Capítulo 26
Desgraciado.
Hades acababa de ofrecerle a Torin todo lo que siempre había deseado: liberarse del demonio, poder tocar a cualquiera en cualquier momento, luchar con cualquiera en cualquier momento, mantener relaciones sexuales y no tener que preocuparse de no hacerle daño a nadie por accidente. No volver a experimentar la culpabilidad ni la pena y el arrepentimiento por algo que no podía controlar. Pero, por supuesto, a cambio tenía que renunciar a la mujer a la que amaba y a la que deseaba más que al aire. No podría tocarla, cuando por fin sería capaz de hacerlo sin perjudicarla.
No, eso no iba a suceder.
No tuvo que pensarlo mucho. Keeley era suya y no iba a separarse de ella, ni siquiera a cambio de un sueño.
Keeley se alejó de él.
–No puedo creer que vaya a decir esto, pero… puedes aceptar la oferta de Hades, y ya no tendrás que volver a preocuparte de no herir mis sentimientos. Yo me aseguraré de que cumpla su parte del trato antes de olvidarte, como me has pedido varias veces.
–No.
No quería que Keeley lo olvidara jamás.
–No voy a dejar que te marches nunca. Quiero quedarme contigo.
–No. Esto es lo que siempre has deseado. Lo que necesitas.
–Te necesito a ti.
–¡No!
«No puedo perderla».
–Es malvado. No confío en él.
¿Cuándo lo liberaría Hades de Enfermedad? ¿Dentro de unos siglos? ¿Y cómo lo haría? ¿En qué estado lo dejaría? Cabía la posibilidad de que quedara como un vegetal. Al menos, en teoría.
No merecía la pena correr ese riesgo.
Con Hades siempre había demasiadas variables; además, en el fondo, ninguna de ellas tenía importancia.
–Ya te he dicho que me aseguraré de que cumpla su parte del trato –insistió ella.
–¡Al cuerno su trato!
–No, Torin, escúchame.
–No, escúchame tú a mí, Keys.
Ella estaba empeñada en terminar con él, por su bien. Torin lo entendía. Él también había tratado de hacer lo mismo, por el mismo motivo. Y, como era una mujer obstinada, nada de lo que le dijera iba a conseguir que cambiara de opinión. Keeley haría lo que pensaba que iba a proporcionarle más felicidad a él a largo plazo, con o sin su aprobación.
«No puedo permitírselo».
Se dio cuenta de que solo había un modo de proceder. Las palabras no iban a funcionar, pero los actos, sí. Tenía que demostrarle que podían disfrutar de lo que siempre habían deseado.
–¿Sabes una cosa? –le dijo–. Ya no hace falta que hablemos más. Te deseo. Completa. Voy a tomarte y, después, no vas a ponerte enferma.
Ella abrió unos ojos como platos, y él supo que la había captado.
–¿Cómo? –preguntó Keeley, sin aliento.
–Voy a demostrártelo.
Si las cosas le salían mal y le tocaba directamente la piel por accidente, ella haría lo que había dicho. Torin estaba seguro. «No puedo echarlo todo a perder».
Sintió mucha presión.
–¿Estás dispuesta? –le preguntó.
–Yo… Yo…
«Vamos, convéncela».
–Eres fuerte, y puedes soportar cualquier cosa. ¿Cuántas veces me has dicho que por el premio merece la pena aguantar las consecuencias?
–Muchas –respondió ella, y apretó los labios–. Vamos a pensar bien esto.
–Princesa, Hades no es mi única opción para conseguir la libertad, y no es la más fiable. Se te ha olvidado la Estrella de la Mañana.
–No, no se me ha olvidado. Lo que pasa es que ya no cuento con ella. Intenté encontrarla y fallé. Además, tú querías dejarme antes, aunque encontrar la Estrella de la Mañana fuera una posibilidad. ¿Y si intento dar con ella una y otra vez, y no la encuentro?
–¿Y si la encuentras?
Ella abrió la boca, y volvió a cerrarla.
Torin aprovechó su vacilación para acercársele. La tomó por la cintura y la tiró sobre la cama. Cuando ella terminó de botar, a él le agradó ver que no se movía de allí, y que tenía la respiración acelerada y era muy superficial.
Él se colocó a los pies de la cama. El pelo dorado de Keeley estaba extendido por los almohadones, y ella tenía una mirada llena de pasión clavada en él. A Torin se le aceleró la sangre en las venas.
–Vamos a hacerlo –dijo.
Sacó una chaqueta fina de su armario, de un material impermeable, y se la lanzó a Keeley.
–Quítate el sujetador, quédate con la camisa y ponte esto.
Ella se humedeció los labios mientras obedecía.
–¿Vamos a llegar al final?
Él inclinó la cabeza.
–Hasta el final.
Ella se tendió en la cama. A través de camisa y del fino material de la chaqueta, vio sus pezones endurecidos, listos para ser succionados.
–Los pantalones vaqueros –prosiguió él–. Quítatelos. Y las bragas, también.
Ella se quitó ambas prendas y las arrojó a un lado.
Tenía las piernas muy largas, y el centro de su cuerpo era rosado y estaba húmedo. A Torin estuvo a punto de parársele el corazón.
Se alejó una segunda vez.
–¿Torin?
Lo había pensado todo bien. Creía haber encontrado la manera de tener lo que anhelaba. Encontró un par de calzoncillos de algodón y un par de guantes, y se los entregó a Keeley. Mientras ella se ponía ambas cosas, su temblor se incrementó.
Bajo su mirada, Torin se abrió la bragueta del pantalón y liberó algo de la tensión de su miembro viril erecto. Sin embargo, no se quitó ni una sola prenda de ropa.
Se colocó un preservativo justo antes de subir al colchón y acercarse a ella. Keeley tomó aire. Cuando, por fin, Torin estuvo situado entre sus piernas, le tomó los tobillos con los dedos y percibió el calor de su piel a través de las capas de tela. Ella gimió al sentir que él pasaba los pulgares por los arcos de sus pies, hacia arriba, y se detenía al llegar a las rodillas.
–¿Te gusta notar mis manos en el cuerpo? –le preguntó Torin.
–Más que ninguna otra cosa –respondió ella, entre jadeos.
Él continuó ascendiendo… y, cuando llegó al centro del algodón, se inclinó, puso el borde de la chaqueta entre sus piernas y la apretó con la lengua; el cuerpo de Keeley estaba totalmente protegido del suyo. Torin lamió su centro e hizo que ella se retorciera y arqueara las caderas, y él siguió moviendo la lengua en círculos cada vez más rápidos.
–¡Torin! –exclamó ella, gimiendo, y hundió los talones en el colchón, mientras pasaba los dedos enguantados por su pelo–. Es increíble.
–Ojalá pudiera tener tu miel en la garganta –dijo él.
Continuó moviendo la lengua contra ella, humedeciendo el material impermeable al mismo tiempo que ella lo humedecía también. Al poco tiempo, él se imaginó que podía saborearla, y era dulce, muy dulce.
Keeley se movió contra él y con él. Entonces, Torin utilizó los dientes y la mordisqueó… y succionó su carne, hasta que ella llegó al clímax repentinamente, con dureza, y gritó.
Sin embargo, él no había terminado.
Se movió hacia arriba. Le lamió el ombligo a través de la chaqueta. Para él, todo su cuerpo era precioso, era un festín que quería devorar.
–¿Qué quieres que te haga yo a ti? –le preguntó ella, y jadeó cuando él le mordisqueó un pezón–. Por favor, deja que…
–Solo quiero que disfrutes. Nunca había tenido nada de esto, y quiero dártelo todo.
Le masajeó los pechos suaves y carnosos, y succionó uno de sus pezones y, después, el otro.
Ella abrió la boca para decir algo, pero las palabras fueron sustituidas por un gemido de rendición, porque su placer llegó a otro punto máximo.
Él succionó con fuerza, y el gemido se convirtió en un gruñido. Torin deslizó una mano enguantada por su estómago y la metió por debajo de la cintura de los calzoncillos de algodón de Keeley… Ella se quedó inmóvil, y él presionó sus dedos contra su calor húmedo.
Keeley se echó a temblar. Gruñó y rogó más y más. Él la acarició en círculo… hacia arriba y hacia abajo… en círculo… hasta que ella estuvo jadeando de nuevo, murmurando de manera incoherente, con las piernas muy separadas.
–Lléname –le rogó–. Por favor, lléname.
Torin no pudo resistirse, y metió un dedo en su cuerpo. Sus paredes internas lo atraparon con su maravillosa estrechez. Él tuvo que morderse la lengua para no llegar al clímax en aquel mismo instante. Apoyó la frente en el esternón de Keeley y metió un dedo más en su cuerpo, moviendo la mano hacia dentro y hacia fuera, al principio lentamente y, después, con más rapidez y dureza, imitando los movimientos que tanto deseaba hacer con su miembro. «Todavía no».
–¿Puedes con otro más, princesa?
Torin no esperó su respuesta, porque sus gemidos de placer se lo habían dicho todo. Simplemente, la llenó con el tercero.
Keeley estaba ardiendo. Torin la había elegido por encima de todos los demás, por encima de todo y, en aquel momento, le dolía el cuerpo a causa de sus caricias y sus atenciones, y le temblaban los brazos y las piernas bajo la ropa.
Era magnífico.
Debería haber terminado con él, y tal vez al día siguiente se arrepintiera de no haberlo hecho. Sin embargo, en aquel momento, con Torin tendido sobre su cuerpo, rodeada por su calor y su olor, estaba completamente ahíta de placer. Le saturaba los huesos y le inundaba la mente, y le hacía cosquillas a todas sus células.
Y Torin estaba…
¡Oh, sí! Movía los dedos dentro y fuera de su cuerpo, porque él era quien le estaba proporcionando aquel placer. Y ella tenía que asegurarse de que él recibiera placer en la misma medida. No, más aún. Para él, todo aquello era nuevo, y debería ser…
Sus dedos tocaron un punto dentro de ella, un punto que la hizo gritar y pedir más, y llegar al punto de no retorno. Él siguió frotándola y frotándola… torturándola exquisitamente sin dejar de mover la mano.
–Torin…
–Estás muy húmeda, princesa.
–Sí –jadeó ella–. Te deseo. Lo quiero todo. Dámelo. Hace mucho tiempo que no… Y nunca había deseado a nadie como te deseo a ti.
Torin sacó los dedos del delicioso cuerpo de Keeley y oyó su grito de protesta, que fue como música para sus oídos. Ella tenía los ojos nublados, pero brillantes, y las mejillas sonrosadas. Nunca había estado tan bella.
Y pronto iba a ser suya de verdad.
–No voy a separarme de ti –le dijo–. Eso no va a cambiar nunca.
A ella se le cerraron los ojos, y se arqueó para frotarse el pecho contra su torso. Sus pezones endurecidos crearon una fricción embriagadora.
–Por favor. Por favor, Torin… Me duele…
–No quiero que te duela –dijo él.
Torin se echó a temblar; Keeley iba a ser su primera amante, y la última. Nunca desearía a otra como la deseaba a ella.
Tal vez otros hombres sintieran pánico al pensar que solo iban a estar con una mujer, pero Torin sintió felicidad. Nunca tendría que conformarse con una mera sustituta, ni en la fantasía, ni en la realidad.
–¿Estás lista, princesa? –le preguntó. Su miembro, duro como el acero, salió de su bragueta, y él se aseguró de que el látex permaneciera en su sitio. Se le aceleró el corazón, y le dijo–: Agárrate al cabecero de la cama.
Cuando ella obedeció, él rasgó el algodón blanco de sus calzoncillos y se colocó entre sus piernas. Posó el extremo de su miembro en la abertura, notó su calor y su estrechez, y tuvo que morderse la lengua para contener el placer.
Temblando, entró en ella lentamente, centímetro a centímetro, dándole tiempo para adaptarse a su tamaño, y dándose tiempo a sí mismo para adaptarse a aquella euforia pura que sentía.
Había esperado aquello durante tanto tiempo… Había soñado con ello. Había pasado siglos maldiciendo su falta. Y, allí estaba, obteniéndolo de una mujer única.
–¡Torin!
Ella posó los pies en el colchón y elevó las caderas para que él pudiera hundirse más profundamente. Los temblores aumentaron. Aquello era… Torin no tenía palabras para describirlo, salvo dos: para siempre.
Notó su cuerpo ceñido a su alrededor, más ceñido que cualquier puño. Notó su calor ardiente. No estaba seguro de cómo había podido vivir sin ella, pero sabía que no podría volver a hacerlo.
–Muévete –le pidió ella–. Tienes que moverte.
Sí. Oh, sí. Cuando se retiró, sintió la fricción y el deslizamiento, y la sensación de euforia se intensificó hasta que casi no pudo respirar. Ella le rodeó la cintura con las piernas para que él se deslizara de nuevo hacia dentro. Sin embargo, Torin no lo hizo. Resistió, y siguió saliendo de ella hasta casi el final. Se detuvo allí un instante, y volvió a hundirse con todas sus fuerzas.
–¡Torin!
A partir de aquel momento, nada pudo detenerlo. Volvió a salir de su cuerpo y a embestirla, una y otra vez, cada vez más rápidamente y con más fuerza, y el golpeteo contra la pared adquirió un ritmo constante. Ella estaba tan húmeda que resultaba muy fácil deslizarse hacia dentro y hacia fuera en su cuerpo ceñido y caliente.
Por primera vez iba a tener un orgasmo dentro de ella. Iba a experimentar con ella lo que nunca había experimentado con ninguna otra. La conocería por completo, la tendría por completo. Le daría todo lo que era.
Ella gritó de placer, y sus gritos le resonaron en los oídos. Estaba pronunciando su nombre mientras llegaba de nuevo al éxtasis, arqueándose contra él y clavándole las uñas en la espalda.
Entonces, el placer estalló en el cuerpo de Torin, y lo consumió. Cuando se estremecía contra ella, rugió como el animal en que se había convertido. Estaba ahíto, completo, satisfecho.
Marcado.