.

—¿Para saber lo que hay que hacer o lo que no hay que hacer?

—En esa pregunta se resume toda la cuestión moral —sonrió.

También había una figura de Talía, la musa protectora de la comedia, abierta de piernas. A la mesa de trabajo se unía un diván donde Aristófanes escribía cuando se cansaba de estar sentado, y una mesa baja con un mortero de madera para diluir la tinta solidificada junto a una tabla con varias plumas de caña tallada. La luz llegaba del patio interior y por una escalerilla se subía a la planta de arriba, donde se suponía que estaban sus esclavas (en realidad, sólo había un esclavo en toda la casa). Pródico paró sus ojos en un papiro, pero no consiguió desentrañar su letra entre los borrones.

—¿Alguna nueva sátira política?

—¡Bah! Un encargo.

—¿Escribes por encargo? —se admiró el sofista.

—Me la han pedido las locas de Aspasia. Me han dado una idea para un argumento: las mujeres toman el poder y expulsan a los hombres del gobierno. ¿Has oído idea más descabellada?

—No te creas. Conozco un lugar donde se da esa ginecocracia.

—¿Ah, sí? —Aristófanes se rascó la barba con cierta aprensión—. Debe de ser un lugar horrible.

—Pues tú lo visitas todas las noches.

El otro lo festejó con una risotada estentórea. Pródico dijo:

—Para mí la igualdad entre los sexos sólo llegará cuando seamos los hombres quienes limpiemos el culo a nuestros ancianos padres.

—¡Zeus! ¡Espero que ese día no llegue nunca!

El sofista echó un rápido vistazo a algunos pliegos, pero todo estaba emborronado e ininteligible. Los volvió a enrollar y le tironeó cariñosamente de las barbas.

—¿No te da vergüenza escribir por encargo, grandísimo zoquete?

Aristófanes le arrebató el rollo y lo rasgó sin mirarlo siquiera, como para demostrarle lo poco que le importaba. Refunfuñó:

—Corren tiempos duros, pero no podrán conmigo. Tengo más aguante que Filípides. ¿Una copa? —alzó de nuevo la copa de vino. Pródico la declinó con un gesto—. Mira que la abstención de vino es mala para la salud. Y éste es vino de Quíos, sin aromas ni tonterías.

Pródico chasqueó la lengua luego de probarlo.

—¡Eh! ¡Este vino no está rebajado!

—¡Rebajar el vino! Otra costumbre abominable. Cómo vamos a rebajar nuestra tristeza, querido Pródico, si rebajamos el vino.

Pródico agradeció poder salir al patio interior, donde sus pulmones podían respirar aliviados de aquel espesor. Había allí varias sillas y tomó asiento en una de ellas tan decididamente que Aristófanes se dio cuenta de cómo se sentía. Al momento se presentó Janto con una bandeja que contenía higos, aceitunas y cebollas avinagradas. Antes de servirles, se arrodilló en el suelo y les lavó las manos con una jofaina de barro.

—Y ahora cuéntame, Pródico, qué proyecto te traes entre manos.

—Estoy escribiendo sobre Sócrates. Pero no se lo digas a nadie.

—Puedes confiar en mí. Todo el mundo sabe que soy la discreción en persona.

Se echaron a reír.

—¿Es cierto que erais amigos? —inquirió el sofista.

—¿Y cómo lo dudas?

—Me parece que le hiciste una buena perrería en una de tus obras.

—No fue más que una broma —dijo Aristófanes—. Los amigos están para aprovecharse de ellos. Pero te diré que en el fondo lo admiraba. Hasta que no lo han matado no se han quedado tranquilos. En fin —lanzó un eructo displicente—. En el Hades habrá espacio para todos. A la salud de Hades.

Levantaron la copa y bebieron, aunque a Pródico no le hizo ni la menor gracia que le mentara el Hades. Estaba observando con cierta fascinación una de las orejas peludas de Aristófanes, que le regalaba su perfil, y pensó que el Hades podría ser algo así, una oquedad serosa y peluda a través de la cual llegasen los sonidos incomprensibles del exterior.

Aristófanes llevó pronto la charla hacia sus intereses, que también eran los de Pródico. Le recomendó visitar La Milesia, y hacerlo pronto, porque corría el rumor de que la iban a cerrar.

—¿Y cómo sabes que no he ido todavía?

—Te habría visto —dijo Aristófanes—, aunque sólo hubieses entrado una sola noche en cinco años.

—Veo que estoy ante la persona más adecuada para que me recomiende la mejor hetaira.

Complacido con la pregunta, el comediógrafo le descubrió sus rojas y brillantes encías, como las de un caballo rebosante de salud.

—¡Ésa es Neóbula! No es ya tan joven como las otras, pero te aseguro que nunca habrás probado nada semejante.

—Ahora que lo dices, creo que he oído hablar de ella. Me parece que fue su amiga, la que escancia el vino, ¿cómo se llama?

—¿Eutila? Si es ella no creo que te haya dado buenas referencias.

—En efecto, no fueron muy buenas.

—No se llevan bien. Bueno, en realidad, Neóbula no se lleva bien con ninguna de ellas. Le tienen envidia. Gana mucho más que las demás porque sabe hacerlo mucho mejor.

—¿Con ninguna se lleva bien? ¿Tampoco con Clais?

—Sólo la quiere Aspasia, por los beneficios que le reporta. Pero creo que tampoco se tienen demasiado cariño la una a la otra. Es una casa interesante, La Milesia; material fantástico para una comedia, ¿te las imaginas tirándose de los pelos unas a otras, todas en pelotas? ¿Y qué me dices del momento en que los clientes vuelven a casa y les están esperando sus esposas hechas una furia? Sería un gran éxito. Pero ahora hago encargos para Aspasia, así que no debo contrariarla.

La conversación quedó cortada en ese punto, porque justo entonces se oyeron los pasos de su esclavo Janto corriendo por toda la casa. Irrumpió en la habitación visiblemente alterado:

—¡Ya vienen, señor! —gritó.

—¿Quiénes vienen?

—¡El dueño, mi señor! ¡El dueño y varios hombres armados con palos! ¡No parecen traer buenas intenciones!

—¡Les recibiré como se merecen! —bramó Aristófanes. Y tomando su garrote corrió hacia la salida. El esclavo salió tras él, al trote y haciendo aspavientos:

—¡Señor, no haga eso! ¡Tenga cuidado!

Pródico tardó unos instantes en reaccionar. Consiguió alcanzar a su amigo antes de que saliera afuera, y le conminó a ser prudente. ¿No le convendría antes negociar?

—¿Negociar? —se alarmó él.

En ese momento, el rostro de un hombre asomó por el hueco desvencijado de la puerta. Apenas pudo abrir la boca para hablar. Aristófanes cogió el garrote y empujó la cara con la punta, sin llegar a golpearlo, pero bastó ese simple movimiento para hacer brotar sangre de la nariz. Eso le enfureció, y retrocedió para mostrar a los otros que había que entrar por la fuerza.

—¡Al enemigo ni agua! —golpeó contra la plancha de madera de la puerta caída, para que lo oyeran los otros.

El sofista comprendió que lo más prudente era largarse enseguida de allí, antes de que la gresca le salpicase. Pero antes de salvar su propio pescuezo debía salvar los escritos de Aristófanes, en previsión de que el dueño de la casa no le diera siquiera la opción de llevarse sus pertenencias, y las quemara como represalia. Comenzó a recoger tan deprisa como pudo todos los pliegos y rollos de papiro desperdigados por doquier y a meterlos en un saco de arpillera que previamente vació de ropa. Estaban bajo los muebles, mezclados con todo tipo de objetos, arrugados o hechos un bolo, y sin decidir cuáles podían valer y cuáles no, los iba salvando uno por uno, avanzando a gatas, resoplando, agotado, maldiciendo. Afuera se oían los gritos de Aristófanes y del dueño. Primero fue un intercambio de insultos; el comediógrafo se había apostado ante la entrada y parecía dispuesto a defender su territorio con uñas y dientes y sin arredrarse ante las furiosas amenazas. Se oyeron varios golpes contra el panel que hacía las veces de puerta, y que acabó descalabrándose con estrépito, y a continuación un alarido bárbaro de su amigo y el grito agudísimo y casi simultáneo de Janto. Pródico tenía ya el saco lleno. Avanzó por el pasillo durante un instante en que afuera se produjo un silencio muy poco tranquilizador. Ganó al fin el hueco donde había estado la puerta en el momento en que se reanudaron los golpes, lo cual le hizo retroceder, dado que la pelea se estaba librando allí mismo, en la salida. Aristófanes entró rodando hacia atrás; el golpe de su corpachón contra una de las jambas hizo caer parte del revoque del dintel. Alarmado, Pródico tuvo una reacción instintiva de apartarse.

Aristófanes se levantó lleno de vigor, la cara sangrando espantosamente y una mirada furiosa, demente. Recogió su garrote y se lanzó de nuevo a la carga. Se había levantado una tolvanera de polvo tras la cual apenas se adivinaban los bultos de los hombres. Uno fue derribado por la acometida, y el otro se arrojó sobre él y ambos rodaron por el albero. El esclavo daba saltos de inquietud y gemía, se acercaba al lugar donde se estaba produciendo el forcejeo, sin atreverse a intervenir. Se oyeron varios golpes secos y Pródico no supo quién había caído hasta que se lo aclaró el grito de Janto. Dos de los hombres levantaron el cuerpo que aún se retorcía entre gruñidos inarticulados y espasmos. El propietario de la casa les ordenó que lo ataran y lo echasen a la parte trasera del carro. El aire se fue aclarando y el sofista pudo ver cómo enrollaban las sogas de esparto en torno a su amigo maltrecho, antes de arrojarlo a la caja del carro como si fuera un saco de grano. Cayó con un sonido breve, pesado, y a continuación dejó de moverse, no se sabía si por haber claudicado o perdido el sentido. El dueño se quedó mirando a Pródico con una fijeza estúpida, preguntándose quién era él, si también ofrecería resistencia. Pródico alzó una mano, conciliador, y comenzó a retroceder. Los matones se subieron al pescante y espolearon a los burros. Allí se llevaban a Aristófanes. El esclavo corveteaba tras ellos como un perro fiel, lanzando gañidos y muestras de pesar.