Capítulo 5

 

«Realmente, tengo que ir a un médico», pensó Torin.

Por un momento, le había parecido divertido el hecho de que su pene decidiera participar en la cita y exigir atención de la manera menos apropiada, con una enorme erección. Sin embargo, aquella diversión no duró mucho.

Keeley había intentado matarlo dos veces con su poder, y lo habría conseguido de no ser porque él se había protegido con las cicatrices de azufre. Así que el hecho de tener aquella erección solo porque ella lo hubiera mirado con sus ojos glaciales y lo hubiera desafiado a que le diera un puñetazo era algo enfermizo, incluso para él.

Y, además, estaba intentando influir en su pensamiento para conseguir que eligiera la opción B: sufrir. Porque aquella era la única manera en la que podría pasar más tiempo con ella.

«Soy peor que un monstruo».

No, no. En realidad, solo quería pasar más tiempo con ella por motivos altruistas. Si ella estaba ocupada con él, no se acordaría de sus amigos.

Keeley alzó la barbilla con obstinación.

–Elijo… sufrir –dijo, y adoptó una postura de batalla–. Puede que esté debilitada por lo que has hecho, pero sigo siendo el ser más poderoso con el que tú te hayas cruzado. He matado a reyes y he hundido sus reinos.

«No debería sonreír».

El demonio se golpeó contra su cráneo. Estaba ansioso por huir de la chica.

«No, ni hablar».

–Estás algo más que debilitada, princesa. Ahora tienes muchos límites. ¿Estás segura de que no quieres pensarlo mejor?

–¿Va a ser un debate, o una pelea? Ya lo he pensado.

Bien, entonces.

–No lo olvides: si me tocas la piel, enfermarás. Y, si sobrevives a la fiebre y a la tos con esputos de sangre, te convertirás en una portadora de la enfermedad y se la contagiarás a otros.

–Bla, bla, bla –dijo ella, y golpeó. Debía de haber atraído una rama hasta su mano a velocidad supersónica, porque, después de intentar darle un puñetazo en la cara, le estampó la rama en la mandíbula.

Sangre en su boca. Dolor. Torin se tambaleó y se irguió con los labios ya hinchados. Debería estar molesto, o enfadado. Sí, seguramente, la ira era la respuesta más apropiada. En vez de eso, lo que sentía era… ¡estímulo! Había puesto obstáculos a la chica, pero, de todos modos, ella había encontrado la forma de responder.

–Si quieres ganar esta pelea –le dijo–, vas a tener que golpearme con más fuerza.

–Ah. Está bien.

¡Zas!

Torin vio las estrellas, pero tuvo ganas de echarse a reír. Keeley le había dado lo que él le había pedido, y no podía culparla por ello.

Se estaba volviendo loco.

Cuando ella trató de pegarle por tercera vez, él estaba preparado; agarró la rama y se la quitó. Al verse desarmada, Keeley gritó de sorpresa. Claramente, no esperaba que él fuera un oponente digno. Torin soltó la rama, que desapareció justo antes de tocar el suelo.

No tuvo que preguntarse qué había sucedido. Sabía que Keeley la había enviado a otro lugar.

–No puedes vencerme –le dijo ella, rodeándolo, como si fuera una depredadora rodeando su comida.

Él tuvo una descarga de adrenalina en las venas.

–Puedo, pero estoy dispuesto a aceptar tu rendición.

En el cielo resonó un grito estridente, y los dos miraron hacia arriba a la vez. Vieron a una esfinge que volaba en círculo sobre ellos. Era una criatura que tenía las patas de un león, las alas de un enorme pájaro y el torso de una mujer. Les mostró una sonrisa llena de dientes afilados, extendió las garras y se lanzó en picado hacia ellos con la clara intención de atrapar la cena. Keeley agitó una mano por el aire y las alas del monstruo se arrugaron como una lata bajo una pisada. La esfinge se precipitó hacia el suelo en espiral, y cayó sobre las copas de los árboles a bastante distancia de ellos.

Vaya, vaya. Así que Keeley podía usar grandes cantidades de poder para convertir cualquier cosa, o a cualquiera, en un arma, pese a la cercanía de las cicatrices de azufre. Estaba bien saberlo.

Tenía que terminar. Cuando ella estaba distraída, le dio una patada en las piernas y la derribó. Keeley cayó hacia atrás, y se habría precipitado de nuevo al foso de no ser porque él la agarró por el centro del vestido y la hizo girar. Rápidamente, la soltó. Ella se tropezó con la raíz de un árbol y cayó sobre el trasero.

–¿Sigues pensando en que voy a perder?

Keeley alzó la cabeza, mirándolo con los ojos entrecerrados. Hubo un momento de increíble conexión entre un hombre y una mujer… un momento de deseo visceral antes de que su ira se apoderara de todo. Torin se tambaleó cuando los truenos comenzaron a retumbar y la tierra tembló bajo sus pies. Era lo que había sentido antes de que la prisión se hubiera derrumbado. Lo que había sentido antes de que el Innombrable hubiera explotado.

–Te advertí lo de mi genio, Torin.

–Ah, ya. ¿Es que se ha enfadado la princesita porque le han dado unos azotes?

El temblor se intensificó. ¿Provenía de ella?

¿Era porque la princesa se había enfadado?

–Te lo dije. ¡No soy ninguna princesa!

Cuando Keeley se puso en pie, el viento empezó a soplar con furia a su alrededor. Aparecieron muchas ramas, una después de la otra, y le golpearon.

«¿A qué estoy esperando? ¡Tengo que actuar!».

Torin podría haber luchado en mitad de aquel ataque, podría haberle golpeado en la cabeza y haberla dejado inconsciente, de manera que no pudiera defenderse. Así, él habría podido hacer lo que hubiera querido con ella, como atarla y…

No. No iba a pensar en eso.

Sin embargo, no era capaz de hacerle daño. ¡Lo cual era inconcebible! En el pasado, cuando trabajaba para Zeus, nada le detenía a la hora de torturar y asesinar. «¿Y, ahora, ¿esto?».

–¿Es todo lo que puedes hacer? –le preguntó.

Las ramas se desvanecieron, mientras Keeley y él giraban uno en torno al otro.

–No te preocupes. Sé hacer más cosas.

Se oyeron unos pasos acercándose por la derecha y por la izquierda. Cameron apareció entre el follaje, por un lateral, y Winter e Irish, por el otro. Keeley se concentró en el dúo, y Cameron pudo hacer lo que Torin no había sido capaz de llevar a cabo: darle un puñetazo en un lado de la cabeza. Ella cayó al suelo con los ojos cerrados, y los truenos y el temblor de tierra cesaron.

De cero a cien en un segundo. Así fue como creció la furia de Torin.

–¡Ese no era el plan! –gritó y, con fuerza, le dio un puñetazo en la nariz a Cameron con la mano enguantada. El cartílago se rompió y saltó la sangre, y el guerrero se tambaleó hacia atrás–. No vuelvas a hacerle daño jamás.

Winter e Irish se enfrentaron a Torin, sin atreverse a tocarlo, pero fulminándolo con la mirada.

–¿De qué te quejas, Enfermedad? –le preguntó Winter, mientras hacía crujir los nudillos–. Somos los nuevos propietarios de una Curator. Es lo que todos queríamos.

–Exacto –dijo Cameron–. Tú también querías. Te acobardaste, y yo salí en tu rescate –le espetó–. A la chica le faltaban segundos para arrasar todo el bosque, que es nuestra única protección. Hice lo que era necesario.

Sí, muy razonable, pero eso no iba a salvarlo de la ira que sentía. Si Keeley estaba en pie, concentrada en él, el bosque podía desaparecer. Y eso no tenía nada que ver con su excitación por ella, ni con su necesidad de tocarla, de descubrir si su piel era tan fría como parecía o tenía un calor ardiente. Era porque ella se merecía tener la oportunidad de castigar al asesino de Mari. O, por lo menos, de intentarlo.

Torin apretó un puño. Su rabia se había multiplicado por dos.

–Si vuelves a pegar a mi hermano –dijo Winter, en un tono de amenaza–, verás lo que ocurre.

Irish se cruzó de brazos. Sus pezuñas resplandecieron bajo el sol. Su actitud era de silencioso desafío.

Impaciencia. Entusiasmo. «Pero, no, no puedo enzarzarme en esto. Tengo que proteger a la Reina Roja».

–La Curator no está dentro de vuestros límites –dijo. Al ver que el trío estaba a punto de cargar contra él, extendió los brazos–. ¿Y qué vais a hacer al respecto? Vamos, intentad algo, por favor.

No le preocupaba que aquellos tres se convirtieran en portadores. Si los tocaba, iban a ponerse enfermos, pero antes de que pudieran contagiarle la peste a alguien inocente, los mataría.

–No deberías tenerme como enemigo –le advirtió Cameron, escupiendo a sus pies.

–Parece que no lo entiendes –replicó Torin–: ya somos enemigos.

Después de lo que aquel tipo le había hecho a Keeley, eso no iba a cambiar nunca jamás.

–Es un parásito –dijo Winter–. Te destruirá a ti, y destruirá todo lo que amas.

–Estoy dispuesto a correr el riesgo –respondió Torin. Aquella contestación le sorprendió incluso a sí mismo.

–Estás cometiendo un grave error.

–No sería el primero.

–Bueno, vayámonos de aquí –dijo Winter, tirándole del brazo a su hermano–. Él mismo se dará cuenta de la verdad, más tarde o más temprano.

Irish se quedó allí un segundo, pasándose el dedo pulgar por la barbilla mientras sopesaba sus opciones. Después, él también se marchó.

Los tres desaparecieron entre el follaje.

Torin estaba seguro de que iban a volver. Pero recibirían más de lo mismo.

Se agachó junto a Keeley y, con cuidado, la tendió boca arriba. Tenía una herida en la sien y un corte en la frente. En la curva de la mejilla se le había formado un hematoma.

«Debería haber matado a Cameron cuando tuve la oportunidad». Torin alargó la mano, pero crispó los dedos antes de llegar a rozarle la piel.

«Llevas guantes, ¿no te acuerdas? No vas a hacerle nada».

Torin dio un resoplido. La voz de la tentación siempre era muy dulce. Y, en aquella ocasión, estaba en lo cierto. Podía tocarla, y podía memorizar los contornos de su exquisita cara. No le haría daño.

Sintió un dolor muy fuerte en el pecho, y no pudo contener un gruñido.

Sin embargo, sabía que no debía tocarla porque, entonces, querría volver a hacerlo una y otra vez, hasta que su resistencia fuera debilitándose y, como un adicto, quisiera mantener un contacto piel con piel.

Observó la zona en la que estaban. Había árboles muy altos, ningún claro que le permitiera ver acercarse al enemigo. Iba a tener que…

Keeley extendió súbitamente la pierna y barrió sus pies. Torin cayó con dureza mientras ella giraba y se quedaba agachada, con la rodilla derecha y el pie izquierdo tocando el suelo. Se apoyó con una mano en el terreno y, con la otra, lo apuntó con la ballesta que había tallado Irish. Debía de habérsela robado, y tenía una flecha lista para disparar.

 

 

–Bueno, bueno, bueno –dijo Keeley–. Nuestro público se ha marchado, y la alianza que pudieras tener con esos tres se ha deshecho. Creo que estás metido en un buen berenjenal.

A él se le hinchó una vena en la frente, porque se estaba enfureciendo.

–Puedes comerte mi berenjena cuando quieras, princesa.

¿Aquella ira iba dirigida a ella, o a sí mismo?

–¿Ha sido eso una broma de penes? Y ya te he dicho que no soy una princesa cualquiera.

Se había ganado por derecho su trono.

De repente, todos los recuerdos que había guardado dentro de sí pugnaron por salir a la superficie. ¡No, no, no! Allí no. Tenía que concentrarse en Torin, en su batalla. Sin embargo, era demasiado tarde. La avalancha era demasiado grande. El pasado se desbordó y la consumió.

Durante su decimosexto cumpleaños, asistió a una gala real. Como la mayoría de las demás chicas, se pasó la fiesta soñando con el príncipe de los Curators. Él coqueteó con ella, le pidió un baile y, en ese momento, su padre, el rey, se fijó en ella.

Como era una doncella de clase alta, el rey no podía tomarla sin que se casaran. Las normas eran las normas, incluso para la realeza. Así que él hizo lo que quería: mató a su mujer y se casó con Keeley, pese a que ella había rechazado su proposición de matrimonio.

Sin embargo, ella nunca había tenido posibilidad de elegir, porque lo que el rey Mandriael deseaba, lo conseguía. Siempre. Era el más fuerte de todo su pueblo, porque, al nacer, a todos los Curators les hacían una pequeña marca de azufre, salvo al rey. De ese modo, ningún ciudadano podía ser más fuerte que su dirigente.

La había obligado, con facilidad, a pronunciar sus votos matrimoniales. Con una descarga de su poder, le había causado tanto dolor que ella se había visto forzada a balbucear un «sí» en el momento preciso.

Durante años, él había controlado todos sus actos y la había castigado cada vez que ella le disgustaba. Ella habría dado cualquier cosa por dejarlo, por escapar y no regresar nunca, pero el día de su boda se había formado un lazo entre ellos. Aunque lo odiara, lo necesitaba.

«Y, pese a todo mi sufrimiento, no me coronaron reina durante su reinado». Él se había negado. También había matado a todos sus herederos, incluido el guapísimo príncipe, para que nadie pudiera reclamar el trono.

Sin que Mandriael lo supiera, ella había tomado medidas para evitar un embarazo. Aquella había sido su única rebelión. Ninguno de los niños asesinados era suyo.

Había llegado a ser reina un día, después de que el rey la desnudara y le diera de latigazos en público por atreverse a mirarlo a los ojos mientras él le hablaba. Dolorida y ensangrentada, con desesperación, se había cortado la marca de azufre. Solo quería saborear una muestra de poder. Sin embargo, se había llenado con un océano de energía y había hecho explotar al rey.

Él había recibido lo que se merecía.

Pero, tan solo unas horas después de su coronación, el pueblo al que ella quería liberar se había puesto en su contra.

Reina por menos de un día.

Le habían tendido una emboscada en el salón del trono y la habían acorralado en el estrado. Nadie llevaba armas, pero ya no las necesitaban, porque ellos también se habían liberado de sus marcas de azufre y la atacaron con su poder que, combinado, tuvo la fuerza de una grandiosa tormenta. Sin embargo, su poder era aún mayor, y los había catapultado por el aire sin tener que hacer demasiado esfuerzo.

Entre los Curators corrían unos rumores que el rey se había encargado de acallar. Se decía que algunos de ellos nacían con la capacidad de atraer la energía y, además, de manipularla y controlarla, y de impedir a otros que la utilizaran. Aquellos rumores eran profecías que estaban escritas en un libro, y aquel libro había desaparecido muchas décadas antes, o robado, o destruido.

Ella se había preguntado si podría hacer todas aquellas cosas… incluso mientras su gente la insultaba diciéndole obscenidades y la amenazaba.

«¡Solo eres una puta!».

«No vas a poder tenernos aquí para siempre. En cuanto consigamos bajar, estás muerta».

«¡Voy a bailar en tu sangre!».

La rabia que sintió provocó una tormenta que arrasó con todo, incluso con el palacio. Los Curators permanecieron en el aire y recibieron los golpes del hielo, el agua y los escombros. Todos, menos ella, que quedó intacta e ilesa. Los campesinos habían dejado de buscar refugio y se habían quedado mirando con espanto a los miembros de la clase alta, que estallaban uno a uno.

Ella había temido hacer daño a otros, a la gente inocente, y había huido. Los campesinos la habían perseguido para matarla y evitarse un destino parecido al de la aristocracia.

Se había pasado varias semanas escondida en la selva, sola por primera vez en la vida y haciendo lo posible por sobrevivir. Hades la había encontrado en esa situación.

Una vida podía cambiar en un abrir y cerrar de ojos.

Hades era el príncipe oscuro a cuya belleza ella no había podido resistirse. Más tarde, había averiguado que él ponía droga en todas sus comidas para controlar su mente y manipular todas las decisiones. Él no sabía que las drogas eran innecesarias, que ella estaba tan hambrienta de afecto como de comida.

¡Cuánto le había dolido aquello! ¡Qué amargura le había causado pensar lo fácil que había sido engañarla! Estaba desesperada por seguir con él y hacerlo feliz, y él la había traicionado. Ella creía ciegamente todo lo que le decía Hades, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que él le pidiera.

¡Nunca más! Había aprendido la lección: las decisiones nunca debían basarse en las emociones, solo en la lógica. De lo contrario, se cometían errores.

«Y yo he cometido un gran error con Torin», pensó. Había vacilado a la hora de dar el golpe final, porque él era guapo y le causaba placer.

–Keeley –dijo él, y chasqueó los dedos delante de su cara.

Ella pestañeó y volvió a verlo.

–¿Qué? –ladró.

Él sonrió. Tenía los ojos muy brillantes. Retomó la conversación en el mismo punto en el que se había interrumpido.

–Considera mi comentario de la berenjena como una invitación. No querrás herir mis sentimientos rechazándome, ¿no? Creo que he leído en alguna parte que la realeza debe respetar más las normas de etiqueta que los plebeyos.

¿Cómo se las arreglaba para conseguir que ella le devolviera la sonrisa, en vez de atacarlo? ¿Y por qué no la había desarmado y la había matado mientras ella estaba inconsciente?

–Esta reina va a rechazarte, y al cuerno con la etiqueta. Preferiría no comer una berenjena que me transmita el tifus.

El brillo de los ojos de Torin se apagó, y ella lamentó su pérdida.

–¿O lo que transmite es la peste negra? –continuó, obligándose a sí misma–. ¿No? ¿El botulismo? ¿La fiebre de Lassa? ¿Me estoy acercando?

–Sí, claro que te estás acercando. A una paliza que no vas a poder olvidar nunca.

–El único que se va a llevar una paliza vas a ser tú.

–Bla, bla, bla –dijo él.

Le apartó el brazo de una palmada y la agarró del cuello al mismo tiempo que enganchaba la pierna alrededor de sus tobillos y la hacía caer.

Durante la caída, ella se retorció para recuperar el equilibrio. Sin embargo, no pudo evitar caer de bruces sobre la tierra. Trató de tomar aire, entre jadeos, con los brazos inmovilizados a la espalda.

Con asombro, se dio cuenta de que él la estaba inmovilizando con su propio cuerpo. Luchó contra el placer que le producía aquella situación. No, contra lo humillante de la situación.

–¿Le llamarías a esto un berenjenal? –preguntó él, como si no sucediera nada.

–Más bien, un duelo mexicano –respondió ella, en el mismo tono calmado.

–Eso significaría que cada parte tiene a la otra en una situación precaria. En nuestra posición, yo no me siento amenazado.

Su calor y su olor a sándalo y especias la envolvían. Era todo masculinidad, y a Keeley empezó a hervirle la sangre de deseo.

«Lo siento muchísimo, Mari».

«Tengo que recuperar el control».

–Vamos a ver si puedo hacer algo para cambiar tu forma de ver las cosas.

Iba a teletransportarse a su espalda… No pudo hacerlo. De repente, recordó que Torin se había hecho una cicatriz de azufre y, si la mantenía sujeta, ella no tendría ningún poder contra él… ni contra nadie.

Estaba indefensa, y sintió pánico.

«No, no puede ser. Otra vez, no».

Pataleó y le clavó el talón en la espalda.

–Quieta –le ordenó él.

«Indefensa. Pronto seré prisionera otra vez. Me pudriré en una celda, sucia y hambrienta. Olvidada. ¡No!».

Se retorció salvajemente, pataleó y movió brazos y piernas. Comenzaron a caer copos de nieve a su alrededor.

Él la sujetó con más fuerza.

–Quieta, Keeley.

«Tengo que liberarme».

Siguió forcejeando con todas sus fuerzas y consiguió darse la vuelta. Entonces, él la soltó, ¡sí! Pero solo para volver a agarrarla, esta vez de las muñecas, y ponerle los brazos por encima de la cabeza.

Tenía copos de nieve en las pestañas, en la piel… en el cuerpo. Estaba helada e indefensa.

–No quiero hacerte daño –dijo él, casi con desesperación–. Quiero hacerte cosas… Estoy intentando no pensar en ello, pero no lo consigo. Por favor, estate quieta.

–Suéltame –dijo ella. Estuvo a punto de rogárselo, pero se contuvo. Una vez le había rogado a Hades, pero él se había reído de ella. No iba a darle a Torin la misma oportunidad–. ¡Suéltame!

–No voy a soltarte hasta que hagamos algún tipo de trato.

Ella siguió forcejeando, pero no consiguió nada. ¡Se sentía completamente impotente!

No podía respirar, y tenía que respirar. Movió las caderas y se arqueó con todas sus fuerzas. Cuando intentó colocar una pierna entre ellos y empujarle el pecho desnudo con el pie, él se alejó justo antes del contacto.

Por fin, libre.

Se quedó tendida en el suelo, respirando profundamente.

–Gra-gracias.

Él volvió a ponerse sobre ella, pero no la sujetó. No la tocó, así que ella no se resistió. Simplemente, la protegió de la caída de la nieve. Tenía cara de preocupación.

–¿Estás bien?

Extraña pregunta por su parte.

Los latidos de su corazón fueron calmándose, aunque notó una pesadez en los miembros, que se intensificaba a cada segundo.

–No lo sé –respondió.

Torin miró hacia arriba, al cielo y, después, a ella. Al cielo, y a ella. Después, asintió, como si acabara de desentrañar un misterio, e hizo ademán de apartarse de ella.

–No –le dijo, y se sorprendió a sí misma–. Necesito tu calor –añadió. Era cierto, en parte. Lo que anhelaba era el contacto con otro ser vivo… con él. Hacía tanto tiempo…

Él se quedó inmóvil, mirándola con una expresión atormentada y embelesada a la vez. Sin el pánico, el deseo que sentía por él no tenía límites, y se convirtió en una fuerza impulsora que no podía negar.

«No hagas esto».

«Tengo que hacerlo».

–¿La mujer que estaba contigo es tu amante? –preguntó.

Él pestañeó.

–¿Qué mujer? Ah, te refieres a Winter. No.

«¿Me siento… aliviada?».

Tal vez. La condición de Torin era difícil de aceptar para cualquier mujer, sí, pero ella no era cualquier mujer. Podía tenerlo.

«Sin embargo, ¿por qué iba a querer tenerlo? Lo odio».

El impulso de tocar con los dedos los bordes de sus músculos pectorales la bombardeó, y Keeley alzó la mano hacia él.

«Soy demasiado fuerte como para caer enferma».

Se detuvo a medio camino para analizar su reacción.

Él apretó la mandíbula con fuerza.

–No lo hagas –dijo, con la voz entrecortada, pero no se movió, como si quisiera que ella continuara, como si lo necesitara–. Lo digo en serio. No lo hagas.

–Me lo agradecerás.

En serio, su demonio no iba a poder hacerle frente. ¿Quién podría?

Siguió subiendo la mano y posó la palma sobre su corazón, piel con piel. Él se estremeció, pero no se apartó. Soltó un silbido, pero también gimió, como si aquel súbito contacto entre ellos fuera doloroso y dichoso a la vez. El cielo y el infierno.

–Keeley…

«Me está pidiendo más. Tiene que ser eso».

Torin era tan caliente que casi quemaba, y muy suave, aunque parecía hecho de acero. Ella nunca había tocado nada tan delicioso.

–Eres…

«Todo lo que he querido o deseado. Lo que esperaba que fuera posible».

Pasó los dedos por sus clavículas y ascendió por su cuello, hasta los labios… Él los separó, y ella aprovechó la oportunidad y apretó para sentir el calor húmedo del interior de su boca.

Él succionó con fuerza, y ella gimió. El sonido hizo que él se sobresaltara y lo sacó de su embelesamiento. Entonces, Torin se echó hacia atrás con espanto. Era el mismo tipo de horror con el que una vez la habían mirado los campesinos.

–¿Torin?

«Dame más».

–Keeley –dijo él, y agitó la cabeza mientras se frotaba el pecho–. No deberías haberme tocado. Yo no debería habértelo permitido. Aunque sobrevivas a la infección, cosa que probablemente no suceda, serás inmune a ella, pero podrás contagiarla. Ese es el motivo por el que tendré que matarte aunque te recuperes.