Capítulo XXIX

El rencor por esa mujer que le había intentado manipular de la peor manera posible le ayudó a concentrarse en su trabajo, a canalizar su energía, afilar su análisis. Ese odio lo había sacudido de su indolencia y daba a su mente un ardor productivo. Si ella era la asesina, caería el castigo sobre ese cuerpo de belleza ultrajante, algo deleitoso de contemplar. Pero no debía dejarse llevar en demasía por este deseo de venganza. La primera norma era la imparcialidad.

«El poder de la política está sujeto al poder del sexo», había dicho la hetaira.

Fue a registrar la casa de Neóbula por la noche, a una hora en que ésta se encontraba trabajando. En principio, no iba buscando nada en concreto, carecía de una guía que orientara su registro, lo cual podía ser una ventaja, al no cerrarle ninguna posibilidad, o un inconveniente, pues no disponía de mucho tiempo para averiguaciones.

Era la huronera de un animal coqueto y desordenado, espaciosa, lujosa, pero muy mal gobernada. Nada más entrar le llamó la atención el busto que presidía la estancia principal, el difunto Alcibíades de joven, esculpido por el gran Fidias, y por el que a buen seguro había pagado una considerable suma. Examinó una a una todas las estancias, y se demoró un buen rato en el dormitorio. Sobre el colchón de plumas forrado de lana de su cama encontró un montón de curiosos adminículos de maquillaje, pequeños frascos con ungüentos de colores, y al lado del lecho, varios baúles rebosantes de ropa, un cajón lleno de velos de seda de color violeta, cuidadosamente doblados. No pudo evitar olerlos. Al pie del lecho, una palangana de asiento para las lavativas. Había peplos y suaves túnicas colgadas de perchas de madera, y un tocador con espejuelos de láminas de bronce pulido, enmarcadas en madera de sándalo. En la superficie de la repisa halló tijeras, cintas, peines de hueso, navajas para la manicura, pinzas para la depilación y una red para el pelo, y otros objetos cuya utilidad ni remotamente imaginaba, como una borla semejante a un rabo de conejo, y un cepillo minúsculo, del tamaño de una uña. Parecía claro que las invenciones de la coquetería femenina habían evolucionado mucho más deprisa que la medicina o la astronomía.

En pequeñas arquetas guardaba sus abalorios, diademas, pulseras, brazaletes y pendientes de piedras preciosas. Muchísimo oro, en conjunto. En otro aparador había instrumentos para calentar la cera, morteros para mezclar los albayaldes y ungüentos, delicados frascos de perfumería. En un espejo de cobre pulido no pudo evitar mirarse un momento, y al instante lamentó haberlo hecho.

De pronto, algo le llamó la atención: una escalera de palo con diez peldaños que estaba apoyada contra la pared del umbral. Se preguntó qué función tendría en la casa, pues no había advertido la presencia de altillo, armario o repisa que no se alcanzara de pie. Volvió a recorrer todas las habitaciones y corroboró esta observación. De modo que se quedó pensando sobre esta pequeña paradoja, y se dijo: «He buscado mirando arriba, pero una escalera no sólo sirve para subir, sino también para bajar». Volvió a recorrer la casa, esta vez mirando al suelo en busca de alguna trampilla que accediera a un sótano oculto. Y la encontró precisamente debajo de una alfombra. Se arrodilló y tiró con fuerza de la anilla metálica y, antes de percibir la oscuridad, le subió a las fosas nasales un tufo a humanidad encerrada. Tomó una de las lámparas de aceite que había utilizado durante su inspección y, de rodillas en el borde de la trampilla, la bajó para examinar el interior. Replegado en una esquina vio a un viejo demacrado, semidesnudo. Con pasos vacilantes, éste se acercó al haz de luz y entonces Pródico pudo ver su rostro. Lo sacudió un repeluzno de horror al reconocer a Sócrates.