Capítulo 9

 

Los siguientes días fueron los más difíciles de la vida de Torin. Literalmente.

Keeley era la tentación envuelta en el deseo, en el éxtasis y en la satisfacción, y a él ya no le cabía ninguna duda de que había sido creada solo para torturarlo.

Su forma de hablar y de caminar era puro sexo. Su olor era comestible. Seguramente, emanaba feromonas y algún tipo de droga superadictiva. Tenía una fuerza incomparable, y un sentido del humor un poco retorcido, como el suyo. Él no entendía muy bien su forma de pensar, no sabía qué era lo que se le pasaba por la preciosa cabeza, y ese misterio le intrigaba. Algunas veces, las cosas que decía lo dejaban asombrado, otras veces le resultaban divertidas, otras veces lo enfadaban, pero nunca le causaban aburrimiento.

La lealtad que ella sentía hacia su amiga sobrepasaba la que él sentía hacia sus amigos. Los pequeños sonidos que emitía cuando disfrutaba de lo que estaba comiendo eran como una caricia auditiva; aunque, en realidad, no comía mucho, cosa que él no entendía. Cuando le había preguntado el motivo, ella se había quedado callada.

Aunque en un principio había pensado otra cosa, no era cruel, no estaba loca… Al menos, para él. Keeley era… perfecta.

Tenía una imperiosa necesidad de protegerla, incluso de sí misma. Quería estar a su lado por si lo necesitaba, para calmar sus peores emociones antes de que el mundo que los rodeaba pudiera reaccionar: las tormentas cuando se enfadaba, la nieve cuando se entristecía y el brillo del sol cuando estaba contenta. Aquello último ocurría pocas veces.

Parecía que solo él era capaz de despertar aquellas emociones, como si tuviera su corazón en la palma de la mano. Y aquella era otra de las razones por las que anhelaba estar con ella. Porque él la afectaba, y eso le gustaba.

Mientras caminaban por el reino hacia la salida, había intentado concentrarse en sus aficiones, con tal de apartarse de la cabeza deseos que no tenía por qué albergar. Había tallado un juego completo de ajedrez, cuyas piezas eran gnomos. Había plegado cientos de hojas para darles forma de flor.

Keeley se las robaba.

Eso era algo más que le gustaba: tomaba lo que quería.

–Está lloviendo –le dijo ella, a su espalda.

–Ya me he dado cuenta.

Aquella tormenta no tenía nada que ver con las emociones de Keeley. Había empezado la mañana anterior, y no había cesado ni un momento. Los charcos, o lagos, más bien, le llegaban a los tobillos.

Sin embargo, ni siquiera aquella caída constante de agua fría le había ayudado. Estaba dolorido y anhelante. No podía pasar un minuto más sin acariciar a Keeley. No iba a quitarse los guantes, por supuesto. Le tomaría los pechos y jugaría entre sus piernas con delicadeza, y eso sería suficiente.

Tendría que ser suficiente.

Pero no lo sería, ¿verdad?

Abrió a cuchilladas un paso entre el follaje, con más fuerza de la debida. Después, miró hacia atrás para asegurarse de que ella no se hubiera quedado atrás, de nuevo.

Ella se había detenido a mirarse las uñas, de nuevo.

Él debería sentirse molesto, pero el hecho de que ella no se hubiera marchado sola le ponía demasiado contento como para eso. El trío terrible se había protegido con cicatrices de azufre y andaba por ahí suelto. Ante tal amenaza, ella necesitaba un guerrero fuerte que la defendiera.

Aunque Torin sabía que aquello era una excusa, porque Keeley había demostrado que podía defenderse perfectamente sola. Sin embargo, no sabía cuidarse: nunca comía a menos que él insistiera, solo dormía cuando estaba enferma y, a menudo, se quedaba ensimismada y se olvidaba del resto del mundo.

¿Qué pensaba en aquellos momentos? ¿En Hades?

«Quiero arrancarle las bolas y metérselas por la garganta».

–Keeley –dijo Torin–. Anda.

Ella frunció los labios al pasar junto a él.

–¿Estás de mal humor?

Demonios… El balanceo de sus caderas… ¿Le colgaba la lengua?

«Tengo que ser un hombre, no un tonto perdidamente enamorado».

Nunca le había pasado algo así, y pensó que solo había un motivo:

–¿Acaso has formado un vínculo conmigo?

Ella lo miró con irritación.

–Como soy una de las personas más inteligentes del planeta, puedo decir felizmente que no.

–Bien –dijo él. En el fondo, la respuesta le había decepcionado.

Empezaron a caer copos de nieve que se mezclaron con la lluvia.

Había herido sus sentimientos.

¡Estupendo! Aparte de todo lo demás, tenía que lidiar con el sentimiento de culpabilidad. Era hora de que los dos se distrajeran.

–¿Te has dado cuenta de que las criaturas del bosque se han mantenido alejadas de nosotros?

–Claramente, se han extendido los rumores sobre mi fama.

Una explicación tan buena como cualquier otra.

–¿Crees que se preguntan por qué matamos a gente que mata a gente por matar a gente?

–Seguramente, no. Si las criaturas de este sitio tienen medio cerebro, ya tienen demasiado talento.

Él soltó un resoplido, y ella se rio. Entonces, los dos se echaron a reír con ganas, y dejó de nevar. Torin había conseguido lo que quería.

Él cortó otro muro de hojas para abrirse camino.

–Tú primero, por favor.

–Mi héroe villano –dijo Keeley, pasando por delante de Torin–. ¿Sabe tu madre que eres tan caballeroso?

Él sintió un dolor en el pecho.

–No tengo madre.

–¿Cómo? –preguntó ella, y lo miró con curiosidad–. ¿A ti tampoco te ha leído nadie un cuento por las noches, al acostarte?

¿Tampoco?

–Yo vine a este mundo completamente formado. ¿Y tú?

–Yo vine a la vieja usanza, aunque no me gusta nada pensar en mi madre, que era una persona fría y sin emociones, y en mi padre, que era un avaricioso, retozando.

Sin emociones y avaricioso. A Torin no le gustó pensar en que Keeley hubiera tenido que aguantar esa situación. Su Hada de Azúcar debería haber tenido todos los mimos del mundo.

Hizo ademán de apartarle un mechón de pelo mojado de la mejilla, pero se contuvo a tiempo y apretó el puño. Cada vez le resultaba más difícil contenerse.

–¿Fueron crueles contigo?

–Durante los mejores momentos, sí –dijo ella–. Durante los peores, no me prestaban ni la más mínima atención. Seguramente, ese es el motivo por el que yo me aseguraba de que hubiera muchos mejores momentos.

A Torin se le rompió el corazón. Sus padres habían sido tan negligentes que su hija prefería que la castigaran a que la ignoraran.

–Lo siento.

Ella se encogió de hombros.

–El pasado me ha hecho como soy. No puedo lamentarme.

No, ella no aceptaba que le tuvieran lástima. Entendido. Sin embargo, él quería saber más sobre ella. Quería saberlo todo.

Porque Keeley le gustaba muchísimo. Era un estúpido por permitírselo, pero le encantaba su físico y, lo más importante, le encantaba cómo era y lo que era.

Sin embargo, nunca había habido una relación que tuviera un peor futuro que la suya.

–He oído decir que los Curators fueron creados antes que los humanos. ¿Es verdad?

–Sí, es cierto. El mundo era nuestro. Pero, entonces, los ángeles caídos desafiaron al Más Alto, perdieron y vinieron aquí. Los Curators que se unieron a ellos perdieron su luz, y la mayoría del mundo se infectó.

–¿No todo?

–Quedó una parte amurallada, un jardín, donde fueron creados los humanos. Pero el líder de los ángeles caídos también encontró una manera de entrar allí.

¿Lucifer?

–La luz de los Curators… He oído hablar de ella, pero no lo entiendo.

–Imagínate que los Curators somos bombillas. Brillamos, literalmente. Es una señal externa de la conciencia que poseemos en nuestro interior.

–¿Y sin la luz?

–Oscuridad absoluta. No hay conciencia.

–¿Y cómo has conservado tú tu luz durante todos estos siglos?

–¿Y por qué piensas que no la he perdido? No puedes verla. Está dentro de mi cuerpo.

–Al principio, pensaba que sí la habías perdido. Ahora sé que no, porque todavía sigo con vida.

Pasaron unos minutos sin que ella respondiera.

–La verdad es que –dijo por fin– estuve a punto de perderla. Durante un tiempo la amargura fue mi mejor amiga, y me envolvió una oscuridad asfixiante. Entonces, apareció Mari y lo iluminó todo. Pude respirar de nuevo y pensar con claridad, y me di cuenta de que hubiera estado dispuesta a soportar mil encarcelamientos más solo por conocerla.

«Y yo se la arrebaté».

¿Cómo iba a perdonarse el hecho de haber destruido a alguien que había sido la única fuente de felicidad de Keeley?

–¿Adónde nos llevará esta puerta? –preguntó, con la voz entrecortada.

–Al siguiente reino.

–¿Y cuál es?

–Uno distinto a este.

–Quiero ir a casa.

–No hay ningún problema –dijo ella, pestañeando con inocencia–. Quítate las cicatrices y te llevaré directamente.

Él sintió la tentación de hacerlo. Ya no parecía que Keeley tuviera intención de enfrentarse a él, pero, si se producía aquel enfrentamiento, las cicatrices serían las únicas armas que tendría para defenderse de ella, y un guerrero nunca entregaba sus armas.

–Quiero ir a casa sin quitarme las cicatrices.

Ella exhaló un suspiro.

–Bueno, pues tengo buenas y malas noticias.

–Empieza con las buenas.

–Las malas –dijo ella, y él puso los ojos en blanco–, son que la única forma de pasar de reino a reino es teletransportarse, o ir abriendo puertas. Pero no puedo teletransportarte, y no tengo las herramientas necesarias para abrir los portales. Eso significa que vamos a tener que viajar de reino en reino hasta que lleguemos a tu casa, y puede que tardemos años –explicó. Entonces, se colocó delante de él y extendió un brazo–. Pero la buena noticia es que, por fin, hemos llegado a una de las puertas.

No era posible. Estaban delante de un precipicio que se abría sobre un inmenso mar de nada.

–Deja que lo adivine –ironizó él–. Tenemos que saltar, y te gustaría que yo saltara el primero.

Ella miró al cielo con resignación.

–Pensar siempre lo peor de todo el mundo es una enfermedad, ¿sabes? ¿Es por cortesía de tu demonio?

–Por cortesía propia.

–Eres agradable.

–La adulación no es más que una forma de mentira, y con ella solo conseguirás que una daga te atraviese las entrañas.

–Una persona mala no me habría avisado. Una persona mala se habría limitado a atacar.

Conteniendo la sonrisa, Keeley se dio la vuelta y extendió la mano. De las puntas de sus dedos surgieron rayos de electricidad que fueron haciéndose más y más anchos y más largos y abrieron grietas en la atmósfera. Aquellas grietas estaban llenas de colores vibrantes.

Se produjo un solo estallido de luz brillante que se expandió a través de los colores como una bala y que ensanchó las grietas y que terminó por unirlas. De ese modo, se creó…

¡Una puerta!

Por ella se veía un mundo nuevo en el que no caía la lluvia.

–Tu llave –dijo Keeley.

Aunque a él no le gustaba la idea de utilizar la Llave de Todo delante de otra persona, teniendo en cuenta que muchísima gente había intentado matar a Cronus para arrebatarle aquella llave, avanzó y posó la mano en el centro de la puerta. Era sólida… al principio. Al instante, el material empezó a temblar bajo su mano, y se onduló desde arriba hasta abajo. Entonces, la barrera desapareció y solo quedó el aire entre ellos y el siguiente reino.

–Vaya, así que tienes la Llave de Todo –dijo–. Supongo que se la quitaste a Cronus antes de que muriera. No me extraña que pudieras escaparte de los calabozos.

Torin no respondió. No quería entablar una conversación que iba a conducirlos irremediablemente a Mari.

–¿Y qué hacemos ahora?

–Puede que esto te parezca un poco salvaje, pero… seguir caminando.

Qué listilla. Torin entró a la tierra seca y estuvo a punto de soltar un aullido de alivio.

Keeley lo siguió.

Él miró a su alrededor y vio otro bosque. Parecía que aquel acababa de salir de una pesadilla. Los árboles eran negros, y había lianas enroscadas en los troncos y las ramas, como si fueran serpientes. Había hogueras ardiendo por todas partes. El aire estaba lleno de humo.

–Bienvenido al reino de lo perdido y lo encontrado –dijo Keeley, abarcando todo lo que la rodeaba con un gesto de las manos.

A medida que caminaba, cambió. Su pelo de color zafiro adquirió un tono rojo oscuro, y varios de los mechones se pusieron del color del chocolate. La piel de hielo se volvió del color de los melocotones y la nata, y sus ojos se convirtieron en dos piedras de ámbar.

Antes, Torin pensaba que era bella, pero, al verla así…

Era deslumbrante.

–¿Qué demonios te ha pasado? –le preguntó con furia. ¿Cómo iba a poder resistirse a ella a partir de aquel momento?

Ella palideció, y Torin no necesitó un cambio de tiempo para saber que había vuelto a herir sus sentimientos.

–Aquí debemos de estar en otoño –respondió Keeley, con frialdad.

Ella suspiró.

–Siento haber sido grosero.

Ella protestó entre dientes y continuó andando.

–Vamos. Hay una cabaña sobre aquella colina.

Las puntas del pelo rojo le llegaban por la cintura, y Torin se preguntó si le harían cosquillas en el estómago cuando ella se sentara a horcajadas sobre su regazo y se moviera con rapidez y con fuerza sobre él, y…

Torin gimió.

Enfermedad protestó airadamente.

«¡Cállate!». A Torin le pareció extraño que el demonio quisiera escapar de la chica y que, sin embargo, no hubiera dudado a la hora de transmitirle una enfermedad. Aunque, bien mirado, tal vez no fuera tan extraño: Enfermedad había atacado como un perro rabioso y acorralado.

«Hay que acabar con los perros rabiosos», pensó.

Aquel era uno de sus grandes deseos.

Siguieron caminando en silencio durante unos minutos. Entonces, él preguntó:

–¿Cómo es que cambias de color así? No me lo habías dicho.

–Sí te lo había dicho. Este cambio sucede naturalmente. Yo soy la estación que me rodea.

Bueno, eso tenía lógica. Torin se preguntó cómo sería en primavera y en verano… y notó que el cuerpo se le endurecía.

Al pasar cerca de uno de los árboles del bosque, una de sus lianas se estiró y se detuvo cerca de Keeley. La olisqueó como si fuera a atacarla. Torin iba a agarrarla, pero, antes de que pudiera hacerlo, Keeley lo hizo en su lugar. Se oyó un grito estridente mientras la liana se convertía en cenizas.

–Impresionante –comentó Torin.

–Obviamente.

«No sonrías».

Si lo hacía, solo iba a conseguir darle alas.

–Una vez me preguntaste mi edad. Ahora me toca a mí. ¿Cuántos años tienes?

–Soy mucho mayor que tú; llevo envejeciendo desde el principio de los tiempos. Eso significa que también soy mucho más sabia que tú. Sé cosas que tu pequeña mente ni siquiera podría entender.

Seguramente, eso era cierto.

–¿Insultas la belleza de mi cerebro cuando ni siquiera lo has visto desnudo? Malos modos, princesa. Muy malos modos.

Ella se puso rígida y, al instante, suspiró.

–Es cierto. Te pido disculpas.

Keeley estaba mejorando mucho a la hora de dominar su genio. Antes, aquella frase suya habría provocado que ella hiciera un discurso explicando que las reinas no se equivocaban nunca.

De repente, a Torin se le pasó una idea por la cabeza. Keeley era muy lista, sabía muchas cosas y llevaba viviendo mucho tiempo. Seguramente, tenía la capacidad de encontrar a Cameo y a Viola… y la caja de Pandora.

Pero ¿podía él confiarle unas tareas tan importantes?

En realidad… sí. Si ella había dicho que iba a hacer algo, lo haría. Su sentido del honor no iba a permitir nada menos que eso.

En la guerra, él nunca había tenido honor. Siempre había luchado sucio. No había sentido reparos a la hora de matar a un objetivo por la espalda, ni de patear a alguien que ya había caído.

Con ella, todo se había vuelto del revés.

Cuando llegaron a la cima de la montaña, Torin vio la cabaña por primera vez. Era una enorme construcción hecha de troncos. La chimenea estaba encendida, y el aire olía a un estupendo asado. ¿Dentro habría un amigo, o un enemigo?

–¿Conoces al dueño?

–Probablemente, no.

–¿Probablemente? ¿Es que no lo sabes?

–Guerrero, tengo millones de recuerdos en la cabeza. Imágenes, conversaciones, planes, batallas, esperanzas, sueños, dolor, pena… Algunas veces, la información se pierde. Algunas veces tengo que deshacerme de algunas cosas.

–Está bien. Deja que yo lleve la voz cantante.

–¿Estás seguro de que eso es lo más inteligente? Este reino está lleno de una raza de gigantes.

–¿Cuáles son sus puntos débiles y fuertes?

–Por supuesto, su punto fuerte es su tamaño. Su punto débil está en sus articulaciones. Tienen que soportar tanto peso que se deterioran rápidamente.

Bien. Torin llamó a la puerta y apretó con fuerza la empuñadura de la daga para lanzar un ataque a las rodillas del gigante. Se oyeron pasos, y las bisagras chirriaron cuando se abrió la puerta. Torin tuvo que mirar hacia arriba. Frente a él había un gigante.

–Debe de ser que no te has enterado, humano. A mí me gusta cazar mi comida –dijo el gigante–. No me gusta que mi comida aparezca en la puerta de mi casa. Le resta toda la diversión.

–No sé cómo sería mi compañero –dijo Keeley–, pero yo soy tan dulce que sería un postre magnífico.

El gigante la miró y, de repente, se le escapó un grito de terror.

–¡Tú!

–Yo diría que te conoce –comentó Torin.

–Seguramente es uno de los recuerdos que he tenido que borrar –respondió ella.

–Me negué a espiar para ti, así que me sacaste uno de los riñones y me obligaste a que me lo comiera –dijo el gigante, temblando.

–Seguro que te encantó. En cuanto al día de hoy, he venido para…

–Para obligarme a que me coma el otro, tal y como me prometiste –balbuceó el gigante–. ¡Lo sabía!

No esperó la respuesta de Keeley, sino que salió de la cabaña y se alejó corriendo a toda velocidad.

Torin se pellizcó el puente de la nariz.

–Me da la sensación de que esto va a ocurrir con frecuencia.

–Gracias.

–Sí, porque lo decía como un cumplido. Espera aquí mientras compruebo si hay más ocupantes.

–¿Que espere aquí? Supongo que ya sabes que el hombre del saco se esconde de mí, ¿no?

–Y tú sabes que el hombre del saco es un cobarde, ¿no?

A aquel tipo le gustaba llamar al timbre y esconderse detrás de los matorrales.

–Sí, lo sé. Pero, de todos modos…

–Sí, ya sé que das mucho miedo, pero esa habilidad tuya va a ser un último recurso para nosotros.

Si Keeley tenía que luchar, destruiría la casa y todo lo que había en su interior, y él estaba deseando tres cosas: una comida decente, una cama blanda y, en sus fantasías, una mujer dispuesta.

–Tú hazte a la idea de que soy tu humilde sirviente y que voy a ocuparme de que tengas todas las comodidades.

–¡Ja! No creo que hayamos entrado en el reino de lo imposible es por fin posible.

Torin no respondió. Entró en la cabaña y vio un enorme salón, una enorme cocina y un enorme dormitorio. Las paredes estaban llenas de cabezas de animales disecadas, y la mayoría eran criaturas que él no había visto nunca y que no quería volver a ver. Por lo menos, no había bicho viviente en la penumbra de aquella casa.

Al volver al vestíbulo, vio que Keeley había entrado en la cabaña y se había puesto cómoda en la cocina. La mochila estaba a sus pies.

–¿Es que no entiendes el significado de «espera aquí»? –preguntó él.

Llenó dos cuencos de una sopa que estaba hirviendo en el fuego. Era un caldo de verduras bastante claro al que todavía no se le había añadido carne. Junto a la olla había un pedazo enorme de algo: era una carne negra como la pez. Debía de ser de un animal extraño, o de los humanos a los que cazaba el gigante.

Torin lo tiró por la ventana y se lavó las manos enguantadas antes de acercarse a la mesa. Percibió un olor a hojas de otoño y a canela, y se puso tenso. Aquel olor era de Keeley. Era tan diferente y tan seductor como su nuevo aspecto, y le llenó los pulmones y la cabeza, provocándole un nuevo arrebato de excitación.

«Tengo que acariciarla de nuevo, y pronto».

«No, nunca».

Torin puso uno de los cuencos delante de ella y se dejó caer con dureza en su asiento.

Enfermedad se golpeó contra las paredes de su cráneo.

–Sí, sí lo entiendo –dijo Keeley–. Pero parece que tú crees que puedes darme órdenes –añadió, jugueteando con la comida. Tomó un poco de caldo, y añadió–: A propósito, te permitiré que lo hagas, pero solo en la cama. Una mujer tiene que poner los límites en alguna parte.

Él se agarró con fuerza a los brazos de la silla, y el sudor comenzó a caerle por las sienes. El corazón estuvo a punto de estallarle en el pecho.

–Come. Y nosotros nunca vamos a estar juntos en una cama, Keys, te lo prometo. Es por tu propio bien.

–Lo sé –gruñó ella, mientras removía el caldo con la cuchara–. Pero la abstinencia no es más fácil por eso.

¿Haciendo mohines porque no podía acostarse con él? Aquello era el sueño de cualquier hombre.

Torin respiró profundamente. Tenía que cambiar de tema.

–¿Alguna vez has puesto en venta tus servicios?

–¿Mi habilidad sexual superior?

–¡No! –exclamó Torin, y rompió sin querer los brazos de la silla.

Ella lo miró con cara de pocos amigos.

–Has reaccionado como si yo no tuviera por qué llegar ahí, y es la conclusión más lógica teniendo en cuenta lo que has dicho antes de preguntar.

–Tienes razón –dijo él. «Me estás matando». Dejó caer los trozos de madera astillados al suelo, y explicó–: Me refería a tus habilidades de Curator.

–¿Por qué? ¿Tienes algún enemigo al que quieres que destroce?

–Necesito ayuda para encontrar a mis amigos. Los quiero del mismo modo que tú querías a Mari.

–Vaya, vaya. Esto demuestra que los demonios sois unos expertos manipuladores. Buen trabajo.

–Solo he dicho algo objetivo. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por encontrarlos.

Ella enarcó una ceja.

–¿Cualquier cosa?

Aquel tono bajo de su voz… enronquecida por la excitación… le envió una descarga de excitación directamente a las ingles.

¿Cuántas descargas como aquella iba a sentir antes de que terminara la conversación?

–Cualquier cosa, salvo poner en peligro tu vida.

 

 

De nuevo, él estaba preocupándose por ella y protegiéndola. ¿Cómo iba a mantener una la distancia emocional? ¿Cómo iba a mantener la distancia física?

Keeley acababa de verlo abriéndose paso por el bosque. Sus músculos se contraían y se tensaban de tal manera, que ella solo quería abalanzarse sobre él. Después, había tenido que verlo recorriendo aquella casa con la determinación de encontrar a algún enemigo para protegerla de él. ¿Se suponía que tenía que hacer caso omiso del hecho de que sus fantasías se hubieran convertido en realidad delante de sus ojos?

Cada vez estaban empezando a importarle menos y menos las consecuencias de estar con él. En realidad, era la necesidad lo que iba a matarla.

Además, podía ser que él estuviera equivocado. ¿Y si, aunque estuvieran juntos, ella no enfermaba por segunda vez? Ella había superado la enfermedad que le había transmitido el demonio, ¿no? Eso tenía que significar algo.

«Tengo que vencer su resistencia de la misma manera que él ha vencido la mía. Además, me lo debe».

En realidad, no, no le debía nada en absoluto.

Tenía que reconocer la verdad. ¿Por qué le había culpado por la muerte de Mari? Su amiga habría encontrado la manera de tocar a Torin aunque él le hubiera dicho que no y hubiera tomado medidas para impedirlo. Mari, pese a toda su bondad, era obstinada y decidida.

Mari había aceptado las condiciones de Cronus. Por fin, Keeley había aceptado la culpabilidad de su amiga por lo que había ocurrido, y ya no tenía ningún resentimiento hacia Torin. El problema era que también había perdido la única defensa que tenía contra su atractivo. Ya no podía evitar que se formara un vínculo.

Él la odiaría por ello.

«No puedo dejar que suceda».

–No te entiendo –le dijo, mirándolo.

–Eso está bien, porque yo tampoco te entiendo a ti –respondió él, empujando hacia ella el cuenco de sopa que le había servido–. Come, por favor.

El «por favor» estuvo a punto de convencerla.

«Disfruta del momento. Toma lo que puedas, mientras puedas».

–¿Quieres saber lo que te va a costar que te ayude a encontrar a tus amigos? –le preguntó–. Está bien. Por cada uno de ellos que encuentre, tendrás que tocarme y darme placer. Cuando yo diga, y como yo diga.

Torin estaba empeñado en resistirse a ella, pero no podría aguantar. Necesitaba un pequeño empujón, y ella iba a dárselo.

 

 

«¿Poner las manos sobre Keeley? Sí, por favor».

«¿Darle placer? Mil veces sí».

Torin habría pagado de buena gana aquel privilegio, pero era ella la que estaba dispuesta a pagarle a él. ¿Podía ir mejor su vida? ¿O peor?

«Ten cautela», se dijo.

–¿Tú me deseas?

Ella asintió lentamente.

–¿Y por qué yo?

–¿Y por qué no?

Torin apretó la mandíbula.

–¿Te bastan con las diez razones más importantes, de las que ya hemos hablado, o te bastan un par de ellas?

Ella se recostó en el respaldo de la silla.

–Eres irritante, e incluso defectuoso, pero también eres increíblemente atractivo y, sí, yo soy un poco superficial. Además, estoy desesperada.

La palabra «defectuoso» era un veneno para él. Infectaba todo lo que se encontraba a su paso.

–Así que estás desesperada. Vaya. Me siento halagado.

–¿No debería haber admitido eso?

–¡No! A un hombre le gusta saber que es especial –dijo, y se pasó una mano por la cara. ¿De veras había pronunciado él esas palabras?

–Me has entendido mal. Tú eres especial –respondió ella–. ¿Te he dicho que me gusta mirarte?

–¿Acaso solo te importa el físico de los hombres?

–¿No te he dicho que soy superficial? –respondió ella. Su tono era de broma, y eso calmó la ira de Torin–. Pero lo que estaba intentando decirte –añadió, midiendo bien las palabras, como si no quisiera revelar demasiado–, es que además de todas esas cosas, también eres fuerte y fiero, incluso sanguinario. Y, aunque eres un tipo duro, también eres dulce. Eres una contradicción andante, y eso me fascina. Algunas veces estoy segura de que te sientes atraído por mí y otras veces no estoy segura, pero, a causa de tu demonio, sé que nunca harás nada al respecto si sientes atracción. Por eso, yo tengo la responsabilidad. Quiero sentir placer. Tú estás aquí. Tú puedes dármelo.

La primera parte de su respuesta le dio calor. La segunda lo dejó helado. Él no era más que algo cómodo.

–Dime una cosa. ¿Por qué iba yo a querer proporcionarle placer a una mujer que es ofensiva y también defectuosa?

A ella se le escapó un jadeo.

–Yo no soy defectuosa.

–Querida, tus rabietas te convierten en alguien defectuoso –dijo él. Sin embargo, después añadió–: Pero eres divertida y lista, frágil y, al mismo tiempo, increíblemente dura. Eres un peligro para todas las normas que yo me he impuesto. Y eres guapísima. A mí también me gusta mirarte.

Ella se quedó boquiabierta.

–¿Qué? ¿Es que acaso vas a decirme que nadie te ha dicho lo guapa que eres? En ese caso, tendré que perseguir a todos los tipos que te hayas cruzado en la vida y llamarles idiotas.

–¿Guapísima? ¿De verdad?

–Sí. Pero tengo que rechazar tu generosa oferta –dijo él–. Las sesiones de toqueteos, por muy recatadas que sean, pondrían en peligro tu vida. Te recuerdo que acabas de recuperarte de tu primera enfermedad.

–Pero…

–Nada de «peros». Te he visto retorcerte de dolor y gritar pidiendo piedad, y he odiado verte así. Ahora estás mejor, pero ¿quién sabe si te recuperarías una segunda vez?

–¿Estás intentando decirme, amablemente, que no te gustó acariciarme?

–No, en absoluto. Yo no soy amable, ¿es que no te has dado cuenta?

–¿Piensas alguna vez en acariciarme?

«Todo el tiempo».

–Princesa, yo ardo por ti –respondió él. No quería que hubiera malentendidos entre ellos en aquel respecto.

Ella se deslizó por la silla, hacia delante, hasta que sus rodillas se tocaron, y él tuvo que tragarse un gruñido animal y agarrarse al borde de la mesa para no tocarla. Sin embargo, el borde de la mesa también se rompió.

A Keeley se le escapó otro jadeo… de sorpresa o, tal vez, de excitación.

–Pero tienes que pensar en las posibles consecuencias que puede haber si seguimos ese camino –dijo Torin. «¿Maldita sea, de un no absoluto, a esto?»–. Puede ocurrir un accidente, aunque yo tenga los guantes puestos y los dos estemos vestidos. Además, puede que tengas demasiadas expectativas.

Ella frunció el ceño.

–¿Qué quieres decir con eso?

Él no iba a explicárselo. Tenía demasiado orgullo. Hizo un gesto vago en el aire, con la mano.

–Sí, o no. ¿Estás dispuesta a correr el riesgo?

Ella no vaciló.

–Sí. Estoy dispuesta.

Torin tuvo que contener el impulso de agarrarla y sentarla en su regazo. Necesitaba planear el mejor modo de proceder… de satisfacer sus necesidades sin hacerle daño.

–Ahora que ya hemos establecido cuál será el pago –dijo ella–, ¿cuántos amigos tuyos han desaparecido?

–Dos amigas, y un tercero, si sabes seguir el rastro de los espíritus de los muertos –dijo Torin. Había estado buscando al antiguo guardián de la Desconfianza, Baden, desde que se había enterado de que todavía estaba en algún lugar, atrapado en otro reino–. Fue asesinado hace varios siglos.

–Yo sigo el rastro de los espíritus de la misma manera que sigo el rastro de todo el mundo. Con facilidad. Y espero el mismo pago.

Sí, él iba a pagarla. Le pagaría con dureza…

«No. Con delicadeza. He de ser delicado con ella». Preferiría morir antes que asustarla, hacerle daño o hacer que se arrepintiera de sentir deseo por él.

–Lo tendrás.

Ella lo miró fijamente.

–¿Y eso es todo? ¿Solo tres tareas?

–Otra cosa más, si es posible. Encontrar y destruir la caja de Pandora.

–DimOuniak, quieres decir.

Aquel era el nombre oficial. Torin asintió.

Ella pensó durante un momento.

–Sí, eso también puedo hacerlo. ¿Por dónde te gustaría que empezara?

–Por encontrar a Cameo y Viola.

Ella tamborileó con los dedos en la mesa.

–¿Son novias tuyas?

¿Estaba celosa?

Aquella idea le excitó.

Oh, qué sorpresa. En realidad, todo lo que ella hacía y decía le causaba excitación.

–No –respondió.

–Bueno. ¿Y qué les ocurrió?

–Tocaron algo que no debían tocar y se desvanecieron en el aire.

–Necesito más detalles.

–¿Sabes lo que es la Vara Cortadora? –le preguntó.

–Todo el mundo lo sabe.

–¿Y sabes lo que hace?

–Sí, claro.

Bueno, nadie más sabía eso.

–Cuéntamelo.

–Funciona en combinación con otros tres artefactos: la Jaula de la Compulsión, la Capa de la Invisibilidad y el Ojo que Todo lo Ve. Necesito las cuatro cosas para hacer lo que me has pedido, pero eso no es ningún problema, porque sé dónde están. Las robé y las escondí hace muchísimo tiempo, y…

–En realidad, tú no sabes dónde están. Mis amigos y yo las encontramos.

–Espera, no sé si te he oído bien –dijo ella. Se inclinó hacia delante y posó las manos en sus muslos–. ¿Ya tienes todo eso?

Torin sintió el calor de la piel de Keeley a través del cuero de los pantalones, y se le escapó un silbido. Era demasiado… y no era suficiente.

«Necesito más. Tengo que conseguir más».

–Exacto –dijo y, con un supremo esfuerzo, le quitó las manos de sus muslos.

Pagaría a Keeley cuando llegara el momento, pero no podía permitir que ocurriera nada más entre ellos. Nada de roces espontáneos. Eso le llevaría a la ruina.

Pero sería maravilloso.

–Entonces, no me necesitas –dijo Keeley, con un mohín–. Puedes encontrar a tus amigas, a tu amigo muerto y la caja de Pandora sin mí.

Torin se frotó el pecho, y dijo:

–Nosotros no sabemos cómo poner en funcionamiento los artefactos.

–¿Me estás diciendo que tenéis los medios para encontrar a cualquiera, o cualquier cosa del mundo, incluyendo el objeto más deseado del mundo y cualquier puerta de este mundo o de otros, y no sabéis cómo hacerlo?

–Explícame una cosa, por favor: ¿Cuál es el objeto más deseado? –preguntó él. ¿Se trataba de la caja?

Ella se quedó desconcertada por un momento.

–¿Cómo puede habérseme olvidado? –preguntó, por fin, en un tono de reverencia–. Él es parte de una guerra que ni siquiera entiende, lo que significa que, gracias a mis espías, él tiene respuestas para preguntas que ni siquiera sabe formular.

«Por favor, no te encierres en ti misma ni en tus pensamientos».

Por suerte, Keeley salió de su ensimismamiento unos segundos más tarde.

–Tienes que darme los artefactos –le dijo–. Yo debo poseer los cuatro. Sin ellos, no puedo encontrar a tus amigos.

–No son míos –dijo él, y suspiró. ¿Para qué discutir?–. Está bien. Los artefactos están en poder de otros guerreros poseídos por demonios. Debes jurar que no matarás a ninguno, ni les harás daño. Ni dejarás que ningún otro los mate o les haga daño.

Hubo una pausa. Entonces, con una voz desprovista de toda emoción, Keeley preguntó:

–¿Y si ellos me atacan a mí?

Fuera de la cabaña había empezado a llover suavemente.

–No van a hacerte daño.

–¿Cómo puedes estar tan seguro?

–Yo no lo permitiría.

La lluvia cesó tan rápidamente como había comenzado. ¿Acaso había pensado Keeley que él iba a quedarse de brazos cruzados si sus amigos intentaban matarla?

Nunca.

–Muy bien –dijo ella, asintiendo–. Lo prometo.

Él exhaló un suspiro de alivio.

–Gracias. Háblame de esa guerra que yo no entiendo.

En los ojos de Keeley apareció un brillo calculador.

–Esa información no era parte de nuestro trato, guerrero. Tiene un precio.

Eso haría un total de cinco pagos. Sin embargo, Torin supo que ella insistiría en que aquello se lo pagara ese mismo día.

Su resistencia se resquebrajó. ¿Acaso había algún motivo para retrasarlo?

Él la agarró del pelo suavemente y tiró de ella para acercársela.

–Keeley.

Su respiración cálida le acarició la cara.

–Sí, Torin.

–Quiero…

«Quiero que estés a salvo», pensó él.

Sabía que un solo momento de debilidad podía costarles muy caro a los dos.

Recuperó la resistencia, y dejó que Keeley volviera a su silla.

–Está bien, de acuerdo –dijo.

Ella se echó a temblar, y él se preguntó si había tenido miedo de que la besara, o si había deseado que continuara hasta el final.

–Los Titanes y los Griegos quieren la caja –le explicó ella–. No porque deseen terminar con el reinado de terror de los Señores del Inframundo, sino porque quieren poseer lo que todavía hay en ella.

–Dentro nunca ha habido más que demonios, y te aseguro que nadie los quería.

–Te equivocas. Escúchame. Zeus no ordenó a Pandora que custodiara dimOuniak porque los demonios estuvieran encerrados dentro. ¿Crees que le importaba? Es egoísta y está sediento de poder. No le importa el destino de los humanos ni de los Griegos. Solo se preocupa de sí mismo.

Indiscutible.

–Entonces, ¿por qué le ordenó a alguien que guardara la caja?

–Por lo que todavía queda dentro.

–Dentro había demonios. Fueron liberados y colocados dentro de mis amigos y de mí. La caja está vacía.

–Guerrero, en tu razonamiento hay un gran error. Hay demonios a patadas. ¿Por qué iba a preocuparse de los que están en la caja y no de los que había sueltos por ahí?

–Porque los nuestros son más poderosos.

–¿Es un intento de halagarte a ti mismo? –preguntó ella, negando con la cabeza–. Piénsalo bien. Nadie encerró a los demonios en esa caja para salvar al mundo del mal. El mal ya estaba aquí. Encerraron a los demonios en esa caja para que la gente no pudiera hacerse con el tesoro.

–¿Qué tesoro?

La expresión de Keeley se suavizó, y dijo con reverencia:

–La Estrella de la Mañana.

Él se estrujó el cerebro, pero no dio con la información.

–¿Y qué es eso?

–Algo que hizo el Más Alto, una extensión de su poder. Es un poder incluso más grande que el mío. Con él, nada es imposible. Se puede resucitar a los muertos. Se puede curar cualquier enfermedad. Los demonios pueden sacarse de sus huéspedes sin consecuencias negativas.

Lo que estaba describiendo Keeley eran todos sus sueños hechos realidad. Podría librarse de Enfermedad y recuperar su antigua gloria. Tendría la vida que siempre había anhelado… podría tener todo lo que deseaba.

Podría resucitar a Mari.

Podría tener a Keeley en su cama, desnuda, para hacer lo que quería hacer con ella. Sin consecuencias.

Podría acariciarla, recorrer sus curvas y deleitarse con el calor y la suavidad de su piel. La haría gemir y retorcerse, metería los dedos en su cuerpo y, después, lamería toda la miel que ella le ofreciera… Y, después, la llenaría por completo.

Torin cambió todo su plan de vida. Cambió sus objetivos. Empezó a sentir esperanza.

«Nada me impedirá conseguir la Estrella de la Mañana».

–Sabía que eso te iba a gustar –dijo ella, con una sonrisa–. Originalmente, los humanos poseían la Estrella de la Mañana, pero Lucifer la robó y la puso en la caja, con los demonios, para asustar a cualquier posible ladrón. Pero Zeus se hizo con ella.

–Pero, si esa Estrella de la Mañana es tan importante, ¿por qué se la dio a Pandora? Solo es una guerrera más, y bastante incompetente, por cierto.

–A ella no le dieron la caja por lo que podía hacer, sino por lo que no podía hacer. Sabían que no iba a ser capaz de resistirse a abrirla. He oído hablar de su insaciable curiosidad.

–Pero… si eso es cierto, ¿por qué no abrió la caja Zeus? ¿Y por qué nos castigó a mis amigos y a mí por hacerlo?

–Él quería la Estrella de la Mañana, no la ira de los demonios. Y a vosotros no os castigó por abrir la caja, sino por perderla.

Torin asimiló toda aquella información y se quedó paralizado.

–Si Zeus había estado esperando a que alguien la abriera, ¿por qué no la agarró cuando todos estábamos tan ocupados luchando contra los demonios?

–Alguien se le adelantó.

–¿Quién?

–No importa –dijo ella.

De repente, se puso rígida y prestó atención hacia un lateral, como si acabara de oír un ruido extraño. Frunció el ceño.

Él estuvo a punto de gemir al pensar en que, de nuevo, iba a encerrarse en sí misma.

Sin embargo, Keeley dijo:

–Los sirvientes de Hades me han encontrado.

Se puso en pie de un salto y tomó un cuchillo de la encimera de la cocina.