Capítulo IX
Timareta tenía los ojos almendrados y una piel de almizcle embellecida con ajorcas de oro; Eutila bailaba con la gracilidad de una cervatilla, y su vientre liso se estremecía con las suaves caricias. Clais, tañedora de oboe, tenía una palidez rosácea de mármol, como si nunca la hubiese mirado el divino sol. Pero la favorita de Aristófanes era Neóbula, por su carácter impío y perverso, y porque tenía la osadía de alquilarse por la friolera de trescientas dracmas, una suma que la hacía más codiciada e inaccesible. Le gustaba aquel placer malévolo de esquilmar a sus adoradores, como una diosa que se complace en los grandes y cruentos sacrificios que se derraman a sus pies. Aristófanes sabía que Neóbula era también el nombre de una musa que había inspirado al poeta Arquíloco de Paros, por eso, al recostarse junto a ella, solía recitarle esos versos:
Ojalá pudiera tocar la mano de Neóbula
y caer, presto a la acción, sobre el odre
y aplicar el vientre al vientre y mis muslos a sus muslos.
Lo primero que hacía un cliente que llegaba a La Milesia era pasar a la lavatriva, donde las chicas lo desnudaban y le pasaban a conciencia —y no siempre con la delicadeza deseable— el esparto caliente con ceniza. Los clientes solían salir de este local mucho más limpios que al entrar, y la norma de higiene se llevaba con tal escrupulosidad que se había hecho popular el comentario de que cuando un ateniense iba siempre limpio y aseado es que de la cintura para abajo andaba bien despachado. Allí se bebía tanto como lo permitiese la dueña, y a una orden de ésta no se escanciaba al cliente más vino, para evitar conductas inconvenientes y, sobre todo, grescas. Tampoco se aceptaban clientes que llegaran ebrios. En la entrada, una señora de gruesos brazos probaba el baremo etílico haciéndole exhalar al cliente su aliento, y si demostraba estar bebido lo mandaba de vuelta a su casa, o a los prostíbulos del barrio de Cerámicos. Esto podía hacerse por la simple razón de que el local nunca andaba escaso de clientela, y con ello ganaban importantes ventajas, desde la conservación del refinado mobiliario hasta mantener un ambiente de placentera coexistencia, esencial para que las mujeres pudieran confiar en el comportamiento de sus clientes sin sentirse forzadas. Era una casa muy civilizada. Si, habiéndosele negado la entrada, el cliente persistía en aporrear la puerta, una hetaira del primer piso le arrojaba amablemente desde la ventana un bacín de orina o de heces.
Las hetairas de Aspasia eran mujeres orgullosas, a tal punto que aseguraban hacerlo tanto por dinero como por afán de placer. Su dignidad residía en demostrar que llevaban las riendas de su destino, y, habida cuenta de que ganarse un salario sacrificadamente significaba cierto demérito para un espíritu aristocrático, prestaban a su profesión el aval indiscutible de la viciosa Afrodita. Habían descubierto que nada era más afín a la naturaleza de un hombre ateniense que creer a las mujeres poseídas de una irrefrenable lujuria. De lo contrario, si esta creencia no fuese tan inveterada, habrían sospechado con más facilidad cuándo una hetaira fingía. Aspasia había enseñado a sus pupilas que los hombres no distinguían los orgasmos fingidos de los ciertos, ni tan siquiera cuando el fingimiento era malo, porque contravenía a la vanidad masculina y su ilusión de poderío erótico. El otro secreto del éxito consistía en hacer creer a cada cliente que él era especial e irreemplazable, y que la hetaira obtenía un goce muy particular con su forma de hacerle el amor. Aparentemente, era fácil reparar en que esto no podía ser sino una gran patraña, siendo tantos los clientes, y tantos los que pasaban por la misma hetaira en una misma noche, pero de nuevo se imponía lo que cada vanidad satisfecha quería creer. Por tanto, los asiduos de La Milesia eran felices creyendo que sus hetairas los estaban esperando cada noche abiertas de piernas, y ellas gozaban de lo lindo comprobando la eterna puerilidad de sus hombrecitos y lo fácil que resultaba tenerlos bien engañados y contentos.
En el salón principal se jugaba al cótabo erótico como preludio de goces más privados. Un hombre reía jugando con una hetaira, a la que hacía rodar el disco sobre su vientre desnudo. En un rincón se danzaba y se tocaba la cítara y el oboe bajo la llama trémula de las lámparas. Aristófanes yacía con Neóbula, ambos recostados en un ancho diván. Cuando estaba un poco borracho, Aristófanes se ponía retórico:
—Eres tan bella, Neóbula, que te puedes permitir el lujo de vender tu belleza por dinero, y aun así parece que no se te agota. Cuanto más pago por ella más me convenzo de que me arruinarás antes de verte aflorar una arruga en el rostro.
—Mejor preferiría que escribieras algo hermoso sobre mí.
—Tú sabes, querida, que yo no sé escribir cosas hermosas, como Eurípides, sólo farsas banales y soeces para hacer reír al vulgo.
—Pues tengo un amigo que es discípulo de Fidias y va a poner mis formas a una estatua de Afrodita.
—¿Para despertar la envidia de la diosa?
—Para despertar la lascivia de Aristófanes.
—No sé cómo no ha bajado Zeus a gozarte asumiendo la forma de algún cliente de esta casa, por ejemplo, yo mismo.
—Si me hubiera gozado Zeus, creo que me habría dado cuenta —rió—. Al menos habría sido una experiencia diferente.
—¿Lo dices por el tamaño?
—Ya lo creo. Mi mayor sueño es ser violada por Zeus olímpico.
—Si tan grande la tiene, quizá Zeus tome mi apariencia, ya que soy el que más se le parece.
Neóbula volvió a sonreír maliciosamente.
—Ahora que te miro bien, creo que no pareces Zeus haciéndose pasar por Aristófanes. Más bien diría que eres Pan, feo y libertino, y siempre dispuesto a salir en persecución de alguna linda pastora.
—Y yo estoy convencido de que no eres Neóbula, sino Afrodita.
—Cuántas atenciones me prestas, Aristófanes.
—Mis dineros me cuestan.
—Pues pon atención a tus gastos, que todo lo que te paga mi dueña por tus comedias de encargo lo dilapidas conmigo.
—Bien gastado está. Otros se pulen su fortuna en ruines afanes o en alimentar cerdos.
—¿Es que no piensas en tu futuro? Cualquier día el dueño de la casa en la que vives te echará por no pagarle la renta.
—Ésta es mi casa. ¿Qué me importa el mañana?
Neóbula se separó un poco de Aristófanes, lo suficiente como para poder mirarle mejor a la cara.
—Me encanta sentir remordimientos por estar arruinándote.
—Me haces muy feliz teniéndolos. Y ahora dejemos de hablar de cosas serias y hablemos de asuntos banales, como el matrimonio. ¿Quieres casarte conmigo?
—¡Dioses! ¿Tan mal me quieres que ya deseas mi esclavitud y apropiarte de mis riquezas?
—No me entiendas mal, Neóbula. Las únicas riquezas que quiero de ti son tus gracias. Tus tetas saben mejor que la ambrosía, y tu culo es más tierno que la carne de pichón.
—¿Qué mala simiente se te ha metido en la cabezota, Aristófanes? ¿A qué viene esta petición trasnochada? ¿No te habrás enamorado de mí?
—Te echo en falta durante el día, Neóbula. Ya no hay para mí día, sólo noche —buscó en su archivo algún artificio poético y añadió—: Abomino de la luz de Helios, y mi alma tiembla por ver llegada la hora en que Selene descubre su faz para...
—Déjalo —le interrumpió ella—. Lo tuyo no es la lírica. Lo que a ti te ocurre es que estás todo el día calentorro esperando que abran esta casa.
—Pero ¿es que no sientes nada por mí, Neóbula? ¿Tan ajena eres a mis encantos?
—Ya sabes, Aristófanes, que eres el cliente por el que siento un afecto más verdadero. Me gusta esclavizarte más que a ningún otro.
Él absorbió estas palabras como un bálsamo anímico. Pero aún no había oído el final de la frase:
—Aunque, como comprenderás, no lo voy a dejar todo por ti. Ahora soy una mujer libre. No tengo intención de casarme para convertirme en una ciudadana de segunda y pasarme el resto de la vida encerrada en el gineceo, pariendo Aristofanitos.
—Ah, eres injusta conmigo al decir eso. Yo nunca sería un vulgar marido. Además, ten en cuenta que el destino nos ha unido, y tengo pruebas.
—¿Qué pruebas?
—¿Acaso no nos encontramos aquí todas las noches?
Neóbula sonrió y le tiró un poco de las grandes orejas peludas.
—Algo hay de verdad en ello, sin embargo no me parece razón suficiente para casarnos. Si me quisieras de verdad no intentarías esclavizarme convirtiéndome en tu esposa.
—Ya se nos ocurriría algo original para ser ambos igual de libres. Con mi talento y tu belleza haríamos algo grande.
—«Mi talento y tu belleza» —repitió Neóbula con sarcasmo—. Tú pones —engoló la voz— el genio, oh, la inteligencia. Y yo la belleza, el único elogio al que puede aspirar una simple mujer. Tú pondrías, además de tu genio, tu gran fealdad. Me refiero a esa nariz gorda como un tubérculo —se tapó la boca para no reír— y a tus orejotas. Pero nada comparado a tu prodigiosa panza, que se bambolea rítmicamente cuando me montas.
Aristófanes sonrió y alzó la copa hasta rozar el cabello de la mujer.
—Me es más dulce el veneno de tu boca que el de esta copa —apuró un trago y añadió—: Cásate conmigo y hazme maravillosamente infeliz.
—Los hombres no sabéis tratar a las mujeres. Tenéis una idea equivocada de nosotras.
Aristófanes rió sacudiendo todo su corpachón para reclamar la atención de su vecino de diván, Cinesias, que estaba disfrutando de un estupendo masaje oriental por manos de Clais.
—¿Has oído, Cinesias? ¡Dice mi querida Neóbula que tenemos una idea equivocada de ellas!
Su amigo se unió a la carcajada festiva. Neóbula sintió deseos de abofetear a Aristófanes, pero sabía que no surtiría el efecto deseado.
—Sin ánimo de ofender a nadie —dijo Cinesias tratando de reprimir la risa—, mientras tenga dinero para mantener a mi familia, mi mujer permanecerá en el gineceo. No me fío de ella: es voluble, cualquiera la engañaría. No quiero verme expuesto al ridículo, como muchos hombres que todos conocemos —lanzó un guiño a Aristófanes, que volvió a retorcerse de risa.
—Permite que te haga una pregunta, Cinesias —continuó Timareta—. ¿De qué hablas con tu mujer cuando estás en casa?
—De cosas estúpidas, ¿qué otra cosa había de hacer?
—Está visto que no se puede dialogar con vosotros —dijo Neóbula—. No tenéis entendimiento.
—La mujer siempre ha sido igual —dijo Cinesias, con el apoyo de su amigo—: Voluble, traicionera y libertina. Fijaos en nuestros antepasados. ¿Qué grandes personajes femeninos tenemos? Deyanira, que mató a su esposo Heracles por una cuestión de celos; la hechicera Medea, que traicionó a su hermano y a su propio padre para ayudar a Jasón...
—¡Y mató a sus hijos! —rió Aristófanes.
—Helena, la esposa del rey Menelao —prosiguió el otro—, que se fugó con su amante y provocó la guerra de Troya; su hermano Agamenón fue asesinado por su mujer Clitemnestra, que también se había buscado un amante, y, sin salir de esta prolífica familia, su hija Electra instigó a Orestes para matar a su madre. Circe quiso envenenar a Odiseo, y al fracasar se lo llevó a la cama. Y Calipso lo retuvo durante siete años, nada menos.
—¡No te olvides de las simpáticas sirenas y las Harpías!
—Y otras muchas tarascas sin glosar.
—¿Y Penélope, esposa de Odiseo? —dijo Timareta—. ¿Acaso no le fue fiel en Ítaca mientras él iba repartiendo su semillita por ahí?
—¿Has oído? —el comediógrafo se volvió a su amigo hipando de risa, con los ojos bañados en lágrimas—. ¡Pregunta... por... Penélope!
—¡Ah, la de los ciento... veintinueve pretendientes! —se doblaba Cinesias con la mandíbula a punto de saltarle por los aires.
—¿Qué ocurre con los ciento veintinueve pretendientes? —sonrió Neóbula.
Aristófanes, ahogándose:
—Díselo tú, Cinesias... ¡Por Zeus! ¡Dile cómo se lo montaba con sus ciento veintinueve pretendientes!
Neóbula disimuló su disgusto y se unió a las risas, mientras acariciaba el sexo de Aristófanes de la manera en que a él le gustaba. Tan pronto como sintió de nuevo su sexo erguido, el comediógrafo se olvidó de Penélope para centrar toda su atención en Neóbula. Ella le dijo al oído:
—Hoy voy a hacerte algo que te gustará mucho.
Aristófanes arqueó las cejas y puso los ojos saltones. A continuación se dejó llevar de la mano de la hetaira a un reservado de la primera planta que nunca había visitado antes.
—¡Cuídate de esa devorahombres! —reía Cinesias.
—¡Los dioses me conducen a una muerte grata! —se despidió, sonriendo.
Era una dependencia sin muebles, con el suelo tapizado por una alfombra de lana y cubierto de cojines. De la pared nacían cuatro cadenas con grilletes, dos cortas para las manos y dos largas para los pies. Aristófanes sabía que aquélla era la sala por la que tanto pagaban los más ricos, vedada a clientes menos solventes, y a la que su parco pecunio nunca le había permitido acceder. Ahora, gracias a la generosidad de Neóbula, podría disfrutar al fin de la experiencia más codiciada de La Milesia, un secreto para iniciados. Ella había adoptado una actitud grave, ritual, que le excitaba aún más. Se dejó desnudar y poner los grilletes en las muñecas y los tobillos.
—Esto se pone interesante —dijo él.
Estaba a gatas en el suelo, las cadenas apenas le permitían moverse, eran demasiado cortas y ya estaban tensas con su posición actual. Detrás de sus nalgas, ella le acariciaba los flancos y el vientre. Aristófanes sentía los pechos contra su espalda, y aquella mano que le bajaba como una serpiente hacia el sexo y le erizaba la piel. Ya no tenía ganas de hablar ni de bromear. La mujer agarró suavemente sus testículos y los apretó un poco. Aristófanes respiró hondo, estremecido.
—Eres mi esclavo sexual.
—Soy tu esclavo, ama.
Sintió un alivio cuando la mano los soltó y apretó el nacimiento del pene, produciéndole un reflujo de placer que le hizo gemir. Pero, justo cuando más anhelaba que siguiera así, cambió de posición la mano y comenzó a deslizaría entre sus nalgas, recorriéndole toda la entrepierna como si fuera la textura más deleitosa imaginable. Se sentía chapalear en un lodazal caliente. Justo entonces ella se separó de él.
—¿Qué ocurre?
—Necesito grasa de caballo. Espérame un momento.
—¿Grasa de caballo? —se asustó.
Neóbula le dejó allí solo, a cuatro patas, padeciendo. Aristófanes se miró las manos y los pies encadenados y prefirió no pensar en eso. Pronto entró alguien, pero no era Neóbula. Su risa era de hombre, y la reconoció con un estremecimiento, antes de girar el pescuezo lo suficiente como para verlo: era Anito, uno de sus más feroces acreedores. Anito se sentó sobre su espalda y le tiró del pelo por la nuca, alzándole el mentón.
—Me alegro de encontrarte aquí, tan receptivo —dijo Anito con voz engolada por el sarcasmo—, porque llevas un tiempo evitándome.
—Pues precisamente te estaba esperando, ¿no me ves?
—Perfecto. ¿Me vas a devolver las tres mil cien dracmas que me debes?
—¿Tanto? Pensaba que eran sólo tres mil.
—Eso era el año pasado. Han pasado muchas lunas nuevas.
—Sí, no te preocupes. Esta misma semana te pago.
—Espero que esta vez sea verdad, por tu bien.
—Sí, sí, te lo aseguro. Lo tengo todo preparado.
Anito le soltó el pelo, pero no descabalgó de su espalda. Durante unos instantes, hubo un silencio. Aristófanes se preguntaba qué nuevo suplicio vendría ahora. Pronto lo supo: la orina caliente le recorrió el espinazo y se escurrió por su cuello y su cabeza.
De nuevo sonaba la risa estentórea de su verdugo.
En eso, se abrió la puerta. Aristófanes no pudo girar la cara, por miedo a que la orina le entrara en los ojos, pero notó la densidad del silencio: Anito se puso en pie y sin pronunciar palabra salió de la habitación. El comediógrafo quedó impresionado de la autoridad que Neóbula ejercía sobre él.
Ella le limpió la orina con una jofaina y le preguntó si estaba bien.
—Preferiría que me soltaras, pues ya no estoy para juegos, querida.
—De eso nada, Aristófanes. Lo que yo empiezo lo acabo.
Mientras tanto, con la otra mano Neóbula untaba un consolador con grasa de caballo. Y habiéndolo lubricado bien, se lo introdujo con ímpetu por el ano. Aristófanes gritó y se revolvió, pero las cadenas le impidieron maniobrar, y Neóbula fue rápida, empujó con todo su cuerpo el objeto largo y grueso hacia dentro del ano mientras le hacía tenaza en los muslos con sus muslos, como en una lucha. Aristófanes sintió un dolor lancinante y profirió un ronco berrido, intentó patalear, se revolvió y durante un rato sólo se escuchó el entrechocar del hierro de las cadenas. Pronto desistió y se quedó inmóvil, llorando, con el pene aún empinado y el consolador hundido hasta la empuñadura.
—¡Déjalo ya! ¡No puedo más! —gimoteó.
Ella se inclinó para susurrarle al oído:
—Todo lo que duele en el sexo es bueno.
Y a continuación, comenzó a accionarle el consolador de dentro a fuera, imitando los movimientos pélvicos de un hombre, mientras con la otra mano le estrujaba el pene. Un fino reguero de sangre iba asomando entre la grasa reluciente y deslizándose por el surco de las nalgas. Los gemidos de ambos se acompasaron; en ella eran de placer. Al fin, antes de alcanzar el orgasmo, Neóbula extrajo el consolador y se lo puso ante la boca.
—Chúpalo o te mato.
Antes de que pudiera reaccionar, aquel objeto se introdujo hasta su paladar y un espasmo sacudió su vientre varias veces, en un acceso de náusea, aunque no pudo vomitar. Sintió que las fuerzas le habían abandonado. Ella le volteó empujando con las piernas, le hizo tenderse boca arriba y se montó en él, deslizándose hacia atrás hasta cubrir su sexo, y comenzó a agitarse cada vez más deprisa, deprisa, hasta maullar como una gata en celo.
Pálido y descompuesto, Aristófanes se encontró con Cinesias al salir del local, y procuró andar con un poco más de decoro para que no notase el suplicio que sentía hervir en sus nalgas.
—¿Qué tal? —le dio un espaldarazo su amigo.
—Fantástico. En mi vida he disfrutado tanto —sonrió con una mueca espectral—. Hace todo lo que tú quieres.
—¡Y también lo que no quieres!
Aristófanes creyó adivinar en su respuesta un retintín de ironía. Se preguntó si sabría lo que le había hecho. Pero le dolía demasiado el culo como para intentar averiguarlo.
En el frío de la intemperie, los amigos acabaron de recomponerse las ropas húmedas de sudor propio y ajeno. Hombro con hombro, bamboleándose un poco —Cinesias porque estaba muy bebido, y Aristófanes porque sentía las asentaderas como una ampolla viva—, comenzaron a bajar por la calle empinada hundiendo sus sandalias en el barro. La luna estaba poco lucida, pero conocían de sobra el camino. Siempre recto en la oscuridad, hasta que chocaran con una pared.
—Me voy a casa, Cinesias —dijo el comediógrafo—. Me encuentro mal. Estoy arruinado.
—¿Cómo es posible?
—¿No podrías prestarme quinientas dracmas, amigo mío?
—¡Quinientas dracmas! —dio un brinco, escandalizado.
—Está bien, dejémoslo en cuatrocientas noventa y cinco.
—¿Así andas, que vas dando el sablazo a tus amigos?
—Tengo algunos problemas. Pero pronto recuperaré el dinero, en cuanto entregue una comedia muy divertida, y te lo devolveré todo, te lo juro por Zeus.
Cinesias suspiró y sacó unas monedas de plata de su faltriquera. En total sumaban cien dracmas.
—Mejor harías en ir de putas conmigo, en vez de ir de pleitos.
Aristófanes le besó la mano.
—Eres el mejor amigo que tengo.
Cinesias cabeceó con desaprobación y cada uno siguió su camino.