Capítulo 34

 

Keeley gritó tan alto que, seguramente, estallaron tímpanos de inmortales. Se teletransportó junto a Torin. No llevaba guantes, pero presionó con dos dedos en su cuello. Al principio, no sintió nada. Después, notó un suave latido.

Demasiado suave.

El corazón herido de Torin se estremeció, y la sangre brotó de la herida. La lanza estaba ayudando a contener la hemorragia, pero, si estaba envenenada, como había dicho Lucifer, habría que sacarla de inmediato.

Así que ella tiró del arma y la arrojó a un lado.

–¿Qué puedo hacer?

¡Galen! A ella se le había olvidado que estaba allí.

–¡Dame tu camisa!

Él se sacó la camisa por el cuello y se la entregó. Ella la apretó contra el pecho de Torin.

Él ni siquiera gimió.

Keeley miró a Hades con desesperación.

–¿Qué veneno puede haber utilizado Hades?

Él se mantuvo en silencio.

–Hades, por favor. Haré lo que tú quieras, pero ayúdame a curarlo.

Entonces, el oscuro señor se giró hacia ella y asintió.

–Será como tú has dicho. Lo que yo quiera.

Un segundo después, Hades y Torin se desvanecieron.

Keeley se puso en pie con las piernas temblorosas. Tenía un gran sentimiento de culpabilidad. Si no hubiera sido por su culpa, Hades no habría encerrado a Torin y Lucifer no habría podido atravesarlo con una lanza. «Todo, por mi culpa».

¿Era aquella la culpabilidad con la que se había visto obligado a vivir Torin durante toda su relación? No era de extrañar que la hubiera dejado.

«Tengo que perdonarle. Por todo. Porque necesito que él me perdone a mí».

Mientras esperaba, preguntándose si él viviría o moriría, el dolor, el daño, el rechazo, la amargura y la ira que había acumulado durante aquel tiempo salieron de ella, y el amor que sentía por Torin lo llenó todo.

–Keeley –dijo Galen, con una expresión de angustia–. ¿Qué más puedo hacer?

–Ve a decirles a los Señores del Inframundo lo que ha ocurrido, y que Torin volverá a la fortaleza en cuanto esté bien –respondió ella. Al ver la cara de inseguridad de Galen, añadió–: Diles que te envía la Reina Roja, y que se sentirá muy disgustada si te ocurre algo.

Él asintió, y ella lo teletransportó a la fortaleza.

Entonces, ella se teletransportó junto a Hades. Él había llevado a Torin a una especie de laboratorio en el que había calderos hirviendo y estanterías llenas de tubos de ensayo, y de matorrales grandes que subían por las paredes, utilizando sus patas.

Torin estaba atado a una mesa, con la boca abierta mediante un gancho de hierro. A su lado había un anciano que estaba haciendo una mezcla de líquidos. Ella se acercó a Torin y le tomó la mano.

El otro hombre la fulminó con la mirada.

–Soy Hey You. Esta es mi área. ¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí?

–Soy la Reina Roja, y voy allí donde deseo.

–Es cierto –dijo Hades, materializándose a su lado–. Es ella –dijo. Le quitó el gancho de la boca a Torin. No era un gancho, después de todo, sino un tubo que le llegaba hasta el estómago.

Hey You se acercó cojeando y, mientras Hades sujetaba la boca de Torin para que se mantuviera abierta, vertió el preparado por la garganta del guerrero.

Ella observó a Torin a la espera de su reacción. Su piel siguió muy pálida, casi azulada. Tenía los ojos cerrados, y estaba inmóvil. La herida de su pecho todavía estaba abierta, y sangraba.

–¿Cuánto tarda en hacer efecto?

–Toda la noche –respondió Hey You, y se alejó.

Ella había vivido tanto, que el tiempo significaba muy poco para ella. Sin embargo, de repente una noche le parecía una eternidad.

Miró a Hades, que la estaba observando atentamente.

–Lo has tocado sin protección. Piel con piel –dijo Keeley.

–Cualquiera puede tocarlo, siempre y cuando sean inmunes.

–¿Y tú eres inmune?

Hades asintió.

–Durante un tiempo, sí.

–¿Qué significa durante un tiempo?

–He ingerido su sangre.

–¿Su sangre? Su sangre está infectada.

Hades estiró el brazo y le acarició la mejilla, y como ella le debía lo que él quisiera, Keeley tuvo que quedarse quieta y tolerarlo. Sin embargo, su desagrado debió de reflejarse en su cara, porque él frunció el ceño y apartó la mano.

–Si él comparte su sangre contigo –le dijo Hades–, no enfermarás cuando te toque. Al menos, durante un tiempo. Lo suficiente para que su sangre viaje por tus venas. La inmunidad dura un día, o dos a lo sumo. Después, necesitas otra dosis.

–Pero… no puede ser. Él compartió su sangre conmigo una vez y, de todos modos, enfermé.

Hades volvió a fruncir el ceño y dio un pequeño pinchazo en uno de los dedos de Torin. Después, se lo ofreció a Keeley.

Ella succionó la sangre. Estaba dispuesta a probar cualquier cosa, por muy descabellada que fuera. Por su condición de inmortal, aquello no le era totalmente ajeno.

–¿Y cuándo compartió él su sangre contigo? –preguntó Hades–. ¿Por qué?

–La última vez que estuvimos aquí, antes de que yo contrajera la última enfermedad.

–Ah. La sangre habría funcionado si no hubieras estado ya debilitada por la extracción de las cicatrices de azufre.

–Pero… mi poder vuelve al quitarme esas marcas.

–El poder, sí, porque es de naturaleza espiritual. Pero tu cuerpo acababa de sufrir unas heridas importantes, y estaba agotado. Incluso a Torin le cuesta luchar contra las enfermedades del demonio cuando ha sufrido una herida física.

–Pero ¿cómo es posible?

–El demonio es un espíritu que infecta el espíritu de Torin. Sin embargo, el mal está hospedado en su cuerpo, que creó inmunidades. Esas inmunidades se encuentran en su sangre y su semen.

¿Semen mágico? ¿Torin podía salvarla de las enfermedades derramando su simiente dentro de ella? ¿O tendría que ingerirlo?

–Yo… bueno, yo he probado lo segundo –admitió, con las mejillas ardiendo–. Y, de todos modos, enfermé.

–Con solo probarlo no conseguirías erradicar la enfermedad. Necesitarías una dosis completa. Una cosa, o la otra.

–Pero ¿por qué puede infectar su piel, y el resto de su cuerpo no?

–Tú sabes mejor que nadie que la piel irradia lo que hay en el espíritu. Tú eres un espíritu en un cuerpo que no es el tuyo y, sin embargo, esa piel cambia con las estaciones, como tu espíritu.

Tenía… razón. La piel irradiaba el espíritu, pero los fluidos emanaban del cuerpo.

Lo cual significaba que…

¡Por fin! Una manera de tener todo lo que había deseado. Podría tener a Torin sin enfermar, y podría tener una familia. Solo tenía que ingerir su sangre una vez al día. O dejar que él le diera otra cosa…

Se estremeció de emoción. Aquel sueño también era el de Torin, y se había hecho realidad.

Sin embargo, la realidad era otra. Ella tenía una deuda con Hades, y podía suponer cómo iba a cobrársela el dios.

–Lo quieres –dijo Hades.

–Sí.

–Pero te quedarás conmigo si esa es mi voluntad.

Ella cerró los ojos y asintió. Un trato era un trato.

–¿Es lo que vas a decretar? ¿Que me quede contigo?

Hubo un silencio opresivo.

Inhaló profundamente y se giró hacia él. Hades tenía la barbilla elevada y una pose de orgullo masculino, pero su expresión era indescifrable.

–Hades… por favor, no me obligues a hacer esto.

–No te voy a obligar –dijo él, con la voz enronquecida–. Te sentirías atrapada, y eso ya te lo hice una vez.

Keeley sintió una pequeña esperanza.

–Entonces, ¿qué es lo que quieres?

–Es evidente que estoy en guerra contra Lucifer.

–¿Y?

–Y quiero que estés en mi bando, que me ayudes en cada paso del camino.

Era la mejor oferta que ella podría haber esperado. Y, en aquel momento, entendió que Hades la quería y, de verdad, quería hacer las paces con ella. Se arrepentía de verdad por lo que había hecho.

–Te perdono –le dijo. Soltó la mano de Torin, rodeó la camilla y abrazó a Hades–. Gracias.

Él le devolvió el abrazo. La estrechó con fuerza, como si no quisiera soltarla. Al final, se separó de ella y carraspeó.

–Llévate a tu hombre de aquí antes de que cambie de opinión.

–No puedo. Tiene marcas de azufre.

–No, no las tiene.

Entonces, ¿se las había quitado? Keeley se dio la vuelta y levantó el bajo de la camisa de Torin. Piel bronceada, sin una sola marca. Keeley sintió una alegría electrizante.

Sin perder un minuto más, se teletransportó con Torin a su habitación de Budapest. Lo dejó tendido en la cama, confortablemente, y fue a contarle a Anya lo que había ocurrido, y para decirle que asesinaría con sus propias manos a cualquiera que entrara en su habitación antes de que ella le hubiera dado permiso.

Después, esperó. Se paseó por el dormitorio. Y esperó más. Se preguntó si así era como pasaba Torin el tiempo cuando tenía que cuidar de ella, durante las enfermedades que le transmitía su demonio. Sí. Probablemente, sí.

Finalmente, después de muchas horas, él jadeó y, de golpe, se incorporó en la cama. Keeley se acercó corriendo a su lado.

–Estoy aquí. Estás bien. Te has curado.

Él agitó la cabeza como si no pudiera creer que fuera ella.

–¡Keeley! Estás aquí –dijo, y la miró a los ojos–. No me dejes. Por favor, no me dejes. Pero, si lo haces, lo entenderé. También te seguiré hasta los confines del mundo, si es necesario. Eres mía, y no voy a dejar que te alejes de mí nunca más.

–Vaya, guerrero –dijo ella, y se echó a reír.

Aquella carcajada inquietó a Torin. La miró con cautela.

–No voy a ninguna parte –dijo ella–. He estado muy triste sin ti. No quiero pasarme el resto de la eternidad deseando que estuvieras a mi lado solo para poder demostrar que tengo razón y hacerte daño porque tú me has hecho daño a mí.

Él la abrazó con fuerza, con tanta fuerza, que no la dejó respirar. «Merece la pena», pensó Keeley.

–Lo siento mucho. Siento lo que he hecho.

–Yo soy la que lo siente. Y no tienes que preocuparte por si vuelvo a ponerme enferma. Yo…

–No estaba preocupado –dijo él, y le besó el bajo de la camisa–. Estoy dispuesto a dejar que soportes cualquier cosa por mí. Soy así de generoso.

Aquello era lo que más había echado de menos: sus bromas. Bueno, y también su intensidad, y su físico, y su forma de acariciarla.

–Pero, en serio –dijo ella, notando un cosquilleo caliente en el pecho, que aumentaba más y más–. Si ingiero diariamente tu sangre o tu… Detesto admitir esto, porque sé qué bromas van a seguir, o tu semen, seré inmune a las enfermedades de tu demonio. A todas. Por supuesto, eso significa que necesitamos otros métodos anticonceptivos, porque te quiero solo para mí durante una temporada, pero ya encontraremos algo.

Él la miró fijamente.

–Lo de la sangre y el semen, ¿está probado?

–Sí. Te toqué la cara después de que te desmayaras, tomé sangre tuya y, aunque ya han pasado veinticuatro horas, no he enfermado.

Él abrió mucho los ojos.

–Tenía la respuesta durante todo el tiempo –dijo, y le besó los labios y la cara–. Gracias. Gracias, princesa. Muchas gracias.

–Es a Hades a quien le debemos agradecimiento.

–No. Él no es el que me ha traído aquí y me ha dado otra oportunidad. Y me voy a cerciorar de que no te arrepientas nunca. Durante el resto de mi vida voy a hacer todo lo posible para compensarte por mi mal comportamiento. Te quiero, Keeley. Eres mi tesoro, y por ti estoy dispuesto a todo. Incluso a comer pasas.

–¿Tanto me quieres? –preguntó ella, suavemente.

–Con toda mi alma.

–Bien, porque yo también te quiero a ti –dijo.

Entonces, teletransportó una de sus butacas de cuero favoritas a un rincón del dormitorio, y colocó allí a Torin, con todas las cosas que les gustaban a los hombres: un vaso de whisky escocés y un puro.

–Solo me faltan los súbditos –dijo él, riéndose.

–Y los tendrás. Este es tu trono, y lo pondremos en nuestro nuevo salón del trono en cuanto esté preparado. Y, ahora, tu castigo –añadió Keeley–. Me darás un orgasmo por cada día que hemos estado separados y tal vez, solo tal vez, considere que estamos en paz.

Él sonrió con picardía.

–Dobla esa cantidad, y acepto el trato –dijo. Apuró la copa, apagó el puro y le indicó a Keeley que se acercara–. Ven, princesa. No hay mejor momento para empezar.