Capítulo 3

 

«Vaya, la Reina Roja», pensó Torin, con incredulidad. No era de extrañar que los inmortales de los cielos tan solo se atrevieran a susurrar sobre ella. ¿Loca? ¿Cruel? Pues sí. Seguramente, todos pensaban que pronunciar su nombre podía conjurarla.

Al menos, ya sabía el porqué de su título. Con tanto poder, sería capaz de aniquilar a un ejército en un abrir y cerrar de ojos. «Y esa es la mujer que ha amenazado a mis amigos. A mi única familia».

Vaya. Incluso su demonio se estremeció.

Torin observó a Keeley desde su escondite, entre los árboles retorcidos y cubiertos de espinas. Estaba absolutamente asombrado. Después de que la mazmorra se hubiera desmoronado a su alrededor, ella siguió allí erguida, sin una sola herida. Bueno, no exactamente; tenía el brazo destrozado. Y, sin embargo, había destruido toda la prisión sin levantar un dedo.

¿Qué más podría hacer?

Torin sintió algo. Sintió la misma ferocidad que sentía en el campo de batalla. La misma sensación por la que vivía en un tiempo muy lejano, y que creía que nunca volvería a experimentar.

Sonrió. «¡Idiota!». Aquella era la única batalla que tal vez no pudiera ganar.

¿Acaso podría ganar alguien? Si él no hubiera liberado a todos los prisioneros de aquella cárcel antes de salir, todos habrían muerto. ¿Y le habría preocupado a ella?

No, claramente.

Hablando de prisioneros… Uno de ellos le resultaba muy familiar. Estaba famélico, pero le había resultado familiar, y le había provocado una punzada de ira. Torin no había sido capaz de identificarlo y, después, no había vuelto a verlo.

Aunque eso ya no tenía importancia. Estaba ante una amenaza mucho peor que esa.

Había estado a punto de volver por Keeley en varias ocasiones. No para hacerle daño, ni para gritarle, sino para verla de nuevo y pedirle perdón. Para demostrarse a sí mismo que no era tan impresionante como recordaba. Para terminar con aquel estúpido impulso que lo empujaba hacia ella. Solo para… estar con ella.

¿Cómo podía ser tan estúpido?

«Tengo que matarla».

Sintió remordimientos al imaginarse a aquella belleza tan poderosa y valiente en una tumba.

Pero no debería sentirse mal acerca de su destino. Y tampoco debería tener que recordarse a sí mismo que ella había amenazado a su familia.

Era hora de procurarse un refuerzo negativo. Torin rodeó con los dedos la gruesa rama del árbol que estaba a su lado para que las hojas pudieran darse un festín con él.

Unos dientes afilados le rasgaron la piel, y la sangre brotó de su mano. Las hojas se pusieron frenéticas, como un banco de pirañas, y no dejaron nada más que el hueso. Él sintió un dolor intenso que le obligó a alejar el brazo. No tenía que preocuparse por si la planta extendía la enfermedad; moriría dentro de una hora.

Mientras se curaba, observó a Keeley con más atención, y vio dos cosas con claridad: la primera, que el refuerzo negativo no había servido de nada, porque seguía sin sentir el deseo de matarla. Y la segunda, que tenía un deseo cada vez más fuerte de desafiarla a una prueba de fuerza. A una prueba de fuerza, nada más.

Keeley tenía unos ojos grandes e inclinados hacia arriba, como si estuvieran invitando a los hombres a su cama. «Desnúdame», decían. «Haz lo que quieras conmigo».

Aunque tenía el pelo lleno de barro y suciedad, los mechones de color cobalto brillaban bajo la luz apagada del sol. Tenía los labios rojos y carnosos, de esos que cualquier mujer querría tener… Y que cualquier hombre querría tener por todo el cuerpo. Su piel era impecable, tan pura como la nieve, y también de color azul.

Era extraordinaria. Un Hada de Azúcar, edición Mazmorra.

Entrada de la banda sonora pornográfica.

Torin gruñó. «No, esto no. Cualquier cosa, menos esto».

Siglos atrás, Torin se había pasado la mayor parte del tiempo imaginándose que se acostaba con todas las mujeres con las que se cruzaba. Y era bueno. Un dios entre los hombres que no se parecía en nada al guerrero tosco e incapaz. Había tomado a sus amantes contra una pared, sobre una mesa o en el suelo, de un modo salvaje, y a todas ellas les había encantado.

Aquello era algo como su vía de escape, algo que le abría puertas que nunca iba a poder traspasar en la realidad pero que, al mismo tiempo, le tentaba con cosas que nunca iba a poder tener.

Keeley alzó un brazo y estiró el dedo índice. Se produjo un rayo que bajó del cielo y cayó en la punta de su dedo; sin embargo, ella ni siquiera tembló. En vez de eso, sonrió.

¿Qué demonios era?

Enfermedad se golpeó contra las paredes de su cráneo como si quisiera escapar a toda costa de aquella chica.

Y, por una vez, Torin estuvo de acuerdo con el demonio. Luchar contra Keeley no iba a ser algo rápido, sino que iba a tomarle un tiempo del que no disponía. Tenía que encontrar a Cameo y a Viola, y tenía que seguir buscando la caja de Pandora para destruirla, porque aquel objeto era lo único en el mundo que podía matarlos a sus amigos y a él de una sola vez.

Aunque no había hecho ningún ruido, Keeley giró la cabeza hacia él y le clavó la mirada. Entrecerró los ojos, que eran azules como el hielo, y, pese a la distancia que los separaba, Torin se sintió como si le hubiera dado un puñetazo en el estómago.

Aquella sensación le gustó.

«Vamos, mátala y lárgate».

–¿Te estás escondiendo? –preguntó ella–. Me decepcionas.

Vaya. Parecía que tampoco había desarrollado inmunidad hacia su voz sensual. Aunque, probablemente, no tendría importancia que fuese inmune a su voz, porque Keeley llevaba un vestido hecho jirones, sin mangas, corto, y tenía el atractivo de Jane, la mujer de Tarzán.

Él salió a la luz.

–Está bien, siento curiosidad. ¿Cómo has podido desmoronar todo el edificio? ¿Y por qué has esperado tanto tiempo para hacerlo?

–Torin, Torin, Torin –dijo ella, y chasqueó la lengua. Pese a su compostura, tenía una mirada de odio–. Estás poseído por un demonio. Matas a la gente con un solo roce. Seguro que utilizar mis secretos contra mí no te supondría ningún problema, así que, ¿te importaría que no respondiera?

–Por supuesto. Pero, con tus habilidades, me extraña que no seas más conocida.

–Yo casi nunca dejo supervivientes. Así hay menos rumores.

Lo miró de arriba abajo, lentamente, y se humedeció los labios. Él pensó que…

«No. No pienses». Ya estaba más endurecido que el acero.

Ni siquiera Cameo, la impresionante guardiana de Tristeza, le afectaba tanto, y habían estado saliendo durante meses.

–Tú podrías hacerme el favor de decirme cómo has abierto la puerta de tu celda –le dijo Keeley–. La prisión está diseñada para responderle solo a Cronus, y tú eres un Señor del Inframundo, no Cronus.

Torin solo había tardado un segundo en abrir la cerradura, y se había arrepentido de no haberlo intentado antes. ¿Cómo podía haber olvidado que Cronus había encerrado la Llave de Todo en su pecho? Él podía abrir cualquier cerradura, en cualquier momento, en cualquier lugar.

–No, nada de favores. Hoy no –dijo él.

«Vamos, atácala. ¡Ahora!».

–Por supuesto que no –dijo ella, y sonrió.

Aquella sonrisa, aunque estaba llena de malevolencia, le produjo una gran excitación, y Torin dio un paso atrás. «No, no es ella. No puede ser ella». Sus aficiones, normalmente, le distraían del deseo, pero en aquel momento no tenía acceso a un ordenador, ni a un videojuego, ni a una cocina, ni a una cámara de fotos, ni a una mesa de billar, ni a un tablero de ajedrez, ni a una baraja, ni a otras muchas cosas. Y, sin ninguna distracción, no podía evitar imaginársela vestida de concubina, con un sujetador brillante, azul, por supuesto, con unos pantalones transparentes. Y sin ropa interior.

Se imaginó arrodillándola y exigiéndole que abarcara con su boca hasta el último centímetro de su carne palpitante.

Ella obedecería gustosamente, porque no podía pasar un segundo más sin saborearlo, abriría la boca y lo tomaría profundamente, con un gemido de placer. El sonido vibraría por toda la longitud de su cuerpo e intensificaría el placer que ella le estaba proporcionando.

Sí. Eso era lo que quería.

Tuvo que apretar los dientes para contener las magníficas sensaciones que lo estaban invadiendo. Estaba deseando algo que nunca podría tener. El calor. Los latidos acelerados del corazón.

Tenía que dejar de pensar en aquello.

¿Acaso no le había enseñado nada Mari?

¿Y Cameo? Aunque ella nunca había hablado abiertamente de su insatisfacción, él la sentía como una presencia en la habitación. Ella tenía necesidades: que su amante la acariciara, le diera mimos y masajes reconfortantes, que llenara su cuerpo… y él no podía satisfacer aquellas necesidades.

Estaba destinado a decepcionar a las mujeres. Siempre.

Además, aquella mujer que tenía enfrente quería matarlos a sus amigos y a él, por un crimen que él sí había cometido. Aquello no era ningún malentendido que pudieran solucionar con facilidad.

Keeley extendió las manos, y dijo:

–Voy a concederte el privilegio de elegir cómo quieres que sea: ¿Prefieres que te arranque los dos brazos, o que te obligue a sacarte los órganos del cuerpo con tus propias manos? –le preguntó, con calma y odio a la vez.

–¿Y cómo vas a hacer eso, si no puedes tocarme?

–¿Por qué voy a decírtelo, si puedo demostrártelo?

Un segundo después, el suelo se hundió bajo sus pies. No, no era cierto: él había salido volando, y estaba flotando en el aire. Algo tiró con fuerza de sus miembros, con tanta fuerza que, a los pocos segundos, los brazos se le desencajaron y comenzó a desgarrársele la piel. Notó dolor en todas partes. En cualquier momento iba a perder todos sus miembros.

Y lo más perverso de todo era que, por experiencia, sabía que le gustaba aquella presión.

–¿Cómo lo estás haciendo? –le preguntó, entre jadeos.

Ella le sopló un beso.

Bien. Aquello era como una especie de juegos preliminares para guerreros.

«Soy un enfermo, ja, ja».

–En este momento –respondió Keeley– estás experimentando una inmensa indefensión. La misma indefensión que debía de sentir Mari mientras tu fiebre destruía su sistema inmunitario.

Torin se olvidó de la presión. El sentimiento de culpabilidad estuvo a punto de ahogarlo.

A Keeley le tembló la barbilla.

–La hiciste llorar, guerrero. Algunas veces, tengo la sensación de que oigo sus sollozos.

Él cerró los ojos con fuerza.

–Entonces, hazlo. Acaba conmigo.

Se lo merecía. Y ella quedaría satisfecha, de modo que sus amigos estarían a salvo de su ira.

–¿Tan rápido? –preguntó Keeley–. No. Acabamos de empezar.

La presión disminuyó un poco.

–¡Vamos! –gritó él, mientras sus heridas se curaban–. ¿A qué estás esperando? No vas a tener otra oportunidad como esta.

–En realidad, voy a tener todas las oportunidades que quiera.

–¿Tanto confías en tu habilidad?

–Puede que confíe más en tu falta de habilidad.

Aquella provocación le quemó por dentro, pero Torin se controló, y dijo:

–He sido agradable contigo por el hecho de que hayas perdido a tu amiga, pero…

–¡Fue culpa tuya! –respondió ella, y la presión volvió a aumentar.

–…Pero se me ha terminado la buena voluntad.

De repente, se oyó un rugido parecido al de un animal en el bosque, un ruido que interrumpió su conversación. Torin cayó al suelo desde una considerable altura, pero, aunque el golpe le cortó la respiración, se incorporó de un salto. A su espalda, se rompieron ramas, y se oyó otro rugido, más alto en aquella ocasión, más cercano. Algo se había encaminado hacia allí, y a toda prisa.

Él había pasado varios días en aquellos bosques, y no había visto ni una señal de vida. Bueno, aparte de las plantas carnívoras.

Miró a Keeley. Ella se había puesto en jarras, como si la interrupción le molestara, e incluso así resultaba sexy.

Él se dio un golpe en la cabeza para aclararse las ideas, y funcionó. Sacó una daga y se preparó para enfrentarse al nuevo peligro.

La criatura llegó rodeada de una nube de polvo. Entonces, él se dio cuenta de que era un Innombrable: medio hombre, medio bestia. No tenía pelo, sino que su cabeza estaba cubierta de pequeñas serpientes que emitían silbidos furiosos. Y, en vez de pelo, tenía restos de pelaje chamuscado. Lucía dos colmillos largos y afilados, que se prolongaban hasta por debajo de su labio inferior. Aunque tenía manos de humano, los pies eran dos pezuñas afiladas.

Miró a Torin con sus ojos oscuros, catalogó todos los detalles, y se pasó la lengua bífida por los labios.

–Mío.

 

 

Keeley estudió a su nuevo enemigo. Era espantoso. Los Innombrables debían de haberse enterado de que la prisión se había derrumbado y habían ido corriendo para averiguar lo que había ocurrido.

Y parecía que aquella criatura quería cenarse a Torin.

«Ponte a la cola», pensó ella. Aunque no fuera carnívora, le habría gustado darle un par de mordisquitos a Torin.

«¡Deja de pensar en la seducción y lucha!». Recordó todas las veces que aquel monstruo y sus congéneres habían invadido la prisión y habían intentado abrir los barrotes para comerse a los prisioneros. Aunque nunca lo habían conseguido, sí habían conseguido alcanzar a aquellos que se acercaban demasiado a los barrotes. Ella había oído los gritos y las súplicas, y las risotadas de alegría.

La venganza iba a ser terrible.

Cuando se estaba preparando para dar su primer golpe, Torin atravesó volando la polvareda, le clavó la punta de una daga en el cuello al monstruo y desapareció. ¿Adónde había ido? Según Galen, Torin no era de los inmortales que podían teletransportarse.

El Innombrable siguió en pie, sanándose a toda prisa, cada vez más furioso.

Torin apareció de nuevo, y comenzó a golpearlo una y otra vez, haciéndole cada vez más daño. El Innombrable intentó agarrarlo, pero Torin, con excitación más que con miedo, se agachó siempre en el momento idóneo.

Por mucho que detestara admitirlo, la increíble destreza del guerrero la impresionó.

El problema era que no lanzó ni un solo puñetazo a la bestia, ni la tocó en ningún momento. ¿Acaso estaba intentando evitar una epidemia, aunque fuera entre los viles Innombrables?

Tal vez se sintiera mal de verdad por lo que le había hecho a Mari. Sin embargo, eso no iba a cambiar su destino. Ella solo tenía una cualidad, y era su integridad. Había prometido que acabaría con él, e iba a hacerlo.

El Innombrable le lanzó un zarpazo a Torin. Keeley se tomó aquello personalmente, porque ella, y solo ella, iba a matar a Torin, y cualquiera que pensara que tenía derecho a hacerlo firmaba automáticamente su pena de muerte.

–Voy a darte una oportunidad –le gritó al Innombrable–. Te sugiero que salgas corriendo, y rápido.

Al oír su voz, la criatura se quedó inmóvil, y la miró.

–Tú.

–Cuatro –dijo Keeley, mientras movía la melena–. Seguro que has oído decir que me encantan las vísceras, y que detesto tener piedad. Ambas cosas son ciertas. Pregúntale a tu hermano. Ah, espera… no puedes. Se acercó a mi celda y lo destripé. Tres.

Torin saltó por el aire, se abalanzó sobre el Innombrable y le atravesó un ojo con la daga. Se oyó un aullido de dolor. El monstruo consiguió ponerle las zarpas encima a Torin, y le golpeó el pecho. Torin salió despedido por encima de lo que quedaba de puente levadizo y cayó al foso.

Sentencia firmada y a punto de ser ejecutada.

–Dos. Uno.

–Siempre pensé que tú serías la más sabrosa de todos –dijo la bestia, fijándose de nuevo en Keeley. Se acercó a ella en dos zancadas y, con una exhalación de su fétido aliento, le quemó la piel–. Por fin voy a saber si tenía razón.

–Veo que nadie te ha enseñado cuánto valor tiene un buen cepillo de dientes –respondió ella.

–No te preocupes. Voy a cepillarme los dientes… con tus huesos –replicó él, y le lanzó un golpe.

Ella respondió con una descarga de poder en su pecho, y le causó un temblor en todo el cuerpo. Estaba a punto de descargar la segunda, cuando algo la empujó brutalmente por un costado y la agarró, apartándola del monstruo. Aquel algo la sujetaba y la transportaba por el aire sin que ella pudiera zafarse. Cuando aterrizaron, ella recuperó la respiración, y vio que se trataba de Torin. Él estaba sobre ella, jadeando, mirándola malhumoradamente, y el músculo de una de sus mandíbulas se contrajo.

¡Idiota!

–¿Por qué has hecho eso?

–¿Qué clase de tonta se queda ahí pasmada mientras un monstruo el triple de grande que ella se prepara para volarle los sesos de un manotazo?

«¿Acaso me está… ayudando?».

Pero ¿por qué?

Su pensamiento descarriló al fijarse bien en él.

Torin tenía el pelo húmedo, y las gotas de agua le caían por el cuerpo y dejaban regueros limpios en el barro de su cuerpo. Las pestañas mojadas enmarcaban unos ojos increíblemente verdes que resplandecían con el brillo de la amenaza y la lascivia.

Tenía una sexualidad y una masculinidad salvajes que podrían derribar cualquier barrera de defensa que hubiera podido erigir una mujer, y arrancarle una respuesta ardiente y carnal. Temblores, falta de aliento.

Un apetito insaciable.

Keeley era consciente de que tenían unos minutos antes de que el Innombrable pudiera recuperarse y volver a atacarlos, ella alzó una mano para acariciarle los preciosos labios. Él se quedó inmóvil, tal vez porque sentía la misma necesidad desesperada que ella, pero, en el último momento, se echó hacia atrás, como si ella fuera a golpearlo en vez de acariciarlo.

–No lo hagas –le espetó–. Si hay ropa entre nosotros, no te pasará nada, pero si me tocas la piel, eso te destruirá incluso a ti.

Ira. Consigo mismo, y con ella, también. ¿Cómo podía haber olvidado su mancha?

Alivio. No permitía debilidad de ningún tipo.

Ira, de nuevo. ¡Era el asesino de Mari! El enemigo. El deseo que sentía por Torin no podía ser más fuerte que el deseo de venganza.

Sus huesos comenzaron a vibrar, y el suelo, a temblar. El viento sopló con una fuerza peligrosa. Los truenos retumbaron y el cielo se puso negro.

Torin buscó la fuente de aquellas alteraciones, sin darse cuenta de que provenían de ella.

El Innombrable se recuperó antes de lo esperado y se teletransportó hasta ellos. Apartó a Torin, que estaba distraído, de un golpe, y agarró a Keeley del cuello. Ella no luchó mientras la levantaba del suelo. No era necesario.

–Ahora ya no eres tan arrogante, ¿verdad, mujer?

Entonces, Keeley sintió un dolor agudo en el cuello. El Innombrable acababa de romperle la espina dorsal. Magnífico.

–Quiero que sepas que voy a experimentar un gran placer mientras te estrujo con tanta fuerza que tu cabeza va a saltar. Y usaré la herida como vaso para succionarte.

Creativo.

–Hace falta algo más que tú… para acabar conmigo.

Las vibraciones se intensificaron a su alrededor. Él frunció el ceño justo antes de que el suelo se abriera y amenazara con tragárselo entero. La soltó y dio un salto para intentar ponerse a salvo. Keeley continuó flotando en el aire. El viento se enfureció y le agitó la melena con violencia.

Las nubes negras formaron una tormenta que lanzó puñales de hielo hacia la tierra, hacia el Innombrable. Los afilados granizos le hicieron corte tras corte y le destrozaron la piel. La sangre comenzó a brotar.

Ella, con una sonrisa, le hizo un gesto con el dedo para que se acercara. El Innombrable intentó permanecer en su sitio, pero no tenía fuerza suficiente para oponerse a la orden de Keeley y, muy pronto, estaba a pocos centímetros de ella, al borde de la ruptura. Él había tratado de hacerle daño. Había tratado de hacerle daño a Torin.

Iba a morir.

Torin se agachó y le cortó los tobillos al monstruo con la daga. El Innombrable gritó de dolor y cayó de rodillas. Sin embargo, justo antes de tocar el suelo, intentó darle un golpe al guerrero con el puño. Falló; Torin rodó y se incorporó unos metros más allá. Aunque el granizo de hielo también lo estaba cortando a él, mantuvo la vista fija en el monstruo, preparándose para atacar de nuevo.

«No puedo permitírselo. Mis emociones… son casi demasiado fuertes como para poder controlarlas», pensó Keeley.

Si no tenía cuidado, Torin iba a morir en un momento de caos.

¿Y dónde estaría la justicia?

Respiró profundamente y exhaló el aire… Pero casi había estallado y se había quemado. Llevaba mucho tiempo sintiendo demasiado sin poder desahogarse. Intentó lanzar a Torin fuera del alcance de su campo de acción. Tal vez lo hubiera conseguido, o tal vez no, pero su rabia superó las murallas de sus defensas y salió de ella. Keeley perdió la noción de todo lo que le rodeaba. Su espina se curó y se realineó y se arqueó, e hizo que su cuerpo se doblara.

Se oyeron unos aullidos de dolor, pero no eran suyos.

El desgarro de la piel.

El crujido de los huesos.

El estallido de un cuerpo. Las salpicaduras de la sangre. La lluvia de órganos destruidos. Le cayó encima un líquido caliente. Sintió los golpes de la metralla.

La tormenta cesó tan súbitamente como había comenzado. Keeley descendió hasta el suelo y se frotó los ojos para aclararse la visión. El Innombrable había quedado reducido a despojos. No iba a recuperarse de aquello. No iba a poder regenerarse. Aquel había sido su final.

Se había librado perfectamente de él.

Sin embargo, no había ni rastro de Torin.

O había conseguido alejarlo de allí, tal y como pretendía, o él había muerto en la carnicería. Sintió una punzada de remordimiento, porque tal vez no consiguiera la venganza que deseaba. No porque tuviera un sentimiento de pérdida. No, eso no era posible.

«No es posible que lo eche de menos».

¿O sí? Torin era el asesino de Mari, sí, pero también era el único vínculo que ella tenía con la chica. Su único vínculo con la tierra de los vivos.

Intentó teletransportarse hasta él. Al ver que se quedaba inmóvil, sintió pánico. Ella podía viajar hacia cualquiera… salvo hacia los muertos.

Pues, bien, él no estaba muerto. Era uno de los temibles Señores del Inframundo; lo más seguro era que estuviese moviéndose con demasiada rapidez como para que ella pudiera seguirlo.

Sí, eso tenía que ser.

Empezó a caminar. Torin estaba en algún sitio, e iba a encontrarlo; no importaba dónde se escondiera. Terminarían su guerra, y ella encontraría otro vínculo con la tierra de los vivos.

«Vida, te presento a la perfección».