Capítulo 23

 

Torin se masajeó la nuca.

Once días. Tiempo suficiente para superar la rabia que sentía por William, que había admitido su crimen. El guerrero había vigilado a los Señores y había esperado. Había robado la caja de Pandora unos segundos después de que fuera abierta, pero, antes de que pudiera llegar muy lejos con ella, Lucifer se la había arrebatado a él.

Willy no había visto ningún motivo para confesar lo que había hecho, porque no quería confesárselo. No lamentaba lo que había hecho, solo lamentaba que le hubieran descubierto. Típico.

Según William, Lucifer no podía tocar la Estrella de la Mañana. La luz de la estrella habría acabado con su oscuridad y lo habría destruido. Por eso no quería que nadie más la tuviera.

Pero ya se encargaría de todo aquello más tarde.

En aquel momento, no había nada más importante que Keeley. Aquellos once días fueron la duración de su nueva enfermedad. Había sangrado constantemente por la nariz, e incluso por los ojos y las orejas. Torin no entendía lo que le estaba pasando, hasta que le había explotado la base del cráneo a causa del tumor que se le había formado en el cerebro.

Aquella visión tan truculenta había sido uno de los peores momentos de su vida, de una vida que estaba llena de muy malos momentos.

El día anterior había cesado la hemorragia, por fin, y su cráneo se había regenerado. Keeley iba a sobrevivir.

–Se va a despertar muy pronto –le dijo a Lucien. Estaban a solas en la habitación de su amigo. Aquella era la primera vez que él se había alejado de Keeley durante los últimos once días.

–Me alegro. Entonces, ¿por qué estás tan triste?

–Porque tengo que volver a dejarla por enésima vez, y en serio.

Si seguían así, ella llegaría a odiarlo tanto como odiaba a Hades, y Torin no quería llegar a ese punto.

De hecho, tal vez ya hubieran llegado. No por Enfermedad, sino porque él les hubiera contado a sus amigos lo del azufre. Estaban tan asustados por el alcance de los poderes de Keeley y lo que podía significar para sus familias, que él había querido darles alguna garantía de seguridad antes de que le pidieran que eligiese entre Keeley y ellos.

Sin embargo, eso era lo que había hecho. O, al menos, eso era lo que pensaba Keeley.

–No puedo creer que vaya a decir esto, pero ¿sería tan terrible seguir saliendo con ella? –preguntó Lucien–. Nunca te había visto tan feliz.

–¿Malo? Sería terrible. Yo no soy bueno para ella.

–A mí me parece que ella no estaría de acuerdo contigo.

–No puedo seguir haciéndole esto. He intentado dejarla; tú mismo lo has visto. He fracasado. Creo que quería fracasar. Demonios, sé que quería.

Lucien se frotó la barbilla con dos dedos.

–Tengo una teoría sobre todo esto. Creo que puedes tocar a la Reina Roja sin consecuencias.

–Pues guárdatela –dijo Torin–. Ya he demostrado que no es válida.

–Algún día, puede serlo, si ella forma un vínculo contigo.

–Ya lo ha formado.

–Deja que termine. Si ella se vincula contigo… y con muchas otras personas. Es una Curator y, cuantos más vínculos tenga, más fuerte será.

–Ya. ¿Y si les pasa las enfermedades del demonio a los demás a través de esos vínculos? Ella tendría la fuerza suficiente para combatirlas, pero tal vez los demás no.

Lucien suspiró.

–Sí, es cierto.

Torin maldijo su vida. No debería ser tan dura. Tomara la decisión que tomara, o quedarse, o marcharse, tocarla, no tocarla, intentar algo o ser solo amigos, sería una decisión equivocada.

–Tengo que romper con ella –dijo–. Keeley significa mucho para mí.

–No me parece que sea de las mujeres que permiten que un hombre tome las decisiones en su lugar.

–No me importa. Voy a ser firme.

–La última vez también lo fuiste.

–Eres un plomo. Me marcho antes de darte un puñetazo en la cara.

Lucien pestañeó con inocencia.

–¿Es por algo que he dicho?

Torin se levantó y se dirigió a la puerta. Cuando iba a agarrar el pomo, la puerta se abrió y apareció Anya, que estuvo a punto de chocarse al entrar.

Ella se detuvo en seco y escondió las manos detrás de la espalda. Llevaba un sombrero y la sombra del ala le ocultaba los ojos.

–¿Te marchabas ya? –dijo ella–. Bien. Quiero decir, que me alegro de haberte visto. ¿Le has preguntado a la Reina Roja por el chico? Bueno, adiós –dijo, y se hizo a un lado, señalando el pasillo con la barbilla–. Es hora de que Lucien deje a solas un rato a Anya.

Vaya. Aquello no tenía buena pinta. Para Lucien.

–¿Qué has hecho, Anya? –le preguntó él.

Ella bajó la cabeza.

–No me obligues a decirlo delante de Torin, por favor, cariño.

–Dilo –insistió Lucien–. Ahora mismo.

–¿Qué sucede? –inquirió Torin.

–Bueno… Puede que haya tenido un pequeño problema con la bruja que hay en tu habitación –admitió Anya.

–¿Le has hecho daño? –preguntó Torin.

–¿Qué? ¿Yo, hacerle daño? Noo. Pero… puede que investigara un poco y me enterara de que cortándole el pelo era posible debilitarla. Entonces, puede que me haya metido en tu habitación con unas tijeras y le haya quitado esto –dijo la diosa. Alzó las manos, y le mostró espesos mechones de pelo dorado–. Y, a propósito, puede que haya comprobado que esos rumores no son ciertos.

«La voy a matar».

–Puede que la Reina Roja se haya despertado en mitad del corte de pelo –continuó Anya–, y puede que me haya quitado las tijeras y me haya cortado el pelo a mí también.

Lucien le quitó el sombrero. Anya tenía un flequillo y unas capas desiguales que le caían desordenadamente por la cara.

–Puede que estés ridícula. Y adorable –añadió el guerrero, de mala gana.

–No, adorable no –dijo Torin con furia.

Le había costado semanas convencer a Keeley de que podía descansar a su lado, demostrarle que estaba a salvo con él, que podía confiar en que la protegería de los demás mientras era vulnerable. Todos sus esfuerzos se habían estropeado en un abrir y cerrar de ojos.

Anya lo ignoró y le dijo a Lucien:

–Puede que tengamos que posponer la boda hasta que me haya crecido el pelo.

–¿Por qué no me sorprende? –preguntó Lucien.

–Si tú no le das su merecido, se lo daré yo. Y no me pondré guantes –dijo Torin, y salió de la habitación antes de pronunciar palabras más ásperas que podían destruir una amistad.

–Eh, Torin –dijo Strider, que aceleró el paso para alcanzarlo en el pasillo–. Kaia me ha estado dando la lata sin parar… eh… pidiéndome dulcemente que fijes una cita entre Keeley y ella. Quiere salir con la Reina Roja a divertirse con el asesinato y la mutilación, y esas cosas.

–Hablaré con ella –dijo Torin, al torcer la esquina.

–Me has salvado la vida –respondió Strider––. Pero… eh… hazlo pronto. Cuando Kaia da la lata sin parar… Quiero decir, que pide las cosas dulcemente, puede ser un poco doloroso.

Torin llegó a su habitación y abrió la puerta. Keeley estaba junto a la cama, con las manos agarradas delante de ella. ¿Lo estaba esperando?

Estaba deslumbrante. Era obvio que le habían dado un buen corte de pelo, puesto que las ondas acababan a la altura de sus hombros. Como Anya, tenía flequillo, pero ella se lo había peinado hacia un lado. Aquella nueva imagen la hacía más joven…

Estaba adorable.

Llevaba un vestido nuevo, de seda escarlata, que destacaba sus maravillosas curvas y que tenía una falda que le llegaba hasta los pies, y un marcado escote en forma de uve. Estaba impresionante.

Él retrocedió para aumentar la distancia que había entre los dos, pero no sirvió de nada. El deseo de acariciarla siempre lo atenazaba, pero, en aquella ocasión, lo consumía.

–Tenemos que dejarlo –gritó. Maldición. Carraspeó y añadió suavemente–: Seremos amigos, por supuesto.

Ella entrecerró los ojos.

–No me digas esa idiotez. Me la inventé yo.

–Keeley…

–¡No! Sabía que ibas a inventar algo así. ¡Lo sabía! Bien, pues rechazo tu oferta de romper y de ser amigos. Vamos a seguir juntos, y punto.

El demonio maulló de desilusión.

–No puedes negarte a romper una relación.

–Claro que sí. Acabo de hacerlo.

No tenía experiencia, y no supo cómo responder a Keeley. Así pues, decidió ser sincero.

–Lo mejor es romper, princesa.

–Ya has pensado antes que lo mejor era dejarme, y no tardaste mucho en volver a abrazarme como si no pudieras alejarte de mí. ¿Y sabes por qué lo hiciste? ¡Porque no podías alejarte de mí!

–Un error, obviamente.

–Tú no crees eso.

–Sí, sí lo creo.

Ella palideció.

–No. ¡No! No puedes seguir haciéndome esto. O estás en esta relación, o no. Te daré una oportunidad más.

–No necesito otra oportunidad. Hemos terminado. Tú eres la que no lo aceptas.

Entonces, Keeley respiró profundamente y se irguió de hombros.

–Está bien. Entonces, hemos terminado. Me marcho de aquí.

«¿Dónde está mi alivio?».

–Hay una habitación justo al lado.

–Me marcho a una casa de la ciudad.

–Eh… un momento –dijo Torin. Él quería que se quedara en la fortaleza, para saber siempre dónde estaba, y con quién estaba. Así, él podría verla cuando quisiera, y cerrarle la puerta en las narices a cualquier tipo estúpido que quisiera visitarla.

Keeley enarcó una ceja y le dijo con desdén:

–¿Ya te estás arrepintiendo de tu decisión, Torin? Pues lo siento, pero es demasiado tarde. Esta vez, he decidido yo.

¿Cómo podía arrebatarle toda la determinación con unas pocas palabras?

–Te estás comportando como si yo hiciera esto solo para herirte. ¿Por qué no puedes ver que estoy eligiendo tu vida por encima de mi felicidad? Que siempre elegiré tu vida.

Era la verdad: él siempre elegiría a Keeley por encima de cualquiera y de cualquier cosa. Keeley lo era todo para él. Era la mujer a la que había esperado durante siglos sin saberlo. No podía haber nadie más para él. Y, aunque ella estaría mejor sin él, Torin supo que no podía dejarla. Elegir la vida de Keeley por encima de su propia felicidad también destruiría la felicidad de Keeley, y eso tampoco podía hacerlo. Nunca.

Ella había sufrido el rechazo durante toda su vida. Primero, el de sus padres, después, el de su marido y, finalmente, el de Hades. ¿Un barril de whisky? Torin habría pagado el precio máximo por ella: habría dado su vida.

Había mil motivos por los que deberían separarse, y solo uno por el que deberían continuar juntos: «Es mía. La quiero».

La quería, y no podía rechazarla de nuevo.

Había cometido un error, e iba a remediarlo.

Se puso frente a ella y la tomó de las manos.

–Siento haber intentado romper contigo. Siento haberles hablado a los demás sobre el azufre. Siento que te hayas puesto enferma por mi culpa. Pero, si puedes perdonarme y darme esa oportunidad de la que me has hablado, me quedaré e intentaré hacer lo posible para que seas feliz. No porque puedas encontrar a mis amigos desaparecidos, ni la caja, sino porque, sin ti, estoy perdido.

Al principio, ella no reaccionó.

–Por favor, Keeley.

Entonces, ella empezó a llorar.

A él se le encogió el corazón, y le quitó las lágrimas de las mejillas con los dedos temblorosos.

–Por favor, princesa, no llores. Quiero hacerte feliz, no ponerte triste.

–Soy feliz –dijo ella–. Me has roto el corazón, pero, después, me lo has reparado.

Una admisión peligrosa que revelaba todo el poder que él tenía sobre ella.

–Sé que necesito mejorar mucho.

–Sí, pero me gustas de todos modos.

–¿Y estás dispuesta a soportarme?

–Sí.

Gracias a Dios. Él la abrazó y la estrechó contra su pecho.

–¿Me perdonas?

–Sí, te perdono, pero no vuelvas a hacerme daño, Torin, por favor.

Él la abrazó de nuevo. ¿Qué respuesta sincera podía darle?

–Tu corazón está a salvo conmigo.

Entonces, fue ella la que lo abrazó a él.

–Entonces, cuéntame un secreto. Algo que no sepa nadie más. Demuéstrame que vas en serio conmigo. Después de todo, a tus amigos les has contado un secreto sobre mí.

Un secreto… Sus amigos lo habían visto en sus mejores y en sus peores momentos, y lo sabían todo sobre él… salvo una cosa. Algo que le causaba vergüenza y culpabilidad. Contárselo a Keeley no era inteligente, pero negárselo, cuando ya estaba obligado a negarle tantas cosas, no era aceptable.

Sin dejar de abrazarla, empezó a hablar:

–Una vez conocí a una chica –dijo.

Keeley se puso rígida contra su pecho.

Él contuvo la sonrisa. «Me quiere solo para ella, igual que yo la quiero solo para mí».

–La cortejé con flores y con regalos, a la vieja usanza.

–A mí me gustan las flores y los regalos –murmuró ella, suavemente.

«Flores y regalos, marchando».

–Aunque –añadió Keeley– a mí me diste el zoo y las piezas de ajedrez, y esos son mucho mejores regalos que ningún otro.

Técnicamente, ella le había robado las piezas de ajedrez, pero él debería habérselas dado directamente. «Que siempre vea lo mejor de mí».

–Todo el mundo cree que fui tras ella porque me atraía. Algunas veces, yo consigo convencerme de eso. Es más fácil aceptar el hecho de que le toqué la piel con mi piel y que, días después, una epidemia mató a miles de personas.

Keeley le acarició el pecho, sobre el corazón acelerado.

–Pero, la verdad es que…

–La verdad es que lo hice porque estaba enfadado. Todos los días veía a mis hermanos tocar y abrazar a quien querían. Luchar con cualquiera que quisieran. Yo siempre tenía que quedarme apartado. Aquel día, en concreto, acababan de llegar a casa después de una batalla contra los Cazadores. ¿Sabes quiénes son?

Ella se echó a temblar.

–Sí. Un ejército de humanos que una vez dirigieron Rhea y Galen. Tus enemigos.

–Exacto. Mis amigos estaban manchados de sangre y exultantes por la victoria. Yo estaba resentido. Y allí estaba ella, junto a la ventana de mi cabaña. Era una chica preciosa, de unos veinticinco años. Había enviudado, pero tenía toda la vida por delante. Me deseaba. Yo me daba cuenta cada vez que iba al pueblo y me cruzaba con ella. Aquella noche, pensé: ¿por qué no? Me merecía algo bueno en la vida, y ella también. Y, para ella, yo era alguien bueno.

Keeley le besó el pecho, donde acababa de acariciarlo.

–Sí te mereces algo bueno. Eres bueno.

Seguramente, no iba a pensar lo mismo cuando oyera el resto de la historia, pensó Torin.

–Iba a acostarme con ella. Lo planeé todo: pensé en que tuviera una noche llena de placer y, después, matarla para que no pudiera extender una epidemia. Ya ves; un verdadero ganador.

–Bueno, sí, tienes defectos –dijo ella–. Como todo el mundo.

–Pero mi historia con las mujeres es lamentable –continuó él–. Antes de que me poseyera el demonio, era demasiado brusco con ellas. Nunca conseguí mantener una relación. Y, en esta otra ocasión, justo después de haber acariciado la cara de aquella chica, me arrepentí de lo que había hecho y de lo que iba a hacer, y la dejé. La dejé morir. Murió, y toda su familia murió también.

Torin esperó con tensión e impaciencia a que Keeley le diera su veredicto.

–Di algo –le rogó.

–Lo que hiciste fue horrible, sí. No hay otra forma de calificarlo. Pero todos hemos hecho alguna vez algo horrible, guerrero. ¿Quién soy yo para juzgarte? Además, estoy segura de que, desde aquel día, has vivido con la culpabilidad.

–Sí.

–¿Y no crees que ya has hecho bastante penitencia? Has vivido durante siglos sin tocar a otra persona y sintiendo pena, dolor y angustia. Ya no eres el mismo hombre.

Así pues, Keeley no había tenido la reacción que él esperaba. Su dulce sorpresa.

–Puede ser –dijo él, cuando pudo hablar de nuevo–. Bueno, ¿por qué no duermes un poco? Esta vez no va a pasar nada, tienes mi palabra.

–No estoy cansada.

–Mañana va a ser un gran día.

–¿Por qué? ¿Qué va a pasar?

–Que vamos a buscar a mis amigos.

–Ah, estupendo –dijo ella–. Pero sigo sin estar cansada.

Tenía que estarlo, sobre todo, porque Anya había interrumpido su descanso.

–Cansada o no, quiero que duermas. Somos una pareja, ¿no? Hacemos cosas juntos –dijo Torin y, sin esperar a sus protestas, la tomó en brazos y la dejó en la cama.

–¿Qué cosas?

–Por ejemplo, dormir.

–Yo preferiría organizar nuestro armario.

–Es una pena. Una vez me dijiste que me obedecerías en la cama. Bueno, pues ahora estás en la cama.

–Muy bien. Voy a dormir –dijo ella, a regañadientes–. Pero no me va a gustar.

Él sonrió lentamente mientras se ajustaba los guantes.

–Vamos a ver si consigo que cambies de opinión…