Capítulo 20
Torin subió corriendo las escaleras, seguido por algunos de sus amigos, preguntándose por qué demonios había tenido tantas ganas de volver con ellos.
–Solo quiero hablar con ella –le dijo Sabin–. Voy a ser agradable, te lo prometo.
Tal vez lo fuera, pero la versión de «agradable» de Sabin era dejar a su oponente con vida. Y su amigo no sabía que la versión de Keeley de «agradable» hacía que la suya pareciera un día en un balneario.
–Olvídalo.
–Déjame darle las gracias por salvar a Gideon –dijo Scarlet.
–Después.
–Deja que hable con ella sobre la búsqueda de Viola y de Cameo –le pidió Aeron–. Sé que no podíamos hablar con ella mientras se estaba recuperando, pero ahora ya está mejor, ¿no?
–Sí, pero yo hablaré con ella.
–¿Y qué pasa con el poder de Sienna? –preguntó Paris–. Keeley me prometió que me daría respuestas.
–Y te las dará, pero hoy, no. Bueno, y ¿qué pasó con Taliyah? –preguntó él, cambiando de tema antes de que nadie pudiera protestar–. ¿Sabe alguien por qué quería la fortaleza que teníamos en el Reino de la Sangre y de las Sombras?
Taliyah era la hermana mayor de Kaia y Gwen, y era más fría que el hielo. Tanto, que era la única mujer a la que William se había negado a seducir.
–Todavía no lo sabemos –dijo Strider–. La necesitaba más pronto de lo esperado, y ahora no podemos comunicarnos con ella. Y ella no viene a vernos.
¿Por su propia elección?
–¿Y William? ¿Sabe que he vuelto? –preguntó Torin. Le asombraba lo mucho que había echado de menos a aquel tipo.
Strider cabeceó.
–Todavía no, pero no te preocupes. Aparecerá dentro de poco. No se aleja de Gilly ni de los preparativos de su fiesta de cumpleaños durante mucho tiempo.
–Vaya –dijo Anya–. Hace más de tres horas que maté a alguien. La vida es un horror. Mi prometido se niega a permitirme que mate a la criatura más odiosa del mundo. Ni siquiera me deja que le haga unas cuantas heridas superficiales con un cuchillo. Estoy pensando en romper con él.
–No te lo recomiendo –dijo Reyes–. Tal vez no vuelva a pedirte que te cases con él.
Ella jadeó de indignación.
–¡Lucien! ¡Díselo!
–Sí, se lo pediría otra vez –le dijo Lucien a Reyes.
Bueno, tal vez sí fuera estupendo volver a estar entre ellos y sus rarezas.
–De todos modos –dijo Anya–, Torin, ¿te acuerdas de aquellos niños a quienes salvamos de Galen y de sus compinches hace un tiempo? ¿Aquellos que tenían habilidades sobrenaturales? Bueno, pues después de que les encontráramos nuevos hogares, yo he seguido en contacto con ellos, vigilándolos. Soy así de increíble. Y les va bien, salvo a uno, que escapó. Necesito que le pidas a la Reina Roja que lo encuentre.
–Se lo pediré –dijo Torin. Cuando llegó a la entrada de su dormitorio, tenía una pequeña sonrisa en los labios–. Bueno, queridos amigos, aquí es donde nos separamos.
Entre protestas, él entró en su cuarto y cerró la puerta con el pie. Llevaba una bandeja con el desayuno en las manos.
Al ver el estado de su habitación, la sonrisa se le borró de los labios. ¿Qué demonios…? Había montones de oro y joyas por todos los rincones, y macetas de plantas colgadas del techo. En su armario había colgado un millón de vestidos femeninos. Había una chaise longue tapizada con una tela de estampado animal y con una manta de terciopelo negro encima.
Una mesa de porcelana color cobalto y flores de latón. Y, pegadas en los monitores de sus ordenadores, notitas que le recordaban que tenía que matar o mutilar a ciertas personas.
–¡Sorpresa! –exclamó ella–. Te he ahorrado la molestia de pedirme que me mudara a vivir contigo. De nada.
Su Hada de Azúcar estaba en el centro de la cama, tapada con el mullido cobertor, con los ojos brillantes de emoción. Su pelo dorado caía en ondas hasta el colchón.
Como siempre, él sintió la imperiosa necesidad de abrazarla y poseerla, y la sangre le hirvió en las venas.
Y, como siempre, se dijo que debía evitarlo, que tenía fuerza suficiente como para resistir la tentación.
–¿Estás segura de que es inteligente que vivamos juntos? –preguntó él, mientras dejaba la bandeja sobre la mesilla de noche.
–Ya encontraremos la forma de que salga bien –dijo ella.
Sería mejor que la encontraran pronto.
–¿Qué tal estás?
–Perfectamente bien.
–¿Pero…?
Keeley observó su expresión, respiró profundamente, retuvo el aire en los pulmones y… se puso de pie y fue al baño, sin molestarse en cerrar la puerta. Abrió los grifos de la ducha y se desnudó; entró en la cabina y empezó a ducharse con los geles de Torin. El olor del sándalo invadió suavemente el aire, y él estuvo a punto de morirse.
El cristal que separaba la ducha del resto de la habitación no se empañó, y él pudo ver cómo se le endurecían los pezones… cómo temblaba su vientre. ¿Estaba pensando en él? ¿Deseaba que él la acariciara y que apretara el cuerpo contra el suyo?
Torin entró al baño en estado de trance y se apoyó en la encimera del lavabo. Tenía una erección tan dura como el acero, pero la ignoró.
–Pero… –insistió.
–Me imagino qué es lo siguiente que vas a hacer, y no me gusta.
–¿Y qué es?
–Ser cruel e intentar librarte de mí.
–No voy a hacer eso.
Ella continuó como si él no hubiera dicho nada.
–Soy más que la inmortal más poderosa del mundo, ¿sabes? Soy una persona con sentimientos. Valgo más que un barril de whisky.
–Tú lo vales todo –dijo él en voz baja.
–Tengo un corazón que puede resultar muy heri… Un momento, ¿qué has dicho? –preguntó.
–Que no quiero separarme de ti –respondió él. Torin se incorporó, intentando resistir el impulso de reunirse con ella en la ducha, y se fue a la habitación para poner distancia entre ellos dos–. Sin embargo, no puedo seguir haciéndote daño. Vivir en la misma habitación aumentaría mucho las posibilidades de que tengamos contacto.
–Cuando tuvimos cuidado, no me hiciste daño.
–¿Y si no tengo cuidado la próxima vez?
–Es mi vida, y es mi decisión.
–La culpabilidad…
Ella alzó la barbilla.
–Al cuerno la culpabilidad. Podrás olvidarte de ella, ¿no?
Aquella muestra de inseguridad le causó una punzada en el corazón. Torin dijo:
–Es un milagro que hayas sobrevivido a mis caricias en tres ocasiones. ¿Qué sucedería la cuarta vez? ¿Y la quinta? Algún día, puede que no te recuperes, y yo prefiero morir a dejar que suceda eso, Keys.
Ella estuvo a punto de responder. ¿Por qué no decírselo todo? ¿Por qué no enseñar ya todas sus cartas?
–Tú eres especial para mí. Me importas. Podrías haberme asesinado muchas veces, pero no lo hiciste. Deberías haberme temido, y nunca lo has hecho. Deberías odiarme, y parece que no eres capaz. Deberías evitarme, pero lo único que haces es acercarte a mí. Quiero lo mejor para ti. Pero lo mejor no soy yo.
–Oh, Torin –dijo ella y, lentamente, se acercó a él, todavía húmeda de la ducha–. Tú sí eres lo mejor.
Él retrocedió para alejarse de Keeley, hasta que sus pantorrillas toparon con el borde del colchón. Ella siguió avanzando hasta que quedó justo delante de él. Estaba desnuda. Gloriosamente desnuda.
–Tú también eres especial para mí –le dijo–. Y también me importas. Quiero lo mejor para ti. Y yo soy la mejor, Torin. Tú me has visto luchar, ¿no? Y has visto el alcance de mi poder. De no ser por el azufre, podría hacer mucho más, enseñarte muchas más cosas. Te quedarías impresionado.
Él quiso prometerle que iba a librarse de las cicatrices de azufre inmediatamente, pero no pudo hacerlo: habría sido una mentira. Por supuesto, ya sabía que no necesitaba protegerse de ella ni tener un arma contra ella, pero sí era necesario que hubiera alguien que pudiese anular sus poderes en un momento dado, cuando ella perdiera el control sobre su temperamento. Y, como él no quería pensar en que ninguna otra persona le pusiera las manos encima, aquella carga recaía sobre sus hombros.
–Quiero pertenecerte, lo deseo con todas mis fuerzas –continuó ella–. No solo de palabra, sino también de hecho. Te anhelo tanto que me duele. Todo el tiempo.
–Keys…
–No. Todavía estoy hablando. Tú me dijiste que formara un vínculo contigo, y lo hice. Pero lo hice antes de que me lo dijeras. ¡Y no me arrepiento! Ya no. No quería que sucediera, e intenté evitarlo, pero tú, mi dulce guerrero, eres irresistible. No tienes por qué preocuparte: yo no soy un parásito. No solo tomo, sino que también doy. ¿No te has dado cuenta de que ya eres más fuerte, y yo también? Algún día dejaré de ponerme enferma, ya lo verás. Al demonio se le terminarán las enfermedades. Lo venceré, ya lo verás.
Torin experimentó mil emociones. ¿La principal? Excitación. Estaban unidos por un vínculo. Estaban conectados de un modo que nunca hubiera creído posible, al menos, no para él.
Además de excitación, sentía esperanza, miedo, euforia. Tenía un fuerte sentimiento de posesión hacia ella. Y temor. Y, después, incluso más excitación.
«Estoy perdido».
Y ella… ella era la pura seducción, la carnalidad. Tenía una carne exquisita, sonrosada y deliciosamente húmeda. Intentó decirse que era fuerte, pero, en realidad, era débil. Con ella, siempre había sido débil.
–¿Y si…?
–¿Y si disfrutamos y no pasa nada malo?
No era lo que él iba a decir, pero aquellas palabras avivaron su esperanza. ¿Y si ella tenía razón?
–Si lo hacemos –dijo Torin–, tendrá que ser sin tocarnos piel con piel.
–Pero… la única manera de que yo me vuelva totalmente inmune al demonio es soportar cada una de sus enfermedades, así que tengo que…
–No. No va a haber más enfermedades para ti, Keeley. Esto no está abierto a la negociación. Tienes que prometérmelo.
Keeley se humedeció los labios, y Torin esperó a que asintiera. Y, cuando lo hizo, él no perdió el tiempo. La tomó en brazos y se la sentó en el regazo. Ella jadeó en cuanto la tocó. A él se le escapó un silbido, y se giró para apretarla contra el colchón. Sus pechos se mecieron y sus pezones, del color de las frambuesas, lo hipnotizaron.
Ella giró las caderas hacia arriba, buscándolo. Olía a lo mejor del verano, a flores, a álamos, a excitación… y todo aquello se mezclaba con su propio olor. Los sonidos que ella emitía… gemidos, gruñidos y dulces ronroneos.
Torin no tenía suficiente.
–Las cosas que quiero hacerte…
–Házmelas –le rogó ella, con la voz entrecortada–. Todas.
Él la agarró por debajo de las rodillas, y ella tomó una bocanada de aire. Como siempre, Torin notaba el calor de su piel a través del cuero de los guantes. Se colocó sus piernas alrededor de las caderas para abrirla a su erección. Era preciosa, rosada, húmeda, con una piel destinada a él. Solo a él. Sentía un abrumador deseo de saborearla, y maldijo a su demonio.
Oyó una risotada dentro de su cráneo.
Tal vez hubiera una manera. Tenía que pensar. Sin embargo, su mente y su cuerpo solo tenían un objetivo: entrar en ella.
Deslizó las manos hacia arriba y la acarició entre las piernas. Sus jadeos fueron música para los oídos de Torin. Continuó su camino ascendente… hasta que llegó a sus pechos. Los pezones se endurecieron ante sus ojos. Era maravillosa.
Las risotadas cesaron.
O, tal vez, él estaba tan concentrado en aquella mujer que ya no podía oírlas.
Cuando pasó las yemas de los dedos pulgares por sus pezones, Keeley se arqueó de arriba abajo, como si aquella sensación fuera demasiado para ella. Sin soltarla, él avanzó por la cama y puso los muslos bajo sus nalgas, estrechando su parte más íntima contra su erección. Giró las caderas contra ella, a través de la barrera de la ropa, atormentándolos a los dos.
–¡Torin! –jadeó ella–. Estoy ya tan cerca…
Entonces, él la levantó y le sujetó las piernas contra sus costados, de manera que solo su cabeza y sus hombros quedaron en contacto con el colchón, e incrementó la intensidad y la velocidad de sus embestidas circulares. En la base de su espalda empezó a formarse una gloriosa presión.
–Ojalá estuviera dentro de ti –dijo, entrecortadamente.
–Sí. Sí, dentro de mí, por favor…
Aquel ruego estuvo a punto de acabar con su control. No podía hacerlo… pero siguió acometiendo su cuerpo con fuerza, cada vez con más dureza, y ella se apoyó sobre los codos y elevó más el cuerpo. La fricción… la dicha…
–Bésame –dijo ella.
Sí. Su boca estaba húmeda y rosada, e imploraba sus labios.
–No.
–Por favor –dijo ella, de nuevo.
–No –repitió él–. No podemos… Lo hemos decidido…
–Sí podemos… Debemos hacerlo. Perdóname –dijo ella, y se incorporó para sentarse en el colchón.
Él se inclinó hacia atrás para impedir que sus pechos se tocaran, pero no pudo impedirlo. Sus senos… sus labios…
Un grito de negación se fundió con un grito de rendición. Ya estaba hecho: se habían tocado. Detestaba su debilidad, se detestaba a sí mismo, pero deslizó la lengua entre sus dientes y le dio un beso caliente, como si quisiera marcarla para siempre. Tenía el sabor de las uvas recién arrancadas de la parra, y el contraste de su dulzura con su lujuria acabó con el resto del control que Torin había querido ejercer.
Él entrelazó las manos con los mechones de su pelo y tiró para colocarla en el ángulo que más deseaba. Tomó su boca profundamente y, con un interminable sentimiento de posesión, quiso robarle el alma. «Mía. Eres mía». Iba a poseer hasta el último centímetro de Keeley. Siempre.
Siguió embistiendo con su erección entre sus piernas, y habría penetrado en su cuerpo de tener un preservativo. Sin embargo, no lo tenía, puesto que nunca había necesitado ninguno. Así pues, siguió moviéndose con dureza contra ella, hasta que Keeley comenzó a gemir de manera incoherente con un placer sublime. Entonces, él suavizó sus movimientos.
–¿Qué estás haciendo? No –dijo ella, y le mordió el labio hasta que le hizo sangrar.
Aquello le produjo un frenesí de lujuria, y volvió a acometer contra su cuerpo. En la última embestida, ella se convulsionó contra él, gritando:
–¡Sí!
El hecho de saber que Keeley había llegado al clímax y estaba disfrutando de lo que él le había hecho fue definitivo: Torin sintió una avalancha de placer y siguió embistiéndola hasta que no tuvo nada más que dar, y se desplomó sobre ella.
–No te enfades –susurró ella–. Por favor, no te enfades. No pude evitarlo.
Y él no podía culparla. También lo deseaba con todas sus fuerzas.
Estaba jadeando y no podía respirar. El corazón le latía aceleradamente en el pecho.
–En este momento no puedo enfadarme como es debido –dijo Torin. Seguro que eso sucedería más tarde, y él los maldeciría a los dos–. ¿Estaría mal que me diera golpes en el pecho como un gorila?
–¿Mal? No. Sería entretenido.
Él le besó la frente.
–Tengo que limpiarme.
Ella se abrazó a él.
–Pero no quiero que te vayas –le dijo.
¿Acaso quería disfrutar de un poco de calma? Los deseos de su princesa eran órdenes para él. Se acomodó a su lado y, pese al estado tan humillante en que se encontraban sus pantalones, dijo:
–Háblame del vínculo.
Ella le pasó un dedo por el pecho.
–De verdad, no soy un parásito.
–Ya lo sé, princesa.
Antes, él pensaba que ella lo debilitaría, que lo dejaría sin reservas, pero, en realidad, se sentía más fuerte y más fiero.
–¿Qué es lo que forma ese vínculo?
Ella se relajó contra él, y sus cuerpos se fundieron.
–Muchas cosas. La proximidad. La necesidad. El amor. Incluso el odio.
Su mente se concentró en la palabra «amor». ¿Quería que ella lo amara?
No lo sabía. El amor solo servía para complicar las cosas.
Sin embargo, sabía una cosa con certeza: quería tenerla en su vida para siempre. Si llegaba el día en que sus caricias no la enfermaran, el mundo cambiaría para los dos. Ella sería suya por completo, sin reservas; al pensarlo, a Torin se le encogió el pecho de anhelo. Si no, tendrían que arreglárselas de otro modo.
Era un hombre muy malo. Ella se merecía algo mejor, pero no iba a tenerlo.
–Vete –susurró Keeley, dándole un pequeño empujón–. Ve a limpiarte.
Él se había puesto muy rígido, y se dio cuenta de que ella había malinterpretado el motivo. Sin embargo, se fue al baño de todos modos, porque necesitaba un momento para procesar lo que había ocurrido. Se lavó, se cambió de pantalón y de guantes… y, después, volvió a tumbarse junto a ella, sin haber procesado nada, realmente. Pensó que no había necesidad. Estaban juntos. Ya conseguirían que las cosas funcionaran.
La abrazó, y dijo:
–No sé qué estabas pensando hace un momento, pero quiero que sepas que estoy donde quiero estar: contigo.
Ella le dio un beso en el pecho, sobre el corazón, y le mordisqueó el pezón. Él la besó.
–¿Quieres conocer uno de mis secretos? –le preguntó.
–Sí, más que nada –dijo él–. Pero dímelo mientras me muerdes.
–Algunas veces, cuando la soledad era demasiado para mí, me imaginaba que salía con un hombre normal y agradable que nunca me hacía enfadar –dijo Keeley, entre mordisqueos.
–Pues no es lo que has conseguido –dijo él, y se giró para tenderse boca arriba, con ella sobre el pecho.
El pelo de Keeley se extendió alrededor de ellos dos, creando una cortina. Solo ellos existían en aquel refugio.
–Lo sé. Pero me he dado cuenta de que me gusta que me provoquen. Tú me das la oportunidad de ser yo misma.
–Bien, porque me gustas –dijo él.
–¿Y te gusta lo que te hago? –le preguntó Keeley, con un ronroneo.
–Sabes que sí.
–Bien –dijo ella, y siguió mordisqueándolo–, porque voy a hacerte mucho más…