Capítulo 6

 

«Culpa mía».

Las palabras reverberaron en la mente de Torin mientras hacía una hoguera, y eran como puñetazos en su pecho. Keeley estaba sentada en el suelo, observando todos sus movimientos. Él lo sabía porque notaba sus ojos clavados en la espalda. Desde el incidente, ella no había intentado pelear de nuevo. Estaba muy quieta, muy callada.

Enfermaría pronto, como los demás. Y él maldeciría su propia existencia.

Había escondido la mochila detrás de un árbol, y rebuscó en ella algunas medicinas que todavía le quedaban: antibiótico y antivirales, inhibidor para la tos, antihistamínico y descongestionante. Analgésico. Incluso vitaminas que se disolvían en la lengua.

Le arrojó los antibióticos y las vitaminas, y la cantimplora de agua.

–Tómate dos pastillas, y chupa una de las vitaminas. Te ayudarán a contener la infección.

En un mundo perfecto, eso habría sido suficiente. Pero su mundo no era perfecto.

Ella no respondió.

Si tenía que obligarla…

Oyó el ruido de la ropa, y el sonido de un trago de agua.

Buena chica. Él no estaba seguro de cómo habría reaccionado si tenía que obligarla, si tenía que ponerle las manos encima otra vez. «No hay una mujer más suave que ella».

La culpabilidad lo abrumó, con tantas ganas de destrozarlo como Enfermedad. El demonio siempre estaba al acecho, preparado para escupir su veneno. Después llegarían el dolor y la rabia. Contra Keeley, y contra sí mismo. Sobre todo, contra sí mismo. Él había querido acariciarla, lo había deseado más que ninguna otra cosa.

Aunque Enfermedad le gritaba que se alejara de ella, él se había dejado arrastrar por la tentación, diciéndose que Keeley era tan poderosa que sería inmune, y que él podría tener, por fin, todo lo que anhelaba en secreto.

Pero era mentira. Siempre era mentira.

¿Por qué la había animado a que luchara contra él? ¿Por qué había tratado de consolarla después de su ataque de pánico? Había sucedido lo único que podía suceder. Vaya sorpresa.

Y, ahora, Keeley iba a pagar el precio de su debilidad, y él sería el culpable de haber terminado con uno de los pocos Curators que existían, o de haber creado otro portador. Quizá, en un mundo perfecto, la existencia de una portadora habría significado que existía una mujer a la que podía abrazar, besar y satisfacer sin más consecuencias. Sin embargo, las cosas no eran así: si él volvía a tocarla, le contagiaría una enfermedad distinta.

El demonio no estaba especializado en una sola enfermedad, sino en muchísimas.

A menudo, Enfermedad cambiaba de plaga. La peste negra del siglo XIII había dejado paso a la epidemia de cólera del siglo XVIII. Seguramente, eso hacía que fuera más difícil combatir el mal.

–¿Hay alguien que no se haya puesto enfermo después de tocarte? –preguntó Keeley.

–No.

–Pero… yo soy superpoderosa.

No solo era superpoderosa; era la persona más poderosa que él hubiera conocido.

–La enfermedad se alimenta de ciertos tipos de poder. ¿Cómo crees que crece?

Ella se mordió el labio y jugueteó con el frasco de pastillas.

–Me encuentro bien.

–Eso no va a durar.

A Keeley se le hundieron los hombros.

–¿Cuánto suelen sobrevivir tus víctimas?

–Una semana, más o menos –dijo él, y se sentó al otro lado de la hoguera. «No sé cómo voy a soportarlo»–. ¿Cómo conseguiste un cuerpo humano que no tuviera un humano dentro? –le preguntó, para que ambos pudieran distraerse–. Los Curators eran… son espíritus.

En su rostro se reflejó la ira, y el mundo tembló a su alrededor.

–Me lo dio alguien. ¿Por qué?

–¿Quién te lo dio, y cómo?

–No importa –dijo ella y, con melancolía, añadió–: Antes estaba en comunión con los animales, ¿sabes?

No era de extrañar. Como todas las princesas de los cuentos de hadas.

–Seguro que tus amigos los animales y tú teníais conversaciones muy estimulantes.

–Sí –suspiró ella–. El cuerpo lo cambió todo.

–¿No puedes deshacerte de él? –preguntó Torin. Eso podría salvarla.

–No. Estoy fundida con él –dijo Keeley y, de repente, lo miró fijamente–. ¿Por qué sigues aquí? ¿Por qué no me abandonas a mi horrible destino?

Él prefirió responder con ligereza.

–No pienso abandonarte cuando estamos a punto de jugar a mi juego favorito: el del médico incompetente y la paciente que no colabora.

Ella frunció el ceño:

–Entonces, ¿vas a ayudarme? ¿Otra vez?

–Voy a intentarlo.

Sin embargo, ¿sería suficiente? Con Mari no había bastado.

Torin apretó los dientes. Humana contra supervillano. Gran diferencia. Aquel era un juego completamente nuevo.

«Vaya, mírame. Aquí estoy, con la esperanza de que las cosas sean diferentes en esta ocasión, cuando sé que no es posible».

–¿Por qué? –preguntó ella–. Solo voy a pagártelo con dolor y agonía y, al final, con la muerte.

Keeley pronunció aquellas palabras con tanta sencillez, como si estuvieran hablando de las uñas de sus pies, que, por cierto, brillaban como diamantes, que él estuvo a punto de sonreír. A punto.

–Sé que tienes motivos para querer hacerme daño. Tus quejas sobre mí son legítimas, y entiendo que hagas lo necesario para conseguir justicia. Sin embargo, no voy a dejarte aquí, sufriendo sola.

«Muriendo sola», pensó Torin y, al pensar en su muerte, experimentó una intensa sensación de pérdida que apenas podía entender. ¿Por qué? Apenas la conocía. Ella no era amiga suya. Era lógico que se sintiera culpable, sí, pero nada más.

–¿Por qué? –insistió ella–. Tú me lo advertiste. Fui yo la que eligió arriesgarse a sufrir así, ¿no te acuerdas?

Keeley quería que le dijera la verdad, así que él lo hi-zo.

–Siento que Mari haya muerto, y siento haberla tocado. Siento que se pusiera enferma y tuviera una muerte tan horrible. Siento que perdieras a una amiga tan querida. Siento no haber sido lo suficientemente fuerte como para alejarme de ella… ni de ti. Sobre todo, sabiendo que no iba a salir nada bueno de todo esto. Lo siento mucho, pero no puedo hacer nada por cambiar el pasado. Como tú, lo único que puedo hacer es seguir adelante e intentar hacer las cosas mejor.

Ella volvió la cara. ¿Para ocultar las lágrimas?

Él sintió una punzada de dolor en el pecho.

–No llores, por favor.

–¡Nunca! –rugió ella, enfurecida.

Mejor.

Keeley tomó aire con fuerza, y lo exhaló con más fuerza aún.

–Tal vez lo mejor sea que me vaya a buscar a Cronus. Así tendré tiempo para pensar –dijo, y trazó en la arena, con el dedo, un símbolo que él no reconocía–. Lo oí negociar con Mari, después de haber intentado negociar conmigo. Él sabía que ella iba a morir y, pese a mis protestas y mi voluntad de cambiarme por ella, él la dejó ir de todos modos. Debe ser castigado.

–Cronus ha muerto –dijo él. Y, gracias a eso, el mundo era un lugar mejor–. Lo decapitaron.

–¿Y quién se ha atrevido a arrebatarme la venganza? –preguntó ella.

–No fue algo intencionado. Mi amiga lo mató en el campo de batalla. Ahora, ella es la líder de los Titanes.

Keeley pestañeó con sorpresa.

–¿Una mujer?

–Sí. Es la compañera de uno de los Señores del Inframundo.

–¿Y los Titanes no se han negado a obedecerla?

–No. ¿Por qué iban a negarse?

En sus ojos se reflejó algo parecido a la reverencia. Y a la envidia.

–Porque… porque sí.

Allí había una historia. Bueno, seguramente, muchas historias, y a él le habría encantado escucharlas todas.

–¿Y tu gente? –le preguntó–. ¿Queda alguien por ahí?

–Que yo sepa, yo soy la única de pura raza que sobrevive. El resto de los Curators se aparearon con los ángeles caídos pensando que eso les haría más fuertes. Pero lo único que consiguieron fue diluir su linaje y morir.

Una respuesta sincera, aunque Keeley no mostró la más mínima emoción. ¿Echaba de menos a los demás? ¿Lamentaba su pérdida?

Y, otra pregunta: ¿por qué tenía tantas ganas de abrazarla?

Abrazarla solo le llevaría a besarla y, besarla, al sexo. No era muy difícil deducirlo.

De ese modo, dejaría de ser el hombre virgen más viejo de la historia. Por fin sentiría el cuerpo de una mujer, las sensaciones que él nunca había podido procurarse a sí mismo.

Sin embargo, sabía que no podía tomarla, aunque todavía sintiera un cosquilleo en el lugar del cuerpo que ella le había tocado.

¿Sería tan terrible ceder a aquella atracción que sentía por ella? Lo peor ya estaba hecho. De todos modos, Keeley iba a morir, y…

¡Basta!

No podía arriesgarse a transmitirle dos enfermedades a la vez. Entonces, sus posibilidades de supervivencia serían nulas. Si acaso había alguna.

–¿Y por qué tú no te emparejaste con ningún ángel caído? –le preguntó.

–Yo ya estaba prometida y, cuando nos separamos, la verdad era conocida por todos. Los ángeles caídos eran como veneno para los Curators. Extendían su maldición de condena a la oscuridad. Además, estaba encerrada.

Él había sentido algo oscuro que le había quemado.

–¿Estuviste prometida? –preguntó.

¿Eso era lo que más le había llamado la atención?

–Sí –respondió Keeley, y le lanzó una ramita–. ¿Por qué? ¿Acaso te resulta tan sorprendente que alguien me considerara tan valiosa como para querer estar conmigo eternamente?

–Guarda las zarpas, gata. No quería ofenderte –dijo Torin.

No podía llamar «celos» a aquel sentimiento tan oscuro que se había apoderado de él. No tenía ningún motivo para estar celoso. Iba a llamarlo… «indigestión». Porque era eso, en realidad.

¿Qué clase de hombre había conquistado su corazón? Seguramente, algún adulador. Era tan suave y delicada, que Torin podía imaginársela como juguete sexual de algún idiota, de alguien que la sacaría para pavonearse y que jugaría con ella cuando estuviera de humor. Y, seguramente, estaba de humor muy a menudo.

La indigestión le mordió el estómago.

–¿Y dónde está ese tipo ahora?

–No lo sé. Seguramente, en algún lugar en el que pueda decapitar cachorritos y matar gatitos sin que nadie se queje.

Así que la relación había terminado mal. Entendido.

–Mira –dijo Keeley, y suspiró–. Te agradezco la conversación, de verdad. Nunca voy a ser una gran admiradora tuya, pero reconozco que no eres el canalla que pensaba. Por eso creo que es mejor que nos separemos ahora y retomemos nuestra guerra en otro momento.

–Quédate. Deja que te cuide.

–No estoy enferma.

–Pero vas a estarlo.

–No. Ya te he dicho que soy demasiado poderosa. Nunca has conocido a nadie como yo, así que no puedes saber cómo voy a reaccionar a…

De repente, Keeley empezó a toser con tanta fuerza que se encorvó. Se cubrió la boca con la mano, y pasaron varios minutos antes de que consiguiera calmarse. Se miró la mano, y vio que tenía salpicaduras rojas en la palma.

De nuevo, comenzó a nevar. En aquella ocasión, la nieve estaba acompañada de unos rayos que atravesaron el cielo. Él ya se había dado cuenta de que el tiempo respondía a su estado de ánimo, y se imaginó que aquello era una señal de miedo y de dolor.

Keeley lo miró a los ojos y cabeceó.

–No. No.

Sí.

–Estás enferma.

 

 

En menos de una hora, ella estaba escupiendo ríos de sangre.

En menos de una, tenía una fiebre salvaje.

Intentaba hablar, y decía cosas como «lluvia», «inundación» y «sirvientes», pero Torin no entendía su significado. Lo único que entendió fue «no me mates».

Él le había dicho que iba a matarla si se convertía en portadora. Y debería hacerlo. Sería lo mejor para ella y para el resto del mundo.

Entonces, ¿para qué iba a intentar salvarla?

Porque no podía librarse del deseo de abrazarla, y porque se lo debía.

Porque, si ella moría, no podría tenerla jamás.

Dio un puñetazo de rabia en el suelo. Si llegaba el caso, ya se encargarían de lidiar con el hecho de que ella fuera portadora.

Torin le administró las medicinas con todo el cuidado posible, le refrescó la frente con el agua de la cantimplora y le dio de beber. Sin embargo, al día siguiente, el agua se había terminado, y ella necesitaba más. Su tos empeoró y la fiebre subió aún más. Aquella mujer, que tenía suficiente poder como para derribar una prisión para inmortales, se debilitó hasta que no pudo hacer otra cosa que retorcerse de dolor entre estertores.

Los estertores de la muerte. Él los conocía bien.

Había otras señales de su horrible destino. A unos siete metros alrededor de Keeley, la hierba y los árboles se habían secado.

Por lo menos, había dejado de nevar. Aquel era un pequeño consuelo.

–Aguanta, princesa –le dijo, aunque ella no pudiera oírlo. La tomó en brazos, asegurándose de que siempre hubiera ropa entre ellos dos.

Sin embargo, con aquella barrera entre los dos, aunque no tuvieran contacto piel con piel, ella consiguió ahogarlo en endorfinas. Torin sintió oleada tras oleada de felicidad, se excitó, palpitó.

«Necesito sentir sus manos en el cuerpo otra vez».

«¡No! ¡Ya es suficiente!». La llevó por el bosque hasta que llegaron al campamento que había compartido con el trío. Ellos se enfrentarían a él, y no entenderían por qué estaba tan empeñado en salvar a una mujer que había jurado que iba a matarlo. Él tampoco podía entenderlo.

Ninguno de los tres estaba en el claro, y parecía que se habían marchado hacía tiempo. Eso le ahorraba tener que pelearse con ellos.

Torin tendió a Keeley junto al manantial. Mojó un trapo en el agua helada y le refrescó la frente. Ella temblaba, y le castañeteaban los dientes. Tenía convulsiones. La fiebre no remitía.

Entonces, la tomó en brazos y la metió en el agua sin quitarle el vestido. La hundió en el líquido hasta la barbilla… pero el calor que ella irradiaba calentó el agua. Torin sintió frustración y miedo.

–Hades –musitó ella, con un hilo de voz–. Mío…

Torin se quedó inmóvil. ¿Hades, el antiguo dirigente del Inframundo, que encarnaba la pura maldad? ¿El padre de William, el Eterno Lascivo, y de Lucifer, el rey de los demonios?

Aunque, para ser exactos, Hades no era el padre biológico de William y de Lucifer. Se había apoderado de ellos con una especie de adopción sobrenatural, oscura, y eso le convertía en alguien aún peor.

¿Keeley llamaba a aquel tipo? ¿En serio?

–No… –suplicó ella–. Por favor, no lo hagas.

¿Hades le había hecho daño? No era de extrañar. Sin embargo, Torin hizo crujir los nudillos. «Lo que le haya hecho Hades, lo recibirá multiplicado por cien».

–Shh…

Torin intentó calmarla acariciándole la mejilla con la mano enguantada. Al hacerlo, se maravilló por la delicadeza de sus huesos y, de nuevo, tuvo que luchar contra las oleadas de felicidad.

–Estoy aquí. Torin está aquí. No te va a pasar nada malo, princesa. No lo permitiré.

–Te quiero. Tú me quieres. Nuestra boda… por favor.

Al oír todo aquello, Torin entendió claramente varias cosas: Hades era el prometido que ella había mencionado, y ella había planeado un futuro en común con él. Se lo había rogado.

Celos. Sí, tenía celos, y no indigestión. No podía seguir negando la realidad. Sin embargo, no iba a tolerar aquella emoción. Keeley no era suya, y nunca lo sería. Aunque resolvieran sus problemas, cosa que no era probable, él no iba a poder satisfacer sus necesidades. Lo que tenía que ofrecer no sería suficiente.

Lo había aprendido de la manera más dura.

¿Ver el descontento en su mirada? Preferiría morir.

«Ya he experimentado suficientes humillaciones en ese sentido».

–Impotente –susurró ella–. Tan impotente. Atrapada.

–Shh –dijo él, de nuevo–. Estoy contigo. No voy a marcharme.

–¿Torin?

La cabeza de Keeley se ladeó hacia él. Sus brazos estaban flotando en la superficie del agua, y su pelo, al estar mojado, parecía castaño claro en vez de azul.

«Sería tan bonito enroscado en mi mano. La colocaría en el ángulo perfecto, tomaría su boca con una habilidad que ella nunca ha conocido y…».

Nada.

Se le escapó un suspiro desgarrado. De repente, se dio cuenta de que el agua se había enfriado.

¿Había remitido la fiebre, por fin?

La sacó del manantial y la dejó sobre la hierba. Esperó con tensión a que la hierba se marchitara y se secara, pero pasaron varios minutos y eso no sucedió. Entonces, se relajó.

La recorrió con la mirada. Su color había mejorado mucho, y tenía el vestido pegado a la piel, marcándole cada una de las magníficas curvas…

«Tengo que apartar los ojos». Sin embargo, por mucho que lo intentara, su mirada siguió clavada en ella. Tenía unos pechos exuberantes, que casi pedían las caricias a gritos, y los pezones endurecidos. Su estómago era cóncavo, y en el ombligo se le había quedado una pequeña cantidad de agua.

Agua que él podía lamer.

«Basta. Esto es un grave error».

Sus piernas eran largas y esbeltas, y tenían la longitud perfecta para rodearle la cintura. No tenía ninguna cicatriz ni tatuaje, y su piel era de seda color cobalto.

Era la promesa del sexo.

Torin estuvo a punto de perder el control.

Se pasó una mano por la cara y salió de su ensimismamiento. ¿Qué le ocurría? Ella estaba muriéndose, ¿y él solo podía pensar en el sexo?

«Doy asco».

«Vamos, cúrala y aléjate de ella».

De ese modo, podría seguir buscando a Cameo y a Viola con la conciencia tranquila.

Como el trío que lo había acompañado hasta hacía bien poco, Viola estaba encarcelada en el Tártaro en el peor de los momentos, y le había tocado en suerte el demonio del Narcisismo. El peor de los peores. Era una pesadilla estar con ella, pero Viola formaba parte de su familia.

Y un hombre tenía que proteger a su familia.

Mari era la única familia que había tenido Keeley, pensó. «Y yo se la arrebaté».

Le debía más que una venganza. Le debía otra familia. Sin embargo, no podía llevar a una portadora con gente inocente. Sería como lanzar una granada a un barril de pólvora.

Por otra parte, sus amigos… ya sabían cómo tratar a un portador. Llevaban siglos viviendo con él, y ninguno de ellos había enfermado nunca. Eran expertos evitándolo. Tal vez ellos pudieran convertirse en la familia de Keeley, y él no tuviera que matarla.

La idea… no le resultaba repelente.

Ella era una amenaza para su seguridad.

Sí, pero él sabía que Keeley no iba a hacerles daño. Bajo su rabia, había visto que tenía un fondo honorable.

Era posible, incluso, que ella encontrara la felicidad en su grupo. Dos de sus amigos estaban saliendo con arpías, una raza de mujeres famosa por su afición al derramamiento de sangre… y porque hacían que los hombres se murieran de miedo. Ellas tenían el potencial de convertirse en buenas amigas de Keys. Por otra parte, aunque eso no tenía importancia, ninguno de los hombres intentaría seducirla, porque todos estaban comprometidos.

Bueno, salvo William, el Lascivo, que vivía con ellos. Sin embargo, últimamente miraba con mucha atención a su pupila, una humana llamada Gilly, que iba a cumplir dieciocho años muy pronto.

Torin no estaba seguro de lo que iba a ocurrir entre ellos dos el día de su cumpleaños, pero sabía que algo sucedería.

Aunque nada de aquello tenía importancia. Probablemente, Keeley iba a protestar cuando él quisiera llevársela a Budapest. ¿Probablemente? ¡Ja! Pero él tendría que encontrar la forma de convencerla, porque no había mejor solución… ni otra forma de que pudiera tenerla a su lado.