Capítulo 27

 

Keeley se puso ropa limpia, un par de pantalones cortos y una camiseta de Torin, y volvió a la cama con él.

–Esta vez tengo que darte las gracias –murmuró, y se quedó profundamente dormida sin que él tuviera que convencerla.

Torin se quedó observándola, totalmente maravillado con ella. Acarició las ondas doradas que se extendían sobre la almohada, se bebió la pureza de sus rasgos. Tenía los labios separados, húmedos, incluso hinchados de habérselos mordido, y él quería probarlos. Lo deseaba con todas sus fuerzas.

Nadie era más bello que su mujer.

Las cosas que le hacía sentir… lo que le había permitido que hiciera.

Ella lo había cambiado, le había dado lo que él siempre había considerado imposible. No solo el sexo, sino también una aceptación sin reservas. Ya no era Torin, sino el hombre de Keeley.

Le besó la coronilla. Él nunca hubiera pensado que la pérdida de su virginidad iba a proporcionarle algo más que alivio y, sin embargo, se sentía pleno. Su primera vez había sido con la mujer más bella, inteligente, sexy, lista y poderosa del planeta. Ella le había enseñado el verdadero significado del placer, y lo había estropeado para todas las demás. Aunque su hambre era enorme, solo había alguien que pudiera saciarla: Keeley. Ella sería su desayuno, su comida y su cena.

«Y puedo tenerla. Puedo ser cuidadoso con ella».

«Puedo saciarla».

De repente, se oyó un alboroto en el pasillo, y unas voces que interrumpieron sus pensamientos.

Keeley murmuró en sueños.

Si alguien la despertaba, iba a pagarlo muy caro.

Esperó a que ella hubiera vuelto a quedarse callada y, con cuidado, se levantó de la cama y fue a la puerta. Encontró a Anya y a Lucien en el pasillo, pasándose algo que parecía una cesta de fruta.

–Discúlpate –le ordenó Lucien a la diosa.

–¡Nunca!

–¡Callaos! –susurró Torin con ferocidad.

Ambos lo miraron.

–No digáis ni una palabra más. No hagáis ruido. Keeley está durmiendo, y estoy dispuesto a mutilar al que la despierte.

Anya entrecerró los ojos, pero, en vez de gritar, como se esperaba Torin, le entregó la cesta y dijo, en voz baja:

–Es para tu amiga. Porque Lucien lamenta que le cortara el pelo.

Lucien carraspeó.

–Y yo también lo lamento –dijo ella. Después, añadió–: Lamento no haberle cortado más. Pero no volveré a hacerlo, ¿de acuerdo? Así que puedes decirle que me he llevado una buena azotaina.

Entonces, Anya se fijó atentamente en él, y vio que tenía el pelo revuelto. Sonrió.

–Veo que la Reina Roja también se ha llevado una azotaina.

Torin les cerró la puerta en la nariz. Incluso sus risitas suaves le molestaban. Quería que Keeley tuviera toda la tranquilidad. Dejó la cesta en una mesa y miró su contenido. No era fruta, después de todo. Eran horquillas brillantes para el pelo, cepillos dorados, peines de plata, gomas de encaje para el pelo y una nota de disculpa firmada por Anya.

Mujeres.

Él se acercó a la cama. Por suerte, el ruido no había despertado a Keeley.

Durante las horas siguientes, estuvo controlando el ruido que los rodeaba. Reyes se acercó a la puerta para pedirle disculpas a Keeley por algo que le había dicho, pero Torin no le permitió entrar. Cualquier golpe o crujido o movimiento lo sacaban de la habitación entre susurros furiosos y órdenes de guardar silencio. Sus amigos lo miraban con extrañeza, y él sabía que pensaban que se había vuelto loco durante su ausencia, pero no le importaba.

Al final, William apareció en la puerta y se apoyó contra la pared del pasillo, con las manos a la espalda.

–He oído que te has vuelto un poco loco hoy –le dijo, con una sonrisa burlona. Como de costumbre–. Que quieres que todos tus amigos guarden absoluto silencio o que mueran.

–No quiero. Lo exijo.

–Bueno, pues yo soy un mensajero. Seguramente, el mensajero más impresionante que haya nacido. No finjas que no te has dado cuenta.

Torin enarcó una ceja.

–¿Te estás insinuando, Willy?

–Ya te gustaría. Como a todo aquel que se cruza en mi camino. Me has visto el trasero, ¿no?

–Veo que necesitas que te acaricien el ego.

–Yo no creo en eso. Creo en lo deslumbrante que soy.

Aquello podía continuar eternamente.

–Bueno, dime por qué has venido y piérdete.

–Está bien. Dile a tu placa de Petri que mis hijos están dispuestos a ser su guardia personal a cambio de sus servicios durante la guerra contra los Phoenix.

Torin le dio un puñetazo en la nariz a William y le rompió el cartílago. ¿Había llamado a Keeley «placa de Petri»? Eso no tenía gracia. Ninguna gracia. Pero era cierto. Porque eso era, exactamente, en lo que la iba a convertir él si no tenía siempre un cuidado extremo, ¿no?

William sonrió de nuevo. Tenía los dientes manchados de sangre.

–Espero que no te hayas roto una uña con esa caricia de amor.

Torin estaba a punto de responder cuando cayó en algo más que había dicho su amigo: guardia real. Se acordó del reino que pensaba instaurar Keeley, y soltó una maldición entre dientes.

¿Acaso quería marcharse a otro lugar?

«No, sin mí, no».

–¿Vas a participar en esa guerra? –le preguntó. Porque parecía que él sí iba a tener que hacerlo. Iba a ayudar a Keeley en todo lo que estuviera en su mano. Tal vez luchara de nuevo, pensó, cada vez más emocionado.

–Yo entro y salgo de ella. Hay un Enviado, Axel, que está empeñado en hablar conmigo, y me está siguiendo. Yo estoy empeñado en no hablar con él, lo cual significa que no puedo estar mucho tiempo en el mismo sitio.

Enviados. Guerreros alados que vivían en los cielos, y cuya misión era matar demonios. Sin embargo, eran aliados de los Señores del Inframundo.

–Se me ocurre una idea: ¿por qué no matas a Axel?

–Tengo mis motivos –respondió William, y agitó una mano en el aire para dejar al lado aquel tema–. Hades quiere recuperar a Keeleycael. Lo sabes, ¿no?

–Sí, lo sé, y por mí puede irse al cuerno. Es mía.

William puso los ojos en blanco.

–¿No te da vergüenza? Porque a mí me da vergüenza ajena. «Es mía» –dijo, burlonamente–. Es triste ver lo pillado que estás. Lo pillados que estáis todos. ¿Por qué no os quitáis suavemente el tampón y fingís que sois hombres?

Torin se dio golpes en el pecho, como si fuera un gorila.

–Eh, me parece que este nombre te suena: Gilly.

Al instante, William cambió de actitud. Torin notó que irradiaba tensión.

–No sé de qué estás hablando –dijo William–. Yo soy su generoso benefactor, y ella es mi desagradecida pupila. Soy… una figura paterna para ella –añadió, con un gruñido.

Torin sonrió.

–Estás en plena negación, pero puedes negar todo lo que quieras.

–Cállate.

–Amigo, espero ser tu padrino de bodas.

 

 

Keeley se despertó de golpe, y se incorporó. Se le pasaron miles de pensamientos por la cabeza, pero el primero fue: «Estoy enamorada de Torin».

Se le encogió el estómago. ¿Lo quería?

Oh… sí. A pesar de que, si le tocaba la piel, enfermaría. A pesar de que él había intentado dejarla más de una vez. No solo estaba vinculada a él y se fortalecía con su fuerza. Estaba completamente embelesada con él. Estaba bajo su hechizo. Era su cautiva.

Miró a su alrededor y se dio cuenta de que seguía en su habitación. Él había llevado una silla al lado de su cama. Al notar que se había despertado, tomó una bandeja llena de comida de la mesilla de noche y se la puso al lado.

Él tenía unas ojeras muy marcadas, y se había puesto un gorro de lana. Tenía aspecto de cansado, pero estaba muy sexy.

–¿Me he puesto enferma?

–No.

Exhaló un suspiro de alivio.

–Yo he estado entrando y saliendo a gritarles a mis amigos –dijo él–. Come. Tienes que recuperar fuerzas.

–¿Y por qué les has gritado a tus amigos?

–Porque me molestaban.

–Esa es una respuesta críptica.

¿Qué era lo que él no quería que supiera?

–Y, sin embargo, acertada.

Ella se metió una uva en la boca y tragó. El jugo era fresco y dulce, delicioso.

–Ojalá Danika estuviera recuperada y pudiera ayudarme a encontrar a la otra chica –dijo. Cuanto antes tuvieran a Viola con ellos, y al chico misterioso, antes podría ella ir en busca de la caja… y conseguir la Estrella de la Mañana–. Pero no lo está, ¿verdad?

–No, todavía no. Hace un rato que he hablado con Reyes, y me ha dicho que Danika está durmiendo y que solo se ha despertado cuando él la ha obligado porque tenía que comer.

Vaya.

Keeley se envolvió desde el cuello a los pies en la sábana y se sentó en el regazo de Torin. Lo abrazó con cuidado de no tocar su piel.

–Te voy a contar un secreto –le dijo ella–. Por muy feliz que me haga la idea de que puedas librarte del demonio, también estoy preocupada. ¿Y si decides que prefieres a otra mujer?

Él también la abrazó.

–Eso no puede suceder –le dijo con vehemencia.

–Eso lo dices ahora, pero…

–Lo digo muy en serio. Estoy perdido para todo el mundo salvo para ti, Keys, y no quiero que me encuentren. No me imagino un solo momento sin ti, no quiero. Tú eres mi tesoro, mi adicción. Eres mi enfermedad, y no quiero encontrar la cura.

Las inseguridades de Keeley se convirtieron en cenizas.

Él carraspeó, como si estuviera inquieto de repente.

–Por cierto, ha venido William a decirme que sus hijos están dispuestos a ser tu guardia personal.

–¿De verdad? Eso es estupendo.

–¿Dónde estabas pensando en instaurar tu reinado?

–Pues aquí mismo, ¿dónde iba a ser? Yo seré la Reina Roja de los Señores del Inframundo y de todas sus mujeres. Puedes darme las gracias –dijo ella, bromeando, en parte, pero también en serio.

Él sonrió, y su expresión sombría desapareció.

–Es la mejor idea que has tenido nunca.

–Bueno, ya lo sé. Pero lo primero es lo primero –respondió Keeley, y sonrió también–. Necesito darme una ducha y lavarme los dientes, en ese orden. Prepáralo todo.

Él le acarició la mejilla con un dedo enguantado.

–¿Ya te has convertido en una mandona?

–Soy tu reina. Eso es lo que se supone que tengo que hacer, mandar.

Él sonrió de nuevo, y aquella sonrisa fue tan resplandeciente que le llegó al corazón.

–¿Y se supone que yo tengo que obedecer en todo, sin ofrecer resistencia?

–Oh, guerrero. Espero que te resistas mucho –replicó ella, con la voz enronquecida–. Así te ganarás un castigo.

–¿De verdad? ¿Qué tipo de castigo?

–Estarás obligado a servirme. Repetidamente.

Él le miró los labios.

–¿Te ha gustado acostarte conmigo?

Ella se echó a temblar, y dijo:

–La palabra «gustar» es demasiado suave, guerrero.

–¿Aunque no podamos tocarnos la piel?

–Aun así.

–¿Y será suficiente para ti?

–Cepillo de dientes. Ducha. Después, te demostraré lo suficiente que puede ser –respondió Keeley, y dio una palmada con un aire real–. Prepáralo todo, guerrero, y la Reina Roja hará que te alegres de haber obedecido.