Capítulo 11

 

Keeley sacó dos camisetas de la mochila. No podía dejar de temblar. Torin y ella se vistieron y buscaron unas tijeras, una aguja e hilo por la casa.

Entonces, ella se sentó frente al fuego que ardía en la chimenea y empezó a cortar y a coser pedazos de tela de las camisetas viejas, aunque no estaba muy concentrada en la tarea.

«¿Qué he hecho?». ¿Cómo se las había arreglado para convencerse a sí misma de que no iba a enfermar y de que, si enfermaba, sería fácil soportar una recaída? La enfermedad era debilidad, y la debilidad era vulnerabilidad.

Fuera estaba nevando; sus emociones habían convertido el otoño en invierno.

–¿Cómo te encuentras? –le preguntó Torin, que estaba paseándose por delante de ella.

–Bien.

Y era cierto. Estaba bien. Sin embargo, la última vez también estaba perfectamente.

–Bien. Eso está bien.

Pero ¿cuánto tiempo iba a durar?

–Distráeme –le pidió Keeley a Torin, mientras seguía cosiendo.

–Está bien. ¿Quién robó la caja de Pandora después de que la abriera? –le preguntó él–. No me lo dijiste.

–Y no te lo voy a decir –respondió Keeley. Había oído los rumores, y sabía que Torin era amigo de quien lo había hecho. Tal vez no la creyera y se pusiera en contra de ella–. No quiero hablar de la caja.

–Está bien. Vamos a jugar al juego de las preguntas. Puedo hacerte diez preguntas fáciles o una muy difícil. Tú eliges.

–La difícil.

–Si ver es creer, ¿cómo es posible que el aspecto de alguien sea engañoso?

–Ver no es creer. Creía que habías dicho que iba a ser una pregunta difícil.

–Sí, pero ¿cómo sabes que ver no es creer?

–Lo siento, Torin, ya te he respondido a eso.

Él se echó a reír y se encogió de hombros.

–Se me han terminado las ideas.

–Cuéntame cómo eras antes de tu posesión.

–Fiero y sanguinario.

–En otras palabras, no has cambiado.

–No seas boba. Ahora soy un tipo agradable.

–¿Quién te ha dicho eso? Tú eres tan agradable como yo.

–Como yo creo que tú estás hecha de azúcar y especias, me tomo eso como un cumplido. Sin embargo, este no es momento de tomarme el pelo, Keys. Estoy a punto de zarandearte. Así, puede que consiga meterte un poco de sentido común en esa cabeza tuya.

–Qué agradable eres –dijo ella.

Él la fulminó con la mirada.

–¿Has perdonado alguna vez a un enemigo y te has preguntado si sus actos no han sido un accidente, como ocurre a menudo con los tuyos? –le preguntó ella.

–No.

–¿Y no te parece que eso es ser malo?

–Muy bien, pues soy malo. ¿Y qué importa?

–El análisis de uno mismo es uno de los muchos servicios que presto.

–Prefiero que mi mujer sea silenciosa.

«¿Yo soy su mujer?».

«Estúpido corazón, saltándose los latidos».

–Puede que si formo un vínculo contigo tenga más facilidad para evitar otra enfermedad –dijo ella, en voz baja.

«No, no lo hagas. No hables de eso».

Demasiado tarde.

¿Y si el vínculo la ayudaba?

Él dejó de caminar y soltó una maldición.

–O puede que haga que te pongas más enferma.

Torin borró sus esperanzas de golpe. ¿Tendría razón? ¿Iba a sufrir aún más en aquella ocasión?

Terminó la costura y se la arrojó a Torin.

–Ya lo sé, ya lo sé. Tengo muchísimo talento y soy la más considerada del mundo. No sabes lo que harías sin mí. De nada.

Él alzó la tela para mirarla a contraluz.

–¿Qué es?

–Solo lo mejor para un hombre con tu enfermedad. Una camiseta con una capucha plegable. Así podrás cubrirte la cara durante las peleas y tus oponentes no podrán tocarte accidentalmente, y no tendrás que preocuparte más.

–Yo no me preocupo por eso. Si mis contrincantes no mueren por culpa de Enfermedad, entonces los mato yo.

Sí, ella ya había visto funcionar su daga.

–Bueno, yo he sido contrincante tuyo y todavía estoy aquí.

Él sonrió.

–Tienes razón.

–Siempre. Vamos, dame las gracias y póntela.

–Gracias –dijo Torin.

Con movimientos rápidos, se quitó la camisa y se puso la nueva camiseta, colocándose la capucha en la cabeza.

–Bueno, ¿qué tal?

–No te lo tomes a mal, princesa, pero creo que me siento como Batman.

–¿Eres tú Batman? ¿Os ha visto alguien en la misma habitación y puede demostrar que esta no es tu identidad secreta?

Él se alzó la capucha y la miró con cara de pocos amigos, y ella se echó a reír. Un rayo de sol entró por la ventana.

La expresión de Torin reflejó una gran ternura.

–Te brillan los ojos otra vez –dijo.

–¿De veras? –preguntó Keeley entre suaves carcajadas.

–Sí. Y es precioso verlo.

Ella dejó de reírse y se apoyó en él.

–Yo… Me duele –jadeó, y tuvo náuseas.

Entonces, se tapó la boca con la mano, pero no sirvió de nada. Se inclinó hacia delante y vomitó.

 

 

Torin corrió por el bosque, dejando sus huellas bien marcadas en la tierra. Cualquiera podría seguir su rastro. Sin embargo, si alguien lo encontraba, moriría. Incluso la persona más poderosa del mundo, si eso era en realidad Keeley, caía víctima de Enfermedad.

¿Cómo había podido permitir que sucediera aquello?

¡De nuevo!

Ella no iba a durar demasiado. Necesitaba un médico y medicinas.

Torin sabía cuáles eran las plantas que podían ayudarla: milenrama, saúco y menta para combatir la fiebre. Jengibre, camomila, hojas de frambueso, papaya y raíz de regaliz para el vómito. Tenía varias opciones, pero no podía utilizar ninguna de ellas.

Había estudiado las plantas de su reino, no del reino en el que se encontraba. ¿Eran las mismas, o diferentes? ¿Venenosas, tal vez?

Tenía que encontrar ayuda.

Siguió rastros de enormes huellas hasta que llegó a una población de casas de paja y barro. Eran edificaciones muy grandes. Había un bar, un almacén, otro bar, una tienda de cuero que parecía piel humana curtida…

Un gigante con toda la cara llena de piercings entró en el último edificio de la calle. En el letrero podía leerse: Tónicos curativos y elixires exóticos. Bien, eso era lo que necesitaba. Sin quitarse la capucha, caminó hacia la tienda por las sombras, intentando ser invisible para una horda de gigantes que caminaba por la calle. Consiguió llegar al porche de la tienda sin ser visto, y abrió la puerta.

En el interior del local, Piercings estaba ofreciéndole unos diamantes al otro hombre, el farmacéutico seguramente, que estaba cubierto de tatuajes.

–Sí, tengo justo lo que necesitas –dijo Tatuajes–. Pero te va a costar veinte kilos de diamantes.

–Treinta –dijo Piercings.

–Trato hecho –dijo Tatuajes.

Torin no estaba de humor para perder el tiempo negociando. Con todo el silencio que pudo, cerró con el pestillo la puerta de entrada y le dio la vuelta a la señal de Cerrado. Conocía sus propias limitaciones, y sabía que no iba a poder luchar con dos gigantes a la vez sin sufrir graves daños. Además, teniendo en cuenta que en aquella calle había una tienda de cuero humano, cabía la posibilidad de que aquellos tipos quisieran despellejarlo. Iba a tener que matar a uno de los dos.

Avanzó hasta que se detuvo a espaldas de Piercings. Su cabeza llegaba a la mitad de la espalda del gigante. Torin se agachó y le cortó el talón de Aquiles. Entonces, Piercings cayó de rodillas, aullando de dolor y, con un rápido movimiento, Torin lo degolló.

El cadáver se desplomó en el suelo.

Torin miró a Tatuajes.

–No quería hacer esto, y me disculpo si era amigo tuyo, pero, como puedes ver, estoy dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de conseguir lo que quiero.

Tatuajes entornó los ojos.

–¿Y qué es lo que quieres, humano?

–Yo no soy humano. Y quiero algún preparado para una amiga que tiene mucha fiebre y no para de vomitar sangre. Si me das algo venenoso para castigarme por lo que he hecho, y mi amiga sufre o muere, volveré por ti. No te mataré inmediatamente, sino que jugaré contigo hasta que tú mismo me pidas que lo haga.

Tatuajes no se dejó impresionar. Se inclinó hacia delante y se agarró al borde del mostrador.

–Estás suponiendo que vas a salir vivo de esta tienda.

Torin sonrió con frialdad y empezó a tirar de los dedos de uno de sus guantes.

–Yo no he elegido este camino, sino tú. Voy a contarte lo que va a suceder. Voy a tocarte, y te contagiaré la misma enfermedad que la está matando a ella. ¿Te he dicho que soy Torin, el guardián del demonio de la Enfermedad? Cuando empieces a tener los síntomas, harás un compuesto para intentar salvarte, pero estarás demasiado débil para evitar que yo te lo quite.

Tatuajes palideció.

–Estás mintiendo.

–Ahora lo vas a averiguar, ¿no? –dijo Torin, mientras se guardaba un guante en el bolsillo y empezaba a quitarse el segundo–. Cuando tenga lo que quiero, me voy a marchar de aquí, gritando que necesitas ayuda. Tus amigos entrarán corriendo y te tocarán, y ellos también se infectarán. Tu mundo se verá asolado por una plaga que matará a miles de los de tu raza. Y todo esto, porque te negaste ayudar a la Reina Roja.

Al gigante se le salieron los ojos de las órbitas.

–¿Eres un mensajero de la Reina Roja? –preguntó–. Había oído el rumor de que ha vuelto, pero no quería creerlo. Sí, sí, por supuesto que haré lo que sea por ayudar a su excelsa majestad. Por favor, dile que estuve ansioso por ofrecer mis servicios –dijo, y comenzó a correr por la tienda en busca de ingredientes y tubos de ensayo.

¿Qué había hecho Keeley, exactamente, en aquel reino?

Cinco minutos después, Tatuajes le entregó una cantimplora llena de un líquido maloliente.

–Esto la calmará.

–No he bromeado. Si esto le hace daño, volveré, y te encontraré aunque huyas.

–No le hará daño, ¡te lo juro! Que se tome un solo trago tres veces al día. No es una cura mágica, pero le será de ayuda. Si muere, no será por mi culpa. Asegúrate de explicarle que hice todo lo que pude.

«Si muere…».

Aquellas palabras obsesionaron a Torin durante todo el camino de vuelta por el bosque. Si ella moría, no sería exactamente culpa del gigante, sino suya. Él había vuelto a forjar una amistad imposible que debería haber evitado. El mundo sería un lugar mucho más oscuro sin ella.

Keeley era la luz.

«Yo no voy a ser quien la apague».

Apretó los puños mientras seguía corriendo.

Al entrar en la cabaña, percibió el olor de la sangre. Keeley estaba tendida junto al sofá, sudando, con las mejillas enrojecidas por la fiebre y los labios agrietados.

«Yo he hecho esto. Yo».

El hecho de tener que dejarla así, sola, incapaz de defenderse por sí misma, había sido un tormento para él. Sería mejor que el tónico funcionara.

Ella tenía los ojos cerrados, y movía la cabeza de un lado a otro.

–Por favor, papá. No quiero quedarme con el rey. Tú me cediste a él… Ahora, ayúdame a dejarlo. ¡Por favor! No puedo… No puedo más…

¿Su propio padre la había entregado al hombre a quien ella despreciaba, y que le había hecho daño? ¡Desgraciado!

Torin se detuvo un instante, mientras la culpabilidad, la rabia y el dolor se adueñaban de él. ¡Qué hipócrita era! Él le había hecho mucho más daño de lo que era posible. Con los guantes puestos, le apartó el pelo de la cara.

–Ya estoy aquí, princesa –le dijo–. Te voy a proteger con mi vida, si es necesario, incluso de tus recuerdos.

–No he hablado con nadie hoy, lo juro. Por favor, no la matéis, majestad. Por favor. Tiene una familia. Ella… ¡Nooo!

Sollozos. Náuseas.

–Shh, princesa. Tienes que conservar las fuerzas –le dijo Torin, mientras le limpiaba el sudor de la frente con un trapo húmedo, y la sangre de las comisuras de los labios con los dedos pulgares–. Todo va a salir bien.

Le separó los labios y vertió entre ellos una medida de tónico. Después, la obligó a tragarlo cerrándole la mandíbula y masajeándole la garganta. Ella le dio manotazos en las manos para zafarse, pero estaba muy débil.

Tenía muchísimo poder y, sin embargo, era muy frágil.

Él esperó una señal de mejoría, pero Keeley empeoró. La sangre brotó de su boca y le causó un ataque de tos y de vómito. Torin no sabía cuánta medicina había tragado.

¡Demonios!

Enfermedad se echó a reír de alegría.

«Ojalá estuvieras muerto», le dijo Torin.

La risa aumentó.

–Hades –gritó Keeley, de repente–. Ayúdame.

–Estoy aquí, princesa. Soy Torin.

–Torin…

Por fin, Keeley se calmó y se sumió en un sueño tranquilo. Torin sacó las arañas muertas de la cabaña. Había dejado de nevar, y no había sol. El cielo estaba, simplemente… gris.

¿Una señal de tragedia?

¡No!

Cuando tuvo todos los cadáveres y sus partes cercenadas de los demonios en el patio, hizo una hoguera con ellos. El aire se llenó de humo y de olor a carne quemada. Aunque ya estaban muertos, no quería que Keeley los tocara ni los viera cuando se despertase.

Porque iba a despertar. Él tenía que creerlo, porque, de repente, el más mínimo pensamiento de pasar un día sin ella le resultaba insoportable.

 

 

¿Hades, el único hombre que la había amado, la había traicionado? No, eso era imposible.

–Torin está aquí, princesa.

Torin… su nuevo hombre.

«Pero… Él no puede estar aquí. Estoy atrapada. Sola».

Keeley luchaba entre la realidad y los recuerdos. Tenía que aclararse el pensamiento…

Estaba caminando de un lado a otro por una habitación, con el corazón destrozado. Los hombres de Hades la habían encerrado, una hora antes, en el dormitorio de uno de los más humildes sirvientes. No era posible que su prometido supiera que estaba allí, aunque ella sabía que sus hombres nunca hacían nada sin su expreso consentimiento.

Habría podido zafarse de ellos, pero tenía unas nuevas cicatrices de azufre que le impedían hacer nada.

¿Cómo había podido suceder aquello?

Recordó que Hades le había dado un vino nuevo y especial para ayudarla a sumirse en un profundo sueño y que no sufriera ningún dolor cuando el azufre tocara su piel. Uno de los sirvientes se había colocado a su lado para hacerle una sola marca que mitigara lo peor de sus poderes, para que Hades y su pueblo pudieran estar a salvo con ella.

Sin embargo, cuando había despertado estaba a solas, con cientos de marcas de azufre, debilitada, casi sin poder respirar.

Hades iba a matar a su sirviente cuando supiera lo que le había hecho. Él no podía haber ordenado algo así. Él la quería, y nunca le haría daño deliberadamente.

–Hades –gritó por enésima vez–. ¡Te necesito!

Por fin, él apareció. Se teletransportó al centro de la habitación.

Era un hombre muy guapo, con el pelo y los ojos oscuros. Sus ojos se volvían rojos cuando estaba pensando en matar a alguien. Medía más de dos metros y era altivo. Todas las mujeres lo deseaban. «Pero me eligió a mí».

–Espero que tu alojamiento sea confortable –dijo.

Tenía un tono tan despreocupado…

Lo sabía.

A Keeley se le rompió el corazón.

–¿Por qué me has hecho esto?

–Eras demasiado poderosa. Si alguna vez te hubieras vuelto contra mí…

–¡Yo nunca me habría vuelto contra ti!

–…habría perdido todo lo que estoy intentando construir.

–Keeley.

Ella frunció el ceño. La nueva voz era de un hombre, pero no de Hades.

–Es hora de tomar la medicina, princesa.

La imagen de Torin le llenó la mente y borró los confines de aquella odiosa habitación. Vio su pelo blanco y largo. Sus ojos verdes y felinos. Su abrasador atractivo sexual, que siempre le hacía la boca agua. ¡Como en aquel momento! Había muchísima agua. Se estaba ahogando…

–Vamos, traga.

Un líquido frío pasó por su garganta y llegó a su estómago.

–Buena chica –dijo él.

Algo cálido le pasó por la frente. Era reconfortante. No podía ser su mano; él se negaba a tocarla.

Tocarla. Él no la había tocado, al principio, pero ella sí le había tocado a él. Entonces, él le había dado el beso más ardiente de su vida, y ella se había puesto enferma. Muy enferma. Y todo, por culpa de su demonio.

Exacto. El demonio.

Odiaba a aquel demonio.

Sintió tanta ira, que el colchón que había bajo ella comenzó a temblar.

«Voy a matar a ese demonio».

–Otra vez no –murmuró Torin.

Un segundo después, ella estaba flotando, pero el temblor continuaba.

Oyó el sonido de unos platos. De unos troncos.

«Oh, sí», pensó con frialdad. «Enfermedad va a sufrir por lo que ha hecho…».

Torin soltó una maldición, y ella empezó a rodar por una ladera. Se le llenó la boca de hierba y de tierra. Sintió un agudo mareo.

Cuando, por fin, dejó de moverse, tuvo que luchar por abrir los ojos. ¿Acaso los tenía llenos de barro? Pestañeó, y vio a Torin. El verdadero Torin estaba sobre ella.

Tenía una sonrisa en los labios.

–Bienvenida, princesa.