Capítulo 31
Por todo el palacio, los sirvientes demoníacos de Hades estaban haciendo cosas que Torin hubiera preferido no ver. Además, había muchos pares de ojos rojos clavados en su bragueta, como si dentro hubiera un aperitivo escondido.
Hades abrió una puerta y les indicó que pasaran. Era una espaciosa habitación.
–Toda tuya. Si necesitas algo, grita mi nombre y apareceré.
Hablaba con Keeley, y solo para Keeley. Sin embargo, la mirada amenazante que le lanzó a Torin también decía muchas cosas.
–Pero, si gritas su nombre, no sé cómo voy a reaccionar.
Torin le cerró la puerta en la cara.
Keeley recorrió la habitación, tapando mirillas y espejos que debían de ser ventanas al exterior.
–Sé que esto te va a parecer algo estúpido, viniendo de mí –le dijo él–, pero me siento como si fuera comida para todas las enfermedades de transmisión sexual del inframundo.
Seguramente, aquella habitación había presenciado más acción que los pantalones de Paris, y eso que su amigo estaba poseído por el demonio de la Promiscuidad.
Keeley no dijo nada. Tan solo caminó hacia él con determinación y tomó una de sus espadas. La limpió en el baño de la habitación; después, se quitó la camisa y le mostró las cicatrices de la espalda.
Él se enfureció.
–Córtamelas –le dijo Keeley .
Su primer impulso fue negarse. No iba a hacerle daño.
Sin embargo, aquellas marcas eran el equivalente a unas cadenas para ella, y la dejaban en un estado de vulnerabilidad.
–Túmbate en la cama –le dijo.
Ella obedeció sin vacilar.
–Lo siento –susurró Torin, y comenzó a trabajar.
Ella no se quejó ni una sola vez. Había tenido que hacérselo a sí misma durante muchos siglos, y sabía lo que tenía que esperar, así que estaba preparada para soportar el dolor.
Y, después de todo lo que había tenido que sufrir, había elegido a Torin para que formara parte de su futuro.
«No soy digno de ella».
Pero lo sería. La quería con todo su corazón, y sería todo lo que ella necesitara. Le daría todo lo que quisiera.
Cuando terminó de cortar las marcas, Torin estaba temblando. Con todo el cuidado que pudo, le lavó las heridas y se las vendó con tiras de la camisa que se había quitado, puesto que era lo único de lo que disponían. Ojalá hubiera alguna maceta con una planta, o…
Torin se dio una palmada en la frente. Keeley no solo tenía un vínculo con la tierra. También estaba unida a él.
Aunque, pese a su vínculo, ella había enfermado cada vez que él la había tocado piel con piel. Sin embargo, no había reaccionado negativamente a su semen cuando él había tenido un orgasmo sobre su estómago. Esto tenía que significar algo. Tal vez, Keeley tampoco reaccionara negativamente a su sangre.
Al ver que la sangre de Keeley se estaba derramando a través del vendaje y caía por los lados de su cuerpo, él volvió la espada contra sí mismo.
–¿Qué haces? –le preguntó ella, con un hilo de voz.
Con un silbido, Torin se puso el filo junto a una de sus cicatrices de azufre y cortó. Le había prometido que se las iba a quitar, y no había mejor momento que aquel. La carne ensangrentada cayó al suelo como si fuera una loncha de jamón. Él apartó el vendaje de la espalda de Keeley y puso el brazo por encima de sus heridas, dejando que algunas gotas cayeran dentro. Cuando toda la zona estuvo saturada, volvió a vendarla y presionó suavemente. Por suerte, ella se desmayó.
–Torin –dijo Keeley, con un jadeo, unas cuantas horas más tarde, y se incorporó apoyándose en ambas manos.
–Estoy aquí, princesa. Estoy aquí –dijo él, y le acarició la mejilla delicadamente, con la mano enguantada–. ¿Cómo te encuentras?
–Mejor. ¿Y tú?
–Muy bien, muy bien. Vuelve a tumbarte para que te mire la herida.
Ella obedeció, y él le apartó el vendaje con sumo cuidado. Para su asombro, la herida estaba casi curada. El músculo y la piel se habían unido de nuevo, y solamente quedaban algunas líneas rosadas que pronto desaparecerían.
Su sangre la había ayudado a sanarse sin causarle ninguna enfermedad.
¿O había sido el hecho de retirarle las cicatrices de azufre?
El comentario de Hades se le pasó de nuevo por la cabeza. «Tenías la respuesta todo el tiempo, pero estabas demasiado paralizado por tu miedo como para verla».
Sus cicatrices la habían debilitado. Tal vez hubieran debilitado su sistema inmunitario. ¿Podría tocarla, al fin, sin temor a las consecuencias?
¿Debía atreverse a pensar que podía ser tan sencillo? ¿Tal fácil?
Solo había un modo de averiguarlo…
–Gracias –dijo ella, sentándose–. Por todo.
La sábana se deslizó por su cuerpo y dejó desnudos sus pechos y sus pezones rosados. Torin sintió una descarga de deseo rápida y aguda, y tuvo que agarrarse al cobertor para no tocarla.
Pronto…
–No –le dijo a Keeley–. Gracias a ti.
Dos días después, tal y como habían planeado, Danika abrió un portal en mitad del dormitorio que compartían.
Keeley ya estaba curada de sus heridas, y atravesó el portal junto a Torin. Ambos iban cubiertos por la Capa de la Invisibilidad.
Algo había cambiado: los pasos de Torin eran más ligeros, y sus sonrisas, más frecuentes. A ella le encantaba, pero como Torin no quería decirle el motivo, sentía desconfianza. Bueno, desconfianza no era exactamente la palabra. Más bien, no creía que fuera a durar mucho.
Él apartó la capa, y los demás pudieron verlos.
–Libera a Dani –dijo Reyes, al instante.
Keeley se acercó y abrió la jaula. Reyes tomó a la débil rubia en brazos y la sacó de la habitación.
Torin siguió su ejemplo rápidamente, llevándose a Keeley consigo. Cuando llegaron a su habitación, la miró con una expresión de ternura.
–Por fin –dijo él, sin soltarle la mano–. Creo que existe la posibilidad de que pueda tocarte libremente ahora. También puedo estar equivocado, pero mi sangre ayudó a curarte las heridas y no te hizo enfermar. Además, me he quitado las cicatrices de azufre, que te estaban debilitando. Tenía que haberme dado cuenta… pero no lo pensé. Si estás dispuesta a correr el riesgo…
Como si ella necesitara pensárselo. Le puso la mano en la mejilla, y él inclinó la cara hacia ella, saboreando su contacto y su calor.
–Te deseo, Torin. Por completo.
Él le besó la palma de la mano con una expresión de alivio.
–Desnúdate, túmbate en la cama y cierra los ojos.
Sin sus ojos azules clavados en él, Torin esperaba que la tensión que sentía se mitigara un poco. Sin embargo, no fue así. Estar cerca de Keeley era como estar enchufado a la corriente eléctrica, y eso nunca iba a cambiar.
–Voy a acariciarte como siempre he soñado –dijo.
–Umm… Sí.
Torin se quitó los guantes. Ella le ofrecía una imagen bellísima, y él lamentó no poder empezar a tocar todo su cuerpo a la vez.
Apretó la mandíbula y rozó su frente con las yemas de los dedos. Bajó por su nariz, y el calor de su respiración le acarició la piel. Era íntimo, erótico. Un milagro de sensación y de conexión. Tocó la carnosidad de sus labios y se maravilló con su suavidad. Después, pasó por su barbilla, por su cuello y sus hombros. Descendió por sus brazos y tocó sus dedos. A ella se le puso la carne de gallina, y él la tocó con deleite.
Keeley alargó los brazos para poder tocarlo también. Él la agarró por las muñecas y levantó sus brazos por encima de su cabeza.
–Agárrate al cabecero –le pidió. Si ella le ponía las manos encima, no sería capaz de concentrarse.
Esperó hasta que ella hubo cumplido su orden, y dibujó todas sus articulaciones. Tenía muchas, y él las adoraba todas. Adoró cada centímetro de su cuerpo con las manos, con la boca… Parecía que ella se le disolvía en la boca como si fuera de algodón de azúcar, y que llegaba a cada una de sus células.
–Torin.
Él tomó sus pechos y vio que se le endurecían los pezones. Se le hizo la boca agua por ellos, pero pasó un único dedo por el centro de su estómago y rodeó su ombligo. A ella le tembló el vientre y se le aceleró la respiración. No se había quitado las braguitas, y él pasó los dedos por el centro húmedo. Ella gimió y arqueó la espalda.
Torin jugueteó sin piedad, recorriendo los bordes de la tela. Ella giró las caderas para intentar conducirlo hasta el punto en el que más lo necesitaba, pero él siempre permaneció a un suspiro de distancia y, muy pronto, lo «húmedo» se convirtió en «mojado». La recompensó apartando las braguitas y hundiendo profundamente un dedo en su cuerpo. Notó su estrechez y su calor, y el anhelo que sentía por él.
Keeley gimió, y gimió de nuevo cuando él salió.
–Torin…
Él permitió que lo mirara mientras succionaba el dedo húmedo. Dejó que viera su disfrute al probar su sabor.
–¡No seas egoísta! Dame una muestra de tus labios…
–Hasta que no haya terminado de tocarte entera, voy a ser todo lo egoísta que quiera, y a ti te va a gustar –replicó él.
Entonces, trazó la longitud de sus piernas, lentamente, hacia arriba y hacia abajo, jugueteando en sus rodillas y en sus tobillos. Su cuerpo era un mapa del tesoro, y cada lugar debía estar marcado con una equis.
–Torin –murmuró ella, sin aliento–. Por favor…
Él se quitó la camisa, y ella ronroneó de aprobación. Entonces, subió por su cuerpo y la besó. Sus lenguas se encontraron con dureza mientras él le masajeaba los pechos sin tratar de disminuir su fuerza. Sin embargo, Torin sabía lo mucho que a ella le gustaba su fiereza.
Ella le mordió la lengua y los labios. Él le pellizcó un pezón con fuerza.
–¡Sí, oh, sí, sí! –murmuró ella, mientras se retorcía contra él. Su blandura le proporcionó la cuna perfecta para su dureza.
Torin pensó que aquella tenía que ser la agonía más dulce que había conocido. El olor de su excitación penetraba en todos sus sentidos, le hacía la boca agua.
–Te he acariciado y te he besado –le dijo–. Y ahora voy a saborearte tal y como has soñado.
Un ronroneo entrecortado.
–No sé si voy a sobrevivir…
–Inténtalo.
Torin se rio suavemente, con una promesa oscura en la voz, y descendió mientras le lamía las curvas… Empezando por sus pechos, succionando sus gloriosos pezones, deteniéndose en el ombligo para juguetear.
–Mantén las manos sobre tu cabeza –le dijo él–. Lo digo en serio. No te sueltes.
–Ni hablar –respondió ella–. Lo que mi guerrero desea, lo obtiene.
Él le separó las piernas, hasta que sus rodillas descansaron en el colchón y la tuvo expuesta a todos sus caprichos. Sus braguitas estaban completamente mojadas.
Con un gruñido de satisfacción, le arrancó la prenda y la dejó desnuda. Era perfecta, y estaba hecha para él. Lamió su carne y cerró los ojos al percibir su dulzura y su calor.
A ella se le escapó una súplica. Él se la concedió, porque no podía negarle nada, y volvió a lamerle el cuerpo antes de entrar en él, reproduciendo con los dedos lo que muy pronto iba a hacer con su miembro. Cuando ella estuvo ondulándose salvajemente, murmurando palabras incoherentes, él succionó el centro tierno de su excitación.
El grito de satisfacción de Keeley rebotó por las paredes.
El dolor no había podido arrancarle un grito así, pero el placer sí. Él sonrió, y succionó con más fuerza. Ella entrelazó los dedos en su pelo para urgirlo a que continuara.
–Princesa exigente –dijo él. Aquello le encantaba, pero se obligó a parar.
Ella gimió e intentó que bajara la cabeza de nuevo.
–¡Torin! ¡No has terminado!
–Las manos.
Una orden lacónica, pero ella la entendió y obedeció. Cuando se agarró de nuevo al cabecero, él volvió a su tarea, lamiendo y succionando, incluso mordisqueando.
Ella le apretó las sienes con los muslos como si quisiera recuperar el control, pero él le separó las piernas de nuevo para abrirla a sus caricias. Ella tembló de deseo y le rogó que hiciera más, que la llevara más lejos, más profundo, y él lo hizo… la llevó al reino de las sensaciones.
Introdujo un dedo en su cuerpo, y ella llegó al clímax en aquel instante, contrayéndose a su alrededor y gritando su nombre una y otra vez. Él metió otro dedo más para prolongar el orgasmo, sin dejar de lamerla ni de succionar su carne, moviéndose dentro y fuera de ella… hasta que Keeley cayó desplomada en el colchón, entre jadeos.
Torin se retiró de su cuerpo y se sentó. La miró durante unos segundos, asimilando su satisfacción. Aquella imagen de gozo fue embriagadora y aumentó su necesidad.
Era hora de continuar.
–Desabróchame el pantalón.
Ella se sentó con impaciencia. Tenía el pelo revuelto y la piel sonrosada.
A él se le encogió el pecho. «Mía. Es completamente mía».
Con los dedos temblorosos, ella liberó su erección. Mientras lo hacía, lo vio lamer la miel de sus dedos nuevamente.
–Podría vivir solo de ti, princesa.
–¿De veras?
Ella tomó su mano y succionó sus dedos, uno a uno.
–Yo podría vivir de nosotros.
La presión, el calor y la humedad, hicieron que se estremeciera de necesidad. La necesitaba. Tenía que poseerla.
Ella protestó cuando se apartó de su cuerpo. Sin embargo, él lo hizo; se puso en pie junto a la cama y se desnudó completamente. Tomó un preservativo y se lo puso. Aunque quería tomarla sin barreras, no podían tener un niño. Sus movimientos eran urgentes, porque si no entraba en su cuerpo dentro de pocos segundos, tal vez muriera.
Ella, por fin libre de acariciarlo por donde quisiera, pasó las manos por sus hombros, por su pecho.. por su estómago.
–Toda esta fuerza… –murmuró.
–¿Te gusta?
–Me gusta… y lo anhelo.
–Entonces, voy a dártelo.
La agarró por los tobillos y tiró de ella.
Cuando cayó al colchón, Keeley jadeó de placer. Entonces, al darse cuenta de que la mitad inferior de su cuerpo estaba fuera de la cama, gimió.
–Qué travieso.
Él se colocó entre sus piernas y se colocó sus tobillos en los hombros. La presión entre sus cuerpos fue sublime. Y la visión de su desnudez ante él, también. Sus pechos perfectos, los pezones hinchados y rojos. El vientre tembloroso. Sus rizos rubios y brillantes de excitación.
–Vas a sentirme en cada centímetro de este dulce cuerpo –le prometió Torin.
–¡Sí! ¡Hazlo!
Él se hundió en su cuerpo sin darle tiempo para ajustarse. Penetró hasta el final. La seda y el calor de sus paredes interiores… la humedad… Todas las sensaciones se intensificaron y se volvieron casi insoportables. Aquello era demasiado bueno. Ella arqueó la espalda y gimió de éxtasis otra vez. Era muy ceñida, como un cepo a su alrededor, y él embistió con brutalidad una y otra vez, perdiéndose a cada acometida, deseando más y más sensaciones.
Aquello era el placer.
Aquello era la satisfacción.
Aquello era… la vida.
Sin embargo, cuando Keeley se estaba acercando a otro pico de placer, él salió de su cuerpo.
Ella no entendió su propósito, y gimoteó.
Él le bajó las piernas y la tumbó boca abajo, y volvió a entrar en ella, y ella le rogó que lo hiciera más fuerte y más rápido, agarrándose al cobertor con los puños apretados. Pronto, sus gritos se unieron a los gruñidos de placer de Torin y llenaron la habitación. Si alguna vez se olvidaba de él… No, no. Aquel momento quedaría para siempre grabado en su mente y en su alma.
–Estoy muy cerca, princesa –le dijo. Se inclinó y le mordisqueó la nuca.
Ella gritó y se contrajo a su alrededor y, en aquella ocasión, fue más que suficiente. Él estalló y se deshizo, vertió su simiente en ella hasta la última gota, hasta que ella se apoderó de todo lo que tenía que darle.
Durante horas estuvieron acurrucados juntos, riéndose y haciendo el amor, y la felicidad de Torin aumentó hasta que estuvo a punto de explotar.
Hasta el momento, no había ninguna señal de enfermedad.
La segunda vez que hicieron el amor, Keeley se tomó el trabajo de recorrer su cuerpo como la había recorrido a ella. Comenzó por sus hombros y descendió por su espalda, y prestó especial atención a sus nalgas duras. Después, se colocó frente a él y pasó las manos por su pecho, entre sus cuerpos, y agarró su erección por la base. Pasó el dedo por su extremo húmedo y, cuando él gruñó de aprobación, ella lamió una pequeña gota.
Keeley le hizo todas las caricias que siempre había soñado, y él supo que ya nunca volvería a ser el mismo.
–Voy a hacer algunas mejoras en la fortaleza –dijo Keeley, que estaba acurrucada a su lado, pasándole la rodilla por el muslo–. Nos hace falta un salón del trono.
–Ningún hogar está completo sin él. Pero recuerda que, como eres mi reina, tu trono tiene que ser más pequeño que el mío.
–Lo siento, encanto, pero tú te sentarás a mis pies. Vamos a tener algo llamado «matriarcado».
–Con la edad que tienes, me sorprende que no sepas pronunciar bien la palabra. Se dice «patriarcado». Vamos, repite conmigo: pa-triar-ca-do.
Ella le pellizcó un pezón.
–Vamos, repite conmigo: tor-tu-ra.
A Torin se le escapó una carcajada.
–Voy a ser una reina benevolente. Solo exigiré que la gente haga exactamente lo que yo diga, cuando lo diga. Y que se inclinen ante mí cuando entre en una habitación. Y que me lleven regalos una vez al día. Y que arrojen pétalos de rosa a mi paso.
–¿Nada más?
–No, creo que no.
–Me parece comedido –dijo él.
–Tú vas a ser el capitán de mi guardia, por supuesto.
–Y entraré a tu castillo por lo menos tres veces al día –dijo él, y se puso a mordisquearle el cuello–. Bueno, unas seis veces al día.
Ella se echó a reír e intentó escapar de él.
–¡Me haces cosquillas! ¡Para inmediatamente!
–¡Nunca!
Cuando cesaron las risas, Keeley se quedó callada.
–¿Torin?
–¿Sí, princesa?
–¿Te agradaría tener el honor de servir bajo mi cuerpo?
–¿Yo… debajo? ¿Así es como lo quieres? –preguntó él, y se la colocó sobre el regazo–. Estoy más que complacido con este honor.
Ella se sentó a horcajadas sobre su cuerpo, y las puntas de su pelo le rozaron el pecho.
–Oh, me gusta esto.
Deslumbrante. Torin la agarró por la nuca, y dijo:
–Espera a que veas lo que viene después.