Capítulo 16
Gracias.
Después de todo lo que había arriesgado, de todo lo que iba a tener que soportar, ¿aquello era lo primero que le decía Torin?, se preguntó Keeley.
No le dijo: «Por estar contigo, merece la pena cualquier cosa, princesa».
«Eres necesaria en mi vida, Keys. No me dejes nunca».
Pero… no. Solo le había dado las gracias.
Se ató los jirones de la camisa. Con sus prisas, Torin se la había rasgado. Y ella, por terquedad, no había metido en una bolsa de viaje ninguno de los trajes que le había comprado Hades. Iba a parecer una fulana, andando así por la calle. No era, exactamente, una prueba de su sangre azul.
«Tal vez haya tenido una reacción exagerada, o demasiado emocional. Tal vez solo esté buscando un motivo para discutir, o para proteger mi…».
¡No! Se negaba a echarse la culpa a sí misma.
Torin se incorporó, se puso los guantes y la camisa y se abrochó el pantalón. Tenía el pelo despeinado de una manera muy sexy, las mejillas rojas de satisfacción y los labios hinchados, como los suyos. Era un hombre recién satisfecho y ofrecía una imagen bella y atrevida. El vínculo que había entre ellos crepitó de tensión.
Keeley detestaba que él no pudiera sentirlo.
«Es hora de decírselo».
No, todavía no. Pero pronto.
Él la observó durante un largo tiempo antes de romper el silencio.
–¿Te he hecho daño?
–¿En qué sentido?
Antes de responder, él pensó durante un momento.
–Físicamente.
–No.
–¿Y emocionalmente?
¡Sí!
–No quiero hablar de eso.
Tenía los sentimientos a flor de piel. Ella le había dado acceso a su cuerpo y también, quizá, a su corazón. No había otra explicación para el efecto salvaje que él tenía en ella: la privaba del sentido común y la llevaba hacia la temeridad una y otra vez.
Y ella estaba harta de ser siempre una mujer disponible, pero desechable. Si Torin hubiera podido elegir entre muchas mujeres sin tener que preocuparse del contagio de la enfermedad, ¿la habría elegido a ella?
Después de la discusión… y después de aquello… No. Keeley no lo creía.
«¿Qué tengo de malo, que ningún hombre puede valorarme?».
«Valgo menos que un barril de whisky».
Así pues, estaba decidido: se quedaría con Torin, pero ya no intentaría ganarse su afecto. Nunca volvería a lanzarse a sus brazos. Nunca volvería a permitir que la besara y la llevara al clímax. Aquella parte de su relación había terminado.
Él apoyó los codos en los muslos y se inclinó hacia delante.
–¿Te sientes mal ya?
A ella se le encogió el estómago al recordar lo que iba a ocurrirle.
–No.
«¿Qué he hecho?».
–Keeley –dijo él y, con un suspiro, se levantó.
–Eh, no hace falta que te esfuerces en convencerme de nada –dijo ella–. Estoy de acuerdo. No vamos a volver a hacer esto.
Él frunció el ceño y dio un paso hacia ella.
–Eso no era lo que…
–¡No! –gritó Keeley.
Si él se le acercaba, tal vez volviera a caer en sus brazos y a rogarle, como había rogado a Hades.
Eso no iba a volver a suceder, nunca jamás.
–Keeley…
Un hombre desconocido apareció en mitad de la habitación, y Torin se quedó callado.
Ella miró al recién llegado con hostilidad. Tenía el pelo negro y el rostro lleno de cicatrices causadas por el fuego o por una espada. Sus ojos eran de distinto color: uno azul y el otro, marrón. Llevaba una camisa negra y unos pantalones vaqueros desgastados.
Tenía un aire curtido que a ella le causó admiración.
Sin embargo, eso no significaba que fuera a perdonarle su intromisión.
–Te has aparecido delante de la chica equivocada –le dijo.
En su mano apareció un arma semiautomática. Keeley sabía que no iba a matarlo metiéndole una bala en la cabeza, pero le daría una lección.
La habitación empezó a temblar a su alrededor.
Torin se acercó a ella rápidamente.
–Cálmate, princesa. Este hombre no es un enemigo. Es Lucien, mi amigo.
Aquel nombre reverberó por su mente, y ella estableció la conexión. Era Lucien, uno de los Señores del Inframundo, guardián de la Muerte. Un inmortal con un genio endiablado que, tal vez, podía compararse al suyo.
Cuando Galen le había contado cuál era su experiencia personal con cada uno de los guerreros, a ella le había interesado conocer a aquel, principalmente. Sin embargo, ya no le interesaba. Lucien acababa de introducir el cambio que ella había temido: Torin ya no era solo suyo.
–Muy bien. No voy a matarlo –dijo ella. Dejó el arma en la mesilla de noche y la habitación dejó de temblar–. ¿Lo ves? Cumplo mi promesa, como una buena chica.
Torin sonrió a medias antes de volverse hacia su amigo.
Lucien lo miró y sonrió con alegría.
–Eres tú. Estás aquí de verdad.
–Sí –dijo Torin, en un tono también alegre.
De repente, Keeley se sintió como una voyeur.
–Siento no haber oído tu llamada –dijo Lucien–. Me avergüenza decir que estaba ayudando a Anya a esconder un cadáver.
¿Anya? Keeley conocía aquel nombre… ¿Por Galen? ¿O porque era una de sus espías?
Torin se rio.
–Claramente, tienes las manos llenas con la chica que te ha tocado, ¿eh?
–Hablando de chicas… –dijo Lucien, y miró a Keeley con curiosidad.
–Lucien –dijo Torin–, te presento a Keeley.
Lucien asintió.
–Me alegro de conocerte.
–No lo dudo.
Pero ¿por qué tenían que hacer las presentaciones justo entonces? Ella no estaba en su mejor momento, y tenía que estar en su mejor momento. Si no les caía bien a los amigos de Torin, ellos no le dirían que había conocido a una chica que podía ser su chica. Incluso podían decirle que se librara de ella.
«Las cosas ya han terminado entre vosotros, ¿no te acuerdas?».
Cierto. Pero siempre era agradable ser aceptada.
–Va a ayudarnos a encontrar a Cameo, a Viola y a Baden, y a destruir la caja de Pandora –dijo Torin, sin mencionar la Estrella de la Mañana. ¿Acaso no quería que su amigo se hiciera demasiadas ilusiones?
«Ni siquiera ha tenido la cortesía de presentarme como amiga suya. Solo como ayudante».
Keeley tuvo un arrebato de furia que estuvo a punto de ahogarla.
Lucien la miró con incredulidad.
–¿Y cómo vas a hacer todo eso?
–¿Es esto un interrogatorio? –preguntó ella. Experimentó un extraño chisporroteo en la sangre, que hizo que se apoyara en un pie y después en el otro–. ¿Y quién es Anya?
Se acercó al escritorio y se sentó. Puso los pies sobre la mesa, sabiendo que estaba enseñando la ropa interior. Que Torin viera lo que no iba a volver a tener.
Él se acercó a ella rápidamente y le puso una manta sobre el regazo, ocultándola desde la cintura a los pies.
El comportamiento de un amante celoso.
Una mentira.
Lucien observó todo aquello y frunció el ceño.
El chisporroteo impulsó a Keeley a levantarse, y la manta cayó a sus pies.
–Que disfrutéis de vuestro reencuentro, chicos –dijo, y miró a Torin antes de escabullirse. Él estaba tenso y enfadado. ¿Por qué? «No importa»–. Nos vemos… después, donde sea.
Él la agarró de la muñeca.
Lucien emitió un sonido ahogado y la agarró también. ¿Para apartarla de Torin?
Ella alzó la mano e intentó descargar una corriente de poder para poner al guerrero en su sitio; sin embargo, las cicatrices de Torin se lo impidieron.
Él miró a su amigo con una expresión atormentada.
–Esto es algo entre Keeley y yo.
–Torin –dijo Lucien–. Suéltala.
–No le hables así –le espetó Keeley.
«¿Te pones de su parte, después de todo?».
Solo en aquella ocasión. Porque… porque le tenía lástima. ¿Cuántas veces habrían tenido que hacer algo así sus amigos para proteger a alguien de él?
Keeley podía imaginárselo: muchísimas.
El hecho de que la gente que lo quería lo mirara con horror tenía que ser muy doloroso para Torin.
Él la miró fijamente.
–Te vas a quedar aquí. ¿Y si te pones enferma?
Ella tragó saliva. Sí. Debía tenerlo en cuenta, porque lo único que era peor que estar enferma era estar enferma y sola.
Torin la soltó y se frotó el pecho, encima del corazón. Aquella era otra señal de su sentimiento de culpabilidad.
«No debería haberle empujado a que estuviera conmigo».
Él carraspeó y se volvió hacia Lucien.
–¿Cómo están todos? –preguntó.
–Todavía no le he dicho a nadie que has llamado –admitió su amigo–. Quería asegurarme de que eras realmente tú.
–Comprensible.
–Has estado fuera mucho tiempo, y han ocurrido muchas cosas –dijo Lucien, mientras se frotaba la nuca.
–¿Mucho tiempo? Solo han sido unas semanas –dijo Torin.
–No. Unos meses.
–El tiempo pasa de forma distinta en los diferentes reinos –dijo Keeley.
–Vaya –murmuró Torin.
–Un guerrero de los Phoenix mató a White, la hija de William –dijo Lucien–. Ella explotó en cientos de miles de bichos diminutos que se diseminaron por todo el mundo y están infectando a la gente con la maldad. La tasa de criminalidad ha aumentado muchísimo.
Torin asintió con una expresión grave.
–¿Y qué más me he perdido?
–Kane se casó con Josephina, la reina de los Fae, y ella está embarazada.
Kane… el guardián del Desastre…
Josephina… Aquel nombre no le sonaba. La última noticia que había oído Keeley era que el rey de los Fae era un tipo fanfarrón.
–¿Kane va a ser padre? Eso me resulta surrealista –comentó Torin–. ¿Cómo se las va a arreglar para no matar a su hijo? La última vez que lo vi, se le estaba cayendo el yeso del techo en la cabeza, y tenía un buen día.
–Ya no está poseído –dijo Lucien.
Torin agitó la cabeza con incredulidad.
–¿Y pudo sobrevivir a la extracción del demonio de su cuerpo?
Lucien asintió.
–Sí.
–¿Cómo?
–Josephina sacó al demonio y curó su espíritu dañado con amor que, aparentemente, es una medicina espiritual.
Torin miró a Keeley de reojo.
¿Acaso se estaba preguntando si ella podía hacer lo mismo por él?
«Solo si te enamoras de mí, encanto».
O cuando ella encontrara la Estrella de la Mañana.
–¿Y qué más? –le preguntó Torin a su amigo.
–Taliyah se quedó con nuestra fortaleza del Reino de la Sangre y las Sombras. Kane hizo un trato con ella, y ahora tenemos que mantenernos alejados de la fortaleza. Atlas y Nike, los dioses Titanes de la fuerza, se han ido a la ciudad. Cameo y Viola siguen desaparecidas, y nadie sabe nada de su paradero. Anya sigue planeando nuestra boda. Gideon y Scarlet también están esperando su primer hijo. Amun y Haidee están hablando de abrir una casa de acogida para adolescentes problemáticos. Gilly está preparando una fiesta para celebrar su mayoría de edad y, cuando William no está hecho una furia por la muerte de su hija, mira a la chica con un hambre tan intensa que todos los demás quieren sacarle los ojos.
Todas aquellas noticias dejaron a Torin impresionado.
Keeley había reconocido a algunos de los hombres. William era un inmortal brutal y salvaje de origen misterioso, y era uno de los hijos adoptivos de Hades. Vivía en el inframundo cuando Hades y ella estaban juntos. Era un libertino que había seducido a toda la población femenina. A las casadas. No quería nada más que placer, y tenía un sentido del humor muy oscuro. Se reía cada vez que mataba a un enemigo.
A Keeley siempre le había caído bien, pero nunca había pensado que ninguna mujer pudiera captar de verdad su atención. Y menos una humana. Ella había oído decir que aquella tal Gilly era una adolescente frágil emocionalmente que se había hecho amiga de Danika, la mujer del guardián de Dolor.
Emocionalmente frágil… joven… soltera… No era el tipo de William.
–Bueno, ¿y por qué estamos aquí? –preguntó de repente–. Vayamos a ver a todo el mundo.
Torin la miró, se sobresaltó y se alejó de ella tambaleándose. Había palidecido.
–¿Qué pasa?
Keeley se miró, y un jadeo se le escapó de entre los labios.
Tenía toda la piel llena de forúnculos.