Capítulo VIII
El barrio de Cerámicos hervía a primera hora de la tarde. A través de las avenidas arboladas los mercaderes coreaban sus productos y precios con una voz monótona, sin inflexiones. La luz reverberaba en las tablas donde se exponían los pescados, en las tinajas húmedas de aceite y sacaba un fondo púrpura al bronce de los bazares. Olía a fermentación, fruta podrida, humanidad sudorosa y orines de perro. Allí se arremolinaba un gentío sin prisas, merodeador, procaz, capaz de pasarse horas discutiendo el precio de cualquier quincalla.
Vestido con un tribón tosco y de tela basta, a modo de túnica corta, Sócrates escuchaba con gran interés al muchacho que caminaba a su lado, el cual le iba relatando el camino que había seguido hasta ahora su vida, sus enfrentamientos con su padre y las dudas que le asediaban, la primera de las cuales era si su padre tenía derecho legítimo a exigirle que entrara en el negocio familiar. El filósofo se complacía en la belleza y la inteligencia del joven, y le interrumpió sólo para decirle:
—Querido Antemión, estás enfrascado en tus palabras y casi no nos estamos dando cuenta de cuanto ocurre a nuestro alrededor, como si paseáramos por un desierto deshabitado. Sin embargo, fíjate, todo esto está lleno de vida y de bullicio, de gentes con afanes y problemas. Observa, escucha lo que pasa y aprenderás cosas nuevas e importantes.
Se detuvieron en medio de la plaza a afinar los sentidos. Un aguador pasó delante de ellos sosteniendo su cuba sobre la cabeza mediante una albardilla, se abrieron paso entre campesinos atezados, las granjeras con sus cestas de mimbre sopesaban, olfateaban, tocaban, no toque eso, señora, todo es de buena calidad, fresco como lo ve, tres dracmas, una, tres, dos, en el aire estático se aspiraba aquella pestilencia orgánica y dulzona, los pescados se alineaban sobre las tablas rezumantes, todo se cocía bajo la sombra picoteada de los cañizos: perdices, arenques, tortas y panes, se hacía trueque sacando una gallina cebada de un festón, mirando la dentadura de un burro, metiendo el dedo en un kylix de aceite de oliva; el polvo de las calles que levantaban tantas botas y sandalias se había ido sedimentando a lo largo del día en los expositores a la intemperie, barracas de palo, toldos combados, pequeños refugios de sombra.
Un predicador órfico, vestido con andrajos y subido a una caja de fruta, vociferaba para los diez o doce humildes campesinos que se habían detenido a escuchar un mensaje de salvación mediante la purificación y la dieta vegetariana. Unos chavales se divirtieron arrojándole piedras y consiguieron echarlo de la plaza. La escena despertó carcajadas, y quienes se lo cruzaban le hacían la burla poniéndose un palmo de narices.
—¡Licteo! —le gritaban—. ¿Por qué vas siempre rodeado de moscas?
El orfista se volvió a ellos alzando el puño y clamó, ronco:
—¡Las moscas barruntan la carne muerta!
Sócrates y Antemión siguieron adelante, hacia zonas más despejadas donde seguir conversando.
—¿Has observado algo que te llamara la atención? —inquirió el filósofo.
—Es como la arena de una palestra donde la gente se pelea por cuatro higos secos.
—¿Crees que todos estos hombres se cuestionaron en profundidad qué camino debían seguir sus vidas?
—No lo creo —repuso Antemión—. Se preocupan por cómo ganar para mantenerse cada día y en ello emplean tantas energías y alborotan de esa manera.
—¿Es también tu preocupación?
—Si así fuera, bastaría con cumplir los deseos y los planes de mi padre, y gozaría de los bienes que nos pertenecen.
—Entonces, de algún modo, te diferencias de toda esta gente que no dudaría en ejercer una actividad lucrativa como la de tu padre, teniendo todas las facilidades. ¿O crees que no eres diferente?
—Yo al menos sí me siento diferente a ellos. El hijo del herrero aprende las artes de la fragua porque ve trabajar a su padre; el hijo del pastor acompaña a su padre al monte con el ganado, y mientras éstos aprenden de los oficios de sus padres no se preguntan si lo que aprenden es lo que más desean, lo que les hará felices, simplemente saben que les será útil, y en esto puede que no se equivoquen. A mí no me basta con desempeñar un oficio de utilidad. Ambiciono algo más, aunque no sé qué es.
—Ésa es una cuestión importante, sin duda —asintió el filósofo—. Pero antes creo que nos conviene despejar otra más sencilla. ¿Por qué sucede que, excepcionalmente, un joven dude en seguir la senda de su padre cuando ésta promete ser muy próspera?
—Puede que este joven haya perdido el juicio.
—El juicio es la capacidad de decidir. ¿Y no se trata precisamente de la capacidad de decidir la que está ejerciendo este joven al plantearse estas dudas?
—Rectifico, entonces. Está utilizando el juicio.
—Bien has dicho, hábil Antemión. El juicio es una facultad que nos distingue sobre las criaturas más vulgares. Pero hay que saber emplearlo bien, para no caer en la trampa de nuestros propios engaños y pretextos, si queremos obrar con rectitud.
—Puede que la rectitud en este caso consista en ser el hijo que mi padre ha querido que fuera.
—Veamos. La piedad filial y la obediencia son virtudes importantes. Debemos preguntarnos entonces si es propio de un buen hijo hacer siempre lo que su padre le diga. ¿Tú qué crees?
—Yo creo que sí, Sócrates.
—Imagina que tu padre es matarife y a ti te dan mareos y vómitos cada vez que entras en el matadero, como les pasa a algunas personas. ¿Sería justo que tu padre te obligara a limpiar y descuartizar reses con él?
—Me parece que no, Sócrates. En tal caso, mi padre haría mal en exigírmelo.
—¿Y qué me dices si un padre obliga a su hijo a casarse con una mujer que él aborrece?
—Diría lo mismo, que comete injusticia.
—Y si hay más de un caso en el que esta regla se da, y me parece a mí que hay muchos, ¿podemos llegar a alguna conclusión más general?
Antemión no dudó al dar su respuesta:
—Que los padres no siempre deben decidir por sus hijos. Y hasta me parece que nunca deberían hacerlo, aunque en la mayoría de los casos se siga esta tradición.
—Bien, querido Antemión. Convengo contigo en que la virtud de la piedad y la obediencia filial bien entendidas no consisten sólo en que el hijo haga todo lo que de él quiere el padre. Despejada esta duda, quizá puedas retomar libremente tu elección.
—Admirable Sócrates, tu razonamiento es correcto —repuso el joven cada vez más contento por lo bien que iban las cosas.
—Tu inquietud e incertidumbre sobre tu futuro son muy comprensibles, pero quizás tengas que perfilarlas un poco más. Por ejemplo, ¿qué es lo que te resulta indeseable del negocio de curtidos, el trabajo en sí mismo o la perspectiva de trabajar con tu padre?
Antemión se quedó un rato pensativo. Nunca se había detenido antes a considerar ambas cuestiones por separado. Anduvieron un rato en silencio, calle arriba, huyendo del bullicio que quedaba a sus espaldas, por callejas estrechas. Sócrates le propuso que se imaginara trabajando en un negocio de curtidos semejante al de su padre, pero que no pertenecía a éste. ¿Qué le parecería? Él seguía sintiendo rechazo, pero mucho menor. Así que concluyó que la presencia de su padre, el hecho de tenerlo como jefe en este caso, era un factor determinante, y así se lo expuso a Sócrates, con toda sinceridad. Reconoció que lo que le molestaba de su padre era su estilo autoritario, que presumía que un hijo no sabe lo que quiere hasta que su padre se lo dice.
—Bien, hasta aquí ha quedado claro —dijo Sócrates—. Ahora olvidémonos durante un momento de tu padre y centrémonos en lo que tú deseas hacer.
—He pensado mucho en ello —confesó— y no sé lo que quiero, ni sé el modo de averiguarlo.
—Quizá podamos empezar por rastrear lo que no deseas y por qué no lo deseas. Tal vez así encontremos una pista para averiguar lo que deseas. Hablemos ahora del comercio del cuero. ¿Qué te sugiere?
—Mojar pieles en artesas llenas de jugo de pino hasta que se te arrugan las manos, oler siempre a res, raspar pelos de animal hasta despellejarte la propia piel de tus manos, llenarte de tintes nauseabundos, tener que ir a las ferias de ganado para oler y tocar pellejos; cortar, rebanar, tundir, macerar, todo eso un año y otro año, sin cesar.
—Alguna ventaja tendrá, ¿no es cierto?
—Puede que sea un trabajo que te permite relacionarte con mucha gente.
—Relacionarte con mucha gente —remedó Sócrates, pensativo—. Hay muchas formas de relacionarse y de conocer a los demás. Por ejemplo, ¿crees que la forma en que nos estamos relacionando tú y yo en este momento, mientras paseamos, se parece mucho a la manera en que se relacionan dos tratantes interesados en la compra o venta de una mercancía? A ver si puedes aclararme este punto.
—He acompañado muchas veces a mi padre cuando se relaciona con tratantes de ganado y curtidores, y siempre es con un mismo fin: comerciar.
—Es normal que sea así, puesto que la razón de que se junten es que ambos pertenecen al ramo del cuero. Ahora bien, ¿podrías decirme en qué consiste comerciar?
—En sacar provecho de una compra o una venta.
—¿Quieres decir que es una relación que busca el provecho propio para obtener cierta cantidad de dinero en este intercambio?
—Mi padre me dijo una vez que el arte de la negociación consiste en ser más listo que el otro —se quedó unos instantes pensativo—. ¿Sabes? Es un hombre que no tiene amigos, en el fondo, aunque siempre está rodeado de gente. Creo que lo único que les interesa de él es su dinero.
—De todo esto que dices me parece claro que disfrutas relacionándote con los demás, pero no de la forma en que lo hace tu padre. ¿Es así o no lo he entendido bien?
—Es exactamente así, Sócrates. Me gustaría un trabajo que me permitiera un trato más cercano y sincero con las personas.
—¿Con cualquier tipo de personas? Piensa, por ejemplo, en un pastor muy rudo que no ha oído en su vida hablar de Esquilo, o de Sófocles —sonrió.
—Si no ha oído hablar de Esquilo ni de Sófocles, creo que podrá contarme algo interesante de las cabras —bromeó Antemión.
—Seguramente que sí —admitió el filósofo con suavidad—, aunque no de teatro. Tal vez, sin embargo, haya algo deseable para ti en ese trabajo que te propone tu padre.
—No lo creo. Y ahora veo claro que no debería trabajar con mi padre.
—Bien, pero no nos precipitemos en sacar conclusiones. Aún no hemos rastreado todos tus deseos, y cuáles de ellos son los más honestos. ¿O acaso estás en condiciones de admitir con total seguridad que no quieres trabajar en el oficio de tu padre?
—No, no lo estoy —repuso él con aire preocupado—. Porque si me digo a mí mismo que he tomado la resolución de no trabajar con mi padre, tampoco me quedo tranquilo y contento.
—Eso me parece a mí también. Creo que es importante que descubramos la razón —asintió.
—No es porque me sienta culpable de defraudar a mi padre, de eso estoy seguro —dijo el joven—. Mi padre no tiene derecho a exigírmelo, como ya hemos convenido. Y tampoco me siento en deuda con él.
—Entonces ¿qué es lo que te preocupa?
—Ahora sí que me siento perdido —musitó Antemión.
—No tanto. Acabas de descubrir que en el fondo, y a pesar de que tus deseos son contrarios a los de tu padre, no estás convencido de querer prescindir del negocio familiar. Me parece que si encontramos la causa que te hace sentirte así, daremos con una clave importante para tomar la decisión.
—Supongo que tengo miedo, pero no sé de qué.
Y tras decir esto quedó bastante descorazonado. Sócrates le puso una mano alentadora en el hombro y le sonrió apaciguadamente.
—Querido Antemión, eres joven, pero valiente. Sé por experiencia que uno cuando tiene miedo sabe qué es lo que le asusta, aunque no se atreve a reconocerlo. Me parece, amigo mío, que tú tienes esa respuesta dentro de ti, pero encontrarla te exige un cierto esfuerzo de honestidad.
—Ayúdame, entonces.
—Puede que veas alguna ventaja en lo que hace tu padre, después de todo. Quizá puedas despejarme esta duda.
—Lo hemos analizado ya, y no veo ninguna.
Sócrates le lanzó una mirada indagatoria, de reojo.
—¿Te gusta la casa en la que vives?
Antemión tardó unos instantes en responder.
—Es una casa muy cómoda —reconoció.
—Háblame, pues, de tu casa. Creo que nos puede aclarar algo.
—Es grande, fresca y tranquila. Tenemos una caballeriza con buenos caballos. Me encanta cabalgar por el encinar. También hay un patio muy grande donde puedo practicar el tiro con arco. Varios días a la semana comemos carne de caza, que a mí me gusta mucho, regada con un buen vino. Puedo practicar los deportes que me gustan, y recibir masajes. Tenemos nuestro propio pozo de agua, y así no hay que ir a acarrearla desde lejos. Estas y otras características hacen que me guste mi casa, a pesar de la presencia de mi padre.
—Sabes que muy poca gente puede vivir en Atenas con esas comodidades que me has descrito.
—Es cierto.
—¿Qué te parecería verte privado de tales comodidades? ¿Te importaría?
—Reconozco que sí —al joven se le abrieron los ojos y se azoró de la vergüenza.
—Pero ¿es que hay algo malo en llevar una vida modesta y sin tantos placeres?
Antemión sospechó que en la pregunta había trampa. Pero no estaba seguro de lo que el otro quería oír. Buscó una respuesta en sí mismo.
—Supongo que no, Sócrates. Tampoco veo nada malo en vivir bien.
—La cuestión de fondo, y a la que nos acercamos con esta charla, es saber qué es vivir bien, como dices, y qué no es vivir bien, ¿no te parece?
—Me parece que así es, Sócrates.
—Ahora me dices que para ti vivir bien consiste en no renunciar a los placeres y comodidades de la propiedad que pertenece a tu familia, pero quizá eso entre en contradicción con tu deseo de vivir bien escogiendo libremente el trabajo que te gusta, y para el que te sientes inclinado por naturaleza.
Antemión se quedó esta vez sin respuesta. Sócrates le dejó meditar un rato sobre la cuestión. En el último tramo de la calle ya no hablaron, ensordecidos por el rebuzno desesperado de un asno en el interior de una cuadra. Poco después, el joven reconoció ver mucho más claro cuál era su problema.
—Bien —dijo Sócrates parándose en un cruce de calles—, hemos llegado a una encrucijada difícil, pero necesaria. Dejémoslo aquí, de momento, para que madures este dilema, y, si quieres, más adelante seguiremos hablando.
Antemión tuvo el presentimiento de que Sócrates lo había calado desde el principio, desde su primera pregunta le había conducido, de manera premeditada, a su gran contradicción interior. Estaba admirado de la sabiduría, la exquisita prudencia y discreción del filósofo en su manera de ayudarle, sin darle ninguna respuesta, ninguna otra pista que las preguntas hábilmente escogidas para obligarlo a deliberar y ahondar en la cuestión. Se sentía avergonzado porque había querido presumir ante él de honesto y libre, al querer zafarse de las ataduras familiares, y terminaba dándose de narices contra un muro. Se acababa de dar cuenta de que él, en el fondo, era como la gente vulgar, como todos esos que alborotaban en el mercado público: le preocupaba la subsistencia. Una buena lección que le bajaba los humos. Ante la serenidad de Sócrates, su profunda mirada, se sentía desnudo y desenmascarado, lleno de debilidades.
A partir de entonces, no dejó de cultivar su amistad con él, de pasear por el ágora embebidos en una conversación que casi siempre empezaba por la misma pregunta, lanzada por Sócrates, a la que él no daba la respuesta satisfactoria: «¿Tú crees que es buena esta vida?». Antemión nunca se había planteado qué otras formas había de vivir en el mundo, más allá de la elección de un trabajo con el que ganarse la vida. A través de sus diálogos comprendía que la verdadera elección iba más allá de seguir o no los pasos de su padre. Un laberinto de nuevos y complejos interrogantes se iba abriendo ante él. Se sentía impotente y muy desorientado, pero le consolaba saber que ahora él no le dejaría tirado y sumido en la incertidumbre. Sócrates sabría cómo guiarle. Confiaba ciegamente en él, como un niño confía en su padre omnisciente. Y ansiaba ser su discípulo.
A menudo, Neóbula les observaba a distancia, sin perderlos de vista. Estaba perfectamente al corriente de sus progresos.