Capítulo 2
Keeley no estaba segura de cuánto tiempo había pasado desde que el guerrero le había ofrecido el regalo macabro de su corazón, que todavía latía cuando había aterrizado a sus pies, y del que su parte más oscura se alegraba. Lo único que sabía era que, desde entonces, el guerrero había estado gimiendo de dolor y, aparentemente, tosiendo y echando partes de los pulmones.
¿Acaso su propio demonio lo había hecho enfermar? Se lo tenía merecido.
Y, aunque su sufrimiento había servido para aplacarla un poco, todavía pensaba matarlo. «No voy a olvidar. No, no, no».
–Es lo más justo, ¿no te parece, Wilson? –le preguntó a la roca que vigilaba todos sus movimientos.
La roca permaneció en silencio, como siempre. Su especialidad era ignorarla.
–Tenía planes para liberar a Mari, ¿sabes? Solo necesitaba tiempo, unas cuantas semanas más.
O meses. O, tal vez, años. El tiempo había dejado de existir. Sin embargo, Mari nunca se había preocupado por sí misma. Solo se preocupaba de ella.
La chica sabía lo que ella se estaba haciendo día a día. Bueno, tal vez no lo supiera con exactitud, pero sí se lo imaginaba. Y Mari no podía soportar que Keeley sufriera. Así pues, la muchacha había decidido actuar y, a pesar de que era un acto suicida, aceptar la oferta de Cronos para liberar a su amiga. Aunque ella hubiera protestado.
–Cronos ni siquiera cumplió su parte del trato –le explicó a Wilson.
Mari había muerto cumpliendo la suya y, sin embargo, ella no había sido liberada.
El odio que sentía creció en su interior, arraigando con fuerza en la oscuridad de su alma, alimentándose de su amargura. Tenía tanto que hacer… Primero, se encargaría de Torin. Después, le haría al rey de los Titanes lo mismo que le había hecho una vez a Prometeo, que no era tan buen tipo como pensaban todos. Él no había bendecido a los seres humanos con el fuego. Eso era hilarante. Pero sí había intentado que las llamas devoraran el mundo.
–Pero yo lo castigué, ¿no? –preguntó, riéndose como si fuera una maníaca–. Le saqué el hígado cada vez que se le regeneraba y se lo di a una bandada de pájaros para que se lo comieran.
Día tras día… año tras año.
Por supuesto, había sido Zeus el que se había llevado todo el mérito. Pero en aquella ocasión, no.
«Yo soy la Reina Roja. Todo el mundo va a conocerme por fin, y me temerán».
–Pronto –dijo, en voz alta.
Le pareció que Wilson soltaba un resoplido.
–Ya verás –dijo Keeley, que estaba acurrucada en un rincón de su celda, clavándose en el antebrazo una piedra que había afilado. La sangre brotó de la herida, y su visión se llenó de telarañas negras. Sin embargo, continuó clavando, cortándose cada vez más profundamente.
Había experimentado cosas peores.
Como perder a Mari… el único rayo de luz en una vida que era tan oscura como la pez.
–Mari siempre ofrecía consuelo, en vez de hacer críticas. Ni una sola vez me dijo una palabra cruel –le dijo a Wilson, señalándolo con el pincho afilado–. Pero tú… Oh, tú. Lo único que me has dado ha sido dolor.
La muy desgraciada le dedicó una sonrisa de desprecio.
–Tú siempre te has burlado de mí, pero ella me alimentaba constantemente. No sé cuántos roedores me lanzó.
¿Cuánta gente sería capaz de compartir lo suyo con tanta generosidad, dando la única comida que iban a poder encontrar y sabiendo que, al final, morirían de hambre? ¡Nadie!
No era de extrañar que se hubiera formado un vínculo tan fuerte entre ellas.
Sin embargo, aquel tipo de vínculos eran una parte vital del pueblo de Keeley, los Curators. O, como los llamaban otras razas, los Parásitos. Los vínculos eran imperceptibles a la vista y, como si fueran tentáculos místicos, se apoderaban de los otros con o sin su aprobación para succionar su fuerza y todo lo que la otra persona tuviera que ofrecer.
Cuantos más vínculos formara, más poder tendría, y más control sobre ese poder. Sin embargo, debía ser cautelosa; los vínculos funcionaban en las dos direcciones. Ella tomaba, pero también daba.
Nunca era divertido que otro utilizara su propia fuerza contra ella.
–Sin embargo, el vínculo no ha servido para proteger a Mary.
Keeley sintió que su rabia se multiplicaba por dos. Gritó, y el pincho se le cayó de la mano. Aquel largo confinamiento había mermado su humanidad y sospechó que eso nunca había sido tan evidente al ponerse en pie y comenzar a arrancar piedra de las paredes hasta que se le destrozaron las uñas. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
«La realeza no llora. La realeza no llora».
Exacto. Las lágrimas eran una debilidad que no podía permitirse. Se enjugó los ojos. Le temblaban los brazos, y su última herida sangró aún más. Inhaló y exhaló varias veces.
Se había quedado con un único vínculo: el que tenía con la tierra que la rodeaba. Y tendría que bastarle para todo lo que había planeado.
Se sentó junto a Wilson y le dijo:
–Voy a fortalecerme. Voy a conseguirlo.
Tuvo la sensación de que la roca le preguntaba: «¿De verdad?».
Alzó la barbilla.
–Nadie que me robe vivirá para contarlo.
Había tenido tan pocas cosas que merecieran la pena… Un reino, por ejemplo. Pero, al final, todos sus súbditos la habían rechazado. Un prometido impresionante, hasta que él le había mentido y la había traicionado. Y, después, a Mari, que nunca le había hecho daño.
Y que había muerto. Se había ido para siempre.
Se le escapó un sollozo.
«La realeza no llora. La realeza aguanta».
–Yo solo soy una chica. Una chica sin amigos.
Torin dejó escapar un gemido de agonía.
–Lo siento. Lo siento muchísimo.
¿Ya se había recuperado? ¡Demasiado pronto!
–Tu disculpa no sirve de nada –dijo ella y, con un golpe de la mano, envió otra lluvia de piedras a su celda.
Al ver que Wilson también salía rodando de su celda, Keeley lo persiguió, gritando frenéticamente «¡Wilson!». La piedra llegó al pasillo y allí se quedó inmóvil, mirándola una vez más. Estaba fuera de su alcance para siempre.
–Está bien –le dijo ella, con la barbilla temblorosa–. Como quieras. No eres nada sin mí. Y, de todos modos, nunca me caíste bien.
–¿Keeley? –preguntó Torin.
«Rechazada por una piedra».
–No te metas en esto, guerrero. Es algo entre Wilson y yo.
Estaba demasiado agitada como para sentarse, y se paseó por el centro de la celda. «Ojos que no ven, corazón que no siente».
Al menos, en teoría.
«Estoy sola otra vez».
–Llevo varios siglos aquí –murmuró, para sí misma–. Wilson ha estado siempre conmigo. Incluso cuando estaba encadenada a la pared.
No tenía armas, y se había visto obligada a morderse las muñecas hasta separárselas de los brazos para liberarlos. Después, cuando le habían crecido las manos de nuevo, había tenido que afilar piedras y huesos para hacer cuchillas y cortarse los pies para liberar las piernas.
–¿Y me abandona ahora? Es tan canalla como Cronus.
Bueno, pues se perdería el final. Ella iba a terminar con el minucioso proceso de sacarse las cicatrices de azufre de la piel… y todo explotaría.
Las cicatrices tenían un nombre… un nombre… ¡Eran marcas de protección! Sí. Así era como las llamaba su gente.
¡Las marcas de protección! Tenía los dedos muy hinchados, y le costó agarrar el mango del cuchillo, pero consiguió recogerlo.
–Estúpidas cicatrices y estúpido azufre –gruñó. Eran como la kriptonita para toda su raza. Su peor pesadilla.
Pasar aquellas piedras de azufre por el espíritu o la carne le dejaría cicatrices incluso a un inmortal, pero, para ella, las cicatrices iban acompañadas de debilidad. Si tenía demasiadas, neutralizarían totalmente su poder, por muy inmenso que fuera.
Que una cosa tan nimia hubiera podido provocar su caída…
No podía castigar a Torin y a Cronus hasta que se hubiera quitado todas aquellas cicatrices, y ellos debían recibir un castigo.
A veces, su carne volvía a unirse y las cicatrices quedaban intactas, con lo que el trabajo resultaba frustrante. Todo dependía siempre del estado de su cuerpo. Si estaba bien alimentada, podía crear células nuevas. Si estaba muerta de hambre, solo podía regenerar las viejas.
«Motivo por el que he ahorrado todos los bichos durante estas últimas semanas. He tomado un gran desayuno de escarabajos esta mañana».
Antes, las marcas le cubrían toda la piel. Para quitárselas de la espalda, había tenido que frotarse contra las paredes de roca áspera y rugosa de la celda. Había utilizado el mismo método para la cara, las piernas y el torso y, aunque había resultado un poco más fácil, había sido igualmente doloroso. Ya solo le quedaban unas cuantas cicatrices pequeñas en los brazos… y una que se le regeneraba una y otra vez.
Pero, en aquella ocasión, no.
–Lo siento mucho –dijo Torin.
Si no lo odiara tanto, le habría parecido atractiva su voz de tenor, ronca y masculina. ¿Sería verdadero su arrepentimiento?
–Por lo menos todavía tienes a Wilson –añadió él–. Sea quien sea.
–Mi roca mascota. Nos hemos separado hace poco.
–Ah. Eh… también lo siento por eso.
–No lo sientas. Fue de mutuo acuerdo.
Una pausa.
–Lo lamento de todos modos.
–Ahórrate el aliento. Pronto será el último –dijo ella, y agarró con fuerza el mango del pincho. Lo hecho estaba hecho, y ya no podía deshacerse. Nunca, nunca, nunca–. Una vez cometí el error de perdonar a alguien que me había traicionado –añadió. Era el hombre a quien amaba y con quien iba a casarse–. Desde entonces, estoy viviendo con las consecuencias.
Aunque… seguramente, debería sentir gratitud hacia Hades. Antes de conocerlo, tenía muy poco control sobre sus propias habilidades. Con un solo estallido de su poder, había acabado con la mitad de su pueblo en menos de un segundo.
El resto de su pueblo había querido vengarse de ella.
Hades apareció para rescatarla y se la llevó al inframundo, su hogar. Él le había enseñado todo lo que necesitaba para sobrevivir y desarrollarse. Incluso la había alabado cuando ella había arrasado su palacio y él había tenido que construirse otro. «Esa es mi chica, terrible y aterradora».
Keeley se clavó el pincho con tanta fuerza que tocó el hueso.
–Sé que ansías la venganza –le dijo Torin. Su voz fue como un salvavidas de calma en el mar de su ira–. Pero, aunque saliéramos de aquí, no podrías cobrártela. No puedes tocarme, porque caerías enferma.
Por su tono de voz, parecía que eso también le producía remordimientos.
Una mentira, seguramente.
–Matarte no es el único modo de conseguir venganza, guerrero.
Hubo una pausa llena de tensión.
–¿Qué estás diciendo?
–¿No te he dicho ya que he oído hablar de ti?
Galen, el guardián de los Celos y la Falsa Esperanza, era uno de los mayores enemigos de los Señores del Inframundo… y estaba allí prisionero desde hacía varios meses. Ellos habían pasado las primeras semanas intercambiando información, y habrían seguido si él no se hubiera deteriorado a causa de la enfermedad y el hambre y se hubiera quedado en silencio.
Lo cual era desafortunado. El conocimiento era más valioso que el oro, y ella siempre anhelaba más y más. «Ese era el motivo por el que una vez establecí una red de espías desde un extremo del mundo al otro». Sabía cosas que no sabían los Titanes ni los Griegos. Solo tenía que recordarlas.
–Quieres a tus amigos –dijo–. Los cuidas y los proteges.
–¿Y eso que tiene que ver con lo demás?
Él era un antiguo soldado de los Griegos. Si se comparaba a un gladiador romano con uno de aquellos soldados, el gladiador quedaría a la altura de una gominola; así pues, tenía que saber a qué se refería ella.
–Lo que quiero decir, por si no lo sabías, es que puedo matarlos a todos.
Los barrotes de la celda de Torin sonaron con fuerza.
Un golpe certero.
–Ni se te ocurra acercarte a ellos –gritó él. O había recuperado las fuerzas de repente, o su ira le servía de impulso–. Ellos no te han hecho nada.
–Mary tampoco te había hecho nada a ti.
–Tú no estabas allí. No sabes cómo fueron las cosas. Me estás culpando de un accidente.
–Los dos sabemos que tú te culpas a ti mismo. ¿Por qué no iba a culparte yo?
Pasó un momento y, cuando él volvió a hablar, su tono era una vez más frío y controlado, incluso lánguido.
–No te pongas a psicoanalizarme, princesa. Me culpo a mí mismo, sí. Tú también puedes culparme. Pero desquítate conmigo, no con nadie más.
Aunque él no podía verla, ella alzó la cabeza.
–Soy una reina. Si vuelves a llamarme «princesa», te castraré antes de matarte.
Durante muchos años, la castración había sido su método preferido de castigo. El secreto estaba en el giro de muñeca.
Él murmuró:
–Deberías agradecerme que solo te llame «princesa».
–Y tú deberías saber que haré lo que considere adecuado a quien crea que se lo merece.
–Tu actitud me hace pensar que todavía no entiendes el gran error que estás cometiendo. Puede que seas la Reina Roja a la que temen los inmortales, pero yo soy un guerrero con el que no se puede jugar. En el campo de batalla me gusta sentir que la hoja de mi espada atraviesa a mi enemigo. Me gusta el olor de la sangre. Me da energía. Incluso creo que los gritos de dolor son una buena banda sonora cuando estoy haciendo ejercicio.
En su mundo, la fuerza tenía importancia. Y su forma de describirse a sí mismo…
Sexy.
¡No, no era sexy!
–Me das ganas de bostezar –dijo ella, y bostezó sonoramente.
–¿De bostezar? –preguntó él, y agitó con más fuerza los barrotes de la celda–. ¿Acabas de soltarme un bostezo?
–Para que lo sepas, me he comido guerreros como tú para desayunar.
–¿Y qué hiciste, escupir o tragar? No, no contestes. No hace falta. Tus perversiones sexuales no tienen importancia en esta situación. Te agradecería que te concentraras.
A ella se le sonrojaron las mejillas.
–¡No estaba hablando de eso!
–Eh, yo no estoy aquí para juzgarte. Estoy aquí porque esperaba…
Él se detuvo. Su asombro fue casi palpable en el ambiente, entre el hedor de los cuerpos sucios y la mugre.
¿Qué estaba ocurriendo?
–¿Qué es lo que esperabas? ¿Ayudar a Mari? Bueno, pues ya es tarde. No lo hiciste. Ella ha muerto, y…
A Keeley le tembló la barbilla, tanto, que tuvo problemas para pronunciar sus siguientes palabras.
–Y alguien tiene que pagar. Varias personas.
–Créeme –dijo él. Se oyó un clic, y continuó–, ya lo estoy pagando.
Aquella última palabra fue acompañada del chirrido de los goznes oxidados. Entonces, ¿sonaron unos pasos?
Ella frunció el ceño con confusión. ¿Acaso él acababa de…?
¡Había escapado!
Keeley se puso en pie de un salto, y el pincho se le cayó de la mano. Torin estaba enfrente de su celda, con una mochila colgada de un hombro. Oh… vaya. Era todo lo que podía desear una chica, y más aún. Alto, fuerte, con aspecto de mercenario y de asesino. «Mis favoritos. Mi debilidad».
Llevaba siglos sin ver a ninguna otra persona, sin tocar a nadie. ¿Por qué tenía que ser Torin tan magnífico? Tenía el pelo blanco como la nieve, pero las pestañas y las cejas negras, y el contraste resultaba delicioso y sensual. Pero lo más asombroso de todo eran sus ojos. Eran del color de las esmeraldas, con varios tonos entremezclados, sin un solo fallo.
Ella pensaba que sus terminaciones nerviosas habían muerto, pero se despertaron y le causaron un cosquilleo. La boca se le hizo agua. La sangre de sus venas se convirtió en lava.
«Acércate a él… Tócalo».
«No, no puedo hacerlo. Bueno, tal vez sí».
Tenía un desgarrón en el cuello de la camisa, y la tela se abría sobre su pecho musculoso, que ya se había curado, como por arte de magia, de la improvisada cirugía que se había practicado a sí mismo.
–¿Cómo has podido escaparte de esta prisión? –le preguntó.
«Hace demasiado tiempo que no tengo el más mínimo contacto con nadie. Eso es todo». Un oso hormiguero tendría aquel mismo efecto en ella.
–Es un secreto que se me ha olvidado.
–Eso no es una respuesta.
–Responder no era mi intención.
Él la miró con intensidad, y el verde de sus ojos se oscureció tanto que casi se transformó en negro. Un eclipse exquisito. Causado por… ¿la lujuria? ¿Aquel chico malo la encontraba atractiva, pese a que ella tuviera tantas rarezas?
La sangre de sus venas hirvió de deseo.
Pero ¿y su crimen?
Su deseo se mitigó.
–Será mejor que salgas corriendo mientras puedas, guerrero.
–¿O qué, princesa?
–Te haré daño.
Él se pasó una lengua por uno de los colmillos.
–Te lo voy a advertir solo una vez: no vuelvas a amenazar a mis amigos. Si lo haces, te mataré. No quiero hacerlo y, seguramente, después me odiaría a mí mismo, pero lo haré de todos modos. ¿Lo entiendes?
Oh, sí. Lo entendía.
–Eres más protector de lo que pensaba.
Por un momento, ella sintió celos de sus amigos. Aquel hombre los quería con todo su corazón, sin reservas. Con la muerte de Mari, ya no quedaba nadie en el mundo que pudiera defenderla a ella. Aunque, en realidad, ella no necesitaba que la defendieran.
Él agitó los barrotes de la celda.
–¡Te he preguntado que si me entiendes!
Era feroz…
Ella respiró profundamente. El cuero y el almizcle de su olor deberían haber sido un alivio en comparación del hedor de aquella cárcel, pero a ella se le puso el vello de punta, y eso le fastidió. Si hubiera sido cualquier otro hombre, habría llamado «atracción animal» a aquella reacción. Sin embargo, él era él. Y, si ella hubiera tenido una voluntad más débil, no habría podido resistirse a la tentación y se habría acercado a él, habría recordado cómo era sentirse como una mujer, y no como una prisionera. Sin embargo, era la Reina Roja, y no poseía una voluntad débil.
Se mantuvo inmóvil. Aquel hombre la inquietaba, y no había ningún motivo para empeorar las cosas flirteando con la tentación.
Qué preciosa tentación.
Nada iba a impedirle vengarse en nombre de Mari.
–Keeley –dijo él–. Préstame atención.
¿Órdenes?
–Si vuelves a decirme lo que tengo que hacer, te saco la espina dorsal por la boca.
Él ni siquiera pestañeó.
–Eso es más difícil de lo que piensas.
–Oh, lo sé. Hace falta experiencia, cosa que tengo. Y mucha.
Ni un parpadeo.
–El orgullo desmedido nunca es bueno.
–Yo no tengo un orgullo desmedido. Solo digo la verdad. Cuando prometo que voy a hacerle daño a alguien que me ha hecho daño a mí, lo cumplo. Nunca miento. Y menos a mí misma. Y tú, Torin, me has hecho daño.
Él suspiró de exasperación; sin embargo, la excitación seguía brillando en sus ojos. Aquella combinación confundió a Keeley.
–Entonces, ¿vamos a luchar? –preguntó él.
Ella sonrió con frialdad.
–Ya estamos luchando, guerrero.
–En ese caso, lo más sabio por mi parte sería matarte ahora mismo.
–Por favor, inténtalo.
Para eso, tendría que abrir su puerta como había abierto la de su propia celda… algo que ella había intentado cientos de veces. ¿Cómo lo había hecho?
Él frunció el ceño.
–¿De verdad piensas que una mujer como tú puede vencerme?
¿Una mujer como ella? ¿Qué quería decir con eso?
Keeley sintió un arrebato de ira.
–He vencido a oponentes mejores y más grandes que tú.
–Más grandes, quizá, pero ¿mejores? Lo dudo, teniendo en cuenta que no hay nadie mejor.
El orgullo desmedido le sentaba muy bien a él.
–¿Has oído hablar de Typhon, el supuesto padre de todos los monstruos? Es medio dragón, medio serpiente, y tenía muy mal carácter. A Zeus le gusta decir que fue él quien lo venció pero, en realidad, fui yo quien lo hizo pedazos y lo metió debajo de una montaña. Y todo porque frunció el ceño cuando yo pasaba.
–No me hagas bostezar –replicó Torin.
Ella se puso muy rígida.
–Has subestimado a tu oponente; ese es un error fatal que han cometido muchos antes que tú. Podrías preguntarles por la experiencia… pero están muertos.
Él miró la cerradura de la puerta y la herida que ella tenía en el brazo. Por fin, dijo:
–Estás sufriendo el duelo por la pérdida de tu amiga. Voy a pasártelo por alto. Esta vez. Pero no te daré más oportunidades.
–Puedes elegir –replicó ella–. O te quedas en este reino, o te marchas. Un día, muy pronto, yo voy a echar abajo toda esta prisión. En cuanto lo haga, iré por ti. Si te has quedado, terminaremos nuestro asunto aquí, te doy mi palabra. Si no, iré por tus amigos y comenzaré con ellos.
Él le dio un puñetazo a uno de los barrotes.
Mal genio.
Ella sintió un escalofrío.
–No puedes ganarme, Keys. ¿Por qué ibas a meterte en esa batalla?
Ella hizo caso omiso de su familiaridad.
–Te sugiero que utilices el tiempo que te queda de vida en ponerme trampas –dijo.
En realidad, no importaba; hiciera lo que hiciera, iba a perder. Sin embargo, tal vez el esfuerzo hiciera que se sintiera un poco mejor con respecto a la derrota que iba a sufrir. O no. Probablemente, no.
Él entornó los párpados.
–Muy bien. Hasta que volvamos a vernos… Majestad.
Y, con una mirada fulminante que, asombrosamente, la dejó sin aliento, él se marchó de la mazmorra.
Keeley trabajó a un ritmo endemoniado, cortando y abriendo la carne de la última cicatriz de azufre. «Esto es por ti, Mari».
Ya debería haber terminado, pero no podía dejar de pensar en Torin…
¡Lo odiaba!
Y, sin embargo, no dejaba de preguntarse si su pelo rubio era tan suave como parecía. O si sus labios serían blandos o firmes contra los de ella. O si su piel bronceada sería ardiente, y sus músculos se contraerían cada vez que ella los acariciara.
Se estremeció. ¡Qué mala era! Muy mala. Sin embargo, después de todo lo que había sufrido, se merecía el placer. Y, de verdad, Torin le debía a ella un poco de…
No, ni hablar. No iba a pensar en eso.
Torin estaba prohibido, por muy desesperada que se sintiera. No podía negarse que era muy guapo, pero ella tenía que mantener la perspectiva de las cosas. Solo tenía que acordarse de Hades. Era más alto que Torin, y tenía una fuerza que ella nunca había visto en ningún otro. Tenía el pelo muy oscuro, siempre despeinado, y unos ojos negros como la medianoche que siempre prometían un placer carnal salvaje. Y, sin embargo, era tan probable que desollara a su compañera de cama como que le quitara la ropa.
Keeley, la reina que nunca había tenido el afecto de nadie, no había podido defenderse de su atractivo. Se había enamorado locamente de él. Habían mantenido un romance que había durado siglos.
–Eres muy poderosa, querida –le había dicho él, un día–. Pero ese poder es inestable. Podrías hacerme daño accidentalmente… a menos que te hagamos marcas para controlar lo peor de tus habilidades. Solo de ese modo estaré a salvo contigo. Y quiero estar a salvo, porque quiero pasar toda la eternidad a tu lado. ¿No deseas tú lo mismo que yo?
Ella lo quería, así que le había dado la razón. Sus poderes eran inestables, ciertamente. Cada vez que sus emociones se desbordaban, ocurrían cosas malas, porque las estaciones respondían acorde a su comportamiento, fuera la estación que fuera, y se producían tsunamis, huracanes, tornados, vórtices polares, incendios que lo arrasaban todo. Si alguna vez le hubiera hecho daño al hombre con quien se iba a casar, hubiera querido morir.
Cuando ella le había dicho que podía protegerse de sus poderes marcándose a sí misma con cicatrices de azufre, porque eso anularía sus poderes con respecto a él, Hades le había respondido que eso no iba a bastar para que su pueblo estuviera a salvo de ella, y que ella no podía pedirles a quienes estaban bajo su mando que hicieran tal sacrificio, ¿no?
Qué razonable.
Qué manipulador.
Hades, el guerrero más fiero del universo, el hombre que dirigía ejércitos de miles de demonios, temía en realidad que el poder de la Reina Roja se hiciera más grande que el suyo, nada más y nada menos. Sencillamente, no podía soportarlo.
Sin embargo, las cicatrices no eran el peor de sus crímenes. Después de haberla debilitado, se la había vendido a Cronus a cambio de un barril de whisky.
«Hay dos cosas que no voy a olvidar nunca: los crímenes que se han cometido contra mí y mi poder. Hades va a pagarlo todo muy caro». Ya tenía pensado lo que iba a hacer: le cortaría la cabeza y le sacaría el cerebro, como si fuera una calabaza de Halloween. Después, instalaría una cabina en el nivel más bajo de los cielos y dejaría que aquellos a quienes Hades había maltratado usaran su cráneo de inodoro.
En una palabra: mágico.
A Keeley se le escapó un siseo cuando el pincho salió por el otro lado de su brazo.
Dejó el arma a un lado y tomó el trozo de piel con cicatriz que acababa de cortarse. Mientras la sangre caía al suelo, observó su brazo. ¿Volvería aquella última cicatriz?
Esperó mientras pasaban los minutos. Se le cerró la herida… ¡sin la cicatriz! ¿Había… terminado? ¿Lo había conseguido?
No podía ser.
Se apretó el pecho con una mano para calmarse el corazón. «¿Vuelvo a ser yo misma?». ¿Por fin había terminado un trabajo de siglos? Se puso en pie con la esperanza de sentir una descarga de poder, pero no ocurrió nada.
«Lo echo tanto de menos…».
También esperaba una abrumadora sensación de triunfo, pero… tampoco sintió eso. Sintió una gran determinación que no dejó sitio para ninguna otra cosa. Tenía muchas cosas que hacer: matar a Torin, matar a Cronus y matar a Hades. Pasar el duelo por Mari.
Se metió el pedazo de piel en el bolsillo de lo que le quedaba de vestido. «Mi trofeo». Debería tener mucho cuidado de no tocarlo, porque el azufre podía debilitarla. Sin embargo, no podía dejarlo allí, porque cualquiera podría encontrarlo y utilizarlo contra ella.
Se encaminó hacia los barrotes de su celda, con paso firme y la mente cada vez más clara. Intentó proyectar una corriente de poder, y las barras de metal se abrieron al instante.
«Sí, realmente he vuelto a ser yo misma», pensó, y sintió alegría e impaciencia a la vez. Recogió a Wilson del suelo.
–Si te hubieras quedado conmigo –le dijo–, te habría protegido, pero ¿ahora? Olvídalo.
Apretó el puño y lo convirtió en polvo, y se fijó en la celda de Mari. Con otra descarga de poder, abrió los barrotes y entró.
El espacio tenía el mismo tamaño que el suyo, pero las paredes eran más suaves, y no estaban manchadas de sangre. En el centro había un montículo de tierra del tamaño de un ataúd.
Tuvo un arrebato de ira, y le salieron rayos de los poros de la piel. ¡Sí! ¡Exacto! Un segundo después, una ráfaga de viento la levantó del suelo, y notó que su piel crepitaba deliciosamente, y que tenía un cosquilleo en la sangre, mientras flotaba en el aire.
Todo el calabozo comenzó a temblar, y del suelo cayeron polvo y escombros. A los pocos instantes, los viejos muros comenzaron a desmoronarse. Los barrotes de la celda se doblaron, y el techo cayó, pero ni una sola piedra se atrevió a tocarla.
«Calma… tranquila… no destroces todo el reino. Por lo menos, todavía no».
Respiró profundamente y, poco a poco, el temblor fue calmándose. Al final, cesó, y el polvo cayó al suelo. Keeley descendió hasta las ruinas del calabozo y aterrizó sobre un pedrusco. El viento le sacudía el pelo.
Cerró los ojos y se deleitó con los primeros momentos de libertad que tenía desde hacía muchos siglos. El sol le acarició la cara, pese al frío del invierno. Glorioso.
Oyó el chasquido de una rama y miró a su alrededor por el bosque. Árboles ennegrecidos, suelo carbonizado. Volutas de humo. Ceniza.
«Bienvenidos al reino de las lágrimas y el llanto, donde la felicidad viene a morir».
Cuando llovía sin ayuda de sus emociones, llovía de verdad. Ella había estado a punto de ahogarse muchas veces en su celda, debido a las inundaciones.
Una vez, aquel había sido el hogar de Cronus, pero se había convertido en el de los Innombrables, una raza de criaturas sanguinarias y viles, tanto, que nadie se atrevía a decir su nombre.
«Y, sin embargo, los Innombrables tienen miedo a pronunciar mi nombre», pensó ella, con una sonrisa.
«Pobre Torin».
Él no se había alejado de allí, aunque solo fuera para matarla e impedir que ella les hiciera daño a sus amigos. Eso significaba que estaba cerca, esperando.
Estaba impaciente, pero sabía que no podía emocionarse demasiado. Se trataba de un trabajo. De un trabajo sangriento.
Tuvo una idea. Hades enviaría pronto a sus sirvientes. Ellos aparecían cada pocas semanas para asegurarse de que seguía prisionera. Ver cómo se comían a Torin iba a ser muy divertido. Él iba a experimentar una agonía horrible, y ellos enfermarían. Después, ella podría cortarles la cabeza a todos.
Era un buen fin para muchos de sus enemigos.
Y ya no podía evitarlo: estaba muy emocionada.