Capítulo 12
Torin estaba eufórico. Keeley había sobrevivido a otra enfermedad. Se había recuperado tan rápidamente como había enfermado. Después de una hora de destruir la cabaña, de hecho, estaba en pie, y no tenía secuelas.
La primera vez, Torin lo había entendido, porque otros también se habían curado. Sin embargo, aquella segunda vez…
¿Cómo había podido sobrevivir? Él se lo había preguntado, pero ella le había respondido:
–Hola. Soy la Reina Roja. Tengo superpoderes.
Quizá. Probablemente.
¿Sobreviviría a una tercera enfermedad? ¿Y a la cuarta?
Teniendo en cuenta el trato que habían hecho, parecía que ella estaba dispuesta a averiguarlo; sin embargo, él no. Ya no.
«Eso ya lo he oído más veces».
«Sí, pero esta vez es cierto».
Él la guio por el bosque, vigilante, por si se les acercaba algún gigante con intención de vengarse. La destrucción de la cabaña había ocasionado un polvo que todavía seguía en el aire. Keeley permaneció tras él, callada. Aquel silencio le ponía nervioso.
–¿Me odias? –le preguntó.
–¿Odiarte? ¿Por qué iba a odiarte?
–¿De veras tienes que preguntarlo?
–Obviamente, porque acabo de hacerlo.
–Por el demonio. Por los vómitos.
–Tal vez hayas olvidado que fui yo quien te tocó.
No, no lo había olvidado. No lo olvidaría jamás. Su caricia había dejado bien claro lo mucho que él la necesitaba, lo acuciante que era su necesidad. Cuando, por fin, la había tocado, todo había perdido su importancia, salvo el placer.
–No quiero que hablemos de eso –dijo.
Mientras buscaba un sitio seguro para aparcar, Torin pensó que el deseo debía de estar consumiéndole el cerebro, y que el calor debía de estar derritiéndole las entrañas. El otoño había pasado y, después de pasar un tiempo de invierno, habían entrado en un calor asfixiante. Sin embargo, él no creía que aquello tuviera nada que ver con Keeley. Su estado de ánimo no concordaba con las altas temperaturas.
–Voy a quitarme la camisa. No te acerques a más de tres metros de mí hasta que vuelva a ponérmela –le dijo Torin a Keeley. Se sacó la prenda por la cabeza y se la enrolló en el cuello para que la tela absorbiera las gotas de sudor que le caían de las sienes–. Lo digo muy en serio.
Keeley observó con fijeza su torso desnudo, y Torin tuvo la sensación de que lo acariciaba.
–Eres un fastidio, ¿lo sabías? –respondió ella–. Yo también tengo mucho calor –añadió. Se rasgó las mangas de la camisa y se las arrojó a la cara.
Al verla sin mangas, él recordó cómo se había revisado los brazos y las piernas al despertar de su enfermedad. Lo que hubiera visto Keeley en sus miembros, o lo que no hubiera visto, la había relajado. Él le había preguntado por qué lo hacía, pero ella respondió:
–Ya. Como si fuera a darte ideas.
¿Qué significaba eso?
–Estúpida doble moral –dijo Keeley–. Si yo me quitara la camisa, sería una fresca que está rogando que la devoren.
–Tranquilízate. Yo nunca te haría rogar nada.
–¿Estás diciendo que me lo darías gratis?
–No estoy diciendo nada –dijo él. Si continuaban por aquel camino, terminarían donde habían empezado: con un grave problema–. Pero ¿para qué te vas a arriesgar a que te piquen los insectos? Vamos a buscar un abrigo. Podría ser de piel.
–Como si algún insecto se fuera a atrever a acercárseme.
–Bueno, pero, de todos modos, nunca está de más ser precavido –dijo él, y rebuscó en su mochila–. Sé que tengo un top de sobra por algún sitio.
–¡Si intentas que me lo ponga, te ato, te abro en canal y dejo que los animales se tomen tus órganos de aperitivo!
–Todo el mundo tiene que comer –dijo él. Sin embargo, sacó las manos vacías de la mochila–. Por desgracia, se nos ha acabado la ropa limpia.
–¿Y qué te parece si te quito la piel del cuerpo? Tú puedes ser mi abrigo.
–Es buena idea. Así estarás caliente durante la próxima nevada.
Ella dio una patada en el suelo.
–Mi incapacidad de hacerte enfadar es muy molesta.
–Si te sientes mejor así, puedo gritarte.
–Eso sería de mucha ayuda, gracias.
Él pensó un instante y, después, empezó a gritar.
–¡Cómo te atreves a desnudarte los brazos en público! Tienes razón, eres una fresca. Eso le da muchas ideas a un hombre. Le hace pensar que te dedicas a llevar cajas pesadas, ¡lo cual es tarea suya! Es humillante.
Keeley se echó a reír, y sus pechos se movieron. Él había tenido aquellos pechos en la mano. Los pezones estaban endurecidos, seguramente, por la necesidad de ser pellizcados y succionados.
«¡Date la vuelta ahora mismo!».
No lo hizo. No podía.
Keeley dejó de reírse, y entre ellos se hizo el silencio.
–Torin –susurró.
–No –dijo él y, al ver que ella se humedecía los labios, repitió–: No.
Se oyó el crujido de una ramita. Aquella era la señal de que ya no estaban a solas.
Gracias a Dios. Torin sacó uno de los cuchillos que había conseguido salvar del derrumbe de la cabaña.
–Escóndete detrás de esa roca –le dijo a Keeley, mientras observaba el bosque con toda su atención para avistar a cualquier visitante. ¿Era humano, animal, o gigante? ¿O una combinación de los tres?
Keeley miró la roca en cuestión y puso cara de pocos amigos.
–La Reina Roja no se esconde.
–Si no lleva guantes, sí. No olvides que ahora eres portadora. Además, has estado enferma. Tienes que conservar la energía. ¿Y se desbordan tus emociones? Seguramente, lo mejor será que no destruyamos todo el reino mientras todavía estamos en él.
El gesto de Keeley se hizo aún más hostil. Sin embargo, terminó por exhalar un suspiro y se encaminó hacia la zona segura.
–Está bien. Lo que tú digas. Tengo un humor demasiado bueno como para discutir.
–¿De verdad? ¿Esto es buen humor? –preguntó Torin. El sol no brillaba en el cielo, precisamente.
Keeley se tropezó con una liana… No, no era una liana. Era una trampa, muy parecida a la que había preparado Torin en el otro reino. Se oyó un clic y un sonido susurrante y, justo cuando ella caía de rodillas, una lanza salió disparada hacia ella desde el agujero de un árbol, con destino a su corazón.
–¡No!
Torin se lanzó hacia ella.
Sin embargo, Keeley agarró el arma antes de que se le clavara en el pecho.
Él rodó por el suelo y se puso en pie de un salto. Su alivio fue muy corto, porque de entre el follaje salieron dos humanos primitivos, vestidos únicamente con un taparrabos y armados con un par de aquellas lanzas primitivas. Seguramente, eran los humanos a los que daban caza los gigantes.
Uno de ellos vio a Keeley y elevó el arma para lanzarla.
Torin no perdió el tiempo con negociaciones. Lanzó su cuchillo y atravesó la garganta del hombre, que cayó ensangrentado al suelo y quedó boca abajo, con el arma inutilizada.
El otro hombre, al que Torin bautizó como Tarzán, frunció el ceño y subió su lanza.
Torin sacó otro cuchillo.
–Yo no lo haría si fuera tú.
–Oh, qué bien –dijo Keeley, dando palmaditas–. Dos guerreros muy atractivos luchando a muerte. Tienes mi aprobación, Torin. Continúa.
A Tarzán se le oscurecieron los ojos de horror y de odio.
–Tú –dijo, con un jadeo–. Habíamos oído el rumor de tu vuelta, pero creía que era falso, que nunca te atreverías a volver.
–¿Yo? Creo que te equivocas de chica –respondió Keeley.
–Como si alguien pudiera olvidarte. Estuviste a punto de destruir todo mi pueblo, arrancaste los árboles sagrados de raíz en un abrir y cerrar de ojos y apaleaste a todo mi clan con ellos.
–¿Hice todo eso? Bueno, seguro que tenía un buen motivo –respondió ella, pensativamente–. Pero ahora no me acuerdo. Debe de ser otro de los recuerdos que he borrado de mi mente.
Torin no perdía de vista a Tarzán ni su lanza.
–¡Ah, ya sé por qué! –exclamó Keeley–. Tu pueblo tiene la costumbre de arrojar niños al fuego como sacrificio a vuestros dioses –dijo, y entornó los ojos mientras el árbol que estaba a su lado se arrancaba de cuajo del suelo y quedaba flotando a su lado–.Yo tengo un problema con eso.
–Y yo tengo un problema contigo.
Tarzán echó a correr hacia ella como un misil, y ella dirigió el árbol hacia él. Sin embargo, Tarzán estaba preparado y se agachó, esquivando el tronco por debajo. Entonces, siguió corriendo, chocó contra ella y la derribó. Cuando la tuvo inmovilizada en el suelo, la agarró por el cuello con las dos manos, piel con piel.
Torin gritó salvajemente y se abalanzó sobre el hombre primitivo para quitárselo de encima a Keeley. Cayeron al suelo con dureza, y Tarzán se llevó lo peor del impacto. En cuanto se detuvieron, Torin se sentó y le golpeó. Le rompió la nariz, le partió el labio y le sacó los dientes. La mandíbula se le desencajó.
–No vuelvas a tocar a la reina nunca jamás.
Tarzán cerró los ojos y se quedó laxo. Su cabeza rodó hacia un lado.
Torin no se levantó. La Reina Roja era suya, y nadie más podía tocarla. Antes, él moriría por evitarlo.
–Ya es suficiente –le dijo Keeley–. Si lo dejas vivir, será un buen experimento. Por ese motivo no lo he teletransportado a otro sitio antes de que atacara.
¿Para averiguar cuál era la enfermedad que podía transmitir? Inteligente.
Torin miró a Tarzán.
–Enhorabuena. He decidido no matarte para poder verte sufrir.
Se puso en pie y miró a Keeley. Ella seguía en el suelo, y él se le acercó con preocupación.
–¿Qué te pasa?
Ella se apoyó en los codos. Tenía algunos hematomas en el cuello. Se mordió el labio, y dijo:
–Creo que me he torcido el tobillo.
–Deja que lo vea.
Con cuidado, Torin levantó el bajo de su pantalón. Tenía una ligera hinchazón y una ligera rojez en la piel. Él sintió rabia. Hizo ademán de levantarse para ir a matar a Tarzán, pero Keeley lo agarró de la muñeca para detenerlo.
–Tienes la cara manchada de sangre –le dijo ella, con un tono suave y femenino, y él notó un dolor anhelante en el pecho.
–No es mía –dijo Torin–. Vamos a salir de aquí antes de que aparezcan más tipos con lanzas.
Ató a Tarzán con varias lianas para arrastrarlo mientras caminaba, y tomó a Keeley en brazos, con cuidado de no tocar su piel.
Ella se acurrucó contra su pecho y, mientras caminaban, un rayo de sol permaneció fijo en ellos.
–Torin… ¿sabes por qué he dicho que se me ha torcido el tobillo? Bueno, es cierto. Pero también es cierto que se me ha curado ya.
–¿Quieres que te deje en el suelo?
–No, lo contrario. Quiero que me abraces con más fuerza. Puede que no deba admitir esto, pero lo que hicimos en la cabaña ha hecho que te desee todavía con más intensidad.
Él sintió una descarga de lujuria.
–No digas eso.
–¿No quieres que diga la verdad?
–Solo consigues ponerme las cosas más difíciles.
–¡Ese es el objetivo! –exclamó ella–. Los dos queremos un final feliz. Pero, tal vez, yo también quiera un poco más hasta que llegue…
«Resiste».
En dirección al norte, se encontraron con muchas trampas. Seguramente, aquella era la zona de la aldea de Tarzán, y Torin decidió cambiar de dirección. Después de caminar durante una hora, encontraron una cueva vacía.
Depositó a Keeley sobre una gran piedra. Ella se quedó mirando fijamente sus labios, y él tuvo que apartarse rápidamente.
Ató a Tarzán, que seguía inconsciente, a una pared rocosa.
–Tengo que establecer un perímetro de seguridad –le dijo a Keeley.
–Ten cuidado.
–Siempre tengo cuidado –respondió Torin.
«Salvo contigo».
Sin embargo, eso tenía que cambiar antes de que fuera demasiado tarde.
Torin trabajó como un loco, haciendo lanzas con ramas, poniendo trampas con lianas, excavando agujeros y ocultándolos con hojarasca. En cierto momento el calor se convirtió en un frío glacial, y todo se cubrió de una fina capa de hielo. A él se le congeló la punta de la nariz, y comenzaron a arderle los pulmones debido al aire frío. Terminó de trabajar y se lavó los guantes en un río cercano. El agua también se heló, y él soltó una maldición.
Volvió rápidamente a la cueva, antes de morir por congelación. Lo primero que vio fue que Tarzán todavía estaba sin conocimiento y, lo segundo, que Keeley había creado una cortina con ramitas y hojas, y la había colgado del techo de la cueva para establecer dos compartimentos. En uno de ellos estaba Tarzán, y en el otro, ella. En el suyo ardía un agradable fuego… y Keeley estaba apoyada contra la pared de roca, con las rodillas elevadas y separadas.
Estaba desnuda, preparada para recibirlo.
–Quería darte una buena bienvenida –le dijo, con una sonrisa lenta, casi tímida–. También quería tentarte. ¿Lo he conseguido?
A Torin se le cortó la respiración. «Sal corriendo», se dijo. Pero no pudo. Ya había percibido su olor a canela y vainilla, y ya estaba demasiado cerca de ella, aunque no recordaba haberse movido. Sin embargo, lo había hecho y, de repente, Keeley estaba a su alcance y él estaba de rodillas.
–Esta vez tendremos cuidado –le dijo Keeley–. Lo único que quiero es demostrarte que hay una forma.
–Sí. Una forma –dijo él. Temblando, le agarró las rodillas y, pese a los guantes, sintió una descarga eléctrica. Le separó las piernas…
«Nunca había visto nada tan bello». Pasó un dedo por el calor húmedo que ella le ofrecía, y pensó: «Quiero esto solo para mí. La deseo».
Debió de pronunciar aquellas palabras en voz alta, porque ella gimió, arqueó la espalda y murmuró:
–Soy tuya.
–Yo cuido lo que es mío.
«Voy a mantener un control absoluto».
No sabía por qué clase de milagro había decidido Keeley hacer algo así, por qué había sentido tanta impaciencia pese a todo lo que le había hecho él, pero siempre le estaría agradecido. O siempre sentiría arrepentimiento…
El tiempo lo diría.
Sin embargo, en aquella ocasión no iba a marcharse. No iba a parar antes de tiempo. Otra vez, no.
Acarició sus pezones y se los pellizcó suavemente. Ojalá pudiera succionarlos, pero resistió la tentación, y fijó su atención en el centro de su sexo. Separó sus pliegues y halló el lugar que iba a hacerla suplicar, y presionó.
–Torin –gimió ella–. ¡Sí!
Él apretó con más fuerza. Nunca había llegado tan lejos con una mujer, pero, con ella, quería llegar más y más lejos.
–Quiero que entres en mi cuerpo –le rogó Keeley.
Él deslizó un dedo profundamente, y se maravilló.
–Estás tan húmeda…
–Y lo estaré más todavía –respondió ella, con la voz enronquecida.
Él fue moviendo la mano hacia dentro y hacia fuera, pero muy pronto, aquello no fue suficiente para ninguno de los dos, y aumentó la velocidad. La tensión del cuerpo de Keeley no cedió, sino que se intensificó, y sus paredes internas lo apretaron para intentar retenerlo dentro. La erección de Torin palpitaba a la vez que sus movimientos, exigiéndole el mismo tipo de atención. Entonces, introdujo otro dedo.
A ella se le escapó un jadeo de deleite.
Cuanto más se movía, más parecía gustarle a Keeley; ella levantó las caderas para recibir mejor las acometidas de su mano, y fue una dulce agonía para él. Las contracciones se intensificaron, y él aumentó el ritmo. Siguió empujando con sus dedos, cada vez más rápidamente y con más fuerza, deslizándose hacia arriba, hasta que ella no pudo hacer otra cosa que mecerse una y otra vez.
–Te gusta esto –dijo él, con reverencia.
–¡Sí! Oh, sí –gimió ella–. Pero quiero que lo hagas con más fuerza. Más rápido.
–No quiero hacerte daño.
–¡Más fuerte!
Él no pudo negárselo, y empezó a moverse con más dureza. Los sonidos que ella emitió después… Comenzó a ronronear como si no pudiera creer lo que estaba sucediendo. Más jadeos. Ruidos salvajes que electrizaban el aire.
–Voy a darte más. Tienes que aceptarlo. Sé que puedes hacerlo –dijo él.
Entonces, metió un tercer dedo en su cuerpo, y ella llegó instantáneamente al clímax, gritando su nombre y arrancándole un gemido a él. Torin siguió moviendo los dedos mientras ella temblaba. Al cabo de unos instantes, Keeley se desplomó en el suelo, sin fuerzas.
Sin poder soportarlo más, Torin se abrió el pantalón y utilizó la humedad del deseo de Keeley para lubricar su miembro viril. Empezó a acariciárselo de arriba hacia abajo con una violencia que no debería causarle sorpresa. Ella se incorporó, pero él no sabía qué pretendía hacerle, y no debía arriesgarse a averiguarlo. Sin embargo, le permitiría que lo hiciera, por muy peligroso que fuera. La empujó hacia el suelo y se irguió sobre ella; a cada segundo que pasaba, él era menos consciente de la situación, y apoyó una mano junto a su sien, en el suelo, mientras seguía acariciándose sin parar.
–Un día, quiero tomarte en mi boca –dijo ella–. Quiero tomarte por completo y tragar tu simiente. Te acuerdas de cuánto me gusta tragar, ¿no?
Lo que estaba describiendo… Torin sabía que nunca podría dárselo, pero, al menos, podía imaginarlo. Aquellos labios rojos a su alrededor, y una succión cálida y húmeda. Empezó a sentir un intenso ardor en el miembro viril, y se apretó aún más la carne.
Sí… sí… Estaba a punto de estallar. El ardor ascendió hasta el extremo del miembro, y su simiente salió expelida hacia el vientre de Keeley. El placer que sintió Torin fue tan sublime que…
Hacia su vientre.
De repente, fue consciente del significado de aquellas palabras, y retrocedió con espanto. Aquello no era un contacto piel con piel, pero era un contacto y, posiblemente, más peligroso aún.
Volvió hacia ella e intentó limpiarle la piel antes de ponerse en pie. Le temblaban las piernas mientras se colocaba la ropa de nuevo. Todo vestigio de placer desapareció.
–¿Torin? –preguntó ella, con inseguridad.
Estaba perfecta. Tenía el pelo revuelto, la piel brillante de satisfacción. Sin embargo, por mucho deleite que hubiera sentido Keeley, cabía la posibilidad de que él la hubiera infectado de nuevo.
–Cuando vuelva –dijo Torin, con la voz entrecortada–, quiero que estés vestida. Vas a quedarte al otro lado de la cueva, y no vamos hablar más. Ni siquiera vamos a mirarnos. Si enfermas, nos enfrentaremos a ello. Hasta ese momento…
Torin salió de la cueva.
Keeley no estaba segura… no podía procesarlo… era demasiado.
El placer había sido abrumador. Una hora después, todavía no se había calmado por completo. Tal vez nunca lo consiguiera. Y Torin, su dulce Torin convertido en una bestia rugiente, todavía no había vuelto.
«¿Me está evitando?»
¿Dónde podía estar?
¿Y dónde había aprendido aquello? Utilizando solo los dedos, había conseguido llevarla al clímax y la había dejado completamente saciada.
«¿Y piensa que voy a poder apartar los ojos y no mirarlo? ¿Que voy a poder abstenerme de hablar con él?».
Sería más fácil arrancar la luna del cielo. Ella deseaba a Torin más que nunca.
Sabía que tenía que enfrentarse con lo que sentía por él, que cada vez era más fuerte. Temía que él se alejara de ella en cuanto supiera que había formado el vínculo de los Curators, y que ese vínculo se reforzaba más y más con cada una de las caricias que compartían.
El vínculo dictaba que, durante toda su vida, ella estaría dedicada a él y a su futuro. A menos que Torin cometiera una traición tan grande que el vínculo se desvaneciera, como había hecho Hades, ella querría siempre lo mejor para él, aunque tuviera que dar la vida para conseguirlo. Sus emociones siempre responderían a las de Torin, y su bienestar sería lo más importante para ella.
Se echó a reír sin ganas. Él nunca iba a estar tan dedicado a ella. Temía demasiado los efectos de su demonio.
Keeley pensó que tenía que encontrar la Estrella de la Mañana, fuese como fuese. Y rápido.
Mientras, iba a tomar el control de la situación de una manera activa. Haría todo lo que estuviera en su mano para que Torin cambiara de opinión sobre el vínculo. Se ganaría su corazón y, después, se lo diría.
Era un plan perfecto, si no se analizaba demasiado. Pero ella era una luchadora y podía ganar. Conseguiría que Torin la deseara con la misma intensidad que ella lo deseaba a él. Era fácil.
Tal vez.
Bueno, sí, probablemente sería difícil. Sin embargo, ¡estaba dispuesta a enfrentarse al reto! En cuanto Torin se librara del primitivo, ella empezaría a golpear.