Capítulo XIV

De Aspasia en Atenas a Pródico en Ceos: salud y alegría.

Siete años sin noticias tuyas, Pródico. No te guardo rencor por ello, pero me duele. Tampoco olvido que te escribí cuando aún no había transcurrido un año desde que abandonaras mi casa y regresaras a tu isla, y mi mensajero me confirmó que la recibiste en mano. Entiendo que no me hayas querido honrar con una de tus visitas, pero, conociéndote, no concibo cómo has podido permanecer tanto tiempo lejos de Atenas. Espero que no sea yo la razón, si se me permite la vanidad. En cualquier caso, confío en que te encuentres en buen estado de salud. Yo permanezco bajo los cuidados de Heródico, excelente médico que me recomendó nuestro común amigo Gorgias, principalmente porque es su hermano, pero también porque sabe tratar a las mujeres, virtud, por cierto, que escasea entre los hombres, incluso en esta ciudad que tanto ama el refinamiento y la belleza. Heródico me ha prescrito reposo absoluto, medida exagerada para una simple destemplanza y un leve quebranto de huesos. Esas molestias que una va acumulando a lo largo de la vida y parecen ponerse de acuerdo para hablar todas juntas en la senectud, con ese confuso parloteo que tanto fatiga, pero no quiero contrariar a Heródico y verme expuesta a su ira, así que no salgo mucho de casa y para aprovechar el tiempo he decidido cumplir con mi viejo propósito de escribirte, en respuesta a tu elocuente silencio, y ponerte al día de los últimos acontecimientos importantes, que no nos han dado precisamente motivo para alegrías.

Como sabes, han sido años duros. La prueba de lo mal que nos ha sentado la gran guerra es que, después de los años que han pasado desde que la perdimos, aún seguimos lamentándonos. Ya no importan los cientos de barcos hundidos, las minas robadas, las murallas destartaladas, las arcas saqueadas, las rutas comerciales perdidas, o las granjas quemadas; lo peor es la desmoralización del pueblo, la falta de fe en la democracia y el miedo que anida dentro de nosotros. Antes creíamos que el enemigo siempre estaba fuera de nuestras murallas, que eran los persas, los lacedemonios, los bárbaros de toda procedencia. Nos sentíamos seguros entre nosotros llamándonos atenienses, como una gran comunidad unida por la democracia y la cultura. No podíamos imaginarnos que lo peor se fuera a fraguar entre los nuestros, cuando, perdida la guerra y sumidos en el desamparo, aún iban a levantarse los tiranos, los traidores, para hacer de Atenas una nueva Esparta, derrocando la única riqueza que aún nos quedaba: la fortaleza de la polis. Entonces empezó un nuevo periodo de ejecuciones, purgas, el exilio y, finalmente, recuperamos esta democracia maltrecha, sacudida y tambaleante, pero este pueblo ya nunca podrá albergar la fe que tenía en el proyecto de Pericles. Ya nadie se acuerda de él. Como convalecientes hemos vuelto a la democracia. Nos queda una ciudad más pobre, más dolida, con más desigualdades. Hemos perdido la guerra y ahora tenemos que ganar la paz.

Conoces, Pródico, los peligros que amenazan este Estado, sin un líder capaz de asumir un proyecto político coherente y emprender un nuevo rumbo. Esta democracia es una secuela de la tiranía, es reactiva a todo lo que aún está demasiado reciente en nuestra memoria. Se ha constituido en un estado de vigilancia contra posibles insurrectos. Se orientan los esfuerzos a defendernos de hipotéticos enemigos, en vez de fundar algo nuevo. Estamos desencantados. No tenemos fe en el gobierno. Las mismas bases de la polis se cuestionan. La crispación de los ciudadanos resucita el miedo a las revueltas.

Alcibíades fue enterrado hace unos meses, se dio por fin sepultura al único hombre que podía aún avivar la colérica ambición de los sectores oligárquicos y aristócratas, de todos los enemigos de la igualdad, de los nobles resentidos por sus pérdidas, que esperaban el regreso del antiguo general para acabar con la democracia. Él era el único hombre capaz de hacer creer al pueblo todavía en un destino glorioso para Atenas. Su muerte ha traído a los atenienses una sana resignación: ya no hay más líderes semidivinos, se acabaron los sueños de grandeza. Pero nadie está tranquilo aún. Persiste un régimen de delatores (delatores de sombras), sicofantas, calumniadores, impostores, sospechosos de conspirar, sospechosos de sospechar, y, sobre todo, individuos que medran a costa de poner y ganar pleitos.

La última víctima de este gran ultraje ha sido Sócrates. Espero no haber sido la primera persona en darte la mala noticia. El viejo sabio ha sido condenado a beber la cicuta en el juicio más extraordinario e inicuo de cuantos hemos tenido que padecer. Peor que el que se instruyó contra Sófocles. Peor que el de Fidias, que el de Eurípides. Peor que el de Protágoras. Estamos todos conmocionados y apenas acertamos a explicárnoslo. Como sabrás, se ha decretado una amnistía que prohíbe juzgar por motivos políticos a ningún ciudadano. Necesitábamos esa garantía de paz y estabilidad. Era menester pasar página en este capítulo tan negro de nuestra historia. Atenas debe superar sus errores pasados y recuperar la dignidad. Paradójicamente se ha violado la amnistía para condenar a un hombre que lleva toda su vida dedicándose públicamente a la búsqueda del conocimiento. Pero más insólita y desconcertante aún ha sido la manera en que se ha conducido el juicio. Me refiero a la defensa que Sócrates ha hecho de sí mismo.

Este controvertido proceso representa mejor que ningún otro la zanja de discordia que se ha abierto entre los atenienses. Es posible que este gravísimo error pese por mucho tiempo en nuestra conciencia y la de las generaciones venideras. Me encuentro con el ánimo conturbado y no estoy en disposición de purificar esta ciudad con motivo de la partida de la nave sagrada a Delos, en ofrenda a Apolo. Sócrates permanece aún en prisión, esperando el jugo de cicuta, que llegará cuando regresen de Delos. El problema que Atenas ha tratado de resolver ejecutando a Sócrates va a convertirse en la cabeza de una Hidra que al cortarla se reproducirá y multiplicará de forma incontenible. La responsabilidad del veredicto ha ido mucho más lejos que el juicio de un solo hombre. Atenas ha sentado en el banquillo a su democracia.

Me atrevo a decir (y me interesa tu opinión, Pródico) que la animosidad personal contra Sócrates emana del sentimiento más arraigado de los atenienses: el orgullo. Sócrates siembra la duda, luego la confusión, y por último la vergüenza de reconocerse débil y deshonesto, demasiado apegado a los placeres, los afanes estériles o necios. Todo esto resulta muy irritante para muchos. Como orador, Sócrates viola la regla de oro de la persuasión: no hacer sentirse indigno al que escucha.

Al margen del ultraje que ha constituido el proceso contra Sócrates, me tiene perpleja la actitud que éste ha adoptado desde su inicio mismo, negándose a defenderse cabalmente. En un principio rehusó utilizar un eficaz discurso de defensa que había preparado para él Lisias, por encargo mío, alegando que prefería defenderse solo, ya que se sentía amparado por la razón y seguro de sí mismo. Durante el curso del juicio utilizó un estilo de defensa arrogante y punitivo que no gustó al público, ya que, pese a dar cierto espectáculo, no avalaba en absoluto su inocencia ni sus buenas intenciones. Pero lo más sorprendente iba a venir después, cuando el tribunal votó un veredicto de culpabilidad. Se le brindó la oportunidad de escoger su pena, trocando la de muerte por otra menor, como un exilio permanente, y él dijo que consideraba lo más justo, como «condena», ser alojado y mantenido por el Estado en el Pritaneo, morada de los vencedores olímpicos, hasta el fin de sus días.

Esta respuesta de Sócrates constituye un enigma para mí. Hay quien sostiene que fue un sarcasmo lleno de desprecio, para escarnecer a los jueces, pero me extraña bastante, conociéndole. Descartando, pues, que se trate de una broma, queda pensar que lo dijo en serio, entonces la pregunta es: ¿con qué propósito? ¿Acaso lo dijo con franqueza, aun sabiendo que sería considerado el colmo de la arrogancia y podía costarle la vida? Si es así, realmente fue un acto suicida. Tal vez prefiriera la muerte al exilio, puesto que no se imaginaba viviendo fuera de Atenas, o porque, viéndose demasiado viejo, despreciara lo que le quedase por vivir, y optase por escupir al verdugo en lugar de pedir clemencia. Me gustaría saber qué opinas tú.

Por último, debo añadir un nuevo hecho que viene a corroborar los anteriores: he sabido que sus amigos tramaron un plan para liberarlo de la prisión donde se halla confinado. Debido a las fiestas delias, Sócrates se ha visto obligado a esperar en prisión durante veinticinco días el momento de beber la cicuta. Así que sus amigos han tenido tiempo de prepararlo todo. Sobornaron a varios carceleros. Sin embargo, él se negó a colaborar en el plan de aquéllos, alegando que si se convertía en un fugitivo de la ley quedaría demostrado que eran ciertos los cargos imputados contra él: ser un hombre contrario a las leyes de Atenas. Por tanto, una por una ha ido despreciando todas sus oportunidades de salir vivo del trance. Sus más allegados, los que van a visitarle diariamente, me dicen que se encuentra muy sereno, componiendo estrofas musicales para pasar los ratos en los que está solo, y aceptando plenamente su destino. Dentro de tres días morirá.

Morirá sin honores, al margen de los que le den sus amigos, que serán muy humildes, y será enterrado en una tumba cualquiera. He pensado encargar, para su lápida, un epitafio que reivindique su dignidad y su sabiduría, pero no acierto a dar con la frase. Quizá tú podrías ayudarme.

No quiero concluir esta misiva sin referirte otro hecho dramático que puede tener que ver con la inminente muerte de Sócrates. Hace tres días fue encontrado Anito apuñalado, precisamente en una alcoba de La Milesia, poco antes del amanecer. Has de saber que Anito, además del principal acusador de Sócrates e instructor del juicio, era un hombre muy influyente en la ciudad, muy bien relacionado en los círculos importantes y un claro candidato para ser elegido estratego, cargo para el que había acumulado numerosos méritos, sobre todo durante las contiendas civiles para acabar con el Régimen de los Treinta, y en la restauración de la democracia.

Como te puedes imaginar, este misterioso crimen ha despertado las iras del gobierno y el temor a que lo que se haya destapado sea —¡otra vez!— el germen de una conspiración política urdida desde las facciones oligárquicas. Todas las hetairas y yo misma hemos sido llamadas a declarar ante la audiencia del Areópago, y tenido que soportar todo tipo de acusaciones e injurias. Han puesto mi honor en entredicho. Los ancianos areopagitas nunca vieron con buenos ojos mi local, y han encontrado ahora una buena excusa para cerrarlo. Lo harán si no les entrego al culpable, ya que las investigaciones no han dado ningún resultado. Me han concedido un plazo hasta la primera luna de pianepsion para que les dé su nombre. Ingenuamente suponen que no corre un ratón por La Milesia sin que yo lo sepa. Supongo que pasándome el problema confían en zafarse de la responsabilidad y eludir el ridículo por sus pesquisas y diligencias inútiles. Cuántos ultrajes.

Si cierran La Milesia, tal vez ya no haya otra oportunidad para nosotras. Hemos de salvar el esfuerzo de tantos años.

Dejo en este punto la carta en la que he entretenido mis días de convalecencia. Mi salud ya está mejor. Lo que más me aflige es ver que mi salón permanece vacío y triste sin la presencia de los buenos amigos. Atenas ha perdido a sus hombres graves. Y yo quedo aquí para recordarlos. Ven pronto.

Tu amiga que siempre piensa en ti.

Aspasia.