Capítulo 28

 

Baden recordó la niebla negra… y los sirvientes que lo habían sacado de ella a rastras. Lo habían llevado a aquella celda. Él habría pensado que era un reino espiritual, en vez de uno natural, porque por allí pasaban demonios constantemente, y porque podían tocarlo. Sin embargo, él tenía unas bandas doradas alrededor de las muñecas, y podía tocar cosas que no debería poder tocar.

Tenía la impresión de que quien le había mandado capturar era Lucifer. Había oído un comentario de los demonios…

Que Lucifer estaba recopilando todo lo que apreciaban los Señores del Inframundo.

Lucifer, que se había aliado con una especie de reina de las sombras, una mujer que había obligado a un poderoso Enviado a que se casara con ella.

Los Enviados iban a ponerse furiosos cuando supieran la verdad. Ellos eran guerreros alados que combatían contra los demonios, no los ayudaban.

Además, Lucifer estaba preparando un golpe para arrebatarle el trono a Hades, un hombre a quien había llegado a considerar su padre.

Baden imaginaba que él no era más que una moneda de cambio. Lucifer quería usarlo para obligar a los Señores a que lucharan a su lado y no contra él. Sin embargo, él no entendía por qué estaban allí también Cronus y Rhea; los Señores del Inframundo no harían nada por ellos.

Y, lo más importante de todo, ¿dónde estaba Pandora?

–¡Esto es un atropello! –gritó Cronus–. ¿Cómo es posible que yo reciba este tratamiento? ¡Soy el rey de los Titanes!

–Ya no –le escupió Rhea–. Ahora no eres el rey de nadie.

–Cállate. Nadie te ha pedido tu opinión.

Ella se encogió de hombros.

–No es mi opinión, es un hecho objetivo.

Los dos siguieron discutiendo.

Baden quería abrirles la garganta y sacarles las cuerdas vocales.

Se oyó el chirrido de una puerta al abrirse, y Baden se acercó rápidamente a los barrotes de su celda. Dos demonios iban por el pasillo en dirección a él. Medían un metro y ochenta centímetros y eran muy musculosos. Tenían cuernos en el cuero cabelludo, y unas alas que les salían de la espalda.

Él sacó la mano para llamar su atención.

–La chica. Pandora. ¿La habéis traído a este reino?

Ambas criaturas le mostraron unos colmillos amarillentos y se echaron a reír de alegría.

A Baden se le encogió el estómago. Aquella reacción significaba que sí, que la habían llevado allí, y que no la estaban tratando bien.

Aquello le enfureció. Él odiaba a Pandora. Siempre había maldecido el día en que se quedó atrapado con ella. Sin embargo, había sido su única compañía durante siglos, y no podía soportar la idea de que la torturaran.

Agarró al demonio de la derecha y lo golpeó contra los barrotes de la celda. Lo mantuvo allí, inmovilizado. El otro se acercó a rescatar a su compañero y le dio un puñetazo a Baden en la cara. Él no soltó al demonio.

Por fin, Rhea y Cronus se dieron cuenta de lo que pretendía, y se acercaron a cachear en silencio a los demonios con la esperanza de encontrar la llave de la celda.

Baden no la encontró. Cuando sus majestades se retiraron, él liberó al demonio y se alejó de él. El ojo se le había hinchado y tenía sangre en la boca.

–Tienes suerte de que nos hayan convocado. De lo contrario –le advirtió una de las criaturas–, te enseñaría una lección que nunca ibas a olvidar.

«Eso no lo había oído nunca», pensó Baden, irónicamente.

Los demonios se alejaron.

–¿Habéis encontrado la llave? –les preguntó a Cronus y a Rhea.

Sin embargo, los dos negaron con la cabeza.

Baden le dio una patada a una de las barras de metal. Sintió un dolor que le subía por la pierna y que se extendía por el resto de su cuerpo. Aquello le recordó que los efectos del veneno no habían disminuido, y que no estaba en plena forma.

Sin embargo, solo había una forma de salir de aquella celda: los demonios tenían que abrir la puerta. Y, para conseguirlo, tenía que retarlos.

–Eh –gritó–. Tenéis suerte de que os hayan convocado. Si no, podríais intentar enseñarme todas las lecciones que quisierais, pero los tres sabemos que os tendría a mis pies, muertos, en cuestión de segundos. ¡Cobardes!

Nada. No hubo respuesta.

Él desapareció.

Hasta que se oyeron unas pisadas, y los dos demonios volvieron a aparecer. Tenían los ojos entornados y brillantes, y mostraban los colmillos. La saliva se les caía al suelo.

–Preparaos –les dijo Baden a sus compañeros. Sabía que no podía confiar en ellos, que lo dejarían atrás sin pensarlo dos veces si tenían la oportunidad–. Si queréis que los Señores del Inframundo usen los cuatro artefactos para encontraros y salvaros, tenéis que ayudarme a escapar de esta celda.

Las bisagras de la puerta de la celda chirriaron, y entraron los demonios.

–Vamos a ver lo que puedes hacer –dijo uno de ellos.

«Sí, vamos a verlo».

 

 

Cameo estaba apoyada en el cabecero de la cama. Sus amigos llevaban varios días entrando y saliendo, dándole la bienvenida y preguntándole cómo estaba.

Torin estaba sentado junto a su cama, pero fuera de su alcance. Ella quería acurrucarse en su regazo y sentir sus abrazos y su consuelo, pero no se atrevía. Su vida era muy triste, y lo único que tenía era el contacto y la conexión con los demás. No podía perder eso convirtiéndose en portadora de una enfermedad. Por ningún hombre, ni siquiera por aquel.

Además, había una desconocida en la habitación. Una bellísima rubia que se había apoyado en la puerta cerrada, cruzada de brazos, y que lo observaba todo con unos ojos azules llenos de inteligencia.

Llevaba un vestido negro de manga corta, de encaje, con escote y con una falda larga de tul que le llegaba hasta los pies. Parecía poderosa.

Había una extraña tensión entre Torin y la mujer. Era como si su conexión crepitara. Cameo tuvo la necesidad de… algo.

No. De alguien.

«¿Por qué no puedo olvidar a Lazarus? Es un mentiroso. Un engañabobos».

«Parece que no solo soy Tristeza. También soy Idiotez».

–Me gustaría hablar a solas un rato con mi amigo –le dijo Cameo a la chica.

Torin negó con la cabeza.

–Lo siento, Cam, pero Keeley se queda conmigo. Siempre.

Aquel era un tono de propiedad, y ella nunca había oído a Torin hablar así.

Cameo se dio cuenta de todo, y se le escapó un jadeo.

–Estáis juntos.

Él asintió. Se cuadró de hombros, como si estuviera esperando un golpe por su parte, como si pensara que ella iba a gritarle lo errónea que era aquella relación.

La chica, Keeley, se movió de su sitio y se sentó en el regazo de Torin con la gracia de una bailarina de ballet, tal y como había pensado hacer Cameo.

–Pero… eso es… –balbuceó, llena de asombro.

–Sí, lo sabemos –intervino Keeley–. Somos la pareja más atractiva que hayas visto nunca. Puedes continuar –dijo, e hizo un gesto propio de la realeza.

Cameo estuvo a punto de espetarle que él había sido su novio primero, pero se contuvo. Torin y ella se habían querido mucho, pero no como se suponía que debían quererse los amantes. No de aquella manera.

–¿Ella es inmune a ti? –preguntó Cameo, que quería sentirse feliz por él.

Torin hizo un gesto negativo con la cabeza, y en su rostro se reflejó su habitual sentimiento de culpabilidad.

–¿Y le tocas la piel de todos modos?

–Lo he hecho –respondió él–, pero ahora he encontrado… otras formas.

–Te recomiendo fervientemente esas otras formas –dijo Keeley–. Pero también te recomiendo fervientemente que no las pongas en práctica con mi hombre.

Torin sonrió, y su sonrisa fue como un puñetazo en el estómago para Cameo.

«Yo podía haber tenido todo esto. Diversión, celos, sentimiento de posesión y obsesión… Pero me mantuve a distancia. Agradecí esa distancia. Y él también».

Y, ahora, estaba obsesionada con un hombre que se había divertido jugueteando con su vida y que, seguramente, la habría echado a patadas de su lado en cuanto hubiera obtenido lo que quería. Eso sí que eran malas elecciones.

–¿Te acuerdas de lo que te ocurrió antes de que Keeley te rescatara? –le preguntó Torin.

¿Keeley la había rescatado? ¡Maravilloso! Encima, no podía odiarla.

Cameo intentó recordar. La niebla era asfixiante. De ella habían emergido unos demonios que se la habían llevado a rastras. Finalmente, había podido volver a respirar. Sin embargo, alguien la había teletransportado a un salón del trono en el que ardían hogueras por todas partes. Los demonios pululaban por él con total libertad. Se oían gritos en el aire caliente.

Un hombre muy bello estaba ante ella. Tenía el pelo rubio, casi blanco, y los ojos negros y mágicos. Sus rasgos eran tan perfectos que a ella le dolió el corazón al mirarlo.

–Vas a ayudarme en una pequeña tarea –dijo él, con una voz que no era más que un susurro seductor.

Ella se había estremecido y se había sentido repelida por él, pero también fascinada… Tenía algo que…

Tal vez, el hecho de que Tristeza lo adoraba y había empezado a ronronear como un gatito dentro de su cabeza.

Intentó escabullirse, alejarse de él, pero unos demonios la sujetaron. Él la había apuñalado con algo afilado, de color negro, y se lo había dejado dentro.

–¿Acaso creías que tenías elección? –le preguntó, con una sonrisa fría. Después, miró a sus sirvientes–. Vamos, llevadla a su habitación.

Los demonios se la habían llevado a rastras.

Cuando terminó su narración, Keeley dijo:

–Es Lucifer. Parece que Hades ha dicho la verdad, por una vez.

–A menos que estén trabajando juntos.

–No es probable. Antes de su caída, Lucifer vivía en el cielo y en el inframundo, por temporadas. Como ningún hombre puede servir de verdad a dos amos, al final tuvo que elegir entre Hades o el Más Alto. Eligió a Hades, pensando que recibiría de él un mayor poder y una posición más elevada.

–Un error –dijo Torin.

–Exacto. Hades lo reclamó como hijo solo para poder traicionarlo, para atarlo al inframundo mientras él seguía vagando por ahí libremente. Y, desde entonces, se han hecho demasiado daño como para convertirse en aliados alguna vez. Sobre todo, teniendo en cuenta que ninguno de los dos tiene la capacidad de perdonar nada.

Cameo observó a la pareja. Estaban en sincronía, y Torin le acariciaba el brazo suavemente mientras hablaban con un gesto de adoración, como si no pudiera creer el tesoro que tenía en el regazo.

Él nunca había podido superar su miedo y su culpabilidad para estar de verdad con ella, pero parecía que con Keeley sí lo había conseguido.

Claramente, sus sentimientos hacia Keeley eran profundos.

¿Podría tener ella algo igual alguna vez?

«Me estoy compadeciendo de mí misma. Tengo que dejar de hacerlo».

–Me pregunto si también ha encontrado a Viola –dijo Torin.

–Yo no la he visto –respondió Cameo.

–Si está allí –dijo Keeley–, y Lucifer se ha dado cuenta de que Cameo ha escapado, reforzará la seguridad con respecto a esa chica. Sacarla de allí va a ser más difícil.

–No importa. Yo la rescataré –dijo, mirando a Keeley con intensidad–. ¿Me has oído? Esta vez, no vas a pasar el portal sin mí. ¿Entendido?

Keeley se estremeció.

–¿Y qué vas a hacer si te desobedezco? –le preguntó, juguetonamente.

Su mano se posó en la cadera de la chica y la apretó. Irradiaba calor, tanto, que incluso Cameo pudo sentirlo.

–Voy a tener que demostrártelo –dijo él, y se puso en pie, utilizando a Keeley como pantalla. ¿Para ocultar una erección, quizá?

–Discúlpanos –le dijo a Cameo–. Tenemos que zanjar una discusión.

–Adiós –dijo Keeley, despidiéndose de ella con la mano mientras Torin la sacaba de la habitación.

Cameo se hundió en los almohadones de su cama. Siempre se había preguntado si había cometido un error al romper con Torin. Parecía que no.

«Yo nunca iba a poder ser la chica adecuada para él».

Por otra parte, Lazarus…

Era bueno saber que la habían apartado de su lado. De lo contrario, tal vez se hubiera quedado con él y, al final, él la habría dejado. Nadie podía soportar durante mucho tiempo sus oscuras emociones.

Así pues… ¿por qué quería volver con él?